QUILMES DE ANTAÑO de José A. López

QUILMES DE ANTAÑO de José A. López
A QUILMES :
Donde han pasado los mejores años de mi vida, cuna de mis hijos; se escribió e imprimió este libro y se fabricó el papel para su impresión.
EL AUTOR.

PRÓLOGO
La hermosa fábrica de históricos recuerdos quilmeños, cu¬yo pórtico tengo el grato encargo de abrir, constituye un rico legajo documental para el acervo del que, modestísima villorrio hace medio siglo, es hoy bonita y progresista ciudad, cuyos pies besan las allí habitualmente tranquilas aguas del Río de la Plata, con frecuencia visitadas profusamente en el estío; transformado tal paraje en importante estación balnearia, de fácil y rápida comunicación con Buenos Aires. Y aporta esta colección de antecedentes, en la exacta descripción costum¬brista y la del estado en que yacía en esa época, páginas de indiscutible valor para el historiador y el tradicionalista.
Presenciados en su casi totalidad, vividos y acoplados pacien¬te y gustosamente por su autor , parte integrante de muchos de ellos, con amor acendrado para la "gleba" que antaño ha¬bitaran los Quilmes, empieza, con pruebas fehacientes, por corregir errores cronológicos, de que no dejarán de tomar bue¬na nota, los verdaderos amantes de las cosas del terruño. Tie¬nen, repito, valor histórico –ya que esta obra levanta el velo del pasado de una región, cuya importancia se demuestra con decir que comenzaban sus dominios donde terminaban los lí¬mites de la hoy Capital Federal– y es de interés atractivo hasta para el superficial y despreocupado lector que, sin de¬tenerse a comparar épocas ni importársele un ardite nada de lo que atañe a nuestro magnífico progreso material, hallará en sus páginas el aperitivo que despierta la curiosidad, por las in¬cidencias episódicas y anecdóticas que contiene, matizadas de entretenidos sucesos cómicos y suaves ironías, Lo cual quiere decir que este libro, coma si consultara los gustos de todos., es para todos; pues su forma. amena atrae la atención del displicente tanto como la del investigador Hermoso hallazgo fue este en todos los tiempos, y sobre todo para el que corremos en que, contrastando con la celeridad de los asombrosos ni medios de locomoción de que disponemos, que hacen sin doble in¬tención y aún con ella, decir que "el que no corre, vuela” la publicidad substanciosa a menudo se hace a base de pesada y pedantesca erudición.
El libro –todos lo saben, pero parece que hasta muchos de los que lo escriben lo ignoraran– debe ser fácil; y entiéndase este vocablo como la interpretación de la sencillez. y la claridad de su contenido: sin repliegues ni recovecos metafísicos si ha de ser para todos, como debe ser la obra que se quiere divulgar; como tiene que ser la presente que, recogida del pueblo que se fue, debe ir al pueblo que sobrevino.
Y esto no quiere decir que toda obra en su lectura deba ni pueda ser así; ya que, si es un verdadero acierto saber poner la ciencia al alcance de la mano, no siempre es posible prescindir del tecnicismo, porque se hacen incomprensibles muchos textos si no se posee una preparación adecuada, que es la base de su comprensión y a la que al fin llegará el pueblo, aunque después de la lenta elaboración que involucra el progreso de la cultura popular. Más, como digo, no es este el caso. Lejos de requerir documentarse –como para la interpretación de los textos sagrados, del conocimiento de la hermenéutica– la pre¬sente obra, que a todos debe interesar y en especial a los habitantes del sitio que se ocupa, habitantes aumentados como en fabuloso interés compuesto de 129 personas –según el doctor Juan Agustín García (hijo), en su libro "La ciudad in¬diana"– hasta casi setenta mil almas dentro del partido; la presente obra, repetimos, está hecha para todos los paladares; como debe ser pero que no es frecuente, porque está escrita, según ¬la paradoja con difícil facilidad.
¿Y a quién no va a interesarle conocer las vicisitudes porque ¬atravesó, verbigracia la construcción de la línea férrea hasta poder llegar a les pagos de la Santa Cruz de los Quilmes? ¿Cómo no han de asombrarse más de cuatro al saber que al principio, debido a los inconvenientes y a la "cachaza" de la máquina (daremos voluntad a la locomotora,) llegaron hasta a descender del tren sus 8 ó 10 pasajeros, a mitad de camino ¬para continuarlo "pedibus andando'"? ¿A quién, no le harán gracia los chuscos epigramas, que por sarcástico destino resul¬tan de los nombres de los dirigentes de la Empresa y de las circunstancias concurrentes, sabiendo que el apellido del conce¬sionario de las vías, que después de una prórroga de once me¬ses de inacción transfirió su concesión, se llamaba Leliebre; que el nuevo concesionario, mister Wheelwrigth, se atrancó en “Tres Esquinas" desde 1863 hasta 1865; esquinas en las que, malévolamente alguien acaso pensará que debía haber whis¬ky. Y luego, por fin, ¡oh, famoso día! se inaugura la línea, siete años después de haberse atrancado; y llega a Quilmes la primera locomotora, blasonada con una bandera argentina y otra británica entrelazadas, confundido el aspaviento de su ladrado jadeo humeante con el himno de las "bandas" de músi¬ca. Cuatro pasajeros conducía el tren inaugural y lo que tardó en llegar a la estación terminal, la de Quilmes, hizo honor al apellido del gerente administrador, que era uno de los cuatro; traducido del inglés se llamaba Tortuga.
¿A quién no ha de agradarle conocer el sinnúmero de cu¬riosas minucias de sitios, de usos, costumbres, hábitos de esparcimiento y mañas de explotación, por sibilas y curanderos, del populacho, que en todo tiempo fue, es y continuará sien¬do, el "gran cliente de sus taumaturgos" benefactores?
Libro entretenido, serio en su fondo y jocoso y chispeante muchas veces en su forma, que hace revivir en sus descripcio¬nes la vida entera del villorrio que se fue, y a cuyas palpitaciones se diría asistimos metidos entre sus malezas, que dan motivo al autor para salpimentar sus comentarios recordan¬do la "clásica cicuta" que, a pesar del "úkase" anual de las autoridades ordenando a los vecinos que debían extirparla, per¬manecía intacta en su casi totalidad, hasta que "se le daba la gana de secarse," para renacer de nuevo, como estimulada, la próxima primavera, en que se repetiría la orden de la autori¬dad, que ni la tenía para ello, ni maldito si le preocupaba su falta de cumplimiento.
Campean en estos recuerdos sucesos llenos de sencillo encanto, cuya narración transporta al lector al paraje en que se desarrollaron, que alteraban la monotonía de su lugareño bostezo patriarcal y que, en medio de la efervescencia de la vida de hoy, son como un sedante para el espíritu.
Ya son los poetas locales de todas venas, desde la cultísima e ingeniosa dama Da. Victoria Wilde de Wilde, que cultivaba la rima con inspirado estro, al que se parangonaba la lira de Alfredo Wilde, su hermano; los versos de acertado hu¬morismo, en especial la letrilla epistolar de Angel Sanjurjo; y los de la melancolía de los veinte años, apenas cumplidos, de Eduardo Otamendi –composiciones ambas dirigidas al autor– y otros de éste y otros más, alternando con algunos bibolinescos, como se llamaba a los incongruentes y disparata¬dos de los émulos de Bibolini; todos las cuales veían la luz pú¬blica en los cuatro periódicos, ni uno menos, con que se alum¬braba la mente popular y de los que el más antiguo fue el fun¬dado por el doctor José Antonio Wilde, tío y esposo de la señora nombrada, hombre gentil, de vasta ilustración, tío del notable estadista argentino doctor Eduardo Wilde.
Ya es el cuadro que ofrece la ribera, a la que conduce el camino que fue entonces arbolado "modernamente", con la alegre y atractiva perspectiva del río y las fiestas ante el pa¬norama de su costa, agreste, inculta, enmarañada de selváticos matorrales, salpicada a trechos por ceibos nacidos de semillas sembradas por los brazos linfales de las corrientes del delta; sus doblemente bucólicos festivales, porque comple¬mentando el de la naturaleza improvisaban meriendas con gentiles niñas, sus familias y caballeros de su amistad, quie¬nes, halagados por el encanto del ambiente, coronaban la celebración del regocijo evocando a Euterpe en la recitación de versos galantes, al par que en tañidos musicales, y a Terpsí¬core por éstos invitada a la danza, bajo el amparo del arboral dosel que hacía deslizarse el breve pie femenino sobre la verdega y alfombra viva. Allí, más de una vez, probablemente, im¬provisaría además el autor de estas felices memorias, como un reflejo del galano paisaje, frases también galanas y galantes, con su facilidad característica de orador.
Ya son los carnavales que, a pesar de la modestia con que se festejaban, eran ricos en incidencias cómicas y oportunas ocurrencias; todo lo cual serviría de modelo en nuestros días. Y un sólo ejemplo bastaría para demostrar la gracia de bue¬na ley de que se hacía gala. En un año en que no hubo "corso" (llamóse así al concurso de carruajes, "volantas," y carrin¬dangas de todo género, vehículos hoy de museo, en la calle principal), hubo máscaras, desde las tres de la tarde hasta la puesta del sol, horario que más adelante fue ampliado cuando se instaló el alumbrado público, cuya iluminación consistió en tres faroles a petróleo por cuadra, de luces agonizantes, de vi¬drios no siempre limpios, pero de tubos bastante ahumados, resultando así que, más que la luz, lo que clareaba en el cor¬so era el desfile de los carnavalescos rodados; pues aunque se apeló al recurso de los faroles chinescos sólo lucían... de día.
No obstante, como decimos, no faltaban mascaradas gra¬ciosas y entre ellas fue de notarse la que se organizó paro¬diando un convoy ferroviario en "marcha" por un grupo de jó¬venes de la época, entre los que figuraba el autor de estos re¬cuerdos. Dicha parodia consistía en una fila de esqueléticas cabalgaduras colocadas una a continuación de la otra (los co¬ches), y tiradas por una locomotora, que era el más escuálido de los jamelgos, y quien, cuando "arrancaba", era para des¬carrilar enseguida con la consiguiente protesta de los pasaje¬ros, salvo los que "hacían" de ingleses, que continuaban en resignado mutismo, impertérritos. Esto, más bien que parodia, era una reproducción de lo que sucedía en el ferrocarril de ver¬dad. Y es una muestra del "esprit" del llamado "carnaval pri¬mitivo".
Los sucesos y descripciones expuestos son una casi transcripción literal hecha deliberadamente, como una simple prue¬ba demostrativa del interés de la obra que es, por sí misma, su mejor elogio. Y es incalculable la multitud de hechos de la más variada índole que se suceden, desfilando ante nuestra vis-ta y. renovándose por gracia de la evocación –realmente asombrosa, en un cerebro de octogenario– recóndito jardín de la memoria, que descubre sus flores revividas con el gra¬to rocío del recuerdo.
Si el examen de los sitios y de las cosas es objeto de minucioso pormenor y observación, no falta tampoco la miaja de estudio social y psicológico de algunos hombres, analizan¬do sus cualidades, su carácter e idiosincrasia, que exterioriza el escritor haciendo a veces un retrato moral, tal el del mencionado doctor José Antonio Wilde y el del señor Ma¬tienzo y las semblanzas de una pléyade de caballeros de an¬taño. Y así muchas hojas se necesitarían para estudiar, enu¬merar y comentar concienzudamente, el prolijo trabajo regional contenido en esta valiosa colección de sencillos artículos que fijaron –como en imagen fotográfica los rasgos fisonómi¬cos– hasta los menores detalles, grabados fielmente en la memoria de su observador que hoy los reproduce de la placa sensible de sus recuerdos juveniles.
Mas el detallarlo, además de requerir ímproba labor, da¬ría a este libro, ágil y leve a pesar de su extensión, una por¬tada inarmónica para servir de acceso a la morada; albergue de encantadora y sonriente ingenuidad, que obliga al "relativo" laconismo de la síntesis.
Y queda, no obstante, demostrado, que por su calidad, constituida por su valor histórico, su acopio de sucesos, deta¬lles, bosquejos, copias directas auténticas y pintura de los cuadros, así de la naturaleza como de los hombres –más de uno, a la sazón, figuras expectables con quienes alternó el au¬tor– y de las cosas que vio; las costumbres, las caracterís¬ticas, el ambiente y la sociabilidad del Quilmes de antaño, et¬cétera, este libro es en su género único, exclusivo e irreem¬plazable, lo que corroborará el ilustrado lector; más, aunque sólo se tuviera en cuenta su valor documental, debería prote¬gerse y adoptarse oficialmente, fragmentado como texto de lectura en las escuelas de la ciudad de que se ocupa; serían momentos de solaz para los educandos; probablemente su lectura de predilección, que verificarían con verdadero y delei¬toso interés, y al trabar, desde el aula el conocimiento revela¬dor de lo pretérito, despertaría, acrecentado, el amor al pueblo de su nacimiento, aportándole entusiasmo y fe, con los que acaso contribuyeran a su engrandecimiento en el futuro.
Y, como nota final, para el evocador del "Quilmes de an¬taño", expondré la concurrencia de una casualidad, tal un mis¬terioso designio.
Encargado por el autor de pergeñar las líneas que anteceden, lo he cumplido con gusto y cariño, estimulado por el objeto á que da lugar el presente prólogo. Más el autor de la obra, ignora que quien esto escribe, nacido en Buenos Aires, fue lle¬vado a bautizar a Quilmes donde, en el tiempo a que alude, residía mi abuelo paterno, don Juan de Guerra López, nombre que éste, usaba abreviado como Juan López, que es uno de los que también menciona muchas veces, y que fue mi padrino de óleos.
Transcurrieron los años, murieron los ascendientes del niño, que, ya hecho hombre, nunca volvió al sitio de su bautizo, Hasta que, con motivo de mi enlace matrimonial, se convino con la familia de la que es mi esposa, residente en Montevideo, celebrarla en la morada de un miembro de la suya en Quil¬mes: era la casa de don José A. López.
El destino del niño, pues, era regresar de hombre para rea¬lizar, uniendo también el suyo, su matrimonio y, correspon¬diendo al beso del agua bautismal recibido en su cabeza, exte¬riorizar algo de lo que nace y se agita dentro de ella al beso del pensamiento.

CARLOS LÓPEZ ROCHA.










ANTECEDENTES HISTORICOS DE SU FUNDACIÓN, Y ETAPAS DE SU PROGRESO

LLAMÁBANSE Calchaquíes los pueblos que vivían al Norte y Nord-Oeste de Catamarca, entre el sistema del Aconquija y la parte Oriental de los Andes, en cuyo centro está el valle que lleva el nombre de aquellos.
En el vivían, entre otras tribus, las de los Acalianos y Quilmes, que eran las más indómitas y feroces.
Los Quilmes procedían del otro lado de la Cordi¬llera, de Chile, de donde vinieron antes de la conquista, por los años 1450 a 1470 –probablemente cuando la, invasión a Chile del Inca Tupac-Yupanqui, que intentó someterlos al dominio de los Incas del Perú– y se establecieron en la altiplanicie, al Sud de Tolombón, y al Norte de Santa María, en tanto que los Acalia¬nos ocupaban el naciente de este punto.
Allí vivieron, como señores, Quilmes y Acalianos hasta el año 1669, en que el valle fue dominado por los españoles, a las órdenes del gobernador de Tucumán, don Alonso Mercado y Villacorta, y sus señores exter¬minados o deportados, después de larga y cruenta campaña, y, también, la más dramática de la historia de la conquista.
Por la relación que ella tiene con la fundación y origen de Quilmes, vamos a hacernos cargo, a grandes rasgos, del alzamiento de los autóctonos, domina¬ción del Valle de Calchaquí por los españoles, y aniquilamiento y deportación de sus indómitos ocupantes. Pedro Chamijo era un aventurero andaluz, de origen oscuro, extraordinariamente rico en inventiva, no es¬caso de inteligencia, y tan sobrado de atrevimientos, como falto de escrúpulos para realizarlos.
Tal vez porque el apellido Chamijo le pareciera demasiado plebeyo, tomó el de Bohórquez Girón, sorprendiendo para ello la ingenuidad y buena fe de un sacerdote, don Alonso Bohórquez, vecino de Potosí, a quien hizo creer que era su sobrino, hijo de don Pa¬blo Bohórquez Girón y de doña María de Guzmán.
Chamijo o Bohórquez, después de una larga y ac¬cidentada vida de aventuras. que iniciara en Lima con u n engaño al virrey, conde de Chinchón, a quien hizo creer que conocía la existencia de minas opulentas, en la, que llamaba él provincia de Paytití, de existencia tan imaginaria como sus minas, y continuara en Poto¬sí, con la apropiación de un apellido que no le pertene¬cía, intentó la qué había de ser más sonada.
Quien había explotado con éxito la credulidad de un virrey y la del sacerdote don Alonso Bohórquez. mejor sabría explotar la ingenuidad de los indios y sus naturales sentimientos y solidaridad de raza, haciéndose pasar a sus ojos y a su fe como autóctono y descendiente de los Incas. Y como lo pensó. lo hizo, y tan bien, que los indios lo tuvieron por tal; y con ellos no pocos españoles. Tan fácil éxito aturdió de entusiasmo al aventurero, decidiéndolo a llevar adelan¬te sus patrañas, en las que hubo de complicar al propio gobernador Mercado y Villacorta. Parecióle a éste excelente el medio de servirse del supuesto Inca, para. alcanzar más pronto la sumisión de las indómitas tri¬bus calchaquíes, y decidido a cooperar en los designios del farsante, lo reconoció como a tal Inca, pública, ofi¬cial y solemnemente en Pomán, donde acudió aquél con un cortejo de ciento diez y siete caciques, y recibió con ellos el tributo de los más desmedidos honores.
Así que el virrey del Perú se enteró de lo sucedido en Pomán, desaprobó la conducta del gobernador Mer¬cado y mandó que Bohórquez acudiera a su presencia; pero éste, en vez de obedecer, sublevó en su favor a los indios de Famatina y Londres.
Intentó entonces Mercado matar o prender a Bohórquez; pero éste, al frente de numerosos indios, inició la guerra de resistencia, expulsó del Valle a los misioneros jesuitas y destruyó sus misiones.
Así las cosas, trata con Mercado, de potencia a po¬tencia una tregua, y obtiene del virrey un amplio indulte. Obtenido éste, abandona el Valle y se entrega a las autoridades españolas, para ir, algunos años después, a morir ajusticiado en Lima. Entre tanto, el fue¬go de la rebelión que dejara encendido en el Valle de Calchaquí, lejos de ser extinguido, ni siquiera domina¬do con la desaparición del incendiario, toma cuerpo.
La rebelión se hace poderosa, y no consiguen so¬meterla ni la crueldad, ni las fuerzas empleadas por los conquistadores; hasta que, conciliados estos con las tribus de los Tolombones y Pacciocas y con ayuda de éstas, conquistan el Valle, menos la parte ocupada por los Quilmes, que resisten con éxito la conquista con todo esfuerzo empeñada por el gobernador don Geró¬nimo Luis de Cabrera, americano y biznieto del funda¬dor de Córdoba, que había sucedido en el gobierno a, Mercado, por haber pasado éste al de Buenos Aires.
Al gobernador Cabrera le sorprendió la muerte, haber podido conquistar el territorio ocupado por los Quilmes ni someter a éstos.

SOSTENIMIENTO DE LOS QUILMES

FUE entonces, que el rey Felipe IV, recordando los éxitos alcanzados por Mercado contra los indios de Tucumán y su conocimiento de éstos, así co¬mo de los lugares que ocupaban, decidió volverlo del gobierno de Buenos Aires al de Catamarca, del que se hizo cargo en 1664, dejando en su lugar, en Buenos Aires, a don José Martínez de Salazar, que había de ser quien esta¬bleciera en su gobernación las reducciones de lo indios Acalianos y Quilmes, que le había de enviar Mercado. Con fuerzas poderosas penetró éste en el Valle. Era la época, en que los Quilmes, ocupados en labrar la tie¬rra para la siembra del trigo estaban lejos de sus ho¬gares, donde habían dejado sus provisiones. Favo¬recidos por esta circunstancia, los indios Tolombones y Pacciocas, que ayudaban a los españoles, sirviéndo¬les de vanguardia, ocuparon sin dificultad el pueblo de los Quilmes. Estos, al verse sorprendidos, se retira-ron a una aspereza de difícil acceso, y allí se fortifi¬caron. El primer asalto fue desgraciado para los es-pañoles que perdieron diez hombres. Con el propósito de economizar vidas Mercado no repitió los asaltos, limitándose a rodear la fortaleza natural donde los Quilmes se resistían, a fin de rendirlos por hambre; cosa segura, desde que no tenían provisiones y, en cambio, estaba con ellos crecido número de mujeres y niños. El clamor de estos pidiendo alimentos, movió a los sitiados a solicitar una capitulación por medio del cacique principal Martín Iquin, la que al fin se con¬certó.
En una de sus cláusulas se establecía que a los rendidos se les perdonaría la vida y respetaría la hacienda, pero a condición de abandonar el valle, trasladándose, al sitio donde el gobernador los destinara. De acuerdo con esta cláusula, y con el propósito de ale¬jar a los rendidos de su Valle nativo, tanto como fue¬ra posible, el gobernador Mercado convino con el pre¬sidente de la Audiencia y gobernador de Buenos Ai¬res, don José Martínez de Salazar, el envío de doscien¬tas familias de indios Quilmes, para que, con ellas, fun¬dara una reducción en el paraje más conveniente de la provincia a su mando.

LA REDUCCIÓN

EJECUTANDO lo convenido, Mercado, después de convoyar a las familias objeto de la de¬portación, por espacio de doscientas ochenta leguas, con las fuerzas que creyó prudente emplear, las entre¬gó al maestre de campo, don Gregorio Funes, bisabuelo del deán e historiador de ese apellido, para que las con¬dujera hasta Buenos Aires, entregándolas al gobernador Martínez de Salazar, con especial recomendación a és¬te de que encomendara la reducción a fundarse, al celo cristiano de los jesuitas, porque éstos conocían su idioma y más fácilmente alcanzarían la enseñanza política y religiosa que era menester procurarles, a cuyo fin, con el maestre Funes iban algunos padres. El Obispo de Buenos Aires, Fray Cristóbal Mancha, a quien no eran gratos los jesuitas, no acep¬tó a éstos .y encomendó la misión a los clérigos merce¬darios, ignorantes del idioma de los Quilmes.
El padre Lozano, o por pasión de hábito, o por sentimiento de ,justicia, atribuye a este error del Obispo el fracaso de la reducción y su rápida des¬población y extinción, asegurando, en la página 153, tomo primero, de la Historia de la Conquista del Pa¬raguay y Río de la Plata y Tucumán, colección Lamas, que en 1745 la reducción de los Quilmes constaba só¬lo de veinte familias, (doscientas personas), de las dos mil de que constara al ser fundada en 1669, según el mismo padre Lozano, y no en 1677 ó 79, como dicen algunos historiadores.
Es evidente que las fechas dadas por el padre Lozano, deben prevalecer, sobre las otras.
Porque lo es también que fue Mercado el domina¬dor del Valle de Calchaquí, el que redujo a las tribus Quilmes y Alcalianos y quien las dispersó, remitiéndolas a Buenos Aires; que esto sucedió durante su segundo gobierno, que empezó en 1664 y terminó el 5 de junio de 1670, día en que entregó el gobierno a su su¬cesor, partiendo enseguida para Buenos Aires y de aquí a España, donde murió.

LA FUNDACION DE QUILMES

LUEGO, Quilmes no pudo ser fundado en 1677, como dice Azara, ni en 1679, como aseguran otros, sino en 1669.
Esta última fecha se concilia mejor que las otras con los censos que el doctor Juan Agustín García (hi-jo), registra en la página 41 de su libro: "La Ciudad Indiana", y el señor Ventura Linch (hijo) en un tra¬bajo etnográfico publicado cuarenta años hace. Según el primero, cuyos datos preferimos a los de Linch, aunque no sea mucho lo que difieran entre sí, la población de la reducción de la Santa Cruz de los Quilmes, era
En 1680 personas 455
En 1682 personas 405
En 1683 personas 414
En 1685 personas 408
En 1687 personas 397
En 1688 personas 391
En 1690 personas 361
En 1693 personas 360
En 1695 personas 384
En 1716 personas 227
En 1717 personas 237
En 1718 personas 111
En 1720 personas 121
En 1724 personas 133
En 1726 personas 141
En 1728 personas 145
En 1730 personas 129

Si la reducción se hubiera fundado en 1677 ó 79, y si al fundarse constaba de dos mil personas, un año después no podía tener 455 solamente.
El mismo padre Lozano dice que en 1745, la re¬ducción constaba solo de veinte familias (200 personas), lo que se aviene con el padrón citado por el doctor García.
Según las Leyes de Indias, no les era permiti¬do a los indios, sometidos al régimen de las reducciones, trasladarse de un punto a otro, ni vivir fue¬ra de los límites de aquellas.
Se establecía también, que en su vecindad no hubiera estancias de ganado, ni pudieran vivir en ellas, españoles, negros, mestizos ni mulatos, ni aún siendo dueños de tierras en las mismas.
Tampoco podían los españoles transeúntes, estar en ellas más de dos días, y tres los mercaderes. Aunque, como lo demuestran los censos recor¬dados, la despoblación era sensible y constante, en 1770 aún había caciques, corno lo acreditan los libros parroquiales de ese año, en los que se registra el bautizo del hijo de un cacique.

LA IGLESIA

LA capilla, precursora, más o menos directa, de la iglesia actual, fue edificada en 1730 con la denominación de iglesia de la Santa Cruz de los Quil¬mes, parroquia de la Magdalena; pero en 1769, como don Januario Fernández ofreciera una capilla de su propiedad para curato de la Magdalena, el Obispo don Manuel A. de la Torre, elevó la de Quilmes a la ca¬tegoría de parroquia.
En sus registros consta que el primer bautis¬mo tuvo lugar en 1733, siendo cura vicario don Fran¬cisco Navarro, y la primer defunción seis años des¬pués, anotada por el mismo cura; lo que prueba que había exceso de salud, o sobra de negligencia en la manera de llevar los libros parroquiales.
En 1751, el licenciado don Julián I. Illescas hi¬zo entrega del curato al doctor don León Pesoa Saá de Figueras, y en 1753 hubo quince días de jubileo, con seis religiosos venidos para predicar a los indios. Hasta el, primer tercio del siglo anterior hubo indios en Quilmes, y quizá vivan aún algunas perso¬nas que conocieron a los ancianos Narciso Martínez y Juan de la Cruz Márquez, que eran de origen Quil¬mes.
En el atrio de nuestra iglesia parroquial hay una lápida con esta leyenda: "Aquí yace el presbíte¬ro Don Santiago Rivas, cura propietario y funda¬dor de esta iglesia de Quilmes. Falleció el 28 de Agos¬to de 1853, a los 77 años de edad".
De cuanto en esta lápida se lee, si es verdad que don Santiago Rivas fue cura de Quilmes y falleció a los 77 años de edad, lo de fundador de la iglesia no puede creerse.
Ya sea que se refiera a la parroquia. o a la igle¬sia, ni una ni otra cosa son exactas.
La parroquia se fundó, como hemos dicho, en 1769, fecha en que el presbítero Rivas no había nacido aún, y la iglesia actual se construyó diez años después de su muerte.
Como se ve, no será posible escribir la historia de la fundación de nuestra parroquia e iglesia con esa lápida por documento.

FIN DE LA REDUCCIÓN

LAS prohibiciones contenidas en las Leyes de Indias a propósito del régimen de las reduc¬ciones, que hemos recordado antes, las condenaban a languidecer y extinguirse en una vida vegetativa, favorable a esa finalidad.
En 1812, la población de la que historiamos de¬bía estar próxima a extinguirse, porque el Protector de Naturales presentó al Cabildo, y éste transmitió al gobierno, una solicitud para que fueran deroga¬das las Leyes de Indias, respecto a la reducción de los Quilmes; petitorio que provocó la siguiente resolución, que lleva la firma de Rivadavia.
Buenos Aires, Agosto 14 de 1812.
"Declárese al pueblo de los Quilmes, libre para todas clases de personas; su territorio por de propiedad del Estado. Se derogan y suprimen todos los derechos y privilegios que gozaban los pocos indios que existen en esa población y en su virtud se ex¬tinguen en los citados naturales toda jurisdicción; amparándoles por ahora en la posesión de los terre¬ros que ocupan y cultivan, hasta que el Coronel Don Pedro Andrés García realice el plano que se ha orde¬nado levantar del expresado pueblo, en cuyo caso se publicarán las demás providencias acordadas.
Comuníquese esta superior resolución al gober¬nador intendente de la provincia para que la haga entender y cumplir según corresponda."
Aunque en el decreto que antecede se hace men¬ción del plano que de las tierras de los Quilmes había de levantar el Coronel Don Pedro Andrés Gar¬cía, esa operación no se realizó hasta después de seis años por el piloto agrimensor Don Francisco Me¬sura, formándose la primera comisión para el reparto de esas tierras con el mismo señor Mesura, el Comi¬sionado Don Felipe Robles y el Alcalde de Herman¬dad Don Manuel Franco.
El reparto se hizo efectivo, en primer termino entre los ya ocupantes, y luego a favor de los que las solicitaron, con las cargas, unos y otros, de po¬blarlas y cercarlas en el término de un año.
Como se ve, la existencia de Quilmes como en¬tidad orgánica no es anterior al decreto del 14 de Agosto de 1812, aunque solo seis años después se hicieron efectivas las disposiciones prácticas del mismo.

ETAPAS DE SU PROGRESO

CON esa fecha como punto de partida de la .existencia legal de Quilmes, al marcar a grandes rasgos las etapas de su progreso, haremos también su historia.
En vano con el propósito de acrecentar la pobla¬ción, como decía el decreto de 9 de agosto de 1824, se dispuso que los solares tuvieran cerco a la calle, hecho con adobe, crudo o cocido, y que en 1825 se diera or¬ganización permanente a la comisión de reparto de so¬lares, y concesiones liberales respecto a edificación; estas disposiciones no influyeron en su progreso.
En diciembre de 1839, el presidente de la comi¬sión de reparto de solares, don Juan Eusebio Otamendi, dirigió una comunicación al gobierno, haciéndole notar lo mucho que perjudicaba al adelanto del pue¬blo el que los agraciados con los solares frente a la iglesia y manzanas destinadas para plaza y edificios públicos, no hubieran dado cumplimiento a la obliga¬ción de cercarlos y poblarlos. De paso, pedía autori¬zación para declarar caducas las donaciones, y ceder¬las a otros que prometieran edificarlos.
Desde 1825, fecha en que se constituyeron las co¬misiones de reparto de solares, hasta 1865, las que en Quilmes tuvieron esa tarea a su cargo, no hicieron otra cosa que tejer y destejer en la tela de las dona-ciones, sin encontrar, como no fuera por excepción, al buscado poblador.
Ellas se sucedían unas a otras; los solares cam¬biaban de dueño, pero de condición no. Sobraba la tie¬rra y faltaban los pobladores.
El largo período de la tiranía pasó por un Quilmes amodorrado bajo el paternal gobierno de dos jueces de paz: don Juan Manuel Gaete y don Manuel Gerva¬sio López; y habría sido solo uno, a no morir el señor Gaete el 25 de mayo de 1839, pues el infortunado su¬cesor de éste, don Paulino Barreiro, pasó fugazmente por el gobierno, por haber perdido la gracia del tira¬no y haberse encargado de notificárselo la cuchilla de la mazorca.
Si sólo dos fueron sus jueces de paz, comandante militar sólo hubo uno: don Pascual Miralles, tan pro-bado federal que, para mejor acreditar su celo, impu¬so a sus guardias nacionales el uso del bigote, símbolo de la santa causa, bajo pena de la vida, porque, decía al fundar su federal resolución, el país estaba en pe¬ligro de una invasión de los enemigos del orden (al que el bigote debía favorecer, suponemos).
La atmósfera de plomo que, deprimiéndola, opri¬mía la vida en todos los órdenes de su actividad, no podía ser más propicia a la de Quilmes, admirablemen¬te organizada para vivirla. De ahí que, bien hallado en su inercia, pasara el largo ciclo de la tiranía corno en una prolongada siesta, adormecido a la sombra del alero de su ranchería, heredada de los desterrados del Valle de Calchaquí.
Hasta la casi inamovilidad de sus autoridades fue favorable a ese adormilamiento, pues sólo tres veces en veinte años fue forzado a salir de ella para ir a pre¬senciar el solemne ceremonial de la transmisión y to¬ma de posesión del gobierno local, de acuerdo con el formulismo impuesto por el decreto de 5 de enero de 1832. Según él, la entrega de las insignias y toma de posesión debía tener lugar en la iglesia, entre el pri¬mero y el segundo repique para la misa mayor, con la presencia del juez de paz saliente y entrante, los alcaldes, tenientes, el cura y vecinos más representa¬tivos.
Eran las insignias, un bastón que el saliente en¬tregaba a su sucesor inmediatamente después del juramento, que, puestos de pie el cortejo oficial y con¬currentes a la misa, tomaba el saliente, así:
–¿Juráis a Dios y a la patria, ser fiel en el desempeño del cargo de juez de paz para que habéis sido nombrado, guardando y haciendo guardar las leyes, administrando justicia según vuestra ciencia y conciencia y obedeciendo y haciendo obedecer las auto¬ridades legítimamente constituidas y la forma fede¬ral de gobierno, sancionada por la soberana represen¬tación de la provincia?
–Sí, juro.
–Si así lo hiciéreis, Dios y la patria os lo recom¬pensen y si no, que os lo demanden.
Eh la zona rural, algunos progresos más se no¬taban que en la urbana. Allí la población crecía y con la riqueza.
Contra los 800 habitantes que según Azara tenía Quilmes en 1801, el padrón de 1815 le atribuye 1616 el de 1854, 7140.
Ha de tenerse presente que en el período de 1815 a 1854, el partido de Quilmes se extendía desde el Ria¬chuelo o de Barracas hasta el Arroyo del Gato, en la Ensenada, y desde el Río de la Plata, al límite de los partidos de Matanza y San Vicente.
El censo de 1869, cuando su territorio había sido desmembrado en beneficio de Barracas al Sud, Lomas de Zamora, San Vicente y Ensenada, da a Quilmes 6809 habitantes.
¿Qué influencia tuvo en el desarrollo de su progreso ¬la implantación del régimen municipal?. Vamos a verlo.

ORGANIZACION MUNICIPAL

EN 1854 se sancionó la Ley de Municipalidades de acuerdo con la Constitución que el año anterior se diera el Estado de Buenos Aires, separado del resto de la confederación.
El gobierno municipal. electivo y con discreta au¬tonomía, era una novedad que a los hombres representativos de Quilmes no daba ni frío ni calor; ni siquiera cuidado por su siesta, cuyo goce los encantaba.
Era un instrumento para ellos desconocido, que no sabrían manejar, ni veían para lo que pudiera servir. Lo que no quiere decir que faltaran optimistas que fundaran en el esperanzas exageradas de un inmediato mejoramiento edilicio.
El 22 de noviembre de 1855, el gobernador don Pastor Obligado, a quien acompañaba como ministro de gobierno el doctor Valentín Alsina, reglamentó la nueva ley, estableciendo que la primera Municipalidad se constituiría elegida por decreto y, en lo sucesivo, sería renovada por mitad en elección popular, señalán¬dose para dejarlas constituidas, el 27 de enero de 1856. En tal día tuvo Quilmes su primera Municipalidad, así compuesta: juez de paz y presidente, don To¬más Flores; municipales, doctor José A. Wilde, Ma¬riano Solla, Rufino Fornaguera, Patricio Vázquez, Juan López y Juan Clarck.

EL PRIMER PROGRESO EDILICIO

EL primer progreso edilicio, resultado de la implantación del régimen municipal, fue la construcción de un salón para que sesionaran los edi¬les, a continuación del local del Juzgado de Paz, del que lo dividiría un zaguán para entrada común.
De esta construcción y ensanches sucesivos alre¬dedor de un amplio patio, surgió el viejo salón municipal, demolido en 1909 para levantar en su solar el palacio actual.
Para transformar el patio en salón, que fue te¬nido en su época como el más amplio de la provincia, no hubo menester de otra obra que ponerle techo.
Y bajo él se congregaron dos generaciones suce¬sivas para hacer vida social en las más variadas de sus cultas manifestaciones, correspondiendo a cada una de ellas una época de las dos en que, según el orden de sus materiales transformaciones, será menester dividirlas.
Corresponde a la primera, el patio-salón, años 1870 a 86; y la segunda, años 1887 a 1909, al salón tal como era cuando fue demolido.
Débese al intendente doctor Alberto Oteiza, la transformación de la segunda época.
El patio-salón parecióle sin duda inadecuado para reuniones sociales, dado el grado de cultura alcanzado. No tenía dinero para transformar aquello en sa¬lón de discreta magnificencia o, cuando menos, digno de las fiestas que se proponía dar en el, pero la Mu¬nicipalidad era dueña de una vasta extensión de tie¬rra sobre la ribera; vendió la mitad, y con el dinero de la venta transformó el salón, reduciéndolo por medio de pasillos; lo decoró y amuebló con todo el lujo que le permitía su megalomanía y el dinero de que podía dis¬poner y lo inauguró con un baile versallesco.

EL CAMINO A LA RIBERA

DESDE la constitución de la primera municipali¬dad hasta 1866, en que fue nombrado juez de paz don Augusto Otamendi, no hay ni siquiera una iniciativa edilicia que merezca ser mencionada. Estériles de pensamientos sus ediles y atrofiada su ac¬tividad, ni piensan ni accionan.
Quilmes vivía una vida vegetativa, si en la de los pueblos, vegetar es vivir.
Pero el señor Otamendi trae al gobierno pensa¬miento y acción que aplica a la ejecución de una obra trascendental: la construcción del camino a la ribera; el que, con justicia, lleva su nombre.
Obra tan útil, sirvió a administraciones sucesivas para entretener sus ocios, o dar ocupación a sus actividades, sin salir del camino trillado.
En efecto; desde la construcción de ese camino conservarlo fue la ocupación única, o casi única, de los sucesores del señor Otamendi y la piedra de toque del vecindario para probar los quilates de sus jueces de paz a los que llamaba buenos o malos según fuera el éxito de tal empeño.
Entre los mejores en ese sentido, y también en otros, se distinguió don Felipe Amoedo, el que, en cada una de sus varias administraciones, consagró su ac¬tividad y energías a conservar y mejorar el camino, ar¬bolándolo, y en plantar bosques de sauces en la ribera, de los que aún quedan vestigios.
Con otra obra de igual índole, aunque no de la mis¬ma utilidad, repartió actividad y energías; tal fue la la construcción primero, y conservación después, del camino que cruza la Cañada de Gaete, y que lleva su nombre; no importa que el éxito no correspondiera siempre al esfuerzo.
En 1870 es nombrado juez de paz don Tomás Gi¬raldez, y éste orienta en otra dirección sus actividades edilicias.
Es su preocupación el ornato de las plazas, harto necesitadas de él, y triunfa ampliamente en el empeño. En el centro de la principal hace colocar una fuen¬te, que aun hoy existe, aunque despojada de cuatro figuras que tenía, representativas de las estaciones del año; la divide en macizos y convierte a estos en jardi¬nes.
De la transformación y, cuidado de las otras, encarga a una comisión de vecinos y obtiene el éxito deseado.

INAUGURACIONES

EN 1872, el día 18 de Abril, siendo juez de paz don Agustín Armesto, se :inaugura el ferrocarril. En ese histórico día queda suprimido el régimen de las diligencias, que floreciera por espacio de medio siglo llevando v trayendo pasajeros y correspondencia. Con esto se inicia para Quilmes un período de extraordinaria actividad en todos los órdenes de la vida, edilicia, comercial, económica y social.
La propiedad influenciada por la ley de oferta y demanda, a la que no era extraña la especulación, alcanza un valor nunca visto y ni siquiera soñado.
La edificación es incesante; su arquitectura mo¬derna y su distribución confortable. poco a poco va desalojando la ranchería; y hasta la arquitectura vas¬ca de don Santiago Laornaga evoluciona hacia la mo¬dernización.
El 2 de noviembre de 1872 se inaugura el circo de carreras.
El D de enero de 1873 el tranvía; el ocho del mis¬mo mes la Biblioteca Popular y el 8 de mayo siguiente, aparece, fundado por el doctor José Antonio Wilde
"El Progreso de Quilmes", que también es su primer periódico.
Mas que progreso, tenia Quilmes fiebre de el, y esas fiebres, o desaparecen pronto o matan.
Antes de seguir adelante, hagamos mención de esas dos obras, llamadas con más verdad que metáfo-ra, la piedra angular de los pueblos: la escuela y la iglesia.
En agosto 31 de 1858, la Legislatura del Estado de buenos Aires, sancionó una ley, creando recursos especiales para la edificación de casas para escuelas.
De esos recursos se entregarían a las municipali¬dades de campaña, sobre los fondos que ellas pudieran reunir, los necesarios para satisfacer el valor del edificio escolar proyectado.
Una comisión especial tendría a su cargo la colec¬ta de los donativos y la inversión y administración de los fondos.
Cuatro años después de sancionada la ley se cons¬tituyó la comisión en Quilmes, y el 25 de mayo fue inaugurado el edificio por ella hecho construir, con ca¬pacidad para dos escuelas; con destino a mujeres una, y para varones la otra.
En esas escuelas se educaron tres generaciones, hasta que, en 1908, el edificio fue demolido, y en su lugar se alza otro, que hoy nos parece monumental, como lo pareciera en su día el anterior.
En cuanto a la iglesia, pasó por todas las grada¬clones imaginables, para llegar a lo que hoy conocemos.
La modestísima capilla de adobe crudo y techum¬bre pajiza, construida en 1730, necesitó casi un medio siglo, para crecer un poco, cambiar el adobe crudo por otro más o menos cocido, y la paja por teja de canaleta. Como carecía de campanario, tampoco tenía cam¬panas.
Los fieles acudían a la voz de un esquilón que so¬naba, colgado de una viga, en lo alto del techo de la que hacia de casa parroquial, la que en su género, no era mejor que la capilla.
Construida la escuela, la capilla debió avergonzar¬se de su pobreza, comparada con la magnificencia de la casa vecina, y si no se avergonzó ella, lo hicieron el cura, el Juez de Paz, los municipales, y con ellos el ve¬cindario piadoso, junto con el que no lo era tanto. Lo que se había hecho por la educación, debía tam¬bién hacerse por el culto, se dijo.
Y se edificó la iglesia y casa parroquial que hoy tenemos, encargándose de su construcción a Don Santiago Laornaga y de la fabricación del ladrillo a Don Celestino Risso.
El gusto arquitectónico del constructor era de una sencillez primitiva; pero de su fábrica podía decirse lo que reza el conocido pareado:
Una vieja cosía con una mimbre
Ello nova curioso, pero va firme.
Y ese edificador lo fue también de todas, o casi todas las casas anteriores a la época que pudiéramos llamar del Renacimiento.

EL ALUMBRADO PÚBLICO

AUNQUE por la ley del 22 de Julio de 1858 se autorizó a las municipalidades para estable¬cer el servicio público de alumbrado y cobrar por él un tributo compensador, la de Quilmes no se mostró impaciente para establecerlo.
La luz de la luna, cuando alumbraba, y cuando no el farol con su velita de sebo para guiar a los vecinos en sus nocturnas deambulaciones, tenía encanta¬dos a municipales y residentes.
Pero vino el año. 1873, con el ferrocarril y todos los otros progresos mencionados, y el alumbrado público debía acompañarlos.
El vecino Don Juan Miguel Costa propuso a la Municipalidad establecerlo a sus expensas, si durante tres años se le abonaban sesenta, pesos de la extin¬guida moneda de la provincia, por mes y por farol a petróleo, alumbrando desde el oscurecer hasta la me¬dia noche, siempre que la luna no lo hiciera. Vencidos los tres años, los faroles, lámparas, tubos e instalacio¬nes quedarían como de propiedad municipal, previo pago del cincuenta por ciento de su valor.
En la sesión municipal del 6 de Febrero de 1872 se tomó en consideración la propuesta.
Eran municipales, Don Agustín Armesto (Juez de Paz), el Dr. José A. Wilde, Don Juan Ithuralde, Don Manuel Doroteo Soto, Don Juan López y Don Alejandro Lassalle.
El farol y la vela de sebo resistieron bravamente al kerosene invasor, teniendo por leader al municipal señor Ithuralde, quien, defendiéndolos, dijo; que se oponía a la implantación del alumbrado a kerosene, por que en pagar ese servicio iba a invertirse la quin¬ta parte de las rentas municipales
Defendió al invasor el doctor Wilde, que tuvo a su favor, con el voto del presidente, el de los municipa-les López y Lassalle, con lo que sacó triunfante al kerosene; y este desplazó a la vela de sebo, hasta que, en 1898, la electricidad lo desalojó a él, no sin que resistiera al desalojamiento, como lo hicieran antes el farol y la vela.
Pero ahora, el defensor del petróleo era un mu¬nicipal joven, Don José Augusto Otamendi, y uno de los mas decididos defensores de la electricidad el ma, yor contribuyente Don Juan Ithuralde, el mismo que veintiseis años antes defendiera la vela de sebo.
Y no era este, ni el único contraste, ni la única coincidencia que pudiéramos señalar en la lucha de los tres sistemas: vela, kerosene y electricidad.
El impugnador de esta esgrimió los propios argu¬mentos del señor Ithuralde cuando defendía la vela de sebo. Según sus cálculos, el servicio de alumbrado eléctrico iba a costar a la comuna en diez años tres-cientos mil pesos, decía, agregando que con ese dine¬ro, se podrían pavimentar con granito cien cuadras de las calles del pueblo.
Como se ve, el defensor de la vela de sebo antes y el del kerosene ahora, coincidían en el fundamento de sus reparos, que eran, sin duda, sinceros; pero que tampoco valían por otra cosa, desde que el servicio en discusión, habían de pagarlo los propietarios fren¬tistas, sin afectar las rentas de la comuna, que mejor acrecerían.
Por fin, el petróleo cayó vencido, sin que, ni en el ánimo de la mayoría de los municipales, ni en el de los mayores contribuyentes hicieran impresión las razones de su defensor.
Si mucho tardó Quilmes en tener alumbrado, más tardó en tener telégrafo. Aunque hacia tiempo que sus hilos se extendian por la provincia toda, aquí no llegó hasta 1878.
En 1881. bajo la administración del señor Udaeta, se adquirieron el reloj y campana colocados en las torres de la Iglesia Parroquial; y en 1888, siendo In¬tendente el doctor Nicolás E. Videla, se construyeron los primeros empedrados.
Los actuales mataderos, aunque no los recomen¬daríamos como un modelo digno de ser imitado, cuan-do se construyeron, bajo la administración de Don Joaquín R. Amoedo, eran exponente de un remarca-ble progreso, comparados con los que teníamos y se venía a sustituir.
Débese a la misma administración la construc¬ción del modestísimo pórtico en el cementerio; como se debe a la última del señor Felipe Amoedo la del edificio para la policía, al que poco han modificado las posteriores.
Los progresos realizados después de ese, que bien pudiéramos llamar período paleontológico del Quilmes de antaño, no son de este lugar, y si algo hemos adelantado en ellos, ha sido por razones de correlación.
Quilmes, Julio 9 de 1918.

LA PRENSA QUILMEÑA
Apuntes para su Historia
POR fin el ferrocarril, que parecía condenado a no pasar de Barracas, dando un estirón llegó hasta Quilmes.
Que regocijo para el viejo pueblo petrificado en sus casuchas de mal cocido ladrillo, sin pizca de reboque y de una uniformidad arquitectónica abrumadora.
¡Hosana! Ya estaba aquí el deseado Mesías
¡Cuantos proyectos!
Hasta se habló de un puerto. Hubo reuniones, discursos, juntas, planos, presentaciones al congreso... Pero... eso si... No hubo puerto.
En cambio tuvimos un tramway que nos llevaba desde la estación del ferrocarril al río, y con él hubimos de conformarnos, a falta del puerto proyectado.
Tuvimos también una biblioteca, atestada de Líen escogidos libros, de los que aún hoy quedan rastros, y construcciones de novísíma arquitectura que vinieron a dar más achatado aspecto a la vieja y uni¬forme edificación de marras.
Teníamos ferrocarril, telégrafo, biblioteca, tram¬way y una edificación que daba a la vieja reducción aspecto de pueblo a la moda ... pero...
Pero nos faltaba algo ... No teníamos ni un mal periódico.
El viejo patriarca, Don Andrés Baranda, sostenía que ni periódicos, ni periodistas servían para maldita la cosa, como no fuera, morirse de hambre o de rabia. lo que no estorbaba a su devoción por "El Nacional", que leía sin perder número.
Muy autonomista era Don Andrés, como se echa de ver por la muestra, y no serían, él ni sus correligionarios, los fundadores del periódico tan ne¬cesario al coronamiento del alcanzado progreso.
No, para eso ahí estaban los mitristas. Ellos si que lo fundarían.
Precisamente por aquellos días pensaban que bien pudiera Don Bartolo suceder a Sarmiento y vendría de perlas un organito para la propaganda local, con lo que mataban dos pájaros de un tiro.
Don Andrés se reía. ¡Que líricos estos mitristas! Sí pensarán ganarnos las elecciones con artículos de diario, aquí donde tan malamente estamos de escuelas.
No pensaba lo mismo el Dr. Wilde ni el estado mayor mitrista, cuyo jefe era.
¡Y qué selecto aquel estado mayor! Remigio González, José Domingo Córdoba, Juan Miguel Costa, Juan López; Agustín Armesto, Juan Escobar, Sebas¬tián García, Mariano Vega, Francisco Rodríguez, etc.
No, para ellos el diario no podía faltar. ¡Como había de formar Quilmes a la cabeza de ese movimiento progresista que se iniciara en la provincia, sin un periódico!
Y en los primeros meses de 1873 apareció "El Pro¬greso de Quilmes".
De su Director y Propietario, el Dr. José Antonio Wilde, alguien, dado a retruécanos y paradojas, dijo que era demasiado literato para médico, y mucho mé¬dico para literato, lo que no fue un estorbo para que su periódico alcanzara a un número tal de abonados que le aseguraban larga y próspera vida.
¿Y por que no confesarlo?
En sus páginas, ni se veía al médico, ni se le sospechaba siquiera.
Allí estaba de cuerpo entero el escritor espiri¬tual; en cada línea palpitaba la intención traviesa del más fino volterianismo criollo. o el humorista con sa¬bor a terruño.
El Dr. Wilde no se despojaba de sus guantes ni aún para escribir, pero si los guantes no se le caían de las manos, tampoco la sonrisa de fina e irónica malicia abandonaba sus labios, como no fuera para dejarse escurrir por el papel desde los puntos de su pluma.
El ridículo del vecino lo atraía con fuerza irre¬sistible, y aún sin quererlo no podría pasar por su lado sin subrayarlo.
Hombre de mundo, sabía que el sujeto más mo¬desto va bien hallado llevando sobre sus espaldas muchas toneladas de vanidad, y que el más despreo¬cupado no tolera sin descomponerse, que se le cargue siquiera un gramo de ridículo.
Pero esto, que era elementalísimo para el filó¬sofo, llegó a olvidarlo el periodista.
Pronto hubo de advertir el olvido, y con la ad¬vertencia aprender que . no era ni cómoda ni lucrati¬va la profesión de periodista de aldea, sino sabía, mejor que ridiculizar hombres y cosas, adular a los unos y elogiar a las otras.
Los autonomistas que constituían una agrupación. numerosa y escogida, Baranda, los Risso, los Otamendi, Udaeta, Amoedo, Matienzo, Ithuralde, etc, hicie¬ron el vacío al periódico, tal vez porque pensaban co¬rro su jefe, o por oposición a los mitristas.
El castigo alcanzó al periodista, pero como no era cosa fácil distinguirlo del médico, también por ahí En las aldeas, ni nos paramos en apellidos, ni distinguimos de colores, cuando de anular al adversario se trata.
Decididamente el periódico es el gran progreso de los villorrios –decía a esta altura el Dr. Wilde,– pero para mi aquello era ironía pura, porque a renglón seguido enterró "El Progreso" y se dedicó a curar enfermos, cuando los tenía. Pero lo desen¬terró luego su sobrino Alfredo, con el nombre de "El Libre".
Era Alfredo muy sobrino de su tío y, como las de este, sus aficiones se daban de cachetes con su profesión.
Militar era la suya, y si el médico podía no ave¬nirse con el periodista, este no cabía en el capote del militar.
Pronto "El Libre" se unió a "El Progreso" en una fosa común.
No estaba la Magdalena para tafetanes, digo, la época para "Libres" (1874).
Pícara atracción la de la pluma. El Dr. Wilde sintió la nostalgia de "El Progreso" y so pretexto de que los tiempos habían cambiado, (como a la lucha armada sucediera la abstención activa, que procla¬ma a "La Nación" a los cuatro vientos), y que un. periódico al que matara la atmósfera de la primera; bien pudiera hallarla propicia ahora, desenterró "El Progreso" (2a. época).
Exagerando la experiencia adquirida, en esta se¬gunda época el Dr. Wilde cambia su pluma por la tijera del regente.
–Vamos a ver, decía riendo, si hablándoles de co¬sas exóticas es posible no herir la susceptibilidad de estas gentes.
Pero tampoco acertó.
–iQué soso! iQue fiambre! No hay en todo él un artículo de interés local, decían. Y "El Progreso" murió de anemia.
Sobrevino un interregno de tres meses y a su término (Noviembre de 1875) hizo su aparición "El Quilmero" en la misma imprenta que "El Progreso". Su redactor, Don Pedro Giménez, no era médi¬co, ni militar, pero era tipógrafo.
Sus aficiones literarias no eran otras que las propias del oficio; en cambio, era un trabajador infatigable.
No escribía. por amor al arte, antes lo hacía pa¬ra ganar el pan de los suyos; pero ese nobilísimo esfuerzo, si era comprendido, no era apreciado ni com¬pensado.
Susceptible hasta la exageración, agresivo por lo fuerza de sus estallidos nerviosos, si se equivocaba no rehuía jamás la responsabilidad de sus errores. Su temperamento le hacía olvidar con frecuen¬cia que no se alcanza ni el favor ni la benevolencia de los hombres si no se ha aprendido a halagar su vanidad; que en la sociedad solo hallan sitio holga¬do aquellos que dan la razón a todo el mundo y que sa¬ben sacrificar, a título de tolerancia, a las opiniones ajenas las propias, si es que las tienen.
–¡ Es un atrabiliario! Su criterio está en perpetuo desequilibrio, decían los que no pueden soportar que se les contraríe, porque han adquirido la costum¬bre de oír que se les da siempre la razón, adulados por los pobres de espíritu, que forman el círculo de su conveniencia.
Y el trabajador infatigable, el escritor que ofre¬cía su periódico, jueves y domingos, nutrido de lectu¬ra original, a subscriptores que ni sabían ni podían apreciar todo el esfuerzo moral, material e intelec¬tual que aquello representaba, se vió contrariado en sus esfuerzos, y la borratina tomó proporciones que hubieran quebrado otra voluntad que no fuera la suya.
Del fermento de ese desvío surgió la idea de un nuevo periódico.
López, Udaeta, Casavalle y Sánchez, bajo la dirección del primero, lo fundaron, y el 29 de Octubre de 1876 apareció "El Independiente".
El que esto escribe, aunque metido a periodista, no conocía el oficio.
Es sabido que no basta escribir; la ciencia del pe¬riodista consiste toda entera en hacerse leer.
Una serie de artículos apropósito de agricultura, en los que se recomendaba la variedad y división de los cultivos y otra a propósito de gobierno comunal, mechados todos con los lugares comunes de cajón, hi¬cieron bostezar a los más entusiastas, y el 8 de Mayo de 1878, "El Independiente" moría por falta de subs¬criptores.
Quedaba "El Quilmero" solo en la brecha, soste¬nido, como siempre, por la perseverancia de Gimenez, que era a la vez que escritor, cajista e impresor, todo en una pieza.
Pero esa atracción de la pluma que antes llamé picara, me volvió nuevamente al periodismo, y tres meses despees de enterrado "El Independiente" fun¬daba "El Cáustico" que, corno luz fatua, brilló un instante y desapareció luego, sin dejar rastro de su pa¬so. ¡ No estaba Quilmes para "Cáusticos"
Tan rápida fue la vida de "El Cáustico," que el 8 de Diciembre del mismo año 1878, fundaba "El Eco de Quilmes".
Y no le sorprenda, al lector, mi tenacidad; los fracasos anteriores habían hecho de mi un eximio periodista, de aldea. como se verá en seguida.
"El Eco de Quilmes" fue el periódico mas inofen¬sivo del mundo, y también el más insustancial (has¬ta figurines traía).
Si trataba de asuntos edilicios, era para concluir poniendo a la Municipalidad por los cuernos de la luna. Si de asuntos escolares, el Consejo Escolar resultaba mucho Consejo, los maestros un modelo de contrac¬ción y competencia y las escuelas ocupaban los edifi¬cios más confortables y adecuados del mundo.
El Juez de Paz – ¡oh el Juez de Paz¡ – realizaba el ideal de los jueces; y el Comisario y la policía eran lo mejor de lo mejor. No había niña que no fuera super¬lativamente bonita, señora que no resultara, cuando menos, amabilísima; los hombres eran todos inteligen¬tes, más aún, sabios, y los niños, hasta los mamones, eran despejados, muy bien educaditos y sobre todo, bellísimos
"El Eco de Quilmes" hubiera vivido cien años sin decaer en el favor del pueblo, con tal de que yo no cayera en la tontería de dejar de escribir en tonto; pero un día fui nombrado para desempeñar un empleo que valía más que el periódico y sus utilidades, y el 30 de Mayo de 1880 enterré "El Eco de Quilmes", sin dolor ni remordímíento.
"El Quilmero", entre tanto, estaba. ahí firme co¬mo siempre.
En Mayo fíe 1882 se anunció de improviso la apa¬rición de un nuevo periódico. Su programa, según se decía y se justificó despues, era de guerra. Venia a echar por tierra el gobierno local arrancándolo de cua¬jo, tarea. por otra parte fácil, tratándose de una ad¬ministración sin base en la opinión y a la que le iba faltando el apoyo fuerte del gobierno que la. nombrara y con el que contaban sus atacantes.
–"Un periódico de lucha"– dijeron batiendo pal¬mas las gentes a las que gusta ver los toros desde las barreras, y que son muchas.
Y "La Verdad" apareció.
Eran sus directores Fermín Rodríguez, Miguel A. Páez y Eduardo Casares, pero la fuerza inteligente residía en el primero.
No es posible citar "La Verdad" como un mo¬delo de periodismo culto, pero mucho pueden apren¬der de ella los que se propongan hacer del periódico en medios, por reprensibles que sean.
A "La Verdad" la mataron sus propios excesos. una maza que suprimía los obstáculos sin detenerse pero sus fundadores la enterraron sin derramar una lágrima. Habían alcanzado el objeto que se propusie-ran y la maza aquella no era esgrimible ya.
De las cenizas de "La Verdad" surgió "La Pro¬vincia", periódico moderado, tanto como radical fue¬ra el otro
De vida anémica, después de vicisitudes varías, desapareció para dar paso a "El Eco de Quilmes", y que sea por muchos años. Y lo será, porque está es¬crito de manera que le asegura lectores y vida.
"El Quilmero" había sufrido, entre tanto, un breve eclipse.
Enajenado por Giménez, sus adquirientes, du¬rante algún tiempo, se olvidaron de imprimirlo.
Mi excelente amigo, Celestino H. Risso, ha de sonreír, estoy seguro, al recordar la causa del olvido, si por acaso lee estas líneas.
Pasado algún tiempo, "El Quilmero" reapareció, redactado por Manuel Casavalle.
Poco después fué adquirido por el malogrado Juan R. Martínez, y aunque cambiando frecuentemente de dirección, ahí está joven y vigoroso, a pesar del dere¬cho que le asiste para peinar canas.
Entre tanto, creo que en Septiembre de 1896, de donde menos se esperaba y casi sin anuncio, surgió "La Lectura" Órgano de los intereses católicos, tiene su administración y redacción en la casa parroquial, pero el salir de donde sale, no le estorba para pare¬cerse a una ardilla por su movilidad nerviosa.
Está en todas partes, todo lo sabe y todo lo comenta con buena sombra, como que el frailecito Ayrolo tiene muchísima trastienda y escribe de manera que se hace leer.
Teníamos tres periódicos, cuando veinte años atrás nos quejábamos de no tener ninguno, y ahora viene el cuarto, que es lo que se llama pasarse a. las otras alforjas. Si, aquí tienen ustedes a "La Repú¬blica", que se presenta con ánimo de hacer huesos vie¬jos. y presiento que va a salirse con la suya.
Dime cuantos diarios tiene esa ciudad y te diré cual es su grado de cultura, escribía Guizot, y si no exageró el ministro del rey ciudadano la influencia de la prensa periódica en la cultura de los pueblos, nos resulta Quilmes el más culto de la tierra.
Vean ustedes: el último censo le da cinco mil trescientos sesenta y dos habitantes, de manera que, teniendo cuatro periódicos, sale a uno por cada mil trescientos cuarenta.
En Paris, sumando los diarios, periódicos, revis¬tas de todo genero, etc. salen a uno por cada diez mil habitantes, en Londres uno por cada. diez y ocho mil y en Buenos Aires uno por cada doce mil.
¡En Quilmes, uno por cada 1340!
¡Oh, si tuviera razón Guizot!
¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!
Quilmes, Abril 7 de 1903
EL FERROCARRIL

NO consta en los anales de Quilmes la fecha en que, para el intercambio de pasajeros con la Capital la carreta o castillo fueron substituidos por la diligencia; pero consta cuando ésta fue desalojada por el ferrocarril.
Consta asimismo, mejor que en los anales escri¬tos- en la memoria de muchas gentes, que los últimos representantes del régimen ese, que al desalojarlo mató el ferrocarril, fueron los vecinos Marcelino Córdoba y Melitón Acuña, y los últimos ejemplares ma¬teriales de! tal régimen sus respectivos vehículos. Estos, aunque no fueron arrojados por sus due¬ños al mar, como el rey de Thulé arrojara la copa de su festín de amor, no fueron profanados en ningún otro oficio, tal vez porque su condición de reliquia de tiempos pasados para no volver, los hacían respeta¬bles a los ojos de sus dueños.
Y a la intemperie permanecieron largos años, so¬portando inertes las injurias del tiempo, contra las que tan bravamente lucharan en sus días de actividad, hasta que vencidos por su implacable injuriador, desaparecieron, consumidos en los hogares de sus due¬ños, los restos que aquél dejara; dueños que, no sin dolor, debieron dejarlos arder.
Tal suerte fue, empero digno fin de la difícil y triste vida que llevaran durante los diez largos años transcurridos desde el día en que el ferrocarril, par¬tiendo del bajo de la Aduana, les notificó el desahu-cio, gritándoles amenazadora ya voy, hasta aquel en que llegó realmente.
Convencidos sus dueños que aquello estaba irre¬vocablemente condenado a desaparecer, cada desperfecto ocasionado por el tiempo el uso o el violento bre¬gar en el rudo trajín a que se les sometía, para salvar las formidables barreras que a su paso oponían baches¬ traicioneros y profundos y tembladerales o pantanos que con sus tentáculos se asían furiosos a sus ruedas, era reparado en forma transitoria y de la manera más inmediata, y económica, como correspondía a. la su¬puesta efimeridad de su existencia.
Y esto hizo penosos los últimos años de su vida activa y larga su agonía. El espectro, amenazador del ferrocarril asomó el 25 de Agosto de 1857 con la san¬ción de la ley que autorizaba su construcción' por el señor Alfonso Lelievre.
Entre la sanción de la ley y la redacción y firma del contrato (16 de Febrero 1860), mediaron dos años y medio, que lo fueron de agonía para las dili¬gencias en capilla.
Por el contrato se imponía al concesionario la obligación de iniciar los trabajos a los seis meses; terminar la primera sección (Boca y Barracas) a los dos, y a los cuatro años, librar al servicio público la vía, hasta la Ensenada, con facultad de hacer lo mismo, con cada sección, a medida que se las construyera.
Pero, aunque eso dijera el contrato, los hechos no se ajustaron a su letra, y dos años después de firmado (Abril 10 de 1862), el concesionario solicitó y obtuvo una prórroga y de acuerdo con ella, los traba¬jos de construcción de la vía empezaron, sobre el pa¬pel, (acta del 23 de Febrero de 1863), en esa fecha.
A los once meses de obtenida la prórroga para empezar la construcción de la vía, y a los tres de iniciados los trabajos (Mayo 20 de 1863), el concesionario señor Lelievre, transfirió la concesión al inge-niero señor Wheelwrigth quien gestionó en seguida y obtuvo modificaciones al contrato celebrado con s cedente.
Por una de esas modificaciones, la sección hasta las Tres Esquinas se inauguraría antes del 1° de marzo de 1867.
Si el señor Lelievre, poniéndose en contradicción con su apellido, por singular antinomia, había necesitado, en vez de seis meses, tres años para iniciar los trabajos, su sucesor, el ingeniero Wheelwigth, nece¬sitó nueve años y dos meses para llegar con el ferro¬carril a Quilmes, habiéndose atascado en la estación Tres Esquinas, seis años.
En tanto que el deseado ferrocarril llegaba, Cór¬doba y Acuña en sus crujientes y pesados armatostes, que con tanta bizarría como años, hacían de diligencias, llevaban y traían a sus heroicos y sufridos parroquianos que, desde la víspera, les habían hecho conocer su propósito de viajar hasta la capital, y solici¬tado se les reservara sitio en el interior, que eran los puestos preferidos.
Y el ferrocarril llevaba ya seis años en las Tres Esquinas, sin adelantar un paso; sin venir a ma¬tar aquello y poner término al régimen de la diligen¬cia, que si antes pudo parecer bueno, más que bueno excelente, ahora el ferrocarril, más ansiado que cono¬cido, lo hacía parecer intolerable.
Súpose por fin, un día, que había empezado a construirse el puente sobre el Riachuelo, y los pesimistas, que ya eran legión, dejaron de negar, aunque no de dudar.
Esa duda se hizo menos consistente, cuando se vio que un grupo de carpas, como auspiciosa vanguardia del anhelado ferrocarril, se alzaba en los baldíos próximos a la iglesia de Barracas.
Viósele más tarde saltar de allí a Sarandí, y lue¬go dar otro nuevo salto hasta el arroyo de Santo Domingo, donde empezó a construirse otro puente.
Pero, cuando aquélla se desvaneció por completo, fue el día que se vio a las carpas alzarse en la altiplanicie de Bernal.
Sí; aquello iba de veras y Córdoba y Acuña po¬dían prepararse para otorgar a sus respectivas diligencias la baja absoluta.
Pero las carpas no avanzaban, y los trabajos no adelantaban tampoco.
¿Por qué?
Es que la aproximación del ferrocarril había le¬vantado en el círculo de primates locales un "venti¬cello" de anarquía, un siseo de desinteligencias. No podía dudarse que el ferrocarril era, como decían, un hecho; pero esa certidumbre, que regocijaba a todos, los anarquizaba a ellos.
Era a la sazón (año 1870) juez de paz 'y presi¬dente nato de la municipalidad don Tomás Giráldez, y municipales los señores Andrés Baranda, Manuel Doroteo Soto, Remigio González y Francisco L. Casares.
Cada uno de estos señores y no pocos vecinos ca¬lificados no sólo deseaban que el ferrocarril llegara; querían tener también la estación junto a su casa.
Tenía la suya el juez de paz en la hoy calle Vicen¬te López y Conesa; y allí, precisamente, quería aquel la estación. Y como era hombre que al deseo unía la acción, y a ésta la cuádruple fuerza de sus funciones de juez de paz, presidente de la Municipalidad,: co¬misario de policía y comandante militar, en el platillo de la balanza pesaba lo que la espada de Breno en la de los romanos vencidos; y a punto estuvo de salirse con la suya, no obstante la resistencia que a sus propósitos egoístas le oponían otros intereses no me¬nos egoístas qué el suyo.
Estos, para triunfar, no se anduvieron por las ra¬mas, y como juez de paz y municipales los hacia el gobierno por decreto, el 1° dé enero de 1871, el señor Giráldez no era ya ni juez de paz ni municipal, y por ende, ni comisario ni comandante, viniendo así a ser él la primera víctima que el ferrocarril hiciera; las se¬gundas fueron Marcelino Córdoba y Melitón Acuña, o sus respectivas diligencias, y la tercera, el vecino Laureano Medina, quien, la noche del 2 de Mayo de 1873, fue arrollado por una locomotora, aunque no sin dejar rastro (spurlus versenck, como ahora se dice).
A don Tomás Giraldez le sucedió don Mariano Ve¬ga, con los siguiente municipales: don Andrés Baranda, don Manuel Doroteo Soto, doctor José A. Wilde y don Pedro J. Carreras.
Como la empresa no había de hacer tantas esta¬ciones, cuantas eran las aspiraciones e intereses en juego, éstos se conciliaron al fin, aceptando la estación en el sitio que actualmente ocupa, y que si no estaba frente a la casa de cada municipal, quedaba lo más próximo posible a la de todos Pero entre tanto que este pleito casero se resolvía, y tardó rato en resolver¬se, los trabajos de construcción del ferrocarril estu¬vieron detenidos en Bernal.
De allí tampoco le fuera posible pasar, pues si la es¬tación se hacía en la calle Vicente López y Conesa, o donde ahora existe, los trazados diferían. Resuelto al fin el peliagudo problema de la estación; y arrojado al mar el Sr. Giraldez los trabajos avanzaron sin dificul¬tad y sin ella también tuvieron solución los detalles relativos a la donación de la tierra necesaria para la estación y vías, conforme con el nuevo trazado, mer¬ced a las gestiones del señor Gowland, representante de la empresa, junto con don José María Rubio, y al desprendimiento de las autoridades municipales.
Por fin se designó la fecha para la inauguración del ferrocarril, que tuvo lugar el 18 de abril de 1872. día de San Eleuterio, obispo.
Desde el 1° de enero de ese año, era juez de paz y presidente de la municipalidad, el señor don Agus¬tín Armesto y municipales, el doctor José Antonio Wilde, Juan Ithuralde, Manuel D. Soto y Juan Ló¬pez, y a ellos correspondió el honor de presidir el tan largamente esperado acto, cuya realización pare¬ciera mejor un sueño.
Fue, el de la inauguración, un hermoso día oto¬ñal. La naturaleza sonreía, poniendo en el regocijo del pueblo la nota de sus colores y armonías, con su ambiente tibio, su cielo puro y sus colores gratos.
La hoy calle Rivadavia, con su intermitente y modesta edificación, había sido engalanada para aquella fiesta con profusión de follaje, banderas y gallar¬detes.
La estación del ferrocarril, que si ahora nada tiene de monumental, entonces era inferior a la actual Estación Bernal, ostentaba galas semejantes a las de la calle.
Desde mucho tiempo antes de la hora indicada para la llegada de la locomotora y convoy inaugu¬ral, con la comitiva de invitados y representantes de la empresa, la estación y sus adyacencias se habían ido llenando de concurrentes, felices de que sus ojos vieran aquellos, y dieran testimonio de cómo el ferrocarril, quince años prometido y esperado, había llegado realmente.
En aquel conglomerado de pueblo, se confundían todas las clases sociales en un anhelo común y en un común regocijo.
Después de larga espera, centenares de voces, confundidas en prolongado y tonante clamoreo, saludaron la aparición de la columna de humo que se vio alzarse en dirección a Bernal.
Aquella columna era el penacho gris de la loco¬motora Wheelwrigth, que se alzaba hacia las nubes en tanto que la voz estridente del silbato anunciaba su llegada.
Trayendo a su frente entrelazadas las bande¬ras argentina e inglesa, se detuvo la locomotora con jadeo trepidante, saludada por los hurras y vivas de la multitud, confundidos en himno colosal con las no¬tas metálicas de las bandas de música.
El ingeniero señor Wheelwrigth descendió el pri¬mero, siendo recibido por el juez de paz señor Armesto, el doctor. Wilde, municipales y vecinos calificados, que a las autoridades acompañaban.
En nombre de la Municipalidad, habló el doctor José A. Wilde, en forma sencilla, impregnadas sus palabras de sinceridad, sentimiento y generosos aus¬picios, quien, aludiendo al lento avance de los trabajos, dijo:
"Una mañana, cuando menos lo esperábamos, dibujáronse en lontananza allá, sobre la margen del Riachuelo, unos pequeños puntos blancos, que fue¬ron poco a poco definiéndose.
"Esos puntos blancos eran las tiendas de campaña de un ejército que invadía nuestro territorio; pe¬ro un ejército de paz, de progreso, de engrandecimiento. Esto hizo reaparecer la confianza, que en algunos había desaparecido, hasta que llega el día de hoy; día fausto, día inolvidable para nuestro pueblo. Es que cada paso que dan los pueblos en el camino del progreso, es una nueva victoria obtenida por la civilización sobre el atraso, una nueva esperanza que brota, un, nuevo estímulo que nace para inducirnos a, continuar ganando terreno hacia la felicidad y el bienestar”.
Ya teníamos ferrocarril, ya estaban colmados los anhelos de varios lustros; ya Córdoba y no tenían misión que cumplir, como no la tenían tampoco sus vehículos, al pasar a la categoría de reliquias de un régimen muerto y enterrado.
Ahora, los sufridos viajeros que ellos llevaran y trajeran, saboreaban, con anticipada fruición los regalos que el cambio les prometía.
Los terratenientes se creían ricos sin que nada ni nadie los apeara de su optimismo, y hasta los escépticos de la víspera dejaban a su fantasía remontarse a regiones hiperbólicas, desde donde se empe¬ñaban en descubrir progresos inverosímiles.
Pero todo aquello no fue sino sueño; sueño de un día.
Al siguiente de aquel de la inauguración, el pri¬mer tren. llegado de la capital, trajo sólo cuatro pasajeros y no pasaron de una docena los boletos expedi¬dos aquí, en el resto del día.
El gerente administrador se llamaba Enrique Crabtrée, es decir, tortuga; y si el primer concesio¬nario con llamarse Lelievre hizo avanzar la obra a paso de tortuga, pensemos lo que harían los trenes con un gerente y administrador que se apellidaba Crabtrée, y que se empeñaba en suprimir toda antinomia entre su apellido y la empresa que dirigía.
Las estaciones, por su orden se llamaban así: Quilmes, Bernal, General Mitre (hoy Sarandí), Barracas Iglesia, Empalme, Tres Esquinas, Barraca Pe¬ña, Almirante Brown, Casa Amarilla, Venezuela y Central.
Durante la temporada de invierno, los trenes que hacían el servicio de pasajeros entre Quilmes y Central, eran cuatro; y cinco en el verano, con el si¬guiente horario
De Central a Quilmes : a las 8, 11, 2.50, 5.10 y 7.35.
De Quilmes a Central: 6.20, 9, 12.20, 3.50 y 7.
Como todos los trenes eran mixtos, de carga y pasajeros, sin perdonar ninguna de sus muchas estaciones, donde la operación de tomar y dejar vagones era larga, a los pasajeros les parecía interminable, y los que más se impacientaban y con más crudeza ex¬presaban su impaciencia eran, precisamente, los que antes formaran la clientela de Córdoba y Acuña
Tan pronto habían olvidado el vía crucis de la di¬ligencia.
A estos descontentos hacían coro los demás, pues todos a una exigían del ferrocarril de Crabtrée más, mucho más de lo que era capaz de dar. El espíritu de economía que determinara la construcción del ferrocarril comprendía su tren rodante lo mismo que sus servicios.
Los rieles estaban asentados sobre platos de hierro que hacían de durmientes; y como además las vías carecían de balastro, las locomotoras, coches y vago¬nes, desde que salían de Quilmes, hasta que llegaban, cuando eso era posible, iban jugando a los descarrila¬mientos y no son raros los pasajeros que aun viven y recuerdan hasta tres descarrilamientos en sólo un viaje, ni pocos los que puedan contarnos cuantas ve¬ces, cansados de esperar a que el tren fuera encarri¬lado, o que llegara otro para trasbordar a él, se decidieron hacer a pie el resto del viaje, sin tener mo¬tivos para arrepentirse; en cambio lo tenían aquellos que no los habían querido imitar. Y como el enemigo de lo malo es lo peor, el ferrocarril de Crabtrée hizo con frecuencia recordar como excelentes las diligencias dé Córdoba y Acuña.
Y esto duró diez largos años, hasta que con la fundación de la ciudad de La Plata se operó la natu¬ral evolución que nos trajo lo que hoy tenemos, aun¬que vino por sus pasos contados; porque si la natura-leza no procede a saltos, Quilmes, en materia de pro¬gresos, ha querido imitarla siempre. Y no bastó la fundación de La Plata, fue menester esperar un poco más y que la empresa del Ferrocarril del Sud, adqui¬riera el de que fuera concesionario Lelievre y admi¬nistrador Crabtrée, para que tuviéramos derecho a compadecer a los que viajaron un día en las diligencias de Córdoba y Acuña.

EL PRIMER CORSO
L A PRIMERA ESTUDIANTINA Y EL PRIMER DUELO

CUARENTA años van a cumplirse desde el Car¬naval de 1877, en que vio Quilmes el primer corso la primera estudiantina y hubo de tener lugar tam¬bién el primer duelo. el que sino se consumó, no dejó por eso de producir honda impresión.
En Diciembre del año anterior, entre un núcleo de españoles jóvenes –sino todos en años, de espíritu– y no pocos nativos, por que en tocando a diver¬tirse la soga sigue al caldero, surgió la idea, que fue pronto realidad, de constituir una estudiantina, pa¬ra con ella poner una nota exótica y simpática a nuestro carnaval criollo, que no era ni culto ni ori¬ginal. y mucho menos variado.
Hemos dicho que la idea esa fue pronto realidad, porque entre el grupo de iniciadores no faltaban, ni guitarras, ni bandurrias, ni mandolines, ni flautas, ni panderetas, ni castañuelas, ni nada de cuanto es capaz de producir las alegres armonías de la música
popular española, y para sazonar todo eso, la alegría de los veinte años en los nativos y la de todas las edades en los españoles. Como que allí estaban, sólo por nombrar a algunos, Eusebio Rodríguez, José H. Navarro, Rodolfo Luis Vega, Santiago Martínez, Má¬ximo y Pascacio Garay, F. Rodríguez, Antonio Mén¬dez y otros, que en poniéndose a tañer, pulsar, ras¬guear o soplar; eran capaces de dejar a la propia Euterpe reducida a infinitesimal fragmento de áto¬mo, como diría cierto gacetillero.
Y para que nada faltara, o mejor aún para que sobrara todo, estaba allí también el maestro Barrera, padre del actual secretario del Concejo Deliberante, y que lo era también, no padre sino maestro, de la mayor parte del elenco musical de la proyectada es¬tudiantina.
¡Y qué maestro! Grave, severo, pero bondadoso hasta lo indecible, desprendido hasta la abnegación y músico de los pies a la coronilla!
El llevaría la batuta y enseñaría lo que fuera menester, así de música como de canto.
Tampoco a la estudiantina le faltaban poetas. Un joven, al que hasta los bostezos le salían en ver¬so, escribió unos que Barrera puso en música.
Y una de las estrofas, decía así
Los libros arrojamos
de la filosofía,
y amores y alegría
venimos a brindar.
Que se choquen las copas;
que el vino se derrame;
que el corazón se inflame
y a vivir y a gozar!

Tampoco era éste el único versificador. Máximo Garay, puso a exprimir su humorismo poético retozón, y le salieron una peteneras y seguidillas "has¬ta allí," como decía Santiago Martínez, que parecía conocer el género.
Pero la bienandanza de la estudiantina no paró ahí. Tenía maestro, músicos, cantores, poetas, alegría, entusiasmo, y para colmo de ventura le salie¬ron la mar de protectores, como que resultaron serlo la mayor parte de los vecinos más caracterizados. Y para acertado remate, salióle también un nombre, ideado por Máximo Garay, que le venia co¬mo anillo al dedo: "El Trueno."
Le salió, además, un presidente de campanillas, el distinguido médico doctor Salomé Luque. Ya en marcha triunfal la estudiantina, se pensó en la me¬jor forma de recibirla, y como bajo el influjo de ta¬les entusiasmos pensar y hacer es todo uno, se concibió la idea de realizar un corso, novedad que sólo conocía Quilmes de oídas; y el corso se hizo.
El alumbrado de las calles lo producían unos mezquinos faroles a petróleo, no siempre limpios ellos y casi siempre ahumados los tubos, colocados en la proporción de tres para cada cuadra y encendiéndose sólo cien en todo el pueblo y que alum¬braban cuando no lo hacía la luna y siempre lo sufi¬ciente para no tropezar con ellos.
En tales condiciones el corso no podría realizar¬se sino de día, desde las 5.20 p. m., hasta las ocho de la noche y se solicitó y obtuvo de la Municipalidad que así lo dispusiera, reglamentando de paso el jue¬go, en el corso, con prohibición de agua, cáscaras de huevos, huevos de cera, etc., debiendo tolerarse. sin que El de perfumados.
La calle número doce, hoy Rivadavia, desde la estación del ferrocarril hasta la Plaza (Carlos Pellegrini, Ramada entonces de la Constitución, no por¬que ésta fuera entonces más respetable que ahora sino porque el doctor Pellegrini no había muerto aún, era por la que correría el corso y se hallaba convenientemente adornada con profusión de banderas, gallardetes, arcos revestidos de follaje y doble fil¬a de faroles chinescos a lo largo de una y otra acera; faroles que, si no servían para alumbrar du¬rante la noche, su policroma variedad de colo¬res y caprichosa forma ponían notas de alegría en aquel conjunto de trapos, flores y follaje, pues, los abundantes sauces que sombreaban entonces la ri¬bera, como la Avenida Augusto Otamendi, habían brindado a la comisión encargada de los adornos sus guirnaldas. sin regateos.
Los vecinos, por su parte, cooperaron a la obra decorativa, adornando los frentes de sus fincas con entusiasmo emulatívo, favorable al carnavalesco de¬corado.
En el esfuerzo ese, distinguiéronse don Andrés Baranda, la casa municipal, esa que fue demolida para que en su solar se levantara el actual palacio de oro, más suntuoso, es verdad, pero menos casa del pueblo que la otra, los señores Silva y García que con sus adornos habían invadido hasta la calle, levantan¬do en ella dos monumentales arcos de triunfo reves¬tidos de follajes y flores, de donde, en bonita combinación, manaban varios surtidores que refrescando el follaje regaban también la calle, que mucho lo ne¬cesitaban, no teniendo, como no tenía, ni el adoquinado que tuvo después, ni el cemento que tiene aho¬ra, el señor Ramón F. de Udaeta, don Álvaro Is¬tueta, don Miguel Smith, etc,
Como todo llega, llegó también el 11 de Febrero de 1877, primer día del ansiado carnaval.
A las 5.30 empezó el desfile de máscaras y pue¬blo, partiendo de la estación del ferrocarril. Rompía la marcha, encabezándola, la estudian¬tina "El Trueno," que ocupaba íntegramente un co¬che, convenientemente adornado, del primer tran¬vía que tuvo Quilmes, el que por aquellos días exteriorizaba la anemia que lo consumía y habría de matarlo
En seguida coches, muchos coches, ocupados por damas y niñas luciendo vistosos trajes de fanta¬sía y el rostro coquetamente velado por negro an¬tifaz.
Jinetes, con y sin antifaz, venían luego y, ce¬rrando la marcha, abigarrada columna de peatones que marchaban por las aceras, venidos de todos los confines del pueblo y del partido.
De entre los carruajes, destacábase un gran breck, tirado por arrogante yunta de caballos negros y ocupado por una docena o más de diabólicas más¬
caras. que llenaban el corso con su algarabía, y que así abusaban de sus voces como de sus bromas, del más puro gusto carnavalesco, y de sus proyectiles que prodigaban a guisa de granizada de arroz, maíz y tal cual hortaliza, cosas todas que si provocaban
francas carcajadas al público grueso y espectador, no hacían gracia a los obsequiados con ellas.
Nos detenemos en este detalle del ruidoso breck, por que fueron precisamente sus ocupantes las que provocaron el incidente que hubo de terminar en duelo.
En la forma dicha, estudiantina, coches, masca¬rada y pueblo, recorrieron el corso hasta que faltó la luz del sol.
Por la noche, inusitado movimiento de máscaras y peatones dio a la calle del corso rara animación. En la casa del señor Carlos Casavalle (Mitre y Buenos Aires), se efectuó un baile en honor de la estudiantina; otro tuvo lugar el lunes en la casa mu¬nicipal, concurriendo la estudiantina especialmente invitada, y otros el martes en las casas del señor Udaeta y del Dr. José A. Wilde, asistiendo la estu-diantina a uno y otro.
El corso se realizó el lunes y el martes en la forma que el domingo, pero ganando en animación hasta culminarla el martes, por que los entusiasmos car¬navalescos crecen a medida que el carnaval mengua. Las ocupantes del bullicioso breck, si en los días anteriores tuvieron sus entusiasmos a soga larga, el martes lo dejaron en libertad completa.
Puesto su carruaje a la par de la estudiantina,
y después de descargar sobre ésta una infernal llu¬via de sus conocidos proyectiles, atronaron los aires pidiendo las peteneras, pedido que fue coreado por todos los más próximos.
Y Máximo Garay, cantó:
Los estudiantes, ñatita,
De pobres damos horror
Danos alguna cosita
Que ponga el cuerpo en calor

–¡Bis! ibis! clamaron los oyentes; y las del breck
–¡Que cante el gallego! ¡Que cante!
Garay, aunque nacido en Castro Urdiales, se dio por aludido, tal vez por que sospechaba que las máscaras del breck sabían más de bromas que de geo¬grafía y canto.
Pero. lo que cantó. debió sonar muy mal en los oídos de las provocantes, por que tapándoselos hicieron que el breck arrancara de allí a gran trote.
Después de este incidente el corso continúo, y con él la estudiantina, pero lo sucedido, como una ráfaga helada había rasado sobre sus entusiasmos. La estudiantina era otra; su ánimo estaba hondamente afectado.
Por la noche, Garay recibía la visita de dos ca¬balleros que, en nombre del señor J. Vázquez, le pedían una satisfacción, o una reparación por las armas.
Enterado de esto, el presidente (le la estudiantina doctor Luque entendió que a él, y no al señor Garay, le incumbía responder, por que a su juicio la estudiantina que presidía había sido primeramente agraviada, y acreditó sus padrinos para que se en-tendieran con los del señor Vázquez.
Intensa fue la impresión que produjo el cono¬cimiento de todo esto. Se deseaba sin reserva una solución decorosa, y respondiendo a ese deseo se la entregó a un tribunal de honor, qué declaró no ser caso de duelo.
Así terminó el enojoso "affaire", del que resul¬tó empero un muerto, la estudiantina, que se disolvió al siguiente día, sin que, desde entonces, nada ni nadie intentara siquiera organizar otra.
Así empezó el primer corso en Quilmes y acabó también su primer estudiantina y su primer duelo. De éstos, tres más se recuerdan. Uno algún tiem¬po después y que se registra en el recuerdo chaco¬tón con el mote, "duelo Risso-Barrera," que acabó en el hotel Bellati (Rivadavia y Gaboto), no con una cena, pero sí con un baile, por y para hombres so¬los, con orquesta de organillo y haciendo de organillero el escribano Cabrera. Otro, años más tarde, con¬certado entre don Sebastián N. Casares y don Jovia¬no Dumpierrez, que acabó sin que los duelistas llegaran al terreno, y por último, el realizado entre don Carlos Andrade y el doctor Máximo Garay de la Fuente, en el que si hubo sangre. fue fácil de restañar.
Julio 9 de 1917.

LA BOTICA, SU TERTULIA Y SUS TERTULIANOS

OS que juzgan del valor de las palabras por la definición que de ellas hace la Academia, y creen por ende que botica es, como dice el Diccionario, "Ofi¬cina donde se hacen y venden los medicamentos," se equivocan de medio a medio por lo que con la de es¬te recuerdo reza.
Cierto es que hay allí de todo como en botica, se¬gún dice Trueba hablando de las cosas de su tierra, que es también la de Matienzo; pero si esto es exacto, lo es así mismo que se hacen y deshacen allí más pro¬yectos que medicamentos, como que se combinan me¬nos alcaloides que problemas bélicos; así las guerras Franco-Prusiana, Turco-Rusa, Chileno-Perú-Boliviana y otras, han sido allí resueltas antes que en los campos de batalla.
En cuanto a reputaciones, se hacen y deshacen con la misma facilidad que un purgante de Limona¬da Rogé; y Omar Pachá, Bazaine, Campero, Grau., han sido, como puede verse en el recuerdo que lleva el título, "Los Catedráticos", juzgados, premiados o degradados antes que sus respectivos pueblos o gobiernos Pensaran siquiera en ello.
Luego, si en la rigurosa acepción de la palabra académica esta botica no es tal botica, ¿como llamarla?
Vamos al Diccionario, ese librito utilísimo, que a poco que meta el hombro la curiosidad, nos inyecta más ciencia que todos los sabios juntos en muchos años de cátedra, y en él encontramos lo que sigue: "Mentidero: lugar donde se reúne a conversar la gen¬te ociosa" (y donde también se venden drogas, debió agregar).
Esta definición: viene a la botica de mi historia corno anillo al dedo, ,y quédome con ella.
Los mentideros son muy comunes en España, y muchos como las gradas de San Felipe el Real siglos atrás, y la Puerta del Sol, hoy, han gozado de gran boga, pasando a la historia callejera y tradicio¬nal de Madrid; sin embargo, a los pueblos de media como el nuestro por ejemplo, son los mentideros tan necesarios corno el aire a los pulmo¬nes Y la razón explícala Bretón de los Herreros en los tres versos siguientes:
Y vivir día y noche solitario
O someterse al obligado trío
Del fiel de fechos, cura y boticario.

Entre morir de hastío, encerrado en las cuatro paredes de su casa, o de una indigestión de charla en el mentidero del boticario, apenas si hay quién no prefiera lo último y se echa a la botica con la misma fruición que en un día canicular se echaría al agua. Un pueblo sin botica, digo, sin mentidero, vale tanto allí como día sin sol, desierto sin oasis, hogar sin mujer y corazón sin amor.
En la botica está siempre el boticario (¿y don¬de había de estar?) , con el boticario su compadre el médico, con estos dos el cura, con los tres el alcalde, con los cuatro el escribano, con los cinco el maestro de escuela, y con ellos todo lo que vale y significa, según su propio criterio, hermano gemelo del de aquel león que, metido a pintor, ilustró sus propias hazañas.
La botica es, como se vé, fruto de la tierra del garbanzo gordo y el chorizo extremeño; imposible al parecer de fructificar fuera del calor que dan al te¬rruño aquellos alcaldes, curas, escribanos y maestros de escuela, que con maestra mano retrató Pereda y que son la savia que alimenta los mentideros en la patria del Quijote.
Pero trasplantar a Quilmes esa exótica planta, hacerla arraigar, crecer, florecer y dar frutos loza¬nos y sazonados, a despecho de las leyes que presiden las funciones de ese vegetal, contra cuanto enseñan la fisiología, la meteorología y la agrología, eso solo ha podido hacerlo Matienzo, y esa obra eminentemente suya, es el mejor elogio que pudiéramos hacer a su nobilísimo carácter; y desafiamos a que se nos denuncie –haciendo en la investigación uso hasta del candil– otro ejemplar de mentidero más genuina¬mente español, con elementos más cosmopolitas y más a prueba de vientos y mareas que este.
En los últimos veinte años Quilmes ha visto na¬cer y morir, de tétano infantil unos, de consunción otros y de anarquitis los más, (que alguno acabó a capazos como el rosario de la aurora), todos los cen¬tros sociales llamados a disolver el mentidero de la botica.
Solo este ha flotado en medio de las borrascas, y apenas el pampero barría los últimos nubarrones de la pasada tormenta, su luz atraía a los dispersos que hallaban allí el calor de otros días.
En los períodos más violentos del apasionamien¬to político, mitristas de acción como Don Agustín Armesto, o convencidos como Don Mariano Vega y Don Juan López, se confundían allí con alsinistas, como Udaeta (padre), Otamendi, Ithuralde, Amoedo, Ma¬tienzo, etc.
Las miserias locales convertían al pueblo en sa¬co de gatos. Pues entonces mismo, en el fondo de ese saco, había un rincón donde nadie se arañaba, y ese rincón no era otro que la botica de Matienzo.
¿Cual es la razón de ese fenómeno?
El carácter de su dueño.
En cuanto a la variedad y atractivos de la tertulia, con una y otra reza este recuerdo.
Todo se discute allí en la forma más pintoresca y variada; aquello es un mosaico de ciencia, prácti¬ca y teórica.
Las riñas de gallo se codean con las teorías de Darwin sobre el origen del hombre, armándose la gran pelotera a propósito de las facultades bélicas del hombre y los animales inferiores, el gallo inclusive, sin olvidar, por supuesto, la influencia sobre la selec¬ción de la raza caballar; enseguida viene el gran sal¬to y nos hallamos en pleno arte, la pintura, la escul¬tura, la música. Se barajan sin compasión a Rafael, Velásquez, Cano, Murillo, Vernet, o sean las escue¬las Italiana, Española, Francesa y hasta Flamenca, que tienen allí sus defensores o impugnadores, que derrochan convicción y suficiencia hasta dar miedo.
Y tras de aquellos desfilan Miguel Ángel y Ben¬venuto Cellini; y con la fuerza del huracán lanza Barrera, ayudado por Don Juan Ithuralde, las sinfo¬nías de Mozart, las combinaciones de Beethoven, los dramas musicales de Wagner y ruedan en montón los nombres de Weber, Rossini, Verdi, Donizzetti, Bellini, Bach, Haydn, ete.
De improviso aquella pirámide egipcia de cosas sublimes se desmorona y venimos a caer en los vulgares accidentes de una partida de mús, donde Cam¬pero ejercita su causticidad, Salas sus estrepitosas carcajadas, Barrera sus agudezas, Ithuralde su vol¬teriana risita y Matienzo su autoridad de juez cato¬niano.
Luego una cita histórica nos echa encima toda una biblioteca. Y cuidado con el chubasco que no hay paraguas que valga, como que Ithuralde y López em¬piezan a tirarse infolios del tamaño de un misal, y allí el antiguo y nuevo testamento, la guerra de Tro¬ya, la griega, la púnica, el engrandecimiento y deca-dencia del imperio romano, el de Oriente, las cru¬zadas invasiones del Norte, las musulmanas, las guerras de reconquista e independencia, todo Cantil desde la primera páginas hasta finis coronat opus cruza allí como proyectiles de encarnizada guerrilla, ayudados los contendores por los aficionados de una y otra parte, que piden la bolada y no largan; Basta que otro tema, el de la educación común por ejem¬plo, distrae a Don Juan y abandona el campo de la historia, que es después de todo obra de otros, para entrar en el de la educación común, que afirma es obra suya por lo que a este pueblo toca, y es de oír todo cuanto su modestia le permite decir a propósito de lo que ha hecho y lo que haría aún, si sus ocupaciones y sus años se lo permitieran; pero Matienzo, que se empeñaba en salirle al paso a su compadre, lo detiene, con un: –¡Qué compadre más bichoco!–, ¡si ya, no sirve para nada ! Y el tema de la educación, aún llevaba trazas de durar sabe Dios cuanto, con¬cluye allí, y empiezan las controversias entre ambos compadres, pues conviene decir que aquellos dos pa¬receres solo se hermanan o identifican cuando de po¬lítica, ya sea casera, o general, se trata; por lo de¬más son dos cuerpos que se repelan sin que haya fór¬mula posible de amalgamarlos y fundirlos.
En economía Don Juan lee a Smiles, y lo que es peor o mejor, lo sigue; Matienzo ni siquiera lo conoce de vista, ni le importa un comino conocerlo; en religión Don Juan es volteriano, pero de excelente en tanto que Matienzo cree como Pereda y practica como Voltaire ; en ciencias Don Juan ama las grandes teorías que popularizan Verne y Fla¬marión, sin despreciar la ciencia práctica de Edison, en tanto que a Matienzo le importan un comino todas esas teorías y prácticas, si ellas no han de ser¬vir para sacar del laso a Peral y su submarino. En sentimientos 'patrios don Juan predica el cosmopolitismo, pero raspada la corteza cosmopolita se descu¬bre el francés, en tanto que Matienzo es español por los cuatro costados, o como cantan en "los feos:" "por arriba, por abajo por delante y por atrás"
Don Juan es la personificación de lo exacto; lle¬ga siempre a la hora, pero jamás espera a nadie. Aquella exactitud es, por decirlo así, mecánica; llega sin ruido y se va sin despedirse. Siempre modesto, no halla en la cosa mérito alguno y si lo tiene, atribú¬yelo a su cronometro que no varía jamás y eso que se pasan años sin tocarle el registro, por más que al respecto hay quien cree, y Barrera entre ellos, que la memoria de don Juan anda como su reloj.
Matienzo no llega siempre, y cuando llega es tarde; en cambio espera hasta al más retrasado, y es que su reloj no siempre anda, y cuando lo hace da las cuatro al medio día.
En literatura don Juan lo lee todo, y su paladar literario sabe distinguir los clásicos, si se llaman Racine, Lafontaine, Rousseau, pero no sucede lo mismo si se nombran Cervantes, Rojas, Islas ó Calderón; tiene familiaridades simpáticas con la escuela román¬tica de Hugo y Musset, así como con el misticismo de Chateaubriand ; paladea con fruición la sal gruesa de Paul de Kock, lo mismo que el naturalismo de Daudet y Zola; y no les halla la tostada, dice, pero yo no lo creo,
Perez Galdós, Menendez Pelayo, Nuñez de Arce, Palacio Valdez, Leopoldo Alas y toda esa pléyade que forma a vanguardia de la moderna literatura española y que nada tiene que envidiar en calidad a la vecina de allende los Pirineos; mientras que Ma¬tienzo lee "El Nacional" por la noche y "La Nación" por el día, y tampoco tiene tiempo para más, si ha de estar siempre a las ordenes de los obligados concurrentes al mentidero, lo que no obsta para que discuta con el compadre este tema como cualquier otro, y termine la discusión por 'fatiga, sin que los contendores se declaren vencidos ni tampoco conven¬cidos; y es por eso sin duda que, desde hace treinta años viven discutiendo y discutirán otros tantos sin adelantar un paso, pero siendo siempre, eso si, los mejores amigos del mundo. ¿Y todo por qué?
Ya lo dije antes; porque si no piensan del mismo modo en economía, si difieren en religión, si se tropiezan en ciencias, no van al unísono en sentimientos patrios, se chocan en literatura, se estrellan cuando de gallos o parejeros se trata, y no olvidan que el uno es francés y español el otro, en cambio en política tienen siempre la misma opinión, y esto explica la longevidad pasmosa del mentidero de mi cuento, por¬que allí hay siempre un centro que desarrolla su fuer¬za poderosa de atracción y llama de nuevo a si los elementos dispersos por el choque de un día, como la bandera atrae al soldado, separado por la brega de la batalla; y ese centro son los dos compadres, cuyas disidencias, que no pasan jamás de los puntos men¬tados, concluyen allí donde la política empieza.
¿No les parece a ustedes que seríamos más fe¬lices si pudiéramos, al respecto, imitar a estos compadres?
¿No creen, como yo, que este mentidero es una de las cosas buenas que tenemos, y que merece un lugar en estos recuerdos, en los que figura ya más de un capítulo por él inspirado?
Pues si ustedes piensan así yo también; y como pienso lo hago, solo que para hacer inmortal el mentidero, hay que hacer otro tanto con Matienzo, pues el uno no podría vivir sin el otro.
Agosto 20, de 1918.

LA BOTICA DE MATIENZO

QUILMES tuvo médicos antes de tener boticarios como tuvo enfermos antes de tener médicos
El primero de éstos fue el doctor Fabián Cue¬li, establecido en 1852, quien supo desempeñarse sin botica ni boticarios.
Era su recetario simplista, y tan fácil como ba¬rato. Sin estar enteramente despojado de tenía mucho de experimental y valía lo que el más ampuloso, ininteligible y coro,
Algunos años después –1858– vino el doctor Jo¬sé Antonio Wilde; pero éste, sin el ánimo de su colega el doctor Cueli, no se atrevió a hacer el médico sin bo¬tica ni boticario.
Aunque no era como Galeno médico-farmacéutico, trajo consigo; sino botica, un botiquín provisto con los elementos de la farmacopea más indispensa¬ble, y, como Galeno, preparaba sus propias recetas.
Era evidente que Quilmes adelantaba, si no en progresos de otro orden, en lo que con su salud, tenía relación; porque adelantar era el tener un médico cuando antes no tuviera ninguno, y luego dos; así como pasar de la farmacopea simple y experimental del doctor Cueli al botiquín del doctor Wilde, botiquín que, al evolucionar, habría de convertirse en botica.
¡Y qué botica!
Quilmes tuvo después otras; pero aquella, la pri¬mitiva, fue durante un cuarto de siglo la botica inconfundible, la botica por antonomasia, Y al tener botica tuvo también boticario.
Llamábase éste José Agustín Matienzo. Llegó aquí en 1863 y fue su primer diligencia adquirir el botiquín del doctor Wilde y, con él por fundamento, es¬tableció la botica en la hoy calle Rivadavia y Mitre. Algún tiempo después adquirió de don Pedro Cos¬ta, padre del ex-gobernador don Julio A. Costa, la casa donde éste naciera, calle Rivadavia y Almirante Brown, y allí traslado la botica.
Pronto el nombre del señor Matienzo era en el pueblo y partido familiar a todos los oídos, en los que sonaba con acentos acariciadores.
Y la botica fue, no el mentidero del pueblo don¬de iban los desocupados a matar su aburrimiento, comentando las novedades o los chismes del día, sino un centro "sui géneris" de atracción social y política, que tuvo pronto influencia decisiva en todas las manifestaciones y actividades de la vida de Quilmes.
Allá en el siglo XIV, al reglamentarse en Francia el ejercicio de la farmacia, para otorgarles el título a las personas que habían de ejercerlo se les exigía el siguiente original juramento: "Juro y prometo ante Dios, autor y creador de todas las cosas, único en esen¬cia y trino en persona, observar lo siguiente: 1° vivir y morir en la fe cristiana; 2° amar y honrar a mis; pa¬dres; 3° no hablar mal, ni despreciar á ninguno de mis doctos maestros; 4° hacer todo lo posible para el ma¬yor honor y gloria de la medicina; 5° no enseñar a los idiotas ni a los ingratos los secretos de la ciencia; 6° no hacer nada temerariamente sin acuerdo de los mé¬dicos, ni por la esperanza exclusiva del lucro; 7° no dar ningún medicamento ni purga a los enfermos que an¬tes no hayan consultado con el médico; 8° no descu¬brir ningún secreto que se me haya confiado; 9° no dar a beber ninguna porción abortiva; 10° ejecutar las órdenes y recetas del médico sin añadir ni quitar na¬da, mientras estén ajustadas a las reglas del arte; 11° no emplear ningún sucedáneo o sustituto, sin el conse¬jo de otra persona más sabia que yo; 12° desautorizar la práctica escandalosa y altamente nociva que siguen los charlatanes empíricos, con oprobio de los magis¬trados que lo toleran; 13° prestar ayuda y socorro a cuantos los necesitan; 14° no tener en mi botica nin¬guna droga vieja o averiada".
Mucho había llovido desde la fecha de la institución de estos mandamientos y no era poco lo que con el rodar del tiempo habían cambiado; pero, pres¬tara o no el señor Matienzo juramento de estos u otros menos severos, lo que practicaba, por im¬perio de su recta conciencia y natural bondad, se ajustaba al más rígido de esos mandatos.
Es claro que no radicaba en la botica sino en su dueño la poderosa atracción apuntada, que, transponiendo los límites jurisdiccionales del pueblo, tenía más vasta zona de influencia.
Hijo de la noble tierra española y del dos veces noble solar vizcaíno, no atraía por ser de donde era, ni sólo a los que de allí procedían. Para él no había Pirineos, vale decir, fronteras; había humanidad, una e indivisible.
La ecuanimidad era sólo una faceta de las muchas que reflejaban la luz de su alma; su singular don de gentes, su altruismo practicado en su más recta y no¬ble acepción, su raro desinterés, su carácter franco, abierto a todas las expansiones generosas, la sencillez de su trato, la lógica de su razonamiento, la rectitud de su juicio, la sensatez de su consejo, lo sano de su intención, un buen sentido práctico en todo aquello que no le fuera personal, eran otras tantas luces que de su alma irradiaban y que, estando en constante acción lo convirtieron, sin quererlo ni buscarlo, pero sin esquivarlo tampoco, en consuelo y guía de necesitados. Los que a su consejo o generosidad acudían no lo hacían en vano, porque si era pródigo de buenas pa¬labras, lo era también de buenas obras.
Dueño y botica, si eran centro y remedio de abu¬rridos, eran también remedio y providencia de necesitados.
El ambiente que allí se respiraba, a todos resul¬taba grato.
Los aficionados a las carreras de caballos encontraban cultores de su pasión favorita, como los encontraba el criador, cuidador, o reñidor de gallos.
El hacendado, el agricultor, el industrial y el co¬merciante estaban allí en su centro, y lo qué en aquel ameno comercio de ideas o de palabras exponía la ob¬servación o la experiencia, era provechosa siempre y valía lo que la mejor cátedra.
Tanto como los utilitarios, tenían allí apasionados los temas culturales; y la historia, la novela, la literatura y los descubrimientos científicos se exponían, comentaban o discutían, aunque; con encantador desenfado y agradable ligereza; y no eran pocas las here¬jías que la crítica, aun la más benévola, habría podi¬do apuntar y apuntaba realmente la trinca controver¬sista que apasionaba y regocijaba.
Aquel palenque, abierto al pintoresco parloteo y alegre réplica, a propósito de los temas apuntados, lo estaba también a la política general o local, salvando sus escabrosidades el buen humor y el buen juicio, úni¬co freno puesto al controversismo.
El tema guerrero tenía cada mariscal que dejaba bizco al propio Napoleón o a Moltke.
El comento de la política argentina no tenía más dificultades que el de la extranjera. Matienzo era alsinista, y admirador de su caudillo don Adolfo. Los idólatras de don Bartolo cuidaban mucho no olvidarlo. Y no lo olvidaron, porque como Matienzo era ene¬migo de todos los tiranos y de todas las tiranías, ni en su casa, ni fuera de ella, lo era para imponer sus opiniones o contener la manifestación de las ajenas.
La política local, que tanto lo apasionaba y tan fuertemente le impresionaba dado su temperamento, no era, el tratarla y comentarla, más difícil que la otra. Podía decirse que allí se realizaba el prodigio de aquel famoso domador de fieras, que logró reunir en una jaula, y en fraternal convivencia, los ejemplares más antagónicos de la fauna.
Pero la política en acción, como la naturaleza, asi¬mila lo semejante y repele lo heterogéneo, y no pudiendo allí ejercitar esa doble función, conveniente con su estado de actividad, sin provocar desagradables perturbaciones, hizo que alguna vez, en aquel centro donde todos cabían no todos se sintieran igualmente cómodos, y no pudiendo cambiar el eje ni trasladar el centro sin crear otro nuevo. así se probó hacer.
Y más de uno se intentó formar, con carácter so¬cial no siempre definido, más tuvieron invariablemente vida precaria y efímera.
Entre tanto, la botica estaba ahí, abierta como siempre de par en par, y su dueño invariable en su amable hospitalidad.
Y a ella volvían los que empujados por su propia veleidad se fueran la víspera, reanudando la interrumpida tertulia, como Fray Luis de León sus lecciones, sin que ni los que estaban ni los llegados tuvieran re¬cuerdos mortificantes.
Aquella hermosa comunión debía, necesariamen¬te, crear una fuerza poderosa y de influencia positiva, que actuando en las contiendas locales inclinara el platillo de la balanza hacia donde ella se dejara caer. A esa influencia se la llamó el círculo de la botica, y durante más de tres lustros, allí tuvieron consagración los candidatos para todos los puestos y em¬pleos electivos o de administración, por el procedimien¬to más simplista
–Don Agustín, ¿a quién nombraremos para tal empleo o función?
–¡Hombre! ¡Ahí lo tienen a Cosme , que es desocupado!
Y a título de desocupado, Cosme estuvo de moda y haciendo de ácido bórico durante varios años. En oposición al círculo de la botica, se formó el barandista, socialmente más íntimo y homogéneo y políticamente reducido.
Era su jefe don Andrés Baranda, patriarca de es¬timables prendas personales, juicio recto y sentido práctico utilitario, que iba siempre a su objeto por el camino más corto, y a quien sus años y su dinero le daban siempre la razón; pero si alguna influencia ejer¬cía, era allá en las alturas gubernativas; la opinión local, decididamente estaba del lado de la botica.
Pero el 6 de mayo de 1896, murió el señor Matienzo, y de la botica quedó sólo la materia; el alma voló con su dueño.
Noviembre, 25 de 1917.

EL PRIMER TRANVÍA

CONTRATADA en 1860 la construcción de un fe¬rrocarril que partiendo del Paseo de Julio llegara hasta la Ensenada, pasando por la Boca, Tres esqui¬nas, Barracas al Sud y Quilmes, necesitó cinco años para llegar a las Tres Esquinas Y allí se plantó du¬rante otros cinco
Al fin, después de tan largo descanso, entró en actividad, pero como quien se despereza, mejor que como quien va echar a andar y sin sacudirse totalmente la modorra se puso en movimiento hacia Quilmes, adonde se creyó al fin que acabaría por llegar, cuando en 1870 se vieron las carpas avanzar del arro¬yo de Santo Domingo a Bernal. Fue entonces, y por influjo de esa creencia, que los señores Jorge Batte y Cía. solicitaron del gobierno de la provincia se les acor¬dara la concesión para construir un tranvía, que par¬tiendo de la estación proyectada del ferrocarril llega¬ra hasta la ribera.
Después de largo y natural expedienteo, en Fe¬brero 9 de 1872 se escrituró la concesión por el gobernador de la provincia, don Emilio Castro, actuando co¬mo escribano el que lo era de gobierno, don Antonio O. Iriarte.
Por ella se le acordaba también en arrendamien¬to al concesionario una faja de tierra, a uno y otro lado de las vías del tranvía en proyecto, de cien varas de frente por todo el fondo necesario, hasta la ribera, a partir de la hoy calle Ceballos.
El concesionario debería empezar la construcción de los terraplenes y la colocación de rieles tan pronto¬ como la empresa del ferrocarril iniciara los trabajos para la construcción de la estación, cuya ubicación no había podido ser determinada aún. La tarifa de pasa¬jes se fijaba en cinco pesos de la extinguida moneda de Buenos el boleto de ida y vuelta de la estación del ferrocarril a la ribera, en tres pesos, el boleto sen¬cillo y en dosel expedido para subir y bajar dentro de la traza urbana. Por otra de las cláusulas de la conce¬sión, la empresa prometía construir casillas para ba¬ños en la ribera y en el sitio que, de acuerdo con la municipalidad, fuera más conveniente. Para explotar la concesión, se constituyó una sociedad entre los se¬ñores Jorge Batte, Miguel S. Bagley, Frank Livinsgton y Francisco Younger. El optimismo ambiente formado por la próxima llegada del ferrocarril mareó a los empresarios. Creyeron que el tranvía tendría influjo poblador decisivo, y que los terrenos contiguos a su paso se transformarían, edificándose y convirtiéndose en emporio de florecientes industrias y esto los decidió a adquirir en propiedad las dos fajas de tierra que la concesión les acordaba en arrendamiento.
Previo justiprecio ordenado por la municipalidad y determinado por los municipales don Manuel Doroteo Soto y don Alejandro Lassalle, los que estimaron el terreno en seis mil pesos cada cuadra, se escrituraron a favor de la empresa quince cuadras y mil doscientas cinco varas de otra, por la suma de noventa mil tres¬cientos treinta y ocho pesos de la antigua moneda. Esa escritura se otorgó en agosto de 1874, cuando ya el tranvía llevaba un año de inaugurado.
Si mucho había. tardado el ferrocarril en llegar, el tranvía lo había hecho demasiado pronto. Pocos fueron los alientos que de uno y otro recibió Quilmes, pero fue peor la moneda en que se les pagó. Como que fue ella de desengaño. ¡Qué aldea la nuestra! ¡Y qué ferrocarril y tranvía tan propios de ella! Tenía el ferrocarril un administrador apellidado Crabtrée, que los versados en el idioma inglés traducían tortu¬ga. ¡Y qué admirablemente se correspondían apelli¬do y función!
Cuatro trenes o cinco, según fuera invierno a verano, salían de Quilmes para Central y viceversa.
Tenían también un horario al que no se ajustaban ja¬más, ni para salir, ni para llegar; y menos que para lo primero, para lo segundo. Y como no había de ser la parte mejor que el todo, el servicio del tranvía no va¬lía más que el del ferrocarril.
Pronto pudo verse que si este había de dar vida a aquél, su muerte estaba próxima. Durante el primer verano, la época y la novedad unieron sus favores, dando aliento a la empresa. Dos o tres casillas para baños, colocadas por vía de ensayo, pasaron inadver¬tidas. Y no por falta de bañistas, que abundaban, pe¬ro éstos preferían a las casillas el aire libre y él tra¬je paradisíaco al que los bañeros le ofrecían en alqui¬ler. Los que tenían carruaje, lo hacían servir de casi¬lla en el sitio mas de su agrado.
Las casillas para baños estaban reñidas con las costumbres de la época que no lograron modificar las ordenanzas municipales; que tampoco era costumbre tener en cuenta. Pasó el verano, que mucho prome¬tiera; vino el invierno y el desencanto con él.
Era este. demasiado largo e ingrato para compensar la cortedad del verano, y a la empresa no le hacía gracia la vida de la cigarra. Sin embargo, si el tranvía a la ribera no durmió todo el invierno, hizo como si durmiera. Tenía el siguiente horario: de la estación a la ribera, 9,12 y 1 y de la ribera a la estación, 11,2 y 5, que no fue posible hacer efectivo por falta de pasajeros, hasta que se estableció un horario convencional. En los primeros tiempos, conforme con ese horario, los coches salían para la ribera cada vez que mas de dos pasajeros lo solicitaban. Mas tarde, los pedidos eran muy raros y la obtención de coches mas difícil; o faltaban coches o personal.
La construcción de un muelle, proyecto en que se empeñaran de consuno las empresas del tranvía y ferrocarril, como quien se ase a una quimera em¬peñado en que ella sea su esperanza, aunque fue favorablemente despachado por el Congreso, la abando¬naron sus iniciadores. No tenían el capital necesario, ni pudieron procurárselo. Desalentados por el fraca¬so, los concesionarios del tranvía empezaron a elimi¬narse de la sociedad, dando por perdido 'el capital aportado, antes que las pérdidas fueran mayores. So¬lo el señor Younger no lo hizo; no por que creyera que había de dar vida robusta a una empresa agónica, sino por prolongar su agonía a espera, de tiempos me¬jores, que murió sin ver llegar. ¡Qué larga fue la ago¬nía aquella! Y que fuerte el señor Younger en su pro¬pósito de prolongarla, ensayando todas cuantas moda¬lidades le sugería su espíritu mercantilista!
Ora arrendaba la explotación a terceros, que aca¬baban por no pagar, o la cedía en coparticipación y finalmente hasta sin ella, con la sola carga de conser¬var lo existente. En una y otra condición explotaron la empresa o hicieron como que la explotaban, Maxi¬mino Córdoba, Antonio Montaldo, Jacinto Delfino, Ra¬món Mercado y Francisco Lanatta, y cada uno de ellos la veía derretirse en sus manos, entregando invaria¬blemente a su sucesor, menos de lo que recibiera de su antecesor. En lo derretido era evidente la acción del tiempo.
El desaliento del fracaso nada hacia por defen¬derse de él.
Y aquella empresa que se inició con alientos de grandeza, se precipitó por la pendiente de su decadencia, sin haber culminado la curva de la prosperi¬dad prometida. Se suprimió el guarda, substituyéndolo en sus funciones el que hacia de empresario; después se suprimió el mayoral. Y el empresario, haciendo de hombre orquesta, fue guarda, mayoral, caballerizo, peón empresario y todo lo que se verá.
Cuando hacia de mayoral, a mitad del camino de¬jaba en libertad el tiro sin peligro de que atropellara a nadie y hacia las funciones de guarda, para volver después a la plataforma a empuñar riendas y freno hasta llegar a la estación. La muerte por hambre iba acabando con los caballos y los que aún tenían alien¬tos para llegar al tiro, cuando después de un supremo e inverosímil esfuerzo para arrancar ponían el coche en movimiento, no era fácil determinar si ellos tira¬ban de aquél o era él quien los empujaba. Suprimido el guarda, el mayoral, el caballerizo y el peón, sé creería que no quedaba nada que suprimir; pues aún quedó algo. Se suprimió también el que hacia de empresario de una empresa inverosímil, porque antes, a todos ellos, los habían abandonado los pasajeros.
Se inició entonces para aquella empresa una de¬cadencia tan pintoresca, como falta de grandeza. Los caballos sustituyeron al mayoral, al guarda y al que hacía de empresario, .y su propietario, el señor Youn¬ger, a los pasajeros.
Un peón suyo traía el coche desde la estación hasta la calle Belgrano y Rivadavia, con una hora de anticipación a la salida del tren en que el señor Youn¬ger se proponía viajar. Subía éste oportunamente al coche y desde el interior hacia sonar el timbre y los caballos se ponían en movimiento a un paso tal, que para salvar las once cuadras hasta la estación del fe¬rrocarril invertían veinte minutos.
Cuando el pasajero, consultando su reloj se creía en peligro de perder el tren, pasaba a del interior a la plataforma y allí obligaba al tiro a realizar el prodi¬gio de trotar, del que, al verlo; no se le creería capaz.
Se diría que a aquellos caballos el hambre les aguzaba la inteligencia y de la estación del ferrocarril, así que un comedido cualquiera cambiaba la dirección del tiro, volvían al punto de partida, de donde se les enviaba, por la tarde a esperar la llegada del amo que por la mañana condujeran. Pero el hambre acabó también con ellos.
Como su muerte coincidiera con el establecimiento de un tranvía en Córdoba, allá fue a parar todo el tren rodante, mal encubiertas sus lacras con algunas manos de pintura y barniz. Quedaron los rieles que fueron poco a poco hundiéndose en el fango de la ca¬lle Rivadavia, hasta desaparecer; pero un buen día se dispuso su pavimentación y se requirió de la em¬presa los retirara. No lo hizo, y los constructores del afirmado arrojaron rieles y durmientes en mitad de la calzada, de donde el señor Younger los hizo retirar rara que tomaran el camino de Córdoba u otro cual¬quiera.
Y aquí termina la doliente historia del primer tranvía que tuvo Quilmes. Fue un progreso que se adelantó demasiado a su época y que acabó de la única manera que debiera acabar.
Noviembre, 21 de 1917

EL HOTEL DE RISSO

“CADA región en la tierra, tiene su don preemi¬nente" Quilmes tenía también, y no uno; tenia dos: la Botica de Matienzo y el Hotel de Risso.
Quitarle al Quilmes de ayer cualquiera de esos singulares dones, valía tanto como quitarle a Pisa su extraña torre inclinada.
Por fortuna, sin duda para consolarnos de su de¬saparición, los conservó como centros vitales de su ser el tiempo necesario para que se crearan los que, a influjo de la evolución habrían de substituirlos, sin que sintiéramos el dolor de su extinción, ni viéramos la fea mueca de su atrofia.
De la botica hemos dicho; en el artículo que le consagramos, cuanto a su recuerdo importaba; del hotel lo diremos ahora.
De tal manera estuvo él vinculado, estrechamen¬te vinculado, a la vida económica, política, y social de Quilmes por espacio de treinta años o mas, que ni una sola de sus manifestaciones le es extraña.
Si de la botica podía. decirse que, sin Matienzo, no era otra cosa que un modestísimo despacho de dro-ga, y que los prestigios de su existencia material eran irradiaciones del espíritu de su dueño, del. hotel correspondía decir lo mismo.
No eran, sin duda alguna, la del boticario y la del hotelero dos vidas paralelas del punto de vista de sus prestigios; pero se adaptaban maravillosamente a sus respectivas órbitas de influencia y popularidad, que animaba una dinámica común. Y era ahí donde estaba su semejanza.
Muchas veces intentóse dar vida a otros estable¬cimientos de su propio género, con mayor confort, cocina y servicio, pero en vano. Fueran sus dueños criollos como Agapito Echagüe y Juan Escobar, o extranjeros como Bellati, fracasaban en el propó¬sito.
En el hotel de Risso, tal como era, y que tampoco podía ser de otra manera, tenía Quilmes su hotel propio, típico; imagen y semejanza de su condición; iden¬tificación de sus gustos e inclinaciones y centro único, de sociabilidad masculina.
Podía ser aquello poco hotel para otros pueblos, no superiores a Quilmes, pero para éste no.
Convenía maravillosamente a sus modalidades; estaba hecho a su medida, con la prudente elasticidad que correspondía, mejor que a la previsión, a la tela que cedía discretamente al crecimiento del organismo dentro de su originaria estructura, sin alterar sus características.
Y ese secreto, el de su ser, no estaba en el hotel, por ser como era, sino en su dueño, por ser quien era y como era.
Hoteles como el suyo podía hallarse uno a la vuelta de cada esquina; lo que no era fácil de hallar, ni alumbrando con la linterna del filósofo, eran ho¬teleros como él.
Podía el menaje ser vulgar y observable el ser¬vicio, hasta para el gusto menos refinado; tener mo¬zos de comedor como Juan Cuitiño, especie de hipopótamo, trasladado allí desde los lagos del África Cen¬tral y puesto en dos pies, con delantal más o menos blanco, para servir una clientela de "sarnosos", como la llamaba él, con gracia de paquidermo.
Podían los pinches que ayudaban al cocinero lla¬marse Severo Requema o Mauricio Aldaz, y ser todo lo demás sino peor, tampoco mejor que lo enumerado.
Para que todo aquello pareciera excelente como detalle natural y necesario del hotel, bastaba su due¬ño, bastaba Félix, como familiarmente se le llamaba. Sí; aquello era el hotel ideal de Quilmes y Félix el hotelero de aquel hotel. La novedad del que, para hacerle competencia, estableciera Agapito Echagüe, pla¬za de por medio, pudo brindar a su habitual clientela nuevas sendas y empujarla por ellas en dirección con¬traria a la de sus hábitos; pudo brindarla un confort de refinamiento menos criollo, un servicio más exó¬tico; pero en medio de todo aquello faltaba Félix, el calor de hogar de su trato, y pasado el deslumbra¬miento de su novedad que atraía pero no arraigaba, volvían todos a la vieja querencia.
Al Quilmes de la ranchería, anterior a la venida del ferrocarril y a los paseantes en cabalgadura propias o de alquiler y a las diligencias de Córdoba y Acuña, atraía el hotel. Este y su dueño eran lo que a los viajeros del Gran Desierto la llegada a un oasis, y lo que son éstos al desierto mismo.
Era el hotel lo que hemos dicho y criollo su due¬ño, pero, cuando con la llegada del ferrocarril sonó pa¬ra Quilmes la hora de salir de su cristalización, de modernizarse, de renovar su sangre, se dejó aquel em-pujar por la dinámica evolutiva, aunque sin perder su tradición ni sus características propias.
Instalado ahora en novísima y amplio local, se modificó fundamentalmente su exterior; pero su vida interna, sus encantos patriarcales, siguieron siendo lo que antes fueron, Félix, el mismo Félix y su clientela, conservando como un culto, hábitos, humor y costumbres que copiaban y hacían suyas de buen grado los recién llegados, sin que los otros tomaran nada de las que aquellos traían.
Y el hotel siguió siendo como antes, hotel, centro social y casa del pueblo, y Quilmes sentíase orgulloso de tener aquello y exhibirlo como la mejor ,y más genuina de sus instituciones.
Aunque las reformas aumentaron las comodida¬des, éstas no se apartaban del viejo patrón y se adaptaban a él.
Tenía ahora el hotel billares, caballerizas, amplio local cubierto para reñidero de gallos, un salón más o menos reservado para juegos de azar, siempre pro¬hibidos y siempre tolerados, y un amplio patio adaptable para banquetes, etc. Hasta el arte hubo de aso¬ciarse a la modernización del popular hotel, y un buen día los concurrentes al comedor privilegiado vieron como de un fondo, rico en primaverales tonos, iban surgiendo verduras, frutas, aves, en suma, una bizarra confusión de naturaleza muerta.
¿Qué quién era el Zeuxis? Un estómago agrade¬cido que de aquella manera y con tal moneda pagaba su adición!
Las comidas o almuerzos en el tal comedor, antes o después del decorado zeuxiano, cuando congregaba los parroquianos calificados para el regocijo, precedidos por Félix, si como cantidad, suntuosidad y ri¬queza estaban lejos de competir con la mesa de Lucu¬lo, con su sana alegría y el sprit de pura cepa criolla que allí reinaban, valían bastante más.
No faltan por ahí gentes a las que molestan los ruidos todos y más que ningún otro el que producen las campanas, y se empeñan en suprimirlos por me¬dio de leyes u ordenanzas.
Cuando algo de esto oímos o leemos, viene a nues¬tra memoria la infernal algarabía que en los patios del hotel, y al amanecer de cada día, metían los ga¬llos, al ensayar desde sus jaulas, en los más destemplados tonos, su galante saludo a la aurora, que para muchos de aquellos cantores era mejor el César, mo¬rituri te salutant, porque algunas horas después irían a morir como buenos, o a matar en los reñideros de la capital. Si el sonar de las campanas les resultaba in¬tolerable, aquello les había de sonar a gloria.
Lo que no quiere decir que aquel incesante de¬safinar en todos los tonos de la desarmonía, no fue¬ra para renegar de la propia Arcadia, donde, sin du¬da, no habría gallos; que si los hubiera, Dafne y Leucipo no lo habrían elegido para su idilio.
El mayor espacio de los patios estaba ocupado por los gallos y sus jaulas y ellos y sus matinales cantos, y sus constantes desafíos de jaula a jaula durante el día, constituían el detalle más pintoresco y pico del popular hotel. No era menos pintoresco e interesante el espectáculo de las riñas, que tantos apasionados tenían y tan irresistiblemente atraían.
Allí en las graderías de primera fila que circun¬daban el redondel, se veía a Félix, Celestino, Be¬nito y Ramón Riso, Agustín Armesto, Mariano Ve¬ga, Maximiano Córdoba, Juan Escobar, Napoleón Romero, Rufino Fornaguera, Indalecio y Domingo Sán¬chez, Manuel D. Soto, Antonio Montalvo, Ernesto Go¬yena, Juan Ramos y no pocos aficionados venidos de la Capital, Lomas y Barracas, pendiente su alma toda
las emocionantes y rápidas alternativas de la ri¬ña, cambiando apuestas con la misma vertiginosa rapidez que cambiaba la situación de los comba¬tientes.
Tal cual ocasión se veían en las tribunas como curiosos y sin intervenir en las apuestas, a los señores Andrés Baranda, Fernando ,y Mariano Otamen¬di, Pedro Risso, Remigio González, José A. Matien¬zo, etc.
Era también el hotel refugio holgado de cier¬to género de bohemios, a los que Félix no les nega¬ba jamás generosa hospitalidad, que ellos pagaban con la moneda de Sus servicios menudos, al cuidado de gallos y caballerizas, o haciendo de pinches y rnandaderos; los que, como Severo Requena, Mauricio Aldáz y Pedro Islas, acaban por incorporarse al ho¬tel, mejor que como servidores, como parásitos, sin alientos ellos para irse, ni valor Félix paró despe¬dirlos.
Pero un buen día Félix se cortó la coleta, como los toreros al retirarse de las lidias, traspasando a otros los trastos del oficio, no sin sentir las nostalgias de la vida que abandonaba.
El hotel ahí se quedó... pero sin Félix.
Con él se fueron los bohemios, las jaulas, los ga¬llos y todo cuanto constituía el encanto de aquel hotel sin igual, que desaparecía antes que se le aban¬donara por anacrónico.
Febrero 6 de 1918.

SUS PRACTICAS CREYENTES

NO teníamos ayer siquiera una de esa docena mal contada de congregaciones que tenemos ahora y el no tenerlas no perjudicaba en su fe, ni en su pie¬dad, al mundo creyente, ni las precisó para levantar la iglesia a las que aquellas concurren ahora.
Es verdad que el Quilmes de hoy hace capillas, y el de ayer no las hacía, por prohibición expresa del Arzobispo Dr. Aneiros, que exigía de los vecin¬darios no sólo la seguridad de los recursos para hacerlas sino los necesarios para el ejercicio perma¬nente del culto.
Y el no hacerlas después de haber levantado una iglesia digna del culto y del pueblo, ni disminu¬ye su piadoso esfuerzo ni perjudica su fe. Con esto no queremos llamar fe a la de ayer y teatralidad a la de hoy. Somos cronistas de aquél y no nos interesa és¬te. Narramos, pero no comentamos.
No fue la iglesia la única obra pía, ni el testimo¬nio único de la fe que ardía en el corazón de aquellos creyentes.
Hizo obra no menos meritoria. aunque más silenciosa, obra que olvidó pronto la generación que la realizó y que no conoce la que le ha sucedido.
Para que pueda ser recordada y conocida escribi¬mos.
Llegaron un día, pronto hará medio siglo, unos misioneros, y en una semana, casaron más parejas que los párrocos en cinco años.
Por la estadística esa, calcule el lector la que de¬bió corresponder a cada uno de los otros sacramentos.
¡Los misioneros estaban encantados!
Habían creído encontrar, sino una reducción de calchaquíes, a unos descendientes de aquellos, débiles de fe y reacios a las prácticas cristianas; en los que, raspada la corteza de su aparente piedad, se descubría el pelo de la dehesa, y al contrario, hallaban un pueblo que, si no estaba en regla con los mandamientos, no era por falta de fe ni de buenas disposiciones.
Aquel suceso, se dijeron, debía señalarse con un signo visible que lo rememorara, perpetuando el paso de la misión.
Con este propósito mandaron construir una gran cruz que. con solemne pompa, la misión en pleno, escoltada por numeroso pueblo y autoridades, plantó so¬bre sólido basamento de mampostería en el centro de la plaza llamada hoy Dr. José Antonio Wilde y enton¬ces Tres de Febrero, pero que desde aquel día la llamó el consenso público, de la Cruz, y no son pocos los que así la nombran todavía.
Algunos años después, fuera influenciado por el recuerdo de la misión u obra de su fervor religioso; el vecino Lorenzo Rodríguez; generalmente conocido por el "santiagueño" Lorenzo, cumpliendo la promesa hecha a la Virgen de oír misa en su altar llegando has¬ta él de rodillas, salía de su domicilio, en la calle hoy 25 de Mayo, entre Alvear y Mitre, y haciendo una cuadra de pie y otra de rodillas llegó a tos pies de la Inmaculada.
En su penosa y doliente marcha había llevado tras de sí una escolta que crecía a medida que el penitente avanzaba.
Era éste de elevada estatura, de piernas muscu¬losas y abundante y recia cabellera.
La acción resignada que exteriorizaba al arras¬trarse sobre las rodillas, o cuando adelantaba lentamente, al ponerse de pie, desgreñado el cabello y sudo¬roso el rostro, daba la sensación de un Cristo indígena camino del calvario, sin cruz a cuesta, ni corona de espinas.
Así llegó a la iglesia, cuando pocos minutos falta¬ban para empezar los oficios.
A su llegada el atrio contenía un centenar o dos de concurrentes, no menos compungidos y contritos que el propio penitente.
Ya en el cancel abierto de par en par para darle paso, los fieles que llenaban la iglesia se pusieron de pie, con imponente recogimiento, y así permanecieron hasta que alcanzó el altar, donde con gran unción cumplió su promesa, haciendo de ella partícipe, por natural contagio, a todo el concurso.
Aquel hombre humilde que se ganaba su vida haciendo transportes en un maltrecho vehículo, tira¬do por caballos de estampa inverosímil, con los que el conductor guardaba estrecha armonía, fue, durante muchos días, objeto de admiración para. unos y para otros de respetuoso recuerdo.
Y sin embargo, a sus ojos, aquello no tenia más mérito que aquel que pluguiera a la Virgen, para concederle la gracia impetrada.
Dos festividades preocupaban a los párrocos, pre¬ocupación de la que participaba el vecindario todo: el día de la Patrona y la Semana Santa.
En ellas intervenía el pueblo y era tan fácil contar los que faltaban como difícil enumerar los que concurrían.
El pueblo, sin excepción, acudía a las fiestas, y puede agregarse que todo él contribuía a pagarlas. Numerosa era la lista de los vecinos tributarios A ninguno sorprendía recibir con quince días de anticipación al de las fiestas la invitación para concu¬rrir a ellas, y el reclamo de su óbolo.
Era tan natural el petitorio como obligatoria la concurrencia del invitado y los suyos, y todos respondían satisfactoriamente a la invitación y su adita¬mento.
Tampoco la Municipalidad se mostraba más re¬hacía que los vecinos, y contribuía con la largueza que le permitían hacerlo la exigüidad de sus renta, a costear aquellas fiestas y el decoro del culto
En 1870 y al aproximarse las fiestas patronales;, la Municipalidad costeó el altar consagrado a Nuestra Señora de las Mercedes, y de su ornamentación y cuidado se encargaron distinguidas damas.
Otro altar, el de Jesús Nazareno, fue costeado también por la Municipalidad, y la imagen y ornamento por la señora Cruz Baranda de Risso.
Otra piadosa dama obsequió a la Santa Patrona, con ,festino a su altar, con seis magníficos floreros y sus correspondientes ramos trabajados con primor, un valioso mantel bordado en oro y dos grandes candela¬bros. (Los adjetivos los tomamos de un periódico de la época).
No tenía la iglesia órgano, y su falta la suplía un piano primero y un armonium después, pero teníamos coros magníficos, formados por jóvenes, señori¬tas, niñas y niños, pertenecientes a nuestras más distinguidas familias; pianistas eximios y violinistas discretos. Daremos al pasar algunos nombres: Clara y Manuela Echeverría, Nicolasa, Julia y Victoriana Ar¬ce, Benigna y Emilia Fernández, Ramona Matienzo, Juan Ithuralde, Indalecio Sánchez, Rodolfo Luis Vega, D. Tomás Balestra, etcétera.
No habían pasado muchos años de la venida de la misión que recordamos antes, cuando llegó otra, más numerosa y también más lucida, como la que presi¬día el arzobispo monseñor Aneiros.
Permaneció entre nosotros desde el 19 al 26 de Abril de 1877. Durante esos días, la iglesia parecía una no interrumpida romería.
Es verdad que los misioneros, y particularmen¬te el padre Lagazza, encantaban y divertían a la grey menuda y edificaban a la crecida.
Por mucha que fuera la tarea de la anterior mi¬sión, y abundante el fruto, a ésta no le faltó que ha¬cer. Con excepción de los sacramentos quinto y sexto, los otros fueron abundantemente administrados to¬dos, ocupando el séptimo el tercer puesto en el orden de la estadística, y no por razón de impiedad, sino de humana flaqueza.
Después de todo, los flacos aquellos sabían que no estaban en mala compañía. ¿No negó San Pedro al Maestro, no dudó Santo Tomás y no lo vendió Judas?
Ya que recordamos esta misión, diremos aquí lo
que fue de la cruz que la anterior plantara en la pla¬za conocida por ese nombre, mejor que por el oficial. Unos, por extremar demasiado su susceptibilidad piadosa expresaban sus escrúpulos por estar esa cruz en una plaza y otros que, sin ser impíos, tenían en¬tre la plaza y la cruz a ésta por accesorio y la otra por principal, tampoco la encontraban bien allí. Para satisfacer a unos y a otros, el cura párroco señor Felipe Fonticelli, decidió su retiro en los si¬guientes términos:

"Al pueblo Católico de Quilmes"

"En razón del mal estado en que se encuentra la Santa Cruz, establecida en la plaza "Tres de Febrero", el infrascrito, con autorización del Excelentísimo Se¬ñor Arzobispo, y de acuerdo con la autoridad civil de este partido, invita al pueblo católico de Quilmes, pa¬ra el domingo 1° de Junio (1879), a las 12 del día, si el tiempo lo permite, con el objeto de trasladar la mencionada cruz a la iglesia parroquial.”
"Punto de reunión, la plaza indicada.”
"El Cura Vicario"

Mucho antes de la hora fijada, la plaza estaba llena de pueblo.
Poco después de las 12 .llegó el párroco acompañado de las autoridades y muchos respetables vecinos,
y después de breve ceremonia fue la cruz arrancada de, su base, disputándose no pocos de los concurrentes el honor de conducirla. Y en medio de cánticos y ora¬ciones, fue llevada en solemne procesión hasta la iglesia.
Doce días más tarde tuvo lugar la fiesta de Cor¬pus, celebrada en forma tal que nadie recordaba nada semejante, ni es temerario agregar que tampoco se vio después.
Las autoridades de los partidos vecinos, Lo¬mas de Zamora y Barracas al Sud, invitadas por las de aquí llegaron a la casa municipal poco antes de las doce. Allí estaba el Juez de Paz señor Amoroso. los municipales, empleados y lucido grupo de carac¬terizados vecinos. Llegó luego la banda de la Sociedad "Unión de Quilmes", la Sociedad "Cristóforo Colombo' con estandarte y banderas y los alumnos de la escuela italiana con su profesor el señor Francesi, trasladán¬dose todos de allí al templo, donde celebróse ensegui¬da una solemne función, con buena música, excelen¬tes cantores y notable oración sagrada por don Lau¬reano Torres.
Terminada que fue, se organizó la procesión que habría de recorrer las cuatro cuadras que circundan la plaza, convenientemente adornadas con follajes, ar¬cos, banderas y gallardetes. En cada uno de sus ángulos se habían improvisado altares? por las señoras Cruz Baranda de Risso, Petrona Moreno de Loubet y Carmen Luján de Lanatta.
La plaza estaba ocupada por centenares de per¬sonas que seguían paralelamente a la columna de la procesión, que avanzaba lentamente, hollando las flo¬res arrojadas a su paso, participando todos de los cán¬ticos y rezos y deteniéndose cuando la cabeza de aque¬lla llegaba frente a cada uno de los altares, donde se postraban los más y se conservaban de pie los menos; pero descubiertos y contritos todos.
Más de una hora tardó la procesión en hacer el recorrido para volver a la iglesia.
Septiembre 12 de 1917

LAS FIESTAS PATRONALES

GOBERNABAN los unos o los otros; ardiera, re¬pleta de combustible, la hoguera de los enconos y pasiones políticas; bulleran con fuerza egoísmos y en¬vidias lugareñas o en la superficie y fondo de la vida aldea hubiera la posible placidez terrena: se aprestaran a luchar círculos o partidos o estuvieran en reposo sus energías agresivas; dieran los periodis¬tas locales tregua a sus desahogos o apostaran a quien hiciera peor la esgrima del vocablo sucio; desde dos meses antes del 8 de diciembre, la preocupación, y de ella participaban chicos y grandes, hombres y muje¬res, sin distinción de clases sociales, era el programa de festejos que se abría de par en par, sin distingos ni reticencias.
Las modistas y costureras y aquellas que una y otra cosa eran de sí mismas, no daban reposo a sus manos ni a sus lenguas, pues si aquellas hacían la obra, éstas la admiraban, comentándola hasta hacer del comentario ese y sus derivados el tema único, o casi único, de todas las conversaciones.
Y el 8 de Diciembre, si en el encasillado del tiem¬po ocupaba sólo el espacio de un día, en el de la memoria, más o menos imaginativa, ocupaba el de mu¬chos.
Las tiendas de Ithuralde y Silva y González, en su sección sastrería, donde lo mismo se cortaban y cosían blusas y bombachas que se confeccionaban irre¬prochables pantalones y correctísimas levitas, según ¡:! opinión de cada uno de sus respectivos sastres, la actividad no era inferior a la que se desarrollaba en los talleres de modistas y costureras, así como en los caseros.
Siendo el día de la Patrona de tradicional estre¬no en toda la escala de la indumentaria, no habían de ser "ellos" más despreocupados que "ellas".
La influencia sedante de las fiestas en perspecti¬va, que acallaba las pasiones y hacía los enconos me-nos agresivos, moderaba la maledicencia que se torna¬ba más benévola, y daba a los espíritus impulsos efusivos, que se dejaban deslizar fácilmente por pen¬dientes amables.
Como no nos interesa investigar ni ocuparnos si ese: fenómeno anímico lo producían influencias de orden psicológico o taumatúrgico, apuntamos el hecho y adelante.
Las autoridades se dejaban dominar o eran (malgré lui), dominadas por el influjo generoso que apuntamos antes; y las municipales y las escolares se identificaban, confundiéndose en pensamiento y acción con el Cura.
Este acuerdo daba al programa de las fiestas una unidad e acción que mucho importaba a su variedad y magnificencia.
De ahí el que los festejos patronales, que se ini¬ciaban naturalmente en la iglesia, se prolongaran sin solución de continuidad durante todo el día y la noche, confundidas en un solo haz las cuatro fases de las fiestas: religiosa, escolar, popular y social; de ma¬nera que a nadie dejaba de interesar y encantar y nadie dejaba tampoco de participar de ellas, en una u otra de sus fases o variedades. Esforzábase el Cura, con la ayuda municipal y vecinal, que le daban con la justeza del cumplimiento de un deber moral, que cada conciencia hacía imperativo, y con discreta largueza, en hacer que las fiestas religiosas fueran tan solem¬nes como brillantes; y justo es reconocer que siempre lo conseguía, siendo frecuente la presencia del Arzobispo Monseñor Aneiros, particularmente durante los años que estuvo al frente del Curato el doctor José Ramón Quesada.
El orador sagrado era escogido entre los de más fuste por su elocuencia, por su sabiduría y por sus prestigios de orador a la moda; y hasta en una oca¬sión, vimos alzarse en nuestro púlpito la figura majestuosa del padre Jara, muerto poco hace siendo mi¬trado de la iglesia chilena, y nos encantó su voz so¬nora y llena, tanto como nos impresionó su elocuen¬cia, y edificó su unción y sabiduría.
Los coros, que dirigía Barrera, eran formados con frecuencia por elementos sociales calificados. La iglesia resultaba pequeña para contener los centenares de fieles que la solemnidad de la fiesta y su propia devoción congregaban, considerándose feli¬ces de aquella participación, alcanzada al precio de molestias y estrecheces indecibles y de no leves so¬focos.
Tanto como el Cura se empeñaba porque la par¬te la fiesta que a él le incumbía fuera lo mejor de lo mejor, se empeñaba el Consejo Escolar porque el acto de la distribución de premios a los alumnos de las escuelas de su dependencia no fuera, en su género, menos lucido.
Si mucho interesaba el acto ese a las autorida¬des escolares, no interesaba y preocupaba menos al mundo infantil y su parentela, así como a los aspi¬rantes a Castelares, que se asían a, la ocasión aquella con más entusiasmo que fortuna, para hacer sus pininos oratorios.
Del propio afán participaban maestras y maes¬tros para preparar a sus alumnos más distinguidos, o que sin serlos, interesaba el halagar la tontería vanido¬sa de la parentela, a fin de que, por aquellas bocas, echaran torrentes de erudición más o menos fácil y corriente.
El salón municipal, reputado entonces, si no el más suntuoso, el más amplio local de fiestas de los pueblos de la provincia, era convenientemente pre¬parado para el acto de la distribución de premios.
En uno de sus testeros se levantaba un entarima¬do, donde se instalaban las autoridades escolares, las señoras inspectoras e invitados especiales, que servía de tribuna a los oradores y declamadores y donde se hacía la distribución de premios.
Apoyadas en los muros laterales, se improvisaban graderías formadas con los bancos de escuela; el decorado consistía en follajes, flores y banderas.
De la iglesia, una buena parte de los concurrentes pasaba al salón, donde ya esperaban los escolares ocu¬pando las graderías.
El centro del salón era destinado a los concurren¬tes, y su huecos o puestos por incómodos que fueran, ocupados por aquellos. Si era pequeña la iglesia para
contener los concurrentes de aquel día, no lo era me¬nos el salón para dar cabida a los devotos de la fiesta escolar. Cuando ésta terminaba, la concurrencia pasa¬ba a las escuelas de niñas, para desfilar ante los esca¬parates donde se exhibían las labores de las alumnas e intervenir en la rifa de las mismas, que se iniciaba después de los premios. Pero, este hermoso detalle de las fiestas necesita que se le explique.
Damas que desempeñaban (ad honorem) el cargo de inspectoras de labores, administraban las sumas que debían aplicarse a la adquisición de la materia prima que se proporcionaba a las educandas para las labores que harían, a beneficio del fondo para las mismas.
El 8 de diciembre se exhibían y se rifaban por medio de cedulillas, de cuya venta se encargaban comisiones de niñas y señoritas, con un resultado siem¬pre satisfactorio, como que eran muchos los apasio¬nados y apasionadas que este número tenía, quién sa¬be si por las oportunidades para flirtear que él brin¬daba.
Amén de la corrida de sortija, retreta en la plaza y fuegos de artificio, era coronamiento obligado de la fiesta., el baile en el salón municipal.
Aunque limitado éste al círculo social más esco¬gido dentro y fuera él ejercía, grata influencia y daba lugar a no menos gratas emociones.
No siempre estaban todos los que eran, ni eran todos los que estaban; pero si del salón pasáramos a la techumbre por la escalera interior, allí encontraríamos, confundidos en el pintoresco grupo de mosqueteras que, pegadas a las claraboyas, comentaban con buena sombra lo que desde allí veían, a no pocos de los que en el interior faltaban.
El por qué preferían ser desde allí espectadoras a ser actoras en el interior, lo sabrían ellas; nosotros sólo apuntamos el hecho.
Después de todo, al baile no siempre se va a por el baile mismo, y entonces, bien pudiera tener para las mosqueteras más encantos el baile visto desde las claraboyas, que visto y sentido en el interior del salón. ¡Se veían desde allí y se sorprendían tantas cosas!
Este detalle de la mosquetería no está aquí fuera de lugar; él formaba parte, del programa no escrito de las fiestas patronales, como que sin mosqueteras, no habla baile posible en el salón municipal.
Septiembre 19, de 1917.

LA CUEVA DE CUELLO

EL mal de extravagancia, como el quijotismo, es el morbo de la humanidad; no distingue sujetos, clases, ni edades, y lo mismo ataca al genio que a la tontería, pues contra él no valen inmunizaciones; en cambio, convive sin estorbarlas ni ser estorbado con todas sus otras cualidades, buenas o malas. Balzac, ba¬jo. rechoncho, que lleva un bastón de tambor mayor, pretende ser árbitro de la elegancia, lo que es una extravagancia sin duda, pero ella no menoscaba sus prestigios literarios, ni disminuye su gloria, y hasta sirve de reclame a su popularidad, Negando a inspirar a Madame Girardín su conocida novela "El bastón de Balzac".
Después de decir que la extravagancia es mal de todos y de ninguno, que por igual ataca a Balzac que a un Pedro Cuello, apuntaremos algunas que atañen a éste.
No hay pueblo, chico ni grande, que no posea uno o más ejemplares de comercios originales y de comer¬ciantes más o menos extravagantes.
Si el Quilmes de ahora no los tiene, cosa es que ni el averiguarlo nos interesa. Sabemos, en cambio, que el de ayer los tenia y eso bien si que caen bajo la jurisdicción de nuestra pluma.
En los mismos tiempos que en la hoy capital fe¬deral eran tan populares como Gragera y sus perros don "Juan del Aujero" y su comercio, hizo su apa¬rición en Quilmes un original comerciante, quien, es¬timulado quizá por la popularidad del otro (el del au¬jero), se propuso imitarlo.
Sin ruido, tal vez para hacer más emocionante la sorpresa, se abrió el tal comercio, una mañana del año 1870, en la hoy calle Mitre al llegar a la de Hum¬berto Primero, al lado de la mueblería del señor Luis Cohard.
Era el nuevo comercio de difícil calificación, pe¬ro el recaudador 'fiscal, en la necesidad de darle len nombre, lo llamó tendejón.
Algo habría tenido la Academia que observar en defensa de sus fueros; pero si ella no quedo satisfecha lo quedó el valuador, a quien se le llamaba entonces "avaluador", con amable tolerancia por parte de la Academia.
Como tanto la clasificación fiscal como la defini¬ción de la Academia tenían al pueblo sin cuidado, ni hacían fuerza en su soberano parecer, aquél lo llamé la "Cueva de Cuello".
En ella, según el mercantilista y jactancioso de¬cir de su dueño, había de todo; parecer que no estaba siempre de acuerdo con el de su clientela.
Esta, tampoco uniformaba los suyos a propósito de la calidad y novedad de lo que allí se vendía. Quien exageraba su pesimismo diciendo que no había cosa que sirviera, quien lo tachaba de exótico o anticuado; y no eran pocas las que decían que aquello que no sé encontrara en la "Cueva de Cuello" era inútil bus¬carlo en otra, parte.
Las tiendas locales de la época parecían cristalizaciones de la colonial, que a medida que el modernis-mo las desalojaba de la Capital se habían refugiado aquí, donde rabiosamente se defendían del espíritu innovador
Su cristalización comprendía mostradores, vidrie¬ras, estanterías, exposición de los artículos y modalidades mercaderiles, y por igual alcanzaba a las más vie¬jas y a las más modernas; a la de Ithuralde que a la de Labourt; a la de González, que a la de Méndez; a la de García y Silva, que a la de Lasalle.
Pues por aquello de que el enemigo de lo malo es lo peor, cualquiera de ellas, aun la más anticuada, con serlo todas mucho, era, a la "Cueva de Cuello", lo que "La Ciudad de Londres", "Gath y Chaves" o "La Ciu¬dad de México" a las tiendas del "barrio turco", de la calle Tres Sargentos¬
Todo cuanto en la tal Cueva había, estaba, o parecía estar, escondido o velado en la oscuridad Y el misterio , incluso su propio dueño.
Los espacios de la estantería, o lo que fuera aquello que hacía de tal, lo ocupaban cajas de variadas formas, colores y tamaños, pero lo que ellas contenían, si es que contenían algo que no fuera aire, lo sabían sólo Dios y su dueño¬
En algunas descubiertas, que estaban sobre el mostrador, se veía a abigarrada miscelánea de artículos inverosímiles, confundidos con otros vulgares, de venta frecuente y precios de baratería.
De entre aquel informe enmarañamiento de ba¬ratijas, no eran pocas las que ni el mismo Cuello co¬nocía su nombre y aplicación.
Rezagos salvados por singular milagro del nau¬fragio de modas olvidadas por la generación que las llevara, e ignoradas de la actual, yacían allí sin po¬derse determinar ni dónde ni cuando ni a quién, ven¬día Cuello lo que vendía.
A la Cueva acudía, es verdad, buen golpe de mu¬jeril clientela como se acude a un museo de objetos raros; lo que no quiere decir que fueran todas curio¬sas, como no eran todas compradoras.
La moda tiene más de voluble y caprichosa que de original; fácilmente se agota su inventiva y en vez de crear, se repite, y quema hoy lo que adoró ayer, como ha de quemar mañana lo que adora hoy.
Por eso, aquello que el tecnicismo tenderil mote¬ja de anticuado, y los árbitros de la elegancia des-precian por que dicen estar pasado de moda, andando el tiempo se le ensalza por novedad.
Y eran esas ondulaciones, en el rodar de la moda, favorables al comercio de Cuello.
Es que a fuerza de ir acumulando cosas de las que nadie hacia memoria, un día la tornadiza mo¬da, en su reversión al pasado, iba a buscarlas allí y hasta se regocijaba de encontrarlas.
Atraídas por el cebo ese, las rebuscadoras de novedades que lo son también de gangas, acudían a la Cueva, donde a fuerza de huronear con manos y ojos acababan por llevarse algo y con ello la paciencia de Cuello, que era poca; lo que resultaba más frecuente. En este caso, cuando después de bajar cajas y exhibir sobre el mostrador su contenido en informes montones, la clientela se iba sin comprar, el vibrante enojo de Cuello, comprimido durante largo rato, es¬tallaba bravío y el espectáculo no resultaba grato ni a la vista, ni a ¡os oídos de las clientes es que lo provo¬caran, pero regocijaba a los espectadores, y mejor si salía a la calle, como sucedía con frecuencia.
La clientela de Cuello, familiarizada al fin con sus genialidades v extravagancias, que eran para mu¬chas fuerte estimulante del regocijo, iba a la Cueva mejor que para comprara expandir su ánimo con lo que de fuertemente cónico tenia el enojo del catalán.
La fama de sus excentricidades, magnificada a su paso por las imaginaciones, producía en las gen¬tes que de afuera llegaban, un natural picor de curio¬sidad y acudían a la Cueva, como los visitantes de Verona a la Vía Capello, para ver desde la calle la inscripción de la casa de Julieta.
De ahí que la primera visita a las tiendas hecha por las recién llegadas, siquiera fuese por devoción, correspondía a la 'Cueva de Cuello".
Entre la clientela veraniega q que más contribuía a poner de moda esa visita, es de justicia mencionar a las señoritas de Casares, las que con regocijo, pro¬clamaban a Cuello y su tienda como lo más divertido de Quilmes.
Ahora que sabe el lector que no la hubiera conoci¬do lo que era la Cueva de Cuello, digamos algo de su dueño.
Se llamaba Pedro Coll, pero al venir el apellido del catalán al español se le llamó Cuello y la traduc¬ción prevaleció.
Era natural de Cadaqués, en la provincia de Ge¬rona; ni alto, ni bajo, ni grueso, ni delgado, ni viejo, ni joven, ni feo, ni bonito; pero era, eso sí, movedizo e inquieto como una ardilla y maldiciente como un condenado.
Cara totalmente afeitada, movimientos desen¬vueltos y empaque de desafío, salía de su casa todas las mañanas, a primera hora, cuando aún su habitual clientela dormía, y cubierta la cabeza con un gorro catalán, –la barretina– embozado en un poncho a guisa de bufanda, llevando semioculta, en el embozo la canasta para las provisiones del día, iba en busca de éstas, dejando, entre tanto, cerrado su comercio, donde era el amo y el criado, el cocinero, el anfitrión y el comensal.
Sea por que durante su matinal paseo se fuera enterando sin quererlo, o por que a ello lo empuja¬ba su natural curioso y novelero, mejor que a com¬pras iba a caza de chismes y novedades.
Tal acopio de unos y otras hacia, que suplía al periódico mejor informado.
Su natural maldiciente y una imaginación tartarinesca, aguzaban y magnificaban los chismes y novedades que en su de ambulación recogía, dispersándolos así a los cuatro vientos durante su matinal callejeo y más tarde en el intercambio del mostrador. No era esta su cualidad la que menos fuerza ha¬cia para atraer mujeril clientela; pues si de sus Mer¬cancías podía decirse que lo que en la Cueva no ha¬bía seria inútil buscarlo en otra parte, en materia de chismes y novedades podía, con más propiedad, afirmarse que allí, mejor que en parte alguna, había que ir a recogerlos.
Los comerciantes de su propio ramo no lo que¬rían bien, menos que por la competencia comercial, por su malignidad, y él no ahorraba ocasión para -atraerse esa malquerencia y justificarla.
Si todos coincidían en lo de no quererlo bien, res¬pecto de si vendía o no vendía, de si ganaba dinero o no lo ganaba, los pareceres eran menos coincidentes dentro y fuera del gremio.
Si aquel hombre ganaba dinero, si tenia real-mente ahorros, ¿dónde los guardaba?
Y esto, que no debía naturalmente interesar a nadie sino a él, preocupaba y mucho a los demás, y era motivo de comentarios y fantaseos, y no eran pocos los que, dejando a la loca de la casa irse por los cerros de Ubeda, se figuraban la "Cueva de Cuello" una nueva gruta de la isla de Monte Cristo.
¡Y el tesoro de Cuello tuvo también su leyenda!
Bien, muy bien, había vivido Cuello, sin sentir la soledad de dos en compañía ni el aburrimiento de su propio aislamiento durante varios lustros, sin de¬pendientes, ni servicio interno.
Decía ser soltero, y sino hacia pública su aver¬sión a las mujeres, no ocultaba su misogamia.
Por él, o para él parecía escrito aquello de:

"No hay cosa que más me escame,
que la matrimonial grey;
el buey suelto, bien se lame
Y yo quiero hacer el buey".

Por eso, grande fue la sorpresa que produjo un. día la aparición de una ama de llaves, o cosa así, en la "Cueva de Cuello".
Era ésta, el ama no la Cueva, una francesa aja¬monada ya, pero todavía de buen ver, al parecer hacendosa, diligente y vivaracha, cualidades que a Cue¬llo lo tenían encantado, tanto como intrigado al pueblo, que, pequeño como era y falto de novedades de tal género, convertía aquello en sustancia conforme con la malicia de cada uno.
Esa propensión casamentera, propia de desocupados, echó pronto a rodar la especie del próximo casamiento de Cuello con la francesa, como la llamaban, y hasta el mismo interesado, olvidando la pregonada misogamia, echaba leña a la hoguera del casorio.
Esto sugirió a muchos espíritus traviesos la diabólica idea de organizar la más colosal cencerrada de que hubiera memoria en los anales de tan mortifi¬cante costumbre; pero un buen día se produce lo inesperado. El natural desenlace del supuesto idilio se tor¬na en final de la más riente y vulgar de las burlas.
El ama de Cuello, su futura como se la lla¬maba, había desaparecido llevándose la hucha, la mis¬teriosa hucha en cuya existencia todos creían sin que nadie acertara a determinar el sitio donde su dueño la guardaba; pero que ahora se sabia, por declara¬ción del mismo, que estaba escondida entre los tiran¬tes del techo; escondite que en un rapto de amorosa confianza había revelado a la fugada.
Por su propia confesión a la policía, sabíase tam¬bién que en el tal escondite había alrededor de cincuenta mil pesos de la extinguida moneda.
Ni las diligencias de Cuello, que sin duda fue¬ron muchas, ni la de la policía que no debieron ser tantas como quiera que es humano sentir en casos tales más simpatía por el burlador que por el burla¬do tuvieron eficacia. La traviesa fugada no pudo ser habida.
Su desaparición, tanto como a Cuello, burlo a los traviesos organizadores de la cencerrada en pro¬yecto.
Pero antes se habría resignado Cuello a la burla y pérdida sufridas, que a la ruidosa cencerrada proyectada, los diabólicos ideadores de la misma.
Y a la siguiente noche de la fuga, Cuello, sí es que dormía y por más profundamente que lo hiciera. debió despertar, aturdido por la infernal algarabía que a su puerta estalló rabiosa, producida por colosal desconcierto de tachos, cuernos, cencerros, voces y palmadas, salido de un centenar de manifestantes allí congregados. .
Como a la noche siguiente intentara repetirse intervino la policía con ánimo de disolver aquello, pero, antes que lograrlo, aumentó el ruido y el escándalo.
Quilmes se divertía como escolar en vacaciones, de la única manera que cuadraba a la época y ambiente social.
Impedidos los bromistas por la intervención de la policía de repetir el concierto de tachos, cuernos y cencerros, ensayaron enseguida otra broma, no más delicada que la interrumpida, que acabó con la resignación de la víctima.
Uno de los promotores del concierto de los ta¬chos, el señor Basilio Rodrigo, acababa de adquirir una finca lindera a la "Cueva de Cuello". Con el propósito de extinguir un hormiguero, o de dar un mal rato a su vecino, empleó una fumigación hormiguicida cuyos efectos debían necesariamente sentirse en la "cuellera" Cueva, de donde el hormiguero procedía y con la que sus galerías comunicaban, invadiéndola de pestilente humo.
Como alguien había preparado el ánimo de Cuello, de suyo caviloso o –y entonces en estado de la¬tente irritabilidad– en el sentido de suponer en el señor Rodrigo, con aquello del hormiguero, una do¬ble y dañina intención, al notar el humo asfixiante que invadía el local de su comercio, corrió, no sin ruido y escándalo, a denunciar a la policía el supues¬to atentado.
Acudió aquella, comprobó el fundamento mate¬rial de la denuncia y procedió a la detención del se¬ñor Rodrigo, quien recobró su libertad así que el he¬cho quedó satisfactoriamente explicado y reducido a sus naturales proporciones.
Pero aquello fue la gota de agua que colmó has¬ta derramarla, la. medida de lo tolerable.
Y Cuello liquidó rápidamente su comerció, se retiró a Buenos Aires, y algún tiempo después a su país natal.
Enero 16 de 1918.

LA CICUTA

SI Quilmes no tuvo, cómo Atenas, ni Sócrates ni Fociones, no fue por falta de cicuta.
Es verdad que nuestros ediles no condenaban a nadie a beberla, como lo hacían los heliastas en Ate-nas, pero condenaban a todo el mundo a cortarla, aun¬ que si crecía era de ellos la culpa, pues por algo cierto versificador de la época escribió esta quintilla:

"La cicuta por doquier
verde y lozana florece,
y el municipal poder,
en tanto que aquella crece,
duerme, lo mismo que ayer!"

Por fortuna, para la cicuta y los condenados por los ediles a cortarla. aquellos, una vez dada la orden o pronunciada la sentencia, se olvidaban de enterarse si se la cumplía o no.
Aquella persecución tradicional, era de un liris¬mo encantador y hasta si se quiere, risueño. Se repe¬tía cada año en la misma época, por los mismos me¬dios y con el mismo resultado. Ordenar el corte de cicuta fue durante largos años una función edilicia or¬dinaria y la cicuta una institución; algo así como la de la langosta de ahora¬
Y no era poco el beneficio que la tarea reportaba a los municipales y jueces de paz.
Sin calles que hacer pavimentar, sin cercos ni veredas que mandar construir, sin servicio de alumbrado, ni de limpieza y hasta sin perros que envene¬nar, y por ende, sin renta para dar vida a la existen¬cia burocrática. más modesta, a no existir la cicuta, ¿en qué entretendrían sus ocios y ejercitarían sus edi-licias actividades?
La de la cicuta era, más que una institución, una necesidad, una providencia contra el ocio y el aburrimiento propios de la aldea.
Así que Octubre avanzaba y empezaba la cicuta a teñirse con el grisáceo tono de sus flores, previnien¬do a los ediles que había sonado la hora de la perse¬cución, a la puerta de la casa de cada vecino, se pre-sentaba un vigilante, probablemente el mismo del año anterior y el del otro, si no se había muerto, y transmitía con entonación de discreto dictador, se¬gún quien fuera el intimado, el invariable parte verbal: "de orden del señor juez de paz, que corte la cicuta".
Sabía cada prevenido el alcance de la orden y el caso que había de hacer de ella; pero si el darla servía a los municipales para entretener sus ocios edilicios, el cumplirla servía a los vecinos para dar empleo a su actividad personal.
De ahí que al siguiente día de recibida, o algunos después, fueran muchos los que a primera hora, en¬tre mate y mate, armados del indispensable machete prestado por los unos a los otros, abatían la cicuta del frente de sus propiedades hasta mitad de la ca¬lle, límite de su zona de obligación.
Entre tanto, en la calle y vereda, o senda que ha¬cía de tal, frente a los fundos baldíos, que eran los más, crecía en libertad, segura que no habría de al¬canzarle el machete destruidor.
Pero, algunas veces la alcanzaba, y era cuando el juez de paz se apercibía que el cuartel de policía, alojaba detenidos o procesados por contravenciones o cielitos correccionales y les hacía pagar el hospedaje condenándolos a cortar cicuta.
Y munido cada uno de su correspondiente mache¬te y custodiados por agentes de policía, allá iban, y con el desgano propio de los forzados, la abatían a mandobles, sin que fuera raro que más de uno y más de dos, en vez de cortarla se escurrieran, desapare¬ciendo entre ella, llevándose también el machete y burlando o no a su custodiador, que pagaba el descuido o la complicidad con un arresto, que por el descanso era mejor un regalo.
Pero, ni el celo de los ediles, ni la labor de los vecinos y presos lograron acabar con la cicuta, y la tarea de extirparla se transmitía de un juez a otro y hasta de una generación a la siguiente sin cambiar el procedimiento y, por ende, sin mejorar los resul¬tados.
Y sin embargo, más de un juez de paz alcalizó fama de celoso y diligente mandatario, por haber realizado el prodigio de conservar durante su administración las calles centrales mejor que su antecesor, respecto del peliagudo problema de la cicuta. Clausurado el cementerio viejo en 1868, pasada la epidemia de cólera que asolara la provincia, la cicu¬ta hizo presa del sitio aquel, donde empezó a crecer y multiplicarse como en la mejor de sus tierras de cul¬tivo; pero lo hizo por discretas gradaciones. Enseñoreóse primero de las calles, luego de las sepulturas, después de las bóvedas en ruina, creciendo, en los propios ataúdes y asomando luego por los res¬quicios y grietas en procura de aire y luz; trepó luego por las grietas de los derruidos muros de circunvala¬ción, coronándolos y por último, calles, sepulturas, bóvedas y muros desaparecieron, ocultos por ella, que formó un bosque espeso e impenetrable, y quien no supiera que aquel bosque crecía en un cementerio, no lo habría sospechado ni creído.
Un cura tuvo Quilmes, el Dr. José Ramón Quesa¬da, que viendo el bosque y sabiendo lo que escondía, sintió bochorno por las autoridades, indiferentes ante aquel espectáculo, y piedad por la memoria de los muertos, y buscando la manera de expresar lo que sen¬tía a los que de aquello tenían la culpa sin mortificarlos, su talento y su exquisita cultura le sugirieron el recurso.
Estando próximas las fiestas patronales, anunció por nota. a la Municipalidad, y, desde el púlpito a los fieles, la venida del arzobispo monseñor Aneiros y el propósito de éste de visitar el cementerio clausurado y celebrar allí una misa por el alma de los muertos yacentes.
Y allá fueron a porfía, la Municipalidad con sus presos y los deudos en persona o sus peones, y la cicuta fue abatida de la mejor manera posible, pero bastante mal, según el discreto parecer del bondadoso mon¬señor Aneiros.
Pero como éste no había de venir cada vez que la cicuta, volviendo por sus fueros, provocara nueva "razzia," ésta no se produjo, y aquella continuó siendo allí reina y señora, hasta que, andando el tiempo, el cementerio fue demolido y su terreno entregado al dominio privado.
Si tan irrespetuosamente la cicuta se expandía por calles, veredas, baldíos y el mismo cementerio, no habían de ser a su imperialismo más respetables las plazas.
¡Oh! ¡Las plazas! De Octubre a Enero desaparecían ocultas por la cicuta, impenetrable hasta para la plan¬ta más atrevida y el ánimo menos medroso. Después; cuando la vida de la umbelífera hierba se iba extin¬guiendo, pasando del verde lozano al amarillo mor¬tecino, se hacía también más penetrable, y sus secas ramas frágiles, inconsistentes, eran pulverizadas por los que, con ánimo de acortar distancias, cruzaban las plazas, que no por eso parecían entonces menos feas
descuidadas que antes; y si por tener cicuta care¬cían de historia, tenían en cambio leyenda, y nada tranquilizadora, hasta para los espíritus superiores.
A la luz del día, comentando el suceso de la no¬che anterior, real o imaginario, no faltaban burlones descreídos; pero así que obscurecía, ni los que poco antes se burlaban de la "viuda" o el "hombre cerdo", ni los muchos que decían haberlos visto la noche anterior o sido víctimas de su persecución, se aventu¬raban a cruzarlas.
La principal, llamada de la Constitución, estaba algo más trillada que las otras, en la época de la cicuta en auge, ,y alguna vez durante la noche, tal cual valien¬te se aventuraba por sus estrechos senderos para lle¬gar, acortando distancias, hasta el hotel de Risso.
Y también alguna vez se vio al temerario llegar como alma que lleva el diablo, demudado y balbuciente huyendo de "la viuda" que, en medio de la plaza, ha¬bía querido detenerlo.
Según los que juraban haberla visto, vestía, el tal fantasma o lo que fuera, traje talar negro, cubier¬tos cabeza y rostro con diabólico tocado.
Maliciosos había que, si no lo sabían ni lo decían, sospechaban que la viuda que acababa de aparecerle al espantado parroquiano que llegaba al hotel sin alientos, eran Manuel Tobal o Félix Risso, que luego de hacer el fantasma, entraban al hotel por los fon¬dos, llegando a tiempo para enterarse de lo sucedido y organizar una batida a la plaza, bien armados y provistos de faroles para verle la cara a la viuda, apoderarse de ella y escarmentarla; pero aunque se ro¬deaba la plaza estratégicamente, y los más audaces o mejor enterados de los misterios de "viudas" y "hombres cerdos" latían el cicutal en todas direccio¬nes, el fantasma no era habido, ni visto.
El juez de paz, don Tomás Giraldez, que lo fue durante los años 1869 y 70, transformó la plaza en jardines y en su centro hizo colocar una magnífica fuen¬te, acabando así con la cicuta y la leyenda de la "viuda".
Más tarde, para que no revivieran, se encargó al señor don Antonio Silva del cuidado de la plaza principal, como se encomendó al señor Baungart el de la llamada Libertad, y al señor Marcelo Loredo, la Ge¬neral Pinto.
Gracias a ellos, donde antes tupida y vigorosa crecía la cicuta y populaban las "viudas", crecieron plantas de adorno de hermosas flores y fácil culti¬vo, rosas, pelargonius, etc.
Tenía Quilmes otra plaza, la Tres de Febrero, llamada también de la Cruz; pero ésta fue olvidada. Aprovechando ese olvido, durante algún tiempo prospero en ella la cicuta y fue el último refugio de "viudas" y "hombres cerdos", de los que la leyenda guarda memoria.
Diciembre de 1917.

EL CURA PUEYO

MAL, muy mal, había empezado aquel año (Agos¬to de 1873) la novena de San Roque y tampoco habría de concluir mejor.
El primer día, llena la iglesia de fieles, y en el preciso instante en que centenares de voces entona¬ban a Coro:

¡Líbranos de peste y males
Roque, santo peregrino!"

un gato, un maldito gato, escapado de las obscurida¬des de sabe Dios qué saco, cruzó la iglesia saltando por entre las filas de devotas aterrorizadas, dando es¬pantosos bufidos arrancados al felino por su propio terror y produciendo la consternación primero, y la algarabía después, propios de aquella diabólica apa¬rición.
En la nave izquierda de la iglesia, y no lejos del púl¬pito, reía regocijado un grupo de jóvenes conocidos, que eran la pesadilla del cura párroco D. Ángel Pueyo, el tormento del sacristán y la alegría de muchos corazoncitos, de esos cuyas dueñas como ha dicho Campoamor:

"Y en esta posición, oyendo misa,
Tendré un oído en Dios y otro en el diablo".

Para ellas el gatuno episodio no era para visto ni sentido fuera de su lado cómico.
Desaparecido el gato, restablecida la calma en todos los espíritus, menos en el del padre Pueyo, que trinaba de coraje, las miradas se dirigieron acusado¬ras hacia el grupo de la nave izquierda, al que, desde lejos, el indignado párroco le mostraba los puños.
Allí, necesariamente allí, debía encontrarse el au¬tor o autores de la temeraria profanación, de la reprensible irreverencia.
Cada acusadora, que conocía uno a uno a los del grupo acusado, iba absolviendo por eliminación, de acuerdo, no con su justicia, sino con sus simpatías.
Por ese procedimiento fueron eliminados todos, o casi todos.
Decimos casi todos, porque Daniel Maldonado no pasó por el cedazo eliminativo, y no porque no hubiera en el grupo otros tan temerarios como él, sino porque todas eran a acusarlo y ninguna a eliminarlo; y cuan-do todos se equivocan, todos tienen razón.
A la noche siguiente todo pasó sin novedad en `el interior de la iglesia.
El grupo de la anterior estaba allí; pero guardaba compostura, una compostura demasiado severa para no parecer sospechosa a todos, menos al padre Pueyo,
que creía que Dios había tocado el corazón de aquellos malos católicos.
Pero así que los primeros grupos de devotas em¬pezaron a salir, bajo sus pies estalló una granizada de diminutos petardos.
La primera impresión fue de susto, pero adverti¬da la inofensividad de aquellos explosivos, pronto al susto sucedió la risa.
El atrio estaba sembrado de fósforos, como lo está ahora el Mar del Norte de minas; sino que aquellos fósforos, al estallar, no hacían más daño que el procedente de su inesperado ruido.
Esto acabó de sacar de quicio al padre Pueyo, que se dirigió a don Andrés Baranda, que era a la sazón Juez de Paz, Presidente de la Municipalidad, Intenden¬te y Comisario de policía, todo en una pieza, en soli¬citud de algunos agentes para que, puestos a sus ór¬denes, aseguraran el orden en el interior de la iglesia.
El señor Baranda puso a disposición del cura a los agentes Ramón y Agustín Vilches, Joaquín Serna y Teófilo Belén.
De estos, dos cuidarían el orden en el interior y dos en el exterior. Impusiera o no a los revoltosos la presencia de los agentes, los cinco días que se sucedie¬ron a los del escándalo del gato y susto de los petardos, fueron de relativa compostura.
¿Qué sucedió después?
Cuando esto escribimos tenemos a la vista la información sumaria, instruida con motivo de lo sucedido, y a ella vamos a referirnos.
El padre Pueyo se presentó al Juez de Paz el 16 de Agosto, denunciando el escándalo promovido en el templo la noche anterior por algunos jóvenes, los mis¬mos que en las dos primeras noches de la novena ha¬bían escandalizado con su incultura e irreverencia.
El Juez, que conocía los escándalos a que el párro¬co se refería, ordenó la instrucción del respectivo su-mario, que se inició con la declaración del agente Ra¬món Vilches.
Prestándola, dijo: Que el día quince, por la noche, el teniente cura le mandó que hiciera retirar de la iglesia a Rodolfo Vega; que a la intimación, el intimado sacó un revólver con el que lo amenazó, negándose a salir.
Que junto a Vega se hallaban Francisco Soto y un joven rubio, de pera, que siempre los acompaña. Que a la salida de la Iglesia, Soto se burló del declarante, así como de los otros agentes que con él estaban, Agustín Vilches, Joaquín Serna y Teófilo Belén.
Que los cuatro se retiraron al cuartel y dieron cuenta de lo sucedido.
El segundo testigo fue el teniente cura don José Piñeiro Gil, quien dijo: Que como en las dos primeras noches de las celebración de la novena se habían pro¬movido escándalos en la iglesia, el señor cura había pedido dos vigilantes para que, puestos a sus órdenes, cuidaran el de la iglesia. Que habiendo observado el comportamiento irrespetuoso (escandaloso, dijo el de¬clarante) de algunos jóvenes, se apersonó a ellos lla¬mándolos al orden. Que no siendo obedecido, llamó al agente Ramón Vilches y le ordenó que arrestara a Ro¬dolfo Vega y a otro joven, (el declarante lo llama. in¬dividuo), que estaba a su derecha. Que al intimarles el agente la orden de arresto, Vega, llevando la mano al pecho le dijo, a mí? y enseguida hizo ademán de sacar armas del bolsillo del pantalón, agregando que antes de dejarse arrestar le pegaría un tiro al intimante.
Que al oír esto el declarante se trasladó al cuartel en solicitud de más fuerzas, y al volver oyó a Francisco Soto que, fuera ya de la iglesia, provocaba al vigilan¬te obligándolo a sacar el sable, interponiéndose el de¬clarante.
Que en ese momento llegó el señor Juez de Paz; y el declarante se retiró al interior de la iglesia. Como fácilmente se comprende, el sumario no tuvo consecuencias y a medio hacer fue sepultado en el archivo.
Ni su formación, ni las amonestaciones paternales del Juez de Paz corrigieron a los revoltosos; pero aque¬llo, que al producirse llovía sobré mojado, hizo impo¬sible la permanencia del padre Pueyo al frente del cu¬rato y fue trasladado.
Vino después el doctor Ramón Quesada, sacerdo¬te ilustradísimo, procedente del clero español; de por-te distinguido, noble y naturalmente solemne:
Llegado poco hacía al país, ocupó la Cátedra. Sa¬grada de la Catedral, allí desde donde el padre Camilo Jordán edificaba y encantaba con su talento, su sa¬ber y su elocuencia, a un escogido y numeroso concurso; y haciendo el panegírico de San Luis Gonzaga, se ganó a sus oyentes, que no tuvieron motivo para echar de menos, ni la presencia, ni el talento, ni el saber, ni tampoco la elocuencia del prestigioso jesuita. Viendo y oyendo al distinguido panegirista de San Luis Gonzaga, fácil era presentir la mitra que pocos años después habría de alcanzar.
En efecto, el doctor don José Ramón Quesada, murió en España siendo Obispo de Cuenca.
No necesito el doctor Quesada, para hacer respe¬table la iglesia y respetado y alabado el sacerdote, ni del Juez de Paz, ni de la policía, ni del teniente cura, ni del sacristán, ni de nadie. El, pontificando en el ara, exhibiendo su majestuosa silueta y llenando de un¬ción el espíritu con su sapiente verba, ya en la casa parroquial, ya en la calle, irradiaba siempre respetuo¬sa consideración, y nadie se permitió jamás ni la más trivial licencia durante los sagrados oficios, sermo¬nes u otros actos del culto.
Pero el doctor Quesada se fue a Pergamino y más tarde a España.
Chico le resultaban púlpito, iglesia y parroquia para su volumen moral y su grandeza de orador y sacerdote.
Los que le sucedieron, no han debido parecérsele; y volvieron para la iglesia, aunque con sensibles atenuaciones, los tiempos del padre Pueyo, que termi¬naron con la venida de don Francisco Suárez Salgado.
Este puso pronto de su parte a la juventud bulli¬ciosa pero no por los naturales respetos que imponía el doctor Quesada, sino por la camaradería.
Sacerdote culto e ilustrado, tanto como hombre de mundo, conocía lo mucho que la mesa valía para ganar voluntades. Y sentaba a la suya, que era muy buena, a ese grupo de jóvenes bulliciosos, que lo eran y mucho en la mesa en tanto que comían y bebían, pe¬ro que dejaron de serlo en la iglesia, sin duda por aquello de que no hay gratitud comparable a la de los estómagos agradecidos.
Agosto 22, de 1917

LOS SOMBREROS DE COPA ALTA

ESE sombrero que, según opinión corriente, su¬pone distinción y hasta talento, aunque con frecuencia ni una ni otra cosa se confirmen, es también excelente credencial para ser bien recibido en sociedad sobre todo si el adminículo está de acuerdo con la úl¬tima expresión de la moda.
A pesar de esas ventajas, o quizás por ellas mismas, no deja de tener detractores que le niegan al sombrero elegancia, lo tachan de antihigiénico y lo motejan de incómodo.
Con todo eso, su valimiento no sufre desmedro, porque viste bien y es de buen tono, y hasta cuando se le lleva en las manifestaciones políticas da a éstas bri¬llo con su lustre, y destaca, el albor de las pecheras planchadas, que son su insustituible complemento. Algo más se ha de agregar en su abono; para llevarlo, y llevarlo bien, no basta haberlo adquirido don¬de se vende más caro.
Entre aquel color gris-perla que llevaba el gene¬ral Mansilla, y que, con el más leve guiño lo traía coquetamente a. inclinarse sobre el ojo izquierdo, y el que llevan muchos por ahí, echado sobre la nuca, don¬de por singular prodigio de equilibrio se conserva co¬mo la torre de Pisa, cabe un mundo de sombreros y sus respectivas posiciones, no todas airosas, ni elegan¬tes, aunque haya muchos –¿por qué no decirlo?– que lo llevan bien hasta cuando lo llevan mal, y per¬dóneseme la paradoja.
Conste, pues, que el tal sombrero no "resulta" sobre todas las cabezas, y que eso y la frecuencia con que a su respecto cambia la moda, lo convierten en tirano.
Para, sacudirse su tiranía, la juventud dorada de Madrid se presentó una tarde en el paseo de la Castellana llevando en vez de la "chistera," como allí le lla¬man, un gracioso chambergo, diciendo para sus aden¬tros "esto matará aquello".
Pero no contaron con la huéspeda.
Y la huéspeda fue una espiritual y linajuda da¬ma que, enseguida, proveyó a sus lacayos de sombreros semejantes. Y como la dama tuvo imitadores, el chambergo huyó de la Castellana avergonzado y, en vez de disminuir, se afianzó el prestigio de la "chis¬tera".
Una campaña semejante, aunque invertido el pro¬pósito, ensayó, poco más de un cuarto de siglo hace, la juventud quilmeña, más o menos dorada, dirigida a sustituir el chambergo por el sombrero de copa alta, pero lo hizo con timidez, a despecho de favorables an¬tecedentes ancestrales.
Es que si llamáramos a las puertas de la memoria de algunos viejos que andan aún por ahí y que conocieron y vivieron la vida del Quilmes de ayer, nos di¬rán que eran muchos, dándonos sus nombres, los que basta medio siglo hace llevaban habitualmente sombrero de copa alta, y que en su guarda ropa tenían siempre dos, uno para las grandes solemnidades, y otro para el "chacaneo" corro ellos decían, o sea los menesteres ordinarios de cada día, fueran éstos rea¬lizados a pie, a caballo, o sentados sobre el pértigo de la carreta que conducían; llevándolo, cuando cabal¬gaban, aferrado por debajo de la barba con un gran pañuelo a guisa de barbijo, para galopar "contra el viento".
Harán también el elogio de su duración, agregan¬do que los tales sombreros estaban en servicio activo varios años, sin que a sus dueños les preocuparan los cambios de la moda, que ellos petrificaban junto con su espíritu y costumbres.
Otro dato igualmente interesante nos darán, y es que cuando los declaraban en estado de retiro, era para pasarlos a los parientes pobres, donde entraban
en nueva actividad a la espera de su reemplazo, que siempre tardaba bastante en llegar.
Entre las personas (urbanas y rurales) que, con todas las generales de la ley que dejamos puntualiza¬das lo llevaban habitualmente, recordarán a los herma¬nos Francisco, Luciano, Mariano y Bernabé Garay; Paulino, Laurentino, Justino y Remigio González; Benito, José, Celestino, Ramón y Pedro Risso; Domingo e Indalecio Sánchez; Andrés Baranda; Miguel Vilches ; Prudencio Valenzuela; Juan Miguel Costa; Mariano Vega; Juan Gutiérrez; Benito Parejas; Blas Escobar; los doctores José Antonio Wilde y Fabián Cueli, etc.
Ahora debemos agregar que, todos los nombra¬dos, así como los muchos omitidos, que como ellos llevaban habitualmente sombrero alto, valían por sí y no por el sombrero.
A éste sólo le pedían que les cubriera la cabeza lo llevaban sin darse cuenta que pudiera tampoco servir para otra cosa, y de él sólo se despojaban pa¬ra dormir y entrar en la iglesia o en visitas de "cum¬plido"
El 25 de Mayo de 1871 se realizó en Quilmes la más sonada corrida de sortija de que se guarda memoria, a beneficio, rezaba el cartel, "de los huérfa¬nos de la fiebre amarilla".
El arco había sido colocado frente a la casa mu¬nicipal.
Pues en aquella ocasión, el más afortunado o más hábil corredor, no abandonó, para triunfar en el torneo, su sombrero de copa alta, sustituyéndolo por la vincha que llevaban sus competidores; y ese corrector se llamaba Ramón Risso.
Era la Atalaya, hasta sesenta años hace, un em¬porio enciclopédico comercial, como lo fue la Bella Vista, cuando el crédito de aquella empezó a decre¬cer; esto es, el comercio más importante y acredita-do de la campaña del Sud.
Las reuniones dominicales que tenían allí lugar, y que con frecuencia se prolongaban por varios días, atraían concurrentes de muchas leguas a la redon¬da, y estos las hacía numerosas, pintorescas y animadas, como hoy en los días clásicos, el hipódromo na¬cional, pues también allí la mujer ponía su atrayente nota.
Durante el día las carreras se sucedían ince¬santemente, con el atrayente matiz de innumeras canchas de taba.
Por la noche, el monte y otros entretenimientos "naiperos", teniendo habitualmente por centro a Ramón Cabrera y doña Bartola Iturriosa, atraían a los clientes que las carreras o la taba no habían dejado `"patos", como ahora se dice.
En uno de los celebrados días, allá en la época llamada de don Laurentino González, como antes la tuviera Bosch y después García, dando su nombre a cada una de sus épocas, tuvo lugar la partida de tru¬co más interesante que se pudiera organizar; como que por serlo tanto atrajo más "barra" de la que el debate intervencionista llevó al Congreso.
Eran los jugadores clon Laurentino González y don Juan Gutiérrez, contra don Sebastián Díaz y don Prudencio Valenzuela.
Tenían los cuatro fama, y bien adquirida, de di¬characheros así como de un no común repentismo humorista que hacían singularmente interesentes las naturales incidencias de la partida, a la que daban aún mayor interés sus condiciones, que eran: Los jugadores no se despojarían de sus respecti¬vos sombreros de copa alta.
Los perdedores pagarían la "copa general", (valor ¬máximo, un peso de la antigua moneda), para los jugadores y la "barra", que como hemos dicho no po¬día ser más nutrida.
Pero la partida tenía además un obligado final, era ansiosamente esperado por la barra, y no sin emoción por los ,jugadores. Uno de los ganadores "sumiría la boya" a otro de los perdedores, a su elección. Inoficioso por imaginado tanto como difícil, nos resultaría querer narrar el palabreo picante de aquel truco, jugado por gente que se sabía al dedillo todos los lugares comunes de cajón, amén de las modalida¬des propias, y de no pocas espontaneidades espiri¬tuales; pero dejaremos aquí constancia de que la "ba¬rra" reía sin interrupción, como no lo haría estimu¬lada por el mejor actor cómico, interpretando la más risueña creación.
El partido fue ganado por Díaz y Valenzuela, y éste, eligiendo entre los dos vencidos, hundió a don Laurentino González de un fuerte golpe de mano el sombrero hasta los hombros, dejándolo convertido en acordeón con gran desconsuelo de su dueño, pues era el de las grandes solemnidades!
Julio 11, de 1916

SUS MÉDICOS

SI hemos de dar crédito a Azara eran ochocien¬tos, y si al padre Lozano dos mil los Quilmes que, en 1677, el gobernador de Tucumán, don Alonso Mercado y Villacorta, envió al presidente de la Audien¬cia de Buenos Aires, don José Martínez de Salazar, por intermedio del maestre de campo don Gerónimo Funes, segundo abuelo del Dean de ese apellido, y con los que se fundó la reducción de su nombre, ciudad del mismo hoy.
Sí entre ellos venían médicos, no nos intere¬sa el saberlo; pero dejamos constancia, para que el lector píense al respecto lo que quiera que, cien años después, según el citado padre Lozano, la reducción constaba sólo de veinte familias,
Sí de tal despoblación tuvo la culpa el médico o la falta de él, tampoco es de este lugar averiguarlo, Aquí vamos sólo a referirnos a los médicos que vinieron después, cuando Quilmes, o los Quilmes, ha¬cía rato que había dejado de ser reducción e ingresado en ese que un eufemismo convencional llama con-cierto de los pueblos civilizados.
Y decimos que hacía rato, porque habían trans¬currido cuarenta años, desde eso del concierto, hasta que vino el primer médico,
Durante ese tiempo la naturaleza defendía a la naturaleza, ayudada por la ciencia de las comadres y el botiquín casero, pues no querernos hacernos cargo de los casos de excepción en que el pudiente iba al médico, o hacía que éste viniera a él, salvando la distancia que nos separa de la Capital Federal a caballo o en di¬ligencia.
Pero un buen día del año 1852, vino a establecer¬se aquí el doctor don Fabián Cueli; y éste fue el pri¬mer médico que tuvo Quilmes.
En el quinto año de su curso, el doctor Ingenie¬ros, alumno del doctor Ramos Mejía, quiso lucirse an¬te éste. Obtuvo un caso que empezó a exponer así: "Después de leer a Charcot, a Mandsley y a Marselli, considero..."
–No siga –interrumpió Ramos Mejía.– Usted no puede saber su caso leyendo libros, sino exami¬nando enfermos.
El doctor Cueli, que había recibido su título de médico en 1839, cuando el maestro del doctor Inge¬nieros no había nacido aún, pensaba, como el gran psicólogo e ilustre profesor, que los casos no se apren¬den en los libros sino en la clínica; y su terapéutica correspondía con justeza a ese precioso concepto, tan¬to como su recetario a la más simple expresión, her¬manándose así medios y finalidades.
Si sus medicamentos no curaban siempre, puede afirmarse que no mataban jamás, ni arruinaban los bolsillos, Y esto no resultaba del agrado de los boti¬carios.
Y con sólo un médico y sin ninguna botica pasó Quilmes varios años, sin menoscabo de su salud ni de su bolsillo pues, el doctor Cueli, hasta servía ad-honorem el puesto de médico de policía y pobres.
Pero en 1858 llegó otro, el doctor José Antonio Wilde, y no sólo vino él, trajo consigo un botiquín. Porque si un médico podía ejercer sin botica, dos no,
Cuando el doctor Wilde vino, era médico "in pár¬tibus", por estar respecto de su tesis, en descubierto con la Facultad, Olvidando esa circunstancia se inició con empuje y éxito en el doble manejo de los trastos de curar; pero pronto el doctor Cueli lo obligó a repa¬rar el olvido, Ya en regla con la Facultad, uno y otro médico se movieron en el radio, o como quiera fu¬mársele al espacio de su acción, como astros con órbi¬ta propia, aunque desproporcionada, porque una crecía a expensas de la otra; .y si ese fenómeno tenía algo de encantador, era la despreocupación y la falta de, diligencia de parte de los que más directamente él afectaba, para modificarlo.
Quince años duró el juego aquel de la armonía dentro del desequilibrio, en el campo de acción de los dos médicos, hasta que vino un tercero, y con él la des¬orbitación; porque si en el mundo de los astros el es¬pacio es infinito, era harto limitado aquí, donde ha¬bían de moverse los tres médicos.
El tercero, fue el doctor Salomé Luque, llegado a fines de 1878; joven cordobés recién egresado de la Facultad, donde se distinguiera por sus honrosas cla¬sificaciones. Alegre de ánimo y de corazón blando e impresionable, más respecto de "ellas" que respecto de "ellos", esas cualidades debían necesariamente dar¬le enorme ventaja frente a sus dos colegas, que jun¬tos sumaban ciento treinta años.
Eso, la modernización de sus métodos, como re¬presentante de la nueva escuela, y el haberlos apren-dido en los libros y en la clínica, le hacían fácil el camino; pero cuando quizá iba a alcanzar la culmina-ción de sus aspiraciones médicas y sociales, traidora enfermedad que se adueñara de su organismo, minán¬dolo con ánimo de destruirlo, lo obligó a trasladarse a Córdoba en septiembre de 1877, y allí murió, el mar¬tes 13 de Mayo de 1879.
Entre tanto, en Enero de 1878 había venido para substituirlo el doctor Tomás Balestra, joven como aquel, de maneras distinguidas, cultísimo, suave y circunspecto; favorecida además por un físico fuerte-mente agradable.
Pero la aldea no lo sedujo; no estaba en ella en su centro, ni era su ambiente científico ni social el que a sus aspiraciones convenía. Y se fue, sin dejar de su paso otra cosa que un recuerdo demasiado fugaz de las cualidades apuntadas.
En Noviembre de 1879, así que el doctor Balestra se fuera, vino el doctor Ricardo Sudnik.
Era de nacionalidad polaco, pero francés por cul¬tura científica y literaria, y por influjo ambiente, y alumno distinguido de la escuela médica parisina. Ha¬bía pagado a Francia su tributo de sangre defendiendo su capital contra el prusiano invasor, cuya metralla le destrozara un pie, dejándolo cojo y haciendo su an¬dar difícil y desencuadernado.
En posesión de los conocimientos mas adelanta¬dos de la ciencia médica, fue en su consultorio donde por primera vez en Quilmes se empleara la electrote¬rapia, que había dado ya la vuelta al mando,
Familiarizado el paciente con la palabra sencilla y sincera hasta la ingenuidad del Dr. Cueli; la verba fácil y amena del Dr. Wilde y la manera franca, desenvuel¬ta y comunicativa del doctor Duque, a un médico que, corro el doctor Sudnik, llegaba hasta el enfermo sin saludar y se iba sin despedirse; que contestaba con monosílabos, o no contestaba, los términos de com¬paración le resultaban desfavorables, malgrado las ventajas de su indiscutible sapiencia,
Y el doctor Sudnik, gravitando hacia su centro, fue a la capital.
A sucederle vino el doctor Edmundo Fierro, que a la sazón tenía poco más de veinticinco años, y an¬tes que pasara uno era ya el médico del pueblo por antonomasia .
Quien esto escribe dijo de él, que su ciencia cura¬ba los males físicos, su corazón curaba los morales y que el ejercicio de la medicina era para él un sacerdo¬cio, mejor que una profesión.
Murió repentinamente en el juego de pelota de la calle Mitre y 25 de Mayo el 21 de Febrero de 1886.
En el cementerio local se alza una modesta y simbólica columna, en cuyo zócalo está grabado este epitafio : "EL PUEBLO DE QUILMES A SU ME¬DICO". Y él dice más de cuanto pudiéramos escribir aquí. Un año antes, el 17 de Enero de 1885, había falle¬cido el doctor José Antonio Wilde y el de su muerte fue día de duelo para Quilmes.
Sus despojos yacen sepultados en el atrio de la iglesia y en su lápida se lee: "COMO EL DIVINO MAESTRO, AMÓ A LOS POBRES Y A LOS NIÑOS."
Dos años y medio antes de la muerte del Dr. Wilde había fallecido el Dr. Fabián Cueli, el 18 de Septiembre de 1882, desapareciendo en ese corto espacio de tiem¬po los dos médicos patriarcales que tuviera Quilrnes.
Muerto el doctor Fierro, vino a establecerse el doctor Pacífico Díaz, dignísimo sucesor de aquél y continuador no menos digno de su obra en la ciencia y el corazón.
Para el servicio de sus asociados la Sociedad Ita¬liana de Socorros Mutuos Cristóforo Colombo trajo, desde algunos años después de su fundación, médicos, de esa nacionalidad; al doctor Mariani primero y al doctor Vicente Cibelli después.
Este último supo noblemente corresponder a la tradición de nuestros médicos, y su campo de acción se extendió pronto más allá de los límites de los aso¬ciados, acabando por radicarse aquí, con hondo arrai-go de afectos e intereses, hasta el día de su prematura muerte.
El sucesor del doctor Fierro, pasó, sin solución de continuidad, de estudiante brillante a médico destacado, asimilando con éxito la sabiduría de los libros y la enseñanza de la clínica,
Rara vez médico alguno alcanza, como lo hizo el doctor Pacífico Díaz, en tan corto tiempo y en teatro tan limitado, clientela más intensa por la calidad y significación, ni más extensa por el número llegando en breve a ser el médico de todos .y también el amigo de todos.
El lunes 1° de junio de 1893, al tomar el tren de las seis de la mañana para trasladarse al Hospital Militar, donde tenia una sala a su cargo, lo hizo con tan mala suerte que cayó bajo las ruedas, destrozándole estas ambas piernas.
Recogido por los señores Domingo Castañera y Luis Ovoch, fue, por su propia indicación, trasladado en una silla hasta su domicilio, donde le fueron prestados los primeros auxilios por los doctores Salas, Cibelli y Scotto.
Entre tanto la noticia se extendía rápida por el pueblo todo, consternándolo, y su casa se llenaba materialmente de gente.
En un tren inmediato llegaron de la capital los médicos de la Sanidad Militar, Damianovich y Sotuyo, el farmacéutico Capdeville y el practicante mayor Gar¬cía, con un botiquín completo y caja de amputaciones. Poco más tarde llegaron los médicos Massi y Decoud.
Este último procedió a la amputación enseguida, la que hizo la altura de la articulación de las rodi¬llas, operación que duró por espacio de dos horas.
Al centenar de vecinos que llenaban la casa, re¬novándose constantemente, se agregaron, venidos de la Capital Federal, el hijo del Presidente de la República, señor Luis A. Sáenz Peña, el doctor Carlos Vi¬llar, el edecán del Presidente, Comandante Marambio Catán, el secretario de la presidencia, señor Díaz, el ingeniero Fierro, el doctor Nicolás E. Videla, el se¬ñor Ignacio Sánchez, el Coronel Sebastián N. Casares, etcétera.
Durante la noche, no meros de cuarenta vecinos permanecieron en la casa del paciente, a quien hacían guardia el doctor Vargas y los practicantes García y Trejo.
Síntomas de infección observados el miércoles de¬terminaron una segunda amputación, resuelta en consulta entre los médicos Damianovich, Vidal, Gutié¬rrez, Piñero, Cabezón, Sotuyo, Schikeridanze, Massi, Cabral, Salas y Cibelli,
Esta amputación se practicó en una y otra pierna, veinte centímetros arriba de la rodilla Operaron los doctores Massi y Sotuyo, con el concurso del doctor Damianovich, y de los practicantes Caballero, Trejo, Go¬doy y Esquivel, Cuando dos días después el doctor Massi descubrió la herida para su curación, su pronós¬tico fue consolador.
Para la ciencia se había salvado el médico en to¬da su integridad, y para la sociedad y la familia, el hombre, aunque mutilado,
Apenas dado d alta, el doctor Díaz abandonó Quilmes, pero éste, después de un cuarto de siglo, tie¬ne para el mutilado frescos culto y recuerdo,
Y el mutilado siente con frecuencia las nostalgias del lugar y viene a él, al calor de ese culto y de esa memoria, a aspirar aquí, en su ambiente y a bocana¬das, el recuerdo de una felicidad tronchada por la fatalidad.
Después vinieron ...
Pero los médicos que vinieron después, no corres¬ponden al Quilmes de antaño.
Diciembre 9 de 1917.


LA MISA MAYOR

NO había escrito aún el gran psicólogo poeta o poeta psicólogo, don Ramón de Campoamor, su conocido poema: "Como rezan las solteras" y por en¬de, aquello de:

"Voy a rezar sentada, porque creo
que de usar poco cómodas las sillas,
se me ha formado un callo en las rodillas,
que será santo y bueno, pero es feo.
Y así, despacio, porque estoy de prisa,
veré si llega Pablo!
Y en esta posición, oyendo misa
tendré un oído en Dios ,y otro en el diablo".

Así rezaban, no hay duda, las solteras y también muchas casadas, en los tiempos del poeta asturiano, y así rezan y seguirán rezando las de todos los tiempos.
No agraviaríamos la religiosidad de las que antaño acudían, con remarcable constancia, a la aristocrática misa de once en nuestra iglesia parroquial, si dijéra¬mos de ellas que, en general, no era su devoción ni mejor ni peor que aquella de la heroína del poema campoamoriano.
En cuanto a "ellos," podemos afirmarlo sin temor a equivocarnos, que si iban a la iglesia y a la misa esa, era por estar seguros de que cada uno encontraría allí su "ella", hallada ya o buscada.
Si es que rezaban o no, cuentas no son esas de nuestro rosario; aunque lo probable, más aún, lo segu-ro, es que dejaran a ellas la tarea de hacerlo por ellos, pues por algo las habían pedido antes que los tuvieran presentes en sus oraciones.
Y es seguro que ellas los tenían presentes, aunque no siempre al que se lo pedía. ¡Vaya si los tenían! Des¬de que de acuerdo con su ciencia o convencionalismo teológicos, no estaba lo divino reñido con lo humano. E iban sin falta alguna a la misa de once, lle¬vando su devocionario, su rosario y con todo eso sus gracias y su mejor vestido.
Y tras ellas iban ellos, no menos preocupados del buen ver de su persona, y decididos, sino "a poner un oído en Dios y otro en el diablo", a poner sus sentidos todos en la santa de su devoción.
¿Qué cómo se llamaban ellas?
Agustina, Sofía, María y Gervasia Casares; San¬ta, María Luisa y Elena Campero; Clara y Flora San¬ta Coloma ; Clara., Eloisa y Paulina Ramos; Águeda Nicholson; Carmen e Isabel Giráldez; Juana y María Solla; Concepción, María, Anita y Paula Villanueva; Clara y Manuela Echeverría; Carlota, María Clemencia, Adriana y María Nieves Rodríguez; Adela, Car¬men, Elvira y Matilde López; Emilia y Benigna Fer¬nández Villanueva ; Catalina, Sofía y Juana Benaven¬te ; Restituta y Gregoria Lerdou ; Leonor Wilde ; Tri¬nidad Udaeta ; Elena Otamendi ; Lola Massini ; Mo¬desta del Valle; Felipa Amoroso; Avelina y Emilia Tobal ; María Casavalle ; Josefina Sebaté ; María Gua¬rín ; María Flores; Elvira Risso; Julia Escalada; Cruz y Lola Matallana ; Nicolasa, Julia y Victoriana Arce; Adela Letamendi ; Lupercia, Eloisa, Adela e Isabel Córdoba; Isabel González; Lola Páez; María Giles Nicasia Marchant; Eusebia y Albina Echagüe; Rufina y Ecilda Madrid; Catalina Demonte; Clara Flores; Fe¬lipa Etchevertz; Ana Pintos, que alternaba sus devo-ciones entre la iglesia de San José de Flores y la de Quilmes ; Matilde Dibur ; Juana y Vicenta Marín; Luisa Gianetti; Josefina Lagorio; María y Eufemia Copmartín {estas últimas con María Casavalle y otras de las antes nombradas, concurrían durante el invier¬to a la última misa de la Concepción, en la Capital, y durante el verano a la nuestra, y allá, lo mismo que aquí, estaban seguras de que, al salir, recibirían el triple homenaje de saludos, sonrisas y miradas).
¿Qué quienes era ellos?
Doctor Narciso del Valle; doctor Germán Aranda ; doctor Salomé Luque ; doctor Tomás Balestra ; Enrique Casares; Andrés Feit; Federico Gándara; Delfor del Valle; Arturo Oyuela; José I. Pérez; Victorio Silva; Felipe M. Amoedo ; Arturo Amoedo ; Indalecio Sánchez; Rodolfo L. Vega; Aristóbulo Cabrera; José A. López; Florencio Rodríguez; Manuel Casavalle; doctor Eduardo Copmartín; Ramón y Enrique Álva¬rez de Toledo; José E. Echeverría; Luis Rodríguez; Ramón F. de Udaeta; Julio Fernández Villanueva; Antonio Barrera; Basilio Rodrigo; Olegario Ponce de León ; Rufino Fornaguera ; Roque T. Villa; Eduardo Madera; Osvaldo Gari ; Enrique Wilde ; Ernesto Go¬vena ; Esteban Las Casas; Celestino H. Risso ; José María y Dalmiro Rubio; Adalberto Schüt; Belisario Otamendi ; Patricio Fernández Benigno y Emilio Villanueva, etcétera.
Una buena parte de los nombrados se desparrama-ban en el interior del templo, aislándose estratégicamente detrás de tal cual columna o vecinos a determi-nado altar, donde sabían ellas que sus ojos habrían de descubrirlos.
Al pie del púlpito agregábanse otros, siempre o casi siempre los mismos, que no se distinguían por su recogimiento, los que eran objeto de la constante vigilancia del teniente cura, de las advertencias del sacristán, que se iniciaban tímidas y se reiteraban fra¬ternas, y de las alusiones del cura, hechas desde el púlpito en forma armónica con su temperamento y su autoridad moral, y que, según la forma, era también el fruto.
Para los que conocían la santa de la devoción de cada uno de aquellos devotos, hallado o conocido el sitio de uno, fácil era descubrir el del otro; bastaba para ello seguir la trayectoria de su mirada. Eso de "un oído en Dios y otro en el diablo," no era cosa para corregida, ni por la vigilancia del teniente cu¬ra, ni por los apercibimientos -del -sacristán, ni por los sermones de párroco.
A pesar de todo y haciendo justicia distributiva, dejamos aquí constancia de que la religiosidad y devoción de ellas eran ejemplares, comparadas con las de ellos.
El detalle más pintoresco de aquellas misas era la salida -del templo. Así que el oficiante pronunciaba el sacramental ".[te, misa est", abandonaban ellos apre¬suradamente el templo para ir a formar una doble fila; amplia y prolongada calle por donde habrían de pa¬sar ellas.
No mencionaremos el detalle de la recíproca mur¬muración, y no porque temamos condenarnos, dicien¬do con Tirso de Molina:

" ... con el "¡te misa est
da fin a la devoción
salís de a dos o de a tres
y en breve conversación,
alportazgo o alcabala
vais dando de cada una
La murmuración señala,
si es doña Inés importuna,
si doña Juana regala,
si se afeita doña Elena,
si esta sale bien vestida,
si esta otra es blanca o morena," ... etc.

Por aquella calle desfilaban ellas en grupos rá¬pidos, como espantada bandada de palomas, pero no sin antes recibir y retribuir el consabido homenaje de saludos sumisos y miradas, retribución en la que más de uno y de dos leían: "lo tuve presente en mis ora¬ciones", y todos, sin excepción, convertían en substancia, de acuerdo con sus afanes .y deseos, substancia con la que alimentaban sus esperanzas durante la se¬mana toda.
No sabemos si estas encantadoras salidas de misa tuvieron alguna vez una pluma digna de describirlas y comentarlas; pero nos consta que tuvieron un lápiz que las trasladó fielmente en forma gráfica, al papel.
Fue ese lápiz el de Julio Fernández Villanueva, el mismo que algunos años después habría de trasladar al lienzo, con raro talento, una de las batallas más ge¬nialmente estratégico-tácticas de la historia, por el pensamiento que la planeó, por la ejecución de lo pen¬sado y planeado, y por las trascendentales consecuen¬cias que para la independencia americana tuvo; y el mismo también, perdido para la patria, la ciencia y el arte, en el que tan brillantemente se iniciara, en el luctuoso 27 de julio de 1890.
Un domingo, a la salida de misa, estaba el futuro Vernet argentino en uno de los bancos de la plaza colocados frente a la iglesia, dando los últimos toques a un dibujo. Pronto se vio rodeado por los saludado¬res, que empezaron a reconocerse, como a muchas de ellas, en aquella feliz reproducción del pintoresco des¬file.
Quizá de aquel ensayo del estudiante de medicina, más inclinado al lápiz que al bisturí, solo quede el recuerdo del episodio que aquí consagramos.
¡Y, es lástima! El, mejor que nuestra pluma, lo habría perpetuado fielmente
Mayo 4 de 1915.

ADIVINAS Y CURANDEROS

QUILMES tuvo adivinas, adivinos, curanderas y curanderos en la época de este recuerdo, como los había tenido antes, los tuvo después, los tiene aho¬ra y los tendrá mañana; porque en tanto que haya tontos, en el mundo existirán esos parásitos de la debili¬dad humana, y esto ha de durar lo que dure la humani¬dad, pues sin nacer con el germen morboso, este se le pega como el sarampión.
Si había en la aldea, como en las ciudades gran¬des y chicas, terreno propicio para ser cultivado por los profesionales del charlatanismo, no eran -sus fru¬tos tan generosos.
Los curanderos y curanderas lo pasaban menos mal, pero las adivinas, si no ayudaban al oficio con el curanderismo u otras artes más o menos ocultas; daban realmente lástima.
Ejemplo: doña Rosa, generalmente conocida con el aditamento de "la gallega”, antepuesto al nombre. En verdad que el pelaje no la favorecía, pero era porque el oficio no daba para otro más lucido.
En los últimos tiempos de su vida de pitonisa ba¬rata, era su consultorio un modestísimo rancho de la calle Libertad, entre Garibaldi y Humberto I°, y la vi¬vienda que tuviera antes no valía mucho más.
Tal como una y otra fueran, en ellas recibía a su clientela, que en su gran mayoría pertenecía a su propio sexo.
Las consultas, aunque variaban con la edad de las consultadoras, en el fondo se parecían como dos gotas de agua. El animismo que las determinaba así lo quería, y ese era el amor, en sus infinitas variedades y aspectos.
Hasta cuando se trataba de objetos perdidos, al¬go tenía que hacer ese animismo. Con todo eso, doña Rosa lo pasaría tal cual, si su clientela pagara en moneda efectiva, mejor que en promesas; pero éstas abundaban tanto como la otra escaseaba.
Es verdad que ella lo que adivinaba mejor era el sitio del alcohol, por escondido que estuviera.
Sin embargo, aunque muriendo, del oficio vivía y vivió, hasta que un poco la miseria y un mucho el alcohol la mataron.
Tenía competidoras, más o menos afortunadas que ella en lo de acertar y curar, y con alguna más suerte en lo de cobrar, distinguiéndose en lo último las especialistas en eso de "quebrar el empacho" y "cu¬rar el daño".
Más que la adivinación lucía el curanderismo, con el que los dos únicos médicos que teníamos transigían, dejándolo vivir; y si no digo matar, es porque au¬nando sabiduría y prudencia, no nombraban jamás la cuerda en casa del ahorcado y respetaban a los cu¬randeros y curanderas como auxiliares, si no para cu¬rar, para enfermar
Fue menester que el número de médicos crecie¬ra, no para que disminuyera el de curanderos, sino para que estos sufrieran, el martirio de la perse¬cución amable, que más valía para prestigiarlos que para acabar con ellos.
Si entre las adivinas y curanderas de daños y -ma¬leficios hemos nombrado a doña Rosa, entre los curanderos merece el honor de ser nombrado, don Juan Francisco Halbout (a) El Platero.
Vivía éste en casa propia, en el barrio conocido hoy -por La Colonia, calle Aristóbulo del Valle, entre Humberto I° y Olavarría.
No sabemos si curaba, pero era público y noto¬rio que tenia clientela que acudía al reclamo de curas, reales o no, que mucho contribuían a su prestigio y ganancias, Y uno y otras si que eran efectivos, aunque sus curas no lo fueran tanto; como lo era tam¬bién la persecución tenaz de que se le hizo objeto, abandonando la tolerante y amable de antes.
Esta persecución la habían requerido los médi¬cos nuevos, empeñados en tener sólo para sí el monopolio de ayudar a la naturaleza a curar. o al mal a matar.
Coincidió la recrudescencia de esta persecución con la fundación de La Plata, esa nueva California que atrajo a sí los aventureros de todos los rumbos del cuadrante, entre ellos a los curanderos, y entre éstos al que tanto preocupaba a nuestros médicos jó¬venes.
Y allá se fue don Juan Francisco Halbout; y con tan buen pie entró que pronto tuvo clientela, dinero, casa propia, y... ¡cuánto hay que tener!
No menos popular que "El Platero", era Francis¬co Palma. Este operaba allá, por la "Capilla de los Ingleses" y como lo hacía lejos de los médicos y de las boticas, no le alcanzaron nunca las persecuciones que a su colega.
Pero la clientela de Palma, según su propia ex¬presión; tan criolla como él mismo, no daba "potrillos para botas".
Esta circunstancia, y la poderosa atracción de La Plata, lo llevó allá, como llevara a. su colega "El Platero", donde se quedó y murió, llevando de su cliente¬la platense memoria más favorable que la otra que de la “Capilla de los Ingleses” guardaba.
En la zona intermedia de las que con su influencia dominaban, aquí "El Platero" y allá en el extremo Sud Palma, desarrollaba también la suya el negro Antonio, teniendo por centro la "Casa de Teja". Pero el buen negro era al curanderismo lo que a la adivinación doña Rosa.
La Plata no lo atrajo; se quedó en su centro y allí murió.

"Era el negro
como el ave,
que encontrar la luz no sabe
lejos del valle nativo."

Pero, ni la atracción de La Plata ni el segar de la muerte, libraron a Quilmes de curanderos ni de curanderas.
Poco después de idos "El Platero" y Palma, muertos doña Rosa y el negro Antonio, tuvimos, no uno, ni dos, ni tres; vino una legión que sentó sus rea¬les en la Cañada de Gaete, en la casa del vecino Casiano Enríquez.
Se decían discípulos de Parcho Sierra y al que hacía de jefe lo llamaban "Jesucristo".
Llevaban recorridos muchos pueblos de los más apartados de la provincia, seguidos de séquito de uno y otro sexo, donde iban confundidos Apóstoles con Magdalenas.
En sus correrías por la provincia habían tropeza¬do alguna vez con comisarios irreverentes, que dieron con "Cristo, "Apóstoles y Magdalenas en la comisaría, donde debieron sufrir tal cual martirio a la usanza criolla.
Con algunos de los suyos, y de las suyas, llegó el llamado "Cristo," un cubano con más sangre que española, alucinado o pillo, o las dos co¬sas a la vez; y allá desde la Cañada empezó a tan¬tear el terreno donde se proponía operar. y a irradiar también su fama de taumaturgo.
Poco a poco se vino aproximando, hasta que un buen día se estableció en la casa del vecino don Juan Agustín García, aunque sin prodigarse, pues sólo una vez cada semana venía a este nuevo consultorio, sin que en el resto de ella se tuviera noticia de su para¬dero.
La proximidad del lugar y la fama de sus maravillosas curas, echadas a volar por cien trompetas, sinceras las menos e interesadas las más, movieron a quien esto escribe a presenciar su "modus operandi".
En un ángulo de la sala que hacia de consultorio, sirviéndole de altar pequeña mesa cubierta con bordado mantel, se alzaba una imagen de la Inmaculada, flanqueada por dos floreros y un número igual de candelabros , ardiendo en éstos estearina a falta de cera.
A los pies de la Virgen estaba la bandeja donde la clientela depositaba su óbolo.
En el exterior, una veintena mal contada de clien¬tes de uno y otro sexo, esperaban el momento de ponerse en contacto con el "iluminado".
Eran enfermos, conocidos unos, desconocidos los otros, y llegados sabe Dios de donde.
En tanto que, esperaban formaban corrillos, don¬de unos pacientes exponían sus dolencias y otros contaban curas maravillosas que habían visto realizar, que habían oído referir, o que experimentaran ellos mismos.
De pronto un hombre, con movimientos nervio¬sos, empezó a pasearse por el interior de la sala abierta al patio.
Era "Jesucristo", era el "iluminado", a quien to¬dos empezaron a mirar con curiosidad.
Llevaba en la mano una varita, evidentemente fle¬xible, mimbre quizá, con la que azotaba a cada instan¬te la caña de las botas que calzaba.
–¿Qué tendrá en la varita?, se preguntaban los más, siguiendo con la vista los pasos del taumaturgo que no cesaba de andar.
Las mujeres, que estaban en mayoría, y no pocos hombres, era evidente que darían cualquier cosa por saberlo, o siquiera tocarla y examinar la materia de que estaba formada.
De pronto, el hombre se planta en seco, próximo a la puerta, y sin abandonar la varita lleva ambas manos a las piernas, diciendo con voz clara. y como ha¬blando consigo mismo: "Qué dolor siento aquí; ahora me sube a la cintura y me corre por el espinazo... " Luego interrumpiéndose, exclama, mirando al grupo upo más próximo a la puerta: "¡Ya sé lo que es! Al¬guno de ustedes siente ahora los mismos dolores que yo”.
–Sí, señor, dice tímidamente uno del grupo, su ay ayudante en supercherías quizá.
En aquella o parecida forma, sin interrogaciones ni explicaciones, hacía el pronóstico.
Cada paciente al aproximársele trasmitíale sus dolores, según decía, y éstos hablaban por aquél. Para los que de buena fe acudían, aquel hombre, si no era lo que decía ser, poseía dones de origen sobrehumano, pero para los que estaban allí haciéndole mostrador al negocio, era un vividor como ellos, con más talento quizá o con más agallas.
Cada paciente, real o fingido, se retiraba llevando por toda medicina una botella de agua procedente del pozo de la casa, pero que el "iluminado", al llenar ca¬da una "sancionaba", según su propia terminología, mediante genuflexiones a compás de la consabida va¬rita.
Cuando se le preguntaba lo que la botella de agua valía, señalaba a la Virgen, que parecía mirarlo desde el interior, y con ella la bandeja receptora de las ofrendas, diciéndoles que era ella quien había de curarlos; y todos depositaban en la bandeja su óbolo, con la largueza propia de quien creía pagar a la Vir¬gen y esperaba que la generosidad de ésta correspon¬diera a su larguen en la medida de sus medios, que ella bien conocía.
Lo que hacían el taumaturgo y sus cómplices des¬pués que la clientela se retiraba, no nos interesa. Só¬lo debemos apuntar que el hombre desaparecía ense¬guida, para reaparecer ocho días después; que se repetía la misma comedia, pues el pozo era inagotable y la tontería de los explotados también.
Los nuevos discípulos de Pancho Sierra habrían vivido aquí como en el mejor de los mundos, a no haberles "enturbiado el agua" los médicos nuevos, con la cooperación del comisario Britos, que una tarde se presentó en el consultorio y no como paciente, con lo que echó a perder el negocio.
El jefe de la banda desapareció, no sin dejar al¬gunos discípulos, que todavía andan por ahí; pero su "modus operandi" ya es otro.
Porque los tontos son como los toros; para enga–arlos mejor hay que cambiar de suerte.
Hoy como ayer hay médicos, curanderos y enfermos; y hoy como ayer éstos, mejor que en el médico, creen en el curandero; como mejor que en la astronomía cree el vulgo en la astrología .
Octubre 17 de 1917

SU TEATRO

QUILMES, corno bien se echa de ver escarbando un poco sus estratificaciones, si después de su largo sueño de larva se decidió a romper su envoltura e iniciarse en la vida en su nueva forma, el proceso de su desarrollo no pudo ser más lento.
Cincuenta años atrás no tenía teatro, y no hay motivo para reprochárselo. Buenos Aires, la vieja capital del virreynato, que sólo tenía uno cuando la revo¬lución de Mayo dio cortésmente las gracias a Cisne¬ros por los servicios prestados, no tenía más de tres, medio siglo hace.
El circo suplía al teatro, y si aún hoy el primero tira, piense el lector lo que tiraría entonces. Habitualmente era su asiento el baldío de González, frente a la iglesia. Allí estaba, o se instalaba cada temporada el que entre nosotros suplía al Colón, animado, alegre, concurrido, sin que en sus graderías faltara la nota que en el Colón de verdad, dio renombre a su cazuela, que tuvo en Calzadilla su digno cronista.
Si Juan Moreira vivía su vida real, aún su exis¬tencia pasaba inadvertida en el circo; pero en los programas de éstos no faltaban números más o menos emocionantes, como, por ejemplo, el del niño volador, que desde la torre de la iglesia se dejaba deslizar por un grueso cable hasta el centro del circo, donde en sus brazos, lo recibía el payaso, antes que con garbo ar¬tístico, con emoción paternal.
Ese y otros que el cartel, nos desquitaban del teatro, generalmente más presen¬tido que conocido.
Conformarnos con lo conocido y resignarnos a no copiar lo desconocido aunque deseado, no era heroi-cidad; en cambio lo era hacer conciliables los espec¬táculos teatrales de Ir vecina capital, con las diligencias de Marcelino, Córdoba y Melitón Acuña y hasta con el mismo ferrocarril, aquellas fueron desalojadas por este, ya que el. último tren se recogía con las gallinas.
De la imposibilidad de ir al teatro con un horario de trenes tan morigerado se trataba una tarde del mes de marzo de 1877, entre los habituales tertulianos a la Biblioteca Popular, que lo eran en aquel momento Ma¬nuel Casavalle, Indalecio Sánchez, José A. López y el bibliotecario Rodolfo Luis Vega y se convino en que, as! como Mahoma viendo que la montaña resistía a la invocación de ir hacia él, fue al encuentro de aquélla., ellos podían, invirtiendo los términos, traer el teatro a Quilmes, o sean sus espectáculos, supliendo el arte con la voluntad.
¿Local? Allí estaba el salón de fiestas de la Muni¬cipalidad, tan amplio que ya quisiera el mejor espectáculo llenarlo. ¿Escenario? Se construiría; las lune¬tas se procurarían también y, en cuanto a actores, allí había cuatro que lo eran de primera intención, y fuera de allí tampoco faltarían otros.
Una dificultad a primera vista insuperable que¬da daba en pie, a pesar de todo, los entusiasmos de que estaban poseídos los de la tertulia.
Había teatro, escenario, telón de boca, decoracio¬nes, butacas y actores; pero sin actrices no hay representación teatral posible, y esas ni las había, ni veían. los del grupo de dónde sacarlas, desde que se desecha¬ba hasta el pensamiento de tomarlas de alquiler. Pero en el teatro todo es convencional, elijo uno, y bien podía serlo la actriz.
Se ha dicho de la omnipotencia del parlamento in¬glés que, con ser tanta, carecía, de la facultad de hacer de un hombre una mujer; pues los de la biblioteca la tendrían, hasta tanto no apareciera la actriz o la que se decidiera a hacer de tal, sin la ficción del sexo. ¿Quién sería él? O, mejor dicho: ¿quién sería ella?...
No lo sabían, ni el detalle use les preocupaba ya.
Convencidos de que harían, para los fines de su plan, de un hombre la mujer que les hacía falta, lo hallarían. Uniendo a su entusiasmo el buen sentido práctico, allí mismo quedó formulada la lista de la que había de ser comisión decorativa a los efectos de reinar, pues la acción de gobernar se la reservaban ellos.
Solicitados los candidatos, ni uno sólo excusó su concurso para la realización del pensamiento de los muchachos. Y la comisión quedó constituida así: se¬ñores Felipe Amoedo, José A. Matienzo, Fernando J. Otamendi, Carlos Casavalle, Juan Ithuralde, José Mª Rubio y Francisco Younger.
Puesto el pensamiento en acción, y resuelto que el producido de la fiesta o fiestas se aplicaría a beneficio de la Biblioteca Popular, pagado previamente el escenario, se sacó a licitación la construcción de éste, así como el servicio de confitería.
En la reunión que la noche del 19 de Marzo de 1877 tuvo lugar en el domicilio del presidente de la comisión, señor Amoedo, se aprobó la propuesta del carpintero don Jaime March para construir el escena¬rio y la de don Guillermo Iparraguirre para el ser¬vicio de confitería.
Quedó igualmente resuelto que la fiesta se rea¬lizaría el sábado 31 de Marzo y, según fuera su resultado, se repetiría la noche siguiente, con algunas variantes en el programa.
Los trabajos preparatorios fueron especialmente encomendados al presidente de la comisión y al señor José A. López.
El programa, del género dramático-literario (poco importa si en él había o no drama, ni literatura) decía así, copiado a la letra:

1º. –Discurso preliminar, escrito por el señor José Ignacio Pérez y leído por el joven Delfor del Valle.
2º. –"El sueño de la gloria", poesía del señor José Ignacio Pérez, declamada por el joven Manuel Casavalle.
3º. –Discurso a propósito, por el joven José A. López.
4º. –La comedia "No lo quiero saber", con el si¬guiente reparto: Amalia, Victorio Silva; Federico, José A. López; Don Bienvenido, Manuel Casavalle.
5º. –"Sin nombre", prosa del señor Delfor del Valle, leída por el mismo.
6º. –"La última hora de Colón", declamación por el señor Manuel Casavalle.
7º. –El juguete cómico "En tren directo". Rosa, (modista), Victorio Silva; Luis, (pintor), Manuel Casavalle ; Señor Pedro: José A. López.

Con aquella velada se inauguró el teatro en Quil¬mes la noche del 31 de marzo de 1877, y su éxito, desde el punto de vista social y pecuniario, no pudo ser más lisonjero.
Se repitió a la noche siguiente, con el mismo éxi¬to que la anterior.
Componían el programa, el drama "Don Sancho y Crispín", y como número literario único la poesía de Gervasio Méndez, "A Buenos Aires", declamada por Manuel Casavalle.
Aquel ensayo fue una revelación; Quilmes tenía teatro, el único posible dentro de sus propios recursos y elementos sociales, con los entusiasmos necesarios para sustentarlo.
Al calor de aquellos insospechados entusiasmos, en pleno invierno, cuando la sociedad veraniega, tan numerosa entones, se había retirado a su invernal refugio, se realizó y organizó la tercera velada tea¬tral, con el siguiente programa:

1º. "La agonía de Colón", en cuya representa¬ción intervinieron los jóvenes Silva, Casavalle, López y Amoedo Felipe A.
2º. "De gustos no hay nada escrito," en el que tomaron parte Casavalle, Silva, López y Sánchez Indalecio.
3º. El boceto dramático "Una lágrima," con Silva (condesa), Antonio Casavalle.
4º. El juguete cómico "Las dos joyas de la casa". por Silva (Pepita), Sánchez, López y Casavalle.
Llena esta vez, como las otras, la sala de concu¬rrentes, la ausencia de las familias veraneantes no quitó a la fiesta, que era a beneficio de las escuelas, brillo social, ni a la boletería éxito.
Y no eran los de casa solamente que creían que Quilmes tenía teatro. De igual manera se pensaba fue¬ra de aquí.
Poco después de la tercera representación, en los primeros días del mes de Septiembre, el empresario de la Compañía Niños Berenguer, que trabajaba en el tea¬tro "La Alegría" de la Capital, solicitó la sala teatro para dos representaciones, en las noches del sábado 9 y domingo 10 de Septiembre.
La primera noche se representó la petit pieza, "Como marido y como amante"; "El aria del marino", de la zarzuela "El relámpago", cantada por Ramón Berenguer; "Carambola y palos" y "Sálvese quien pueda".
Los actores, que eran cuatro y juntos no suma¬ban medio siglo, se llamaban: María, Juana y Pedro Berenguer y Arturo Amey.
La segunda noche fue interpretado "No hay hu¬mo sin fuego"; la romanza "Esta es la misma venta¬na". de la zarzuela "El Juramento", por el niño Juan Berenguer; "La Casa de Campo", "Me conviene esta mujer" y "Carambola y palos". La niña María Be¬renguer fue obsequiada con un artístico ramo de flores naturales por la señora Victoria W. de Wilde, quien con esa fineza expresaba su admiración por el talento de la precoz artista.
La posesión de una improvisada sala de espec¬táculos no dio ocasión sólo a la representación de obras teatrales; también tuvieron lugar fiestas de otros gé¬neros.
Fue en la casa del doctor José A. Wilde, tan abier¬ta a la hospitalidad social, como propicia a todas las nobles manifestaciones del espíritu, donde encarnó la idea de las señoritas Dionisia y Andrea Benítez, transmitida por ellas al doctor Wilde y al sub-inspec¬tor de las escuelas locales, don José A. López, de la organización de una fiesta en la que se cumpliría el siguiente programa:
1º. Himno Nacional, por un coro de escolares.
2º. Discurso de apertura, por el doctor José A. Wilde.
3º. Disertación por la señorita Dionisia Bení¬tez.
4º. Discurso - conferencia, por la señorita An¬drea, Benítez.
5º. Discurso, por la señora Victoria W. de Wilde.
6º. Recitado, por la niña Clara Flores.
7º. Idem, por la niña Victoria Wilde.
8º. Idem, por la niña Susana Mac Dougall.
9º. Idem, por la niña Angela Lavaggi.
10º. Discurso, por el señor José A. López.
11º. Discurso, por la señorita Agueda Nichol¬son.
12º. Lectura, por la señorita Ercilia Matallana, de un trabajo literario de la señorita Clara Echeverría.
13º. Lectura, por la señorita Elvira Risso, de una producción del señor cura, doctor José Ramón Quesada.
14º. Lectura, por el joven Felipe Amoedo de un trabajo del mismo doctor Quesada.
15º. Lectura, por el niño Máximo Garay de la Fuente, de una producción del señor Máximo Garay.
16º. Composiciones varias, por los niños Ga¬bino Risso, Francisco Setti, Claudio Etchevertz y Juan Hasperué.
Semejante programa defraudaba, tanto a los que buscan en los públicos espectáculos, sea cual sea su género, motivos para emociones más o menos gra¬tas, como a los espíritus frívolos.
Pero sea porque el público, que llenaba la sala hasta desbordar, tenía en su gran mayoría vínculos
estrechos con los actores, o porque la fiesta, a despe¬cho de la soporífera apariencia del programa no carecía de encantos, ella agradó, y su recuerdo y comen¬tarios favorables como acto, por su significación, per¬duraron largo tiempo.
Es evidente que nuestra sociedad, inclinada a aislarse y dejarse escurrir en su propio aburrimiento, se animaba ahora rompiendo la cristalización de hurañería, y ese prodigio lo realizaba ese modestísimo ta-blado, que juveniles entusiasmos convirtieran en tea¬tro.
Hasta ahora, en ese escenario sólo se habían rea¬lizado las fiestas reseñadas, en las que, como se ha visto, había más buena voluntad y ansia de distrac¬ciones que literatura y arte; pero ahora, nuestra sociedad iba a saborear arte de verdad en su sala de fiestas.
El reputado profesor José Strigelli, que era a la sazón maestro de música de la señorita María Marull, le había brindado el homenaje de un concierto en el que tomarían parte los más reputados profesores de la Capital.
La favorecida con el homenaje del concierto quiso que éste tuviera una finalidad benéfica, y lo ofreció al Consejo Escolar del distrito, a beneficio de las es¬cuelas del mismo.
La tarde del domingo 18 de Noviembre se realizó
el concierto, y de su magnificencia era buen testimo¬nio su programa, que copiamos aquí

PRIMERA PARTE

(a) Juana de Arco. Gran sinfonía para piano a cuatro manos, por la señorita María Marull y el profesor Strigelli.
(b) Sonámbula. Trío para flauta, violín y piano, por los señores Roig, Frígola y Strigelli.
(c) Lucía. Gran dúo para violín y piano, por Stri¬gelli y Chignatti.
(d) Romanza de la ópera "Una escena en el Olim¬po," por ' a señorita Felipa Amoroso, acompañada al piano por el señor Strigelli.
(e) Fantasía para flauta y piano, sobre un te¬ma suizo, por Roig y Strigelli.
(f) I promessi sposi. Gran trío para violín, violoncelo y piano, por Ripari, Panizza y Strigelli.

SEGUNDA PARTE

Disertación a propósito del arte, por el señor Jo¬sé A. López.

TERCERA PARTE

(a) Tarantela, de Gostehalk, a dos pianos, por la señorita Felipa Amoroso y señor Strigelli.
(b) La hija del Regimiento. Fantasía para violín y piano, por los señores Ripari y Strigelli.
(c) Trovatore. Gran dúo para violoncelo y piano, por los señores Panizza y Strigelli.
(d) L'estasi. Gran vals para canto, por la seño¬rita Amoroso.
(e) Souvenir d' Arcachon, fantasía para oboe y piano, por los señores Amadeo Joly y Strigelli.
(f) Hugonotes. Gran septimino para dos violines, viola, flauta, violoncelo, contrabajo y piano, por los señores Ripari, Frigola, Chignotti, Doig, Panizza, Ga¬rasino y Strigelli.
Fue aquella una hermosa fiesta, así como re¬unión social hasta entonces no igualada, que tuvo un digno Cronista en el distinguido vecino y cultor del divino arte, señor Angel G. de Elía.
Construido el proscenio, y como faltara al salón ornamentación adecuada, los tertulianos de la biblioteca se propusieron continuar la obra empezada. A ese fin, organizaron una nueva fiesta, cuyo producto se aplicaría ría al ornato de la sala, de espectáculos, y con ella ínauguróse el año 1878.
Fue su programa:
1º. Acto segundo de "Flor de un día", por Ca¬savalle, Barrera, Sánchez y López.
2º. "El sistema homeopático". Reparto: Casavalle (Gertrudis), Sánchez (Amadeo), Barrera (D. Pantaleón), Celestino H. Risso (Bruno).
3º. "El puñal del Godo", Casavalle (Don Ro¬drigo), Barrera (el conde don Julián), Sánchez (Teulia) y López (Monje).
4º. "Las dos joyas de la casa". Risso (Pepita), Casavalle, (Don Pantaleón), López (Don Bruno), Sánchez (Félix).
Como reunión social, fue ésta una de las mejores realizadas por los jóvenes aficionados, así por su número como por la calidad.
Todavía era la dama una ficción, pero no des¬esperaban de que antes de finalizar la temporada fuera una realidad.
Su dolor y sus versos habían puesto por aquellos días de moda al bardo de la melancolía, el zorzal entrerriano Gervasio Méndez.
Su coterránea, la distinguida dama señora Victo¬ria W. de Wilde, tuvo para él generoso recuerdo; tal fue el de organizar una fiesta a su beneficio, patrocinada por una respetable comisión, de la que eran:
Presidente, doctor José A. Wilde ; vice, señor Car¬los Casavalle; tesorero, señor Ramón F. de Udaeta; secretario, señor Delfor del Valle; vocales, señores José A. López, Fermín Rodríguez, Indalecio Sánchez, José María Páez, Manuel Casavalle y Aristóbulo Ca¬brera.
De tan memorable velada, la más brillante sin du¬da de las hasta entonces realizadas, corresponde, me-jor que una síntesis, una crónica.
Alzado el telón, ocupaban el escenario las perso¬nas que iban a intervenir en el acto: las señoritas Carmen Campero, Felisa San Martín, Clara Flores, An¬drea Benítez, y D. Hueyo y los señores doctor José A. Wilde, Carlos Casavalle, Fermín Rodríguez, José A. López, Delfor del Valle, Aristóbulo Cabrera, Carlos de Urien, y el poeta español Eduardo Bustillo.
El doctor Wilde abrió el acto con una hermosa y corta alocución, en la que recordó al poeta y lo que de su obra escribiera el prologuista, doctor Juan María Gutiérrez, y el señor Dellfor del Valle leyó en seguida un bien pensado trabajo, del mismo doctor Wilde, alu¬sivo a la velada, su índole y sus fines.
El poeta Eduardo Bustillo leyó, como lector exi¬mio que era, una poesía inédita de Méndez titulada, "Un tirano".
Solicitado insistentemente por la sala, declamó una producción humorística, suya: "La música en el matrimonio', que fue escuchada con deleite.
Las señoritas Carmen Campero y Modesta del Valle ejecutaron al piano una fantasía de Rigoletto. La señorita D. Hueyo arrancó al piano armonías quo sólo interpretan y sienten temperamentos exquisitos.
Tan complaciente e infatigable como singular lector, Bustillo leyó una producción de la señora Juana Manuela Gorriti, hija y esposa de próceres, en la que, en forma delicada y tierna, evocaba el recuerdo de una conferencia en Lima en la que, una niña, ante una sala desbordante de familias y literatos distinguidos, había leído, emocionando hondamente a sus oyen¬tes, verso versos del zorzal entrerriano, como lo llamó. La señorita San Martín se hizo aplaudir ejecutando al pia¬no Hugonotes, y una niña de pocos años, María Laura Ballesteros, declamó con desenvoltura y gracia encan¬tadoras "Flor del aire" y "San Martín" del poeta be¬neficiado.
"El poeta enfermo," del señor Bustillo, declama-do por éste, fue un hermoso y emocionante número. Delfor del Valle leyó "Fragmentos de un poema", de la poetisa Josefina Pelliza ; Belisario Otamendi, una poesía de José Ignacio Pérez titulada "Carta íntima a Gervasio Méndez"; la señorita Clara Flores una com¬posición en prosa de Delfor del Valle; el joven Inda¬lecio Sánchez otra de José A. López, y la señorita Au¬rora Rodríguez, la conocida poesía "¡Dios!"
Un joven de color subió al escenario, y luego de pedir venia a los señores de la comisión, declamó con raro sentimiento e inspiración dos poesías del bene¬ficiado, apenas conocidas.
La velada terminó con `` a agonía de Colón," por las jóvenes Casavalle, Sánchez y Amoedo, a lo que siguió el más anhelado número por el elemento juvenil, el baile, que se prolongó hasta el alba.
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Al finalizar el año 1878, el 22 y 25 de Diciem¬bre, elementos de la compañía teatral española que dirigía Rita Carbajo dieron dos representaciones, , que tuvieron éxito discreto de boletería.
El cuadro de los tertulianos de la biblioteca or¬ganizó para el 10 de Agosto de 1879 otra fiesta, a beneficio del Club Fraternidad, que por aquellos días crecía lozano en nuestro vivero social.
El programa contenía dos novedades insospecha¬das: una dama joven de verdad y el estreno de un juguete cómico escrito por uno de los tertulianos de la Biblioteca.
A despecho de preocupaciones sociales que ejer¬cían entonces irreductible tiranía, la señora Carmen Luján de Lanatta había consentido en que su hija, una niña de quince a diez y seis años, interviniera en la representación de "Los Crepúsculos", interpretan¬do a Isabelita, especie de niña zangolotina.
El programa consistía en: "Los Crepúsculos," por la señorita Carmen Lanatta y los jóvenes Casa¬valle, Vega, Sánchez y Risso.
"La Pomada Blanca", juguete cómico del señor José A. López, interpretado por Casavalle, Sánchez y Vega.
"El Puñal del Godo" y el juguete cómico "Las dos joyas de la casa", haciendo el papel de Pepita el joven José Iglesias.
La sala, repleta de público, hizo a la señorita La¬natta objeto de sus más afectuosos y cálidos entusiasmos.
El club beneficiado la obsequió con un medallón conmemorativo, que le fue presentado por su presi-dente el doctor Wilde, recibiendo además otros ob¬sequios y profusión de flores.
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Al siguiente mes, el día 20 de Septiembre, se rea¬lizó otra fiesta con intervención de la señorita Ángela Lavaggi.
Se repitió "La Pomada Blanca," con el mismo re¬parto de la representación anterior; "La Capilla de Lanuza", con intervención de la señorita Lavaggl y los jóvenes Casavalle, Vega, Risso y J. Navarro.
"Locura contagiosa," por la señorita Lavaggi y Casavalle, Sánchez, Vega y Risso.
El 8 de Diciembre tuvo lugar la función de des¬pedida del cuadro formado por los tertulianos de la biblioteca, a los que, sucesos que se producirían en breve, los forzarían a cortarse la coleta.
Para esta fiesta, el autor de "La Pomada Blan¬ca" había escrito un paso de comedia titulado: "Un marido como hay muchos," integrando el programa, "Sistema homeopático" y "En Tren Directo."
Y esta fue la última representación en que in¬tervinieron los jóvenes creadores del teatro en Quil¬mes, porque sobrevinieron luego los sucesos precurso¬res del sangriento episodio de la revolución del ochenta.
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En el tiempo que medio desde la representación últimamente recordada y los sangrientos sucesos de Junio, los jóvenes tertulianos de la biblioteca, como toda la juventud porteña, jugaron a los soldados.
Esto los distrajo durante algunos meses, hasta que la revolución y sus consecuencias los disperso a los cuatro vientos.
Cuando, pasada la tormenta, algunos volvieron a reunirse, todo había cambiado. La nueva vida política era incompatible con nuestra ingenua y primi¬tiva modalidad social.
El escenario, empero, prolongo su existencia du¬rante algunos años más, utilizado para colocar en él la orquesta para los bailes, y por la colectividad inglesa para representaciones de la opereta "The Mikado," cuando calla estaba de moda.
Tocóle a la Sociedad Italiana "Cristóforo Colom¬bo" realizar el tantas veces acariciado proyecto de construir un teatro, y el domingo 10 de Septiembre de 1909 lo inauguraba con el concurso de la gran can¬tante Hericlée Darclée, quién, si hacía rato había ini¬ciado su declinación artística, brillaba aún en el cielo del arte como estrella de primera magnitud.
Quilmes necesitó treinta y dos años para pasar del teatro ficción al teatro realidad.
Que estas páginas salven del polvo al primero, que mucho valía como esfuerzo de buena voluntad. Agosto 26 de 1918.
LA BIBLIOTECA POPULAR

SARMIENTO, como todos los educadores de pue¬blos tema el libro como instrumento de su obra. Conocía los prodigios por aquel realizados allá en el extremo norte del continente americano, de donde venía traído por el voto de sus conciudadanos para go¬bernar el país, y fue uno de sus primeros actos, como poder colegislador, prestigiar una ley protectora de Bibliotecas Populares, que el Congreso sancionó al fin, el 23 de Septiembre de 1873.
Pudieron. los espíritus conservadores o meticulo¬sos motejarla de prematura; decir de ella que iba demasiado a prisa; que siendo el libro instrumento de instrucción, lo primero era enseñar a leerlo a los pueblos que, como el nuestro, no sabían hacerlo. Esos reparos eran fácilmente pulverizados; la es¬cuela y el libro son fuerzas concurrentes en la instruc¬ción de los pueblos, que la una inicia y perfeccio¬na el otro.
Respecto de nosotros, no dejó de tener aplicación el reparo de los primeros.
La Biblioteca, si berros de juzgar por lo corto, difícil y accidentado de su vida, debió venir demasiado pronto. No estábamos preparados, sin duda, para re¬cibirla, incorporándola a la nuestra. Fue un esfuerzo hermoso pero idealista, que, como todos los de su géne¬ro, no se produjo en vano, su simiente, como la del evangelio, germinó o germinará. en su día.
Dos años después de puesta en vigencia la ley, llegaba a Quilmes el ferrocarril y con él nuevas gentes. Quilmes creyó necesario acicalarse para recibir¬las; se miro a sí mismo y vio que la ranchería que sustituyera las primitivas viviendas de la reducción cal¬chaquí no valía más que su desnudez edilicia, social y mental; se apercibió de ello y sintió escrúpulos paradi¬síacos; busco la hoja de parra con que esconder su desnudez mental y hallo buena la idea de la bibliote¬ca, que desde dos años atrás agitaba sin resultado el doctor José Antonio Wilde.
Este aprovecho tan feliz coyuntura; puso en ac¬ción su acariciado proyecto que comunico a los que de afuera venían, y halló eco y calor alentadores. En una asamblea de vecinos, relativamente numerosa, se de¬signó la comisión provisional. Esta nombro las auxilia¬res, encargadas de reunir fondos, que procedieron con tanta actividad como fortuna.
Formaba el doctor Wilde parte de la municipali¬dad, presidida por don Agustín Armesto, su amigo particular y de quien era discreto consejero.
Fácil le fue hacer que el señor Armesto sometie¬ra a la aprobación de los municipales un proyecto de ordenanza, acordando ,a la comisión provisional, para la fundación de la Biblioteca, una suma igual a la que tenía reunida.
La ordenanza fue votada por unanimidad, como por unanimidad también se acordó al señor Armesto la autorización que pidiera para ceder, con destino a la instalación de la Biblioteca, un amplio salón, contiguo al local de sesiones de la municipalidad y secreta¬ria de la misma.
Con el concurso franco de pueblo y gobierno, to¬da obra pensada es hacedera y la de la biblioteca tuvo el de todas las voluntades. En ella se unieron, co¬mo pocas veces sucede, vecinos y autoridades.
De acuerdo con la ley de protección de bibliote¬cas populares, de los fondos destinados a ese fin se acordó a la comisión una suma igual a la que ésta había reunido.
Una y otra suma se entregaron a la Comisión Cen¬tral, y con el dinero la nómina de los libros que por intermedio de ella se deseaban adquirir.
Esa nómina fue formada por el doctor José A. Wilde y el distinguido librero y editor de obras nacionales señor Carlos Casavalle.
Entre tanto, en el local donde iba a instalarse la
Biblioteca se hizo construir por el vecino Jorge Stru¬be, hábil ebanista, la anaquelería, armarios y mesa de lectura. Mil quinientos fueron los volúmenes adquiridos y remitidos por la Comisión Central, que entra¬ron holgados en los anaqueles construidos con capa¬cidad para dos mil.
Escogidos como habían sido los libros con crite¬rio literario .y dominio práctico de lo que a una biblioteca popular en centro como el nuestro conviene, ca¬da una de sus secciones reunía discreto número de volúmenes, suficientes para un buen servicio de lectura consulta.
En asamblea popular fue elegida la primera comi¬sión directiva así: presidente, don Mariano Otamendi; vice, doctor José A. Wilde ; vocales, don José A. Ma¬tienzo y don Juan Ithuralde; bibliotecario, don Mariano Vega.
Inaugurada al servicio público el ocho de Enero de mil ochocientos setenta y tres, fueron relativamente hermosos los primeros días de su existencia.
Cuatro meses después de su inauguración se fun¬dó el primer periódico que tuvo Quilmes, y en su número inaugural, se publicó el movimiento correspon¬diente a los cuatro meses transcurridos.
Según él, concurrieron al local de la biblioteca dos¬cientos cinco lectores, y habían sido llevados a domicilio ochenta y siete volúmenes.
Las obras leídas se clasificaban así: ciencias, treinta y siete; lectura en general, trescientos sesenta y tres.
El lector más voraz, y también el más constante suscriptor, fue el vecino del cuartel segundo, don Juan Hernández, quien llegó a retirar, término me¬dio, ciento veinte volúmenes por año.
Como su lectura favorita eran las novelas, cuando agotó el catálogo, como no se le incorporaron otras nuevas, empezó a releer aquellas que más le habían interesado.
Competidor de Hernández fue Charavel, sino que éste leía en el propio local de la Biblioteca., donde se instalaba apenas abierta y siempre silencioso, incli¬nada sobre el libro su airosa y enjuta figura, y su cabeza digna de un poeta .romántico, que evocaba re¬miniscencias de Musset o de Espronceda, y así se es¬taba las horas muertas, haciendo la desesperación del bibliotecario, que, cuando le recordaba que la biblio¬teca. iba a cerrarse, aún debía acceder a la conce¬sión de algunos minutos, que vencían muchas veces, hasta que al fin, agotada la paciencia del bi¬bliotecario, trocaba en órdenes su tolerancia Cha-ravel, entonces abandonaba lentamente su asiento y salía de la biblioteca, dejando ver claramente que allí quedaba su alma toda.
Era un melancólico, un silencioso, a quien el vul¬go llamaba loco.
La comisión primitiva y la que le sucedió luego, empujadas por la fuerza inicial de los primeros entusiasmos, parecieron menos mecánicas que aquéllas que vinieron después y que trasladaron su carga al biblio¬tecario, la que éste conducía tan lindamente, abrien¬do y cerrando la biblioteca con todo el rigorismo del horario oficial.
O porque los empujaba la fuerza dicha, o porque tuvieran un concepto más exacto de lo que era una biblioteca popular, así como de la misión del libro pues¬to al alcance de todos, tuvieron tal cual iniciativa fe¬liz, y entre éstas la institución de las lecturas públicas. No escapaba, sin duda, a su penetración, que los que aman el libro por el libro irían a buscarlo, por es¬condido que estuviera; pero, sabían, asimismo, que esos eran los menos, y el libro debía ser vulgarizado, saliendo al encuentro de los más, que son aquellos que, como dijo el evangelio, tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.
A esos, a los que saben leer, pero que no leen, esto es, que carecen del sentido de la vista psíquica; que por no conocer el libro ignoran sus fruiciones; a esos que un popular humorista de tierra adentro fotografió en la conocida anécdota del libro prestado al amigo, que al reclamársele su devolución confiesa que ni lo había leído, ni podía devolverlo porque se lo había fu¬mado con motivo de la carestía de la chala; a esos de¬bía la biblioteca atraer, ganar para sí, saliéndoles al encuentro.
Para llegar a ese fin muchos son los caminos. La comisión de la biblioteca se decidió por el de las lecturas públicas, y apenas constituido en 1876 el primer consejo escolar, se dirigió a él, proponiéndole que el primer jueves de cada mes, los alumnos de las escue¬las urbanas de su dependencia concurrieran al salón municipal, donde radicaba la Biblioteca, y con los alumnos el personal docente y familias que quisieran hacerlo.
Allí, dos o tres alumnos de cada escuela, desig¬nados por sus maestros entre los que leyeran corrientemente, lo harían en alta voz durante algunos minu¬tos, en libros tomados de la biblioteca.
En el artículo de los de esta serie que hemos con¬sagrado a las lecturas públicas, escribimos cuanto pa-ra hacerlas conocer convenía, y eso nos ahorra aho¬ra explicarlo más ampliamente.
En los primeros tiempos de instituidas las lectu¬ras, la Comisión Directiva de la Biblioteca agasajó a los escolares, maestros y familias concurrentes con dulces y refrescos; atenciones que hubieron de suprimirse porque, sin ser costosas, la exigüidad de los fondos de la biblioteca lo impuso, y no se halló o no se buscó la manera de evitarla. Es que a las primitivas comisiones que con tanta gallardía condujeran a la biblioteca, salvando los escolios económicos de su ruta, sucedieron otras que zozobraban hasta en aguas pláci¬das y se ahogaban en un vaso de agua.
Por quién sabe qué misterioso sino, el destino de la biblioteca se unió al de las lecturas públicas o viceversa. Así, cuando éstas iniciaron la declinación que las haría desaparecer, aquélla languidecía a ojos vis¬tos, extinguiéndose su luz cuando se suprimían de hecho las lecturas.
La biblioteca, empero, así como las lecturas pú¬blicas, tuvieron días hermosos, aunque cortos.
En los primeros tiempos gozó de un subsidio de seiscientos pesos mensuales de la extinguida moneda de la provincia, acordado por la Municipalidad; suma equivalente al sueldo del bibliotecario.
Los suscriptores, para tener derecho a retirar li¬bros para leerlos en su domicilio eran relativamente muchos, y tal cual donativo en libros o dinero daba testimonio del interés del vecindario por la novísima institución.
Tan auspiciosos principios decidieron a la comi¬sión a hacer rentado el cargo de bibliotecario que el se señor Mariano Vega desempeñaba ad-honorem, y nombraron para desempeñarlo al joven Rodolfo Luis Vega, hijo del anterior.
Las vinculaciones de camaradería y comercio so¬cial que el joven bibliotecario tenía con la no muy numerosa juventud local, y el cariño de ésta al libro, y mejor si era de versos o novelas de los románticos con¬temporáneos, que gozaban de más boga y predica¬mento, pronto hicieron de la biblioteca su centro.
V qué hermosas resultaban aquellas tertulias, a las que concurrían Manuel Casavalle, José María Ru¬bio, Indalecio Sánchez (hijo), José A.. López, Celestino H. Risso, Aristóbulo Cabrera, Florencio Rodríguez, José ¬María Páez, Ramón F. de Udaeta, Antonio Barre¬ra, Enrique Wilde, José M. Páez, Laudelino Páez, Julio Casavalle, Julio Fernández Villanueva, Miguel Rodríguez Machado, Agustín Berraondo, y otros, menos asiduos concurrentes que la mayoría de los nom¬brados.
Veloces y risueñas pasaban las horas de aquellas tertulias que ordinariamente se iniciaban vecino ya el crepúsculo de la tarde y concluían cuando

"La noche misteriosa
envuelta en su capúz ..."

como cantaban Manuel Casavalle o Indalecio Sánchez, que eran los ruiseñores de la bandada, echaba a todos a la calle, si antes no lo hacía la impaciencia del bibliotecario por acudir al cumplimiento de deberes ama¬torios.
¿Qué cuál era el tema o temas de aquella ani¬mada y alegre cháchara?
El laberinto de líneas que le resultaría al que se propusiera seguirlos, trasladando al papel los giros de una bandada de mariposas, parecería menos in¬coherente.
Aquello era un constante mariposear sobre todos los asuntos, tratados, ya frívolos o graves, con la despreocupación o desenfado propios de la edad, pero siempre en forma amable, amena, risueña.
Como el humorismo juvenil necesita siempre una víctima en quien ejercitarse, allí no faltó jamás, trata¬da con discreto talento, de modo que no lo advirtie¬ra cuando de buen grado no aceptaba el serlo, o con más crudeza, si no seguía la corriente por el diabóli¬co cauce abierto; estando siempre a la recíproca.
Después de todo la elección no era difícil, y en la alternativa de entrar por el aro o renunciar al atra¬yente regocijo de la tertulia, la opción era siempre favorable a ésta.
De los entretenimientos más gratos a los congre¬gados, ninguno alcanzó el éxito del repentismo rimado. Consistía éste en la improvisación de un verso, que por riguroso turno hacía cada uno de los que intervenían en el juego, con métrica libre para el que lo iniciaba, pero pauta obligada para los otros, cerran¬do la estrofa el último de los versificadores.
Aunque con frecuencia se daba una en el clavo y ciento en la herradura, el humorismo y la intención suplían el arte, con el consiguiente regocijo de acto¬res y espectadores, que los había siempre.
Concluida la estrofa se iniciaba la crítica, en la que también intervenía la barra, y como para manifestarse no se mordía la lengua ni ponía barras a la intención, detalle era éste el más entretenido del juego.
De acuerdo con la crítica, a la que los versifica¬dores se sometían casi siempre, se hacían las correcciones y con ellas el jaleo, encargándose de archivar todo aquello el que estas líneas escribe.
Como una muestra de lo que aquello era y daba de sí el constante ejercicio del repentismo forzado, vamos a reproducir el resultado de una de aquellas se¬siones de humorismo poético.
Realizábase en Filadelfia a la sazón una exposi¬ción. Con ese motivo, los versificadores más calificados, que llegaban a seis, decidieron realizar una se¬sión, en la que simularían enviar allá lo que en parte ha de verse, y que de antemano se convino, dejando la forma a la inspiración del momento.
Como al empezar la sesión, sólo cuatro de los seis indicados estaban presentes, se dio comienzo con ellos, continuándose con los otros dos, que llegaron después de la primera estrofa.
Y cada uno de los versificadores se despachó así:
1º. "Venerables galeras de los hermanos Risso!
2º. "Fósiles que venero lleno de admiración!
3º. "El genio yanqui os llama, y yo os llevo sumiso
4º. "A que os admire el mundo, alió en la ex¬posición!
1º. "Para hacer más amena tan larga travesía
2º. "Haré que os acompañen y den conversación
3º. "Los aludos sombreros que Wilde y com¬pañía (1)
4º. "Usan por distintivo de fraternal unión.
1º. "Con los perfumes de Bick
2º. "A que apesta Celestino (2)
3º. "Seguirá el mismo camino,
4º. "No hagan caso a esa bicoca,
5º. "La espada de Montes de Oca (3)
6º. "Y la joroba de Lino. (4)
1º. "Que vaya, también se impone
2º. "El tilbury de Escobar,
3º. "Encargado de llevar,
4º. "El gorro de Pedro Cuello,
5º. "Con el resto del cabello,
6º. "Del que acaba de llegar." (5)

Y de esta guisa fueron desfilando, camino de la exposición hombres y cosas, con indecible regocijo del concurso todo, muy numeroso aquella ocasión, en¬tre los que había más de un aludido.
Aquellas saladísimas reuniones hubieron de tras¬ladarse de la biblioteca a la oficina de recaudación, en la propia casa municipal, a cargo entonces de los buenos muchachos, infaltables a las tertulias de la biblioteca: Julio Casavalle y José María Páez.
Diremos la causa de aquel traslado.
Contiguo a la biblioteca tenía su despacho el se¬cretario de la Municipalidad, don Tomás Flores, respetable anciano que realizaba, aunque parecía siem¬pre atareado, el minimum de labor en un máximum de tiempo.
De ahí el que, siendo muy limitado el número de sesiones que la Municipalidad celebraba, y el resto de la labor que le estaba encomendada poco activa, lo sor¬prendiera la muerte estando por trasladar de los borradores al libro respectivo, las actas de dos años o más.
El ruido que de la alegre tertulia de los versifica¬dores llegaba hasta él, si no ora capaz de estorbar su labor, bastaba, y también sobraba, para interrumpir la habitual siesta que descabezaba sobre el libro de actas, siempre abierto y nunca lleno.
De aquel irrespetuoso desaguisado llevó la queja a su jefe, don Fernando Julián Otamendi, y éste ordenó la disolución de la tertulia, con lo que la biblio¬teca volvió a su habitual silencio, pues ya por aquellos días el número de sus concurrentes estaba limitado a Charavel y a los jóvenes de la disuelta tertulia.
A medida que pasaba el tiempo, la existencia de la Biblioteca se iba haciendo más precaria y más vegetativa y mecánica la acción de sus comisiones direc¬tivas.
Como no se adquirían nuevos libros, ni se repa¬raba a los destruidos por los agravios del tiempo y el uso, los recursos de la biblioteca se aplicaban ínte¬gramente a pagar al bibliotecario, y si al finalizar cada año resultaba algún saldo sobrante, se le donaba también a guisa de aguinaldo, para compensarlo de la exigüidad de su sueldo.
Pero sus recursos empezaron a ir a menos cada día. La Municipalidad, que al principio contribuyera con un subsidio de seiscientos pesos de la antigua mo¬neda (veinticinco de la actual), lo redujo más tarde a doscientos cincuenta, y a ciento cincuenta luego. En peligro la biblioteca de ser clausurada, por no tener conque pagar al bibliotecario, se apeló al recurso siempre fácil, Oro no eficaz, de solicitar subsidios voluntarios de los vecinos más pudientes, quo no son siempre los más generosos.
Conocido nominalmente su resultado pudo creer¬se conjurada la crisis y alejada por un tiempo más o menos largo la clausura de la biblioteca; pero pa¬sados algunos meses, el problema de las dificultades económicas volvió a plantearse y, en la asamblea que para renovar la comisión directiva tuvo lugar el 3 de Diciembre de 1876, se dio lectura a una memo¬ria en la que, al hacer mención de los subsidios voluntarios, se decía que muchos de sus subscriptores habían dejado de abonar las cuotas prometidas agre¬gándose que la situación se hacía insostenible, por¬que la exigua subvención municipal y las subscrip¬ciones que era posible hacer efectivas, no alcanza¬ban para pagar sus sueldos al bibliotecario.
Fue entonces que, entre el grupo de jóvenes ter¬tulianos que antes nombramos, surgió la idea de organizar una fiesta dramático-literaria, con el propó¬sito de beneficiar los fondos de la Biblioteca.
Se realizaría en el salón municipal. Este no te¬nía escenario, es verdad, pero los que la proyecta¬ban tenían veinte años y una fantasía, unos entu¬siasmos y una fe que, sino eran el éxito, eran la fuer¬za para alcanzarlo.
Aquella sería la primera fiesta de su género que viera Quilmes, realizada en su primor escenario, redactándose el programa de la fiesta con que se iba a inaugurar.
De la parte dramática se encargaron los jóve¬nes Manuel Casavalle, Victorio Silva (dama) y Jo¬sé A. López; y de la literaria éste último, Delfor del Valle y José Ignacio Pérez.
Antonio Barrera amenizaría los entreactos con música de piano.
Tuvo la fiesta, que terminó con improvisada danza, éxito completo, si no artístico, ni literario, social y de boletería.
Bien acreditaron esto último los ocho mil pesos de la extinguida moneda ingresados, con los que se pagó el escenario y quedó un remanente de dos mil que ingresaron á los escuálidos fondos de la Biblioteca, con lo que tuvo ésta dinero para pagar cuatro meses de su sueldo al bibliotecario y un escenario que también le pertenecía.
Quién esto escribe creía entonces en muchas co¬sas en las que no cree ahora y entre otras en la eficacia de la prensa local para ganar devotos á la Bi¬blioteca, y haciéndose cargo de la tarea, que con encantadora ingenuidad tomó en serio, escribió un ar¬tículo que tenía párrafos como este
"Ved al anciano acariciar, releyéndolos, a esos "amigos de la infancia (los libros), consejeros de la edad madura y sus compañeros de todos los tiem¬pos. Ved al ocioso que, conducido por su aburrimien¬to, llega a la Biblioteca, toma o pide distraído un libro, lo abre con desgano, ojea sus láminas pri¬mero, lee algunas líneas, talvez buscando en el texto la explicación de lo gráfico, lectura que acaba por "interesarle; es que ha encontrado en ella la reve¬lación de un deleite para él desconocido, que lo Bate volver al otro día y al otro.
"Esa conquista del libro sobre los espíritus sin cultura, vale más, mucho más, que una batalla ga¬nada en las lides cruentas por el predominio de los pueblos. Pues las bibliotecas alcanzan esos triunfos "cada día; tal es su objeto, su misión, su destino".
Pero eso era lo que dijo Hamlet:: “¡Palabras! ¡palabras! ¡palabras!"
La verdad es que la Biblioteca se moría.
El 20 de Enero de 1878, la asamblea de vecinos, realizada después de varias convocatorias desoídas, eligió la siguiente comisión: Presidente, José A. Ló¬pez, Vicepresidente, Indalecio Sánchez (hijo) ; Tesorero, Andrés Baungart; Vocales: Pedro Risso y Miguel Arce.
En aquel momento la biblioteca tenía los siguien¬tes subscriptores:
Fernando J. Otamendi, Juan Antonio Ramos, Mariano Otamendi, Agustín Lavaggi, Juan Robson, Joaquín Méndez, Emiliano Reina. Bautista Etche¬vertz, Emilio Pascual, Román Otamendi, Antonio Méndez, José Otamendi, Miguel Smith, Miguel Arce, Pablo Bick, José Ramón Quesada, Alejandro Lasalle, Bernardo Lerdou, Juan Ithurralde, Marcelo Loredo, Blas Escobar, Sebastián García, José Domingo Cór¬dova, Ramón de Udaeta ; José Agustín Matienzo, San¬tiago Martínez, Jaime Romagoza, Alfredo Sayús, An¬tonio Barrera, Trifón Ochoa, Juan Miguel Costa, José A. López, Remigio González. Francisco Rodríguez, Demetria Rivero, Andrés Baungart, Félix Risso, Celestino Risso, Maximino Córdova, Santiago Laor¬naga, Juan Escobar y Tomás Flores.
Total de subscriptores cuarenta y dos, que men¬sualmente representaban un nominal de cuatrocientos treinta pesos.
Conocido por la nueva comisión el estado de la Biblioteca, relativo a sus recursos, confirió a su presidente amplías facultades para realizar cuantas ges¬tiones creyera convenientes para levantarla de la pos¬tración que la abatía.
Con ese fin solicitó, por gestión personal, el in¬greso como subscriptores de muchos vecinos que habían dejarlo de serlo, o que no lo habían sido antes, y por nota la remisión gratuita de algunos diarios y revistas.
Se pidió también a los pocos autores de libros nacionales que entonces había, la donación de sus obras o de alguna de ellas.
Con este motivo, vamos a dejar constancia de la respuesta dada por el doctor Eduardo Wilde, autor de "Tiempo Perdido", libro recientemente publicado, editado por el Señor Carlos Casavalle.
Encontrábase quién esto escribe, presidente enton¬ces de la Biblioteca en la librería del señor Casava¬lle, cuando llegó el doctor Wilde. Previa amable pre¬sentación del dueño de la casa, le recordé la nota que pocos días antes se le enviara solicitándole la dona¬ción de su libro.
–Vea, joven, me contestó sonriendo diablescamente, si en vez de vender mi libro lo regalo, no sólo habría perdido el tiempo; perdería también dinero. Por for¬tuna, no todos los autores solicitados imitaron al de "Tiempo Perdido".
El general Mitre donó la "Historia de Belgrano", "Arengas" y "Rimas".
Josefina Pelliza de Sagasta su novela "Margari¬ta" y un torno de poesías ("Lirios Silvestres").
Juana Manuela Gorriti, "Sueños y Realidades".
El doctor Honorio Martel, su libro "Reminiscen¬cias de un viaje de Buenos Aires a Tucumán" y "Contestación a la expresión de: agravios en la litis de los
herederos de don Luis Maglione con doña María Cue¬to" y además, las obras siguientes: "Estadística General del Comercio Exterior de la República" "Regis¬tro Oficial de la Provincia de Buenos Aires", "La Pro¬vincia de Catamarca", por Espeche; "Memoria pre¬sentada por el Ministro de Culto y Justicia, doctor Onésimo Leguizamón"; "Tratado teórico práctico de Álgebra", por Horacio N. Robinson; "Apuntes de Via¬jes del Plata a los Andes y Mar Pacífico", por Santia¬go Estrada; "La. Cuestión Penal", estudio por el doctor Luis V. Varela y de Miguel Cané "Juvenilia" y "Recuerdos de Viaje".
Balbina S. de Villavicencio, "Una hora más tar¬de" de Alfonso Karr; "Arturo", de Eugenio Sué; "El Vicario de Wakerfield", por Goldsmith ; "La Dama de las Camelias", por Alejandro Dumas (hijo).
Ramón de Udaeta: "Viaje al País de los Arauca¬nos", por Lucio V. Mansilla "Diario de Sesiones del Senado de la Provincia" (años 70 a 75)
Máximo Garay: "La Fontana de Oro", por Pérez Galdós ; "El Niño de la Bola" por Alarcón; "Tipos Populares" , por José María Pereda.
José A. López: Pluralidad de mundos habitados", por Camilo Flammarión; cinco novelas de Julio Verne; "Los Condes de Osorno", por Coriolano Marquéz; "El pobrecito hablador", por Mariano de Larra (colección de de artículos).
La Bibloteca Nacional remitió 24 volúmenes de publicaciones oficiales.
Por intermedio del señor Daniel Maldonado se propuso al distinguido bibliófilo doctor Olaguer Feliú el canje de dos volúmenes de edición antigua, refe¬rentes a legislación agraria romana, que habían sido donados a la Biblioteca por don Manuel Benavente.
Acepado el canje, el doctor Olaguer Feliú dio en cambio "La Historia de los Estados Unidos", por Laboulaye (4 tomos); "Historia General de Andalucía", por Joaquín Guichot, (2 tomos); "Los Cantones Suizos", "Origen, Constitución e Historia Política de Portugal". "El Filósofo de la Boardilla", por el mis¬mo (2 tornos) "La América actual", por Emilio Jou¬veaux (1 tomo); “El Secreto de la Felicidad", por Er¬nesto Feudau (1 tomo) mujer del porvenir", por Concepción Arenal (1 tomo) ; "El estanciero prácti¬co”, por Miguel A. Lima (1. tomo) ; "Exámen crítico de los discursos sobre constitución religiosa, conside-rada como parte de la civil"; por el Deán doctor Gre¬gorio Funes (1 torno); "Noticias Biográficas de Tasso y los Italianos", por M. Angelis (2 tomos); "Oración Patriótica pronunciada en la Catedral de Buenos Aires el 25 de Marzo de 1817 por el doctor Julián Se¬gundo de Agüero"; "Biografía del brigadier general don Miguel de Azcuénaga" y "Auto-biografía del Coronel don Manuel Dorrego".
De las solicitudes dirigidas a las direcciones de diarios y revistas, sólo contestaron satisfactoriamente "La América del Sud", "La Alborada del Plata", "El Porteño", y "La Ondina del Plata".
Además se propuso a las bibliotecas de Belgrano y San Fernando el canje de las obras duplicadas, con discreto resultado.
Con ese motivo el director de la biblioteca de San Fernando, señor Juan M. Madero, dirigió al presidente de la local una conceptuosa comunicación que termi¬naba así: "Creo excusado decir a Ud. señor López, que, puesto que vamos a un mismo y patriótico fin, difundir la instrucción en el pueblo, en todo lo que Ud., me crea útil puede contar con mi más decidida cooperación", etc.
Persistiendo el presidente en la infantilidad de creer en la eficacia de los artículos de diario para cu¬rar a la Biblioteca del mal de anemia que la consu¬mía, publicaba pocos días después de elegido un artículo en el periódico de su dirección, que terminaba así: "Los recursos de la biblioteca son tan pobres que alcanzan apenas y no sin dificultades al mezquino sueldo del bibliotecario, no quedando saldo alguno para adquirir nuevas obras, ni siquiera para restaurar muchas que el uso ha inutilizada".
"En estas condiciones, la biblioteca podrá soste¬nerse dos o tres años más, en cuyo término se habrán acabado de destruir la mayor parte de sus obras mas solicitadas, y como no podrá restaurarlas ni adquirir otras, quedará de hecho clausurada; pues sin libros la biblioteca no tiene objeto".
"El sostenimiento de la Biblioteca es cuestión de honra para Quilmes, y así el pueblo como sus autoridades no deben perdonar sacrificio ni esfuerzo que le a aseguren recursos suficientes para garantirle estabilidad y progreso”.
Coincidiendo con la publicación de este artículo se borraron cato catorce de los cuarenta y tres subscripto¬res que la biblioteca tenia, sin duda porque no lo ha¬bían leído.
Por fortuna, fueron sustituidos por otros, que quizá lo leyeran.
Y a la nómina de antes se agregaron los siguientes: Señoritas de Matallana, Carneen Luján de Lanatta, Pedro Giménez, José Fontán, José E. Echeverría, Dr. Honorio Martel, Carlos Casavalle, Belisario Hueyo, Florencio Rodríguez, Federico Serra, Felipe Amoe¬do, Daniel Maldonado, José Guillaza, Juan Bauzas, Indalecio Sánchez, (hijo), Pedro Risso, José Semeria, Aristóbulo Cabrera, Bernabé Iriarte, Alejandro Gabliardo, Balbina S. de Villavicencio, señoritas de Ramos, señorita Dolores Flores, Juan López, José M. Rubio, (hijo), Julio Casavalle, Antonio Montaldo, Jai¬me Wilde, Socorro Cuitiño de Echagüe y Guillermo Iparraguirre.
Otra donación se hizo por aquellos días a la Bi¬blioteca, de la que en este trabajo es de justicia de¬jar constancia.
Fueron miembros del jury de clasificación de pa¬tentes fiscales para el año 1877 los señores Sebastián García, Francisco Eugenio Labourt, Juan Ithuralde, Alejandro Lassalle y Remigio González, y tenían por la ley una pequeña asignación por su trabajo, la que, una vez brindada por la Tesorería de la Provincia, fue entregada a la Biblioteca, a cuyo beneficio fuera donada; ascendiendo su importe a ochocientos cuatro pesos de la. extinguida moneda.
El 29 de Diciembre de 1878 tuvo lugar la asam¬blea de socios protectores de la biblioteca.
En ella, y de acuerdo con una disposición regla¬mentaria, el presidente presentó una laboriosa memoria comprensiva de los trabajos realizados duran¬te el año, movimiento de la biblioteca y estado econó¬mico de la misma.
Como el reproducirla aquí ocuparla demasiado espacio, amén de que repetiríamos no poco de lo que expuesto queda, transcribimos solamente algunos párrafos de su final.
"Al hacerme cargo de la Biblioteca, un año hace, la existencia en caja era de trescientos dos pesos y treinta socios protectores. Al terminar el presente, existen dos mil cuatrocientos pesos, y en el libro de subscriptores se registran cincuenta y ocho nombres de otros tantos vecinos que contribuyen anualmente con la suma de seis mil quinientos ochenta pesos, que agregados a los fondos existentes sumarán 8980 pe¬sos.
"Estos son los fondos efectivos y nominales con que el año entrante contará la Biblioteca.
"Ellos son más que suficientes, si sólo se trata de pasar el año, pero insuficientes si con ellos se ha de sacar a la Biblioteca del estado vegetativo en que yace.
"Sus obras, particularmente las novelas, y aque¬llas con encuadernación rústica, han sido inutiliza¬das por el uso. Exigen una inmediata reparación, a la que habrá que acudir pronto si se quiere que continúen sirviendo; pero a las que no es posible atender con los recursos ordinarios.
"A nadie puede ocultársele que, a continuar así, los años de la biblioteca están contados, y cuando sus libros, por releídos unos y por caerse en pedazos otros, pasen a estado de retiro, será menester cerrar-la.
"Que a tan doloroso extremo no se llegue, como espero que no se ha de llegar, está en nuestra ma¬nos y diligencia el evitarlo. Bastará el grano de are¬na, por todos aportado".
Pocos días después se reunía en su primera se¬sión la comisión, renovada con los señores Máximo Garay, José E. Echeverría y Bernabé Iriarte que habían sustituido a los señores Sánchez, Risso y Arce. El presidente dio cuenta de una comunicación del tesorero señor Baungart, excusándose de asis¬tir a la sesión y proponiendo que, como fuera de prác¬tica en los años anteriores, se donaran al bibliote¬cario, como aguinaldo del nuevo año, los tres mil pesos sobrantes del ejercicio del anterior.
El presidente se opuso a la. proposición del se¬ñor Baungart, y como una concesión, dijo, a prácti¬cas contrarias a todo orden administrativo, propo¬nía que por última vez se practicara el donativo pe¬ro reducido a mil pesos, de los tres mil de existencia, pues la biblioteca tenía necesidades que debían ser satisfechas, en lo posible, con esos recursos. Y así se acordó.
Tres días más tarde el presidente recibió una so¬licitud del miembro de la comisión señor José María Rubio (hijo), quién no había concurrido a la última sesión, pidiéndole citara a la comisión con el ob¬jeto de reconsiderar, en sesión extraordinaria, la resolución referente al donativo de los fondos sobran¬tes, por no estar conforme con el cercén que se le había hecho, desde que de acuerdo con las prácti¬cas establecidas, el saldo debió acordársele íntegro al bibliotecario.
La convocatoria se hizo y la sesión tuvo lugar solo con la concurrencia de los señores Rubio, Echeverría e Triarte, los que decidieron una nueva con¬vocatoria, que comunicaron al presidente y vice, pero éstos en vez de concurrir enviaron sus renuncias.
Como pasara tiempo sin reunirse y decidir lo concerniente a la renuncias presentadas, y habién¬dose hecho público el abandono en que se hallaba el gobierno de la Biblioteca, el presidente renunciante, después de oída la opinión calificada del Dr. Wilde y señores Otamendi y Baungart, y aunque ella no coin¬cidía con la propia, dirigió una nota al presidente del Consejo Escolar de acuerdo con uno de los artículos de la ley protectora de las Bibliotecas Po¬pulares, denunciando el abandono en que, por falta de gobierno, la biblioteca se hallaba, y poniéndola, interinamente, bajo su dirección.
Decía la nota a que hacemos referencia:
"Quilmes, Febrero 22 de 1879.
"Señor presidente del Consejo Escolar, don Án¬gel G. Ella:
"Habiendo cesado de hecho la Comisión Directiva de la Biblioteca Popular, sin tomar en consideración la renuncia que de su presidencia hice el 7 de Enero ppdo., y dado el abandono en que la biblioteca se halla, cumpliendo disposiciones de la ley de las Bibliotecas Populares, la de Educación Común y Reglamento General de Escuelas, me .dirijo a usted haciendo a ese Consejo entrega de la Biblioteca y cuanto a ella pertenece bajo inventario, todo lo que pasará a po¬der de ese Consejo el día que usted se sirva comunicarme".
"Dios guarde a usted:
JOSÉ A. LÓPEZ."

Reunidos el 23 de Marzo los señores Rubio, Echeverría e Iriarte, tomaron en consideración la renuncia del presidente, aceptándola, y convocaron a asam¬blea de socios protectores para elegir al reempla-zante.
La convocatoria fracasó por falta de concurren¬tes y los señores Echeverría e Iriarte presentaron sus renuncias, que retiraron más tarde.
Una nueva asamblea Tuvo lugar el 27 de Abril, eligiéndose al señor José A. Matienzo en reemplazo del señor López, pero aquel renunció en el mismo acto, eligiéndose al señor Fernando J. Otamendi, quien tampoco aceptó.
Varias tentativas para reunir la asamblea fracasaron por falta de número, quedando en la comisión sólo el señor Rubio.
Retirada a la biblioteca, por la acefalía de su gobierno, la subvención municipal, hicieron lo mismo la mayor parte de sus protectores.
Si sus puertas se abrían aún, debíase a la buena voluntad del bibliotecario que, impago y sin esperanza ole compensación, concurría regularmente, como si allí no hubiera pasado nada.
Fue entonces que los señores doctor José A Wíl¬de, D. Andrés Baungart, D. Ramón F. de Udaeta, don Eduardo Casares, don Juan Ithuralde, don Justo del Valle, don José A. Matienzo; don Pedro Giménez. y don José A. López, los dos últimos directores de los periódicos locales "El Quilmero" y "El Independiente", solicitaron de la municipalidad el nombra¬miento para la biblioteca de una comisión interina que cuidara de su gobierno, convocando inmediata¬mente la asamblea vecinal.
La municipalidad decidió convocar a una asamblea que eligiera la comisión definitiva.
Realizada la asamblea el 16 de Noviembre de 1879, eligióse la comisión siguiente:
Presidente, José A. López.
Tesorero, Andrés Baungart.
Secretario, Miguel A. Páez.
Vocales, Pedro Giménez y Mariano Solla.
Como el señor López renunciara en el mismo ac¬to, y en forma indeclinable, a la presidencia y a formar parte de la comisión, ,fue integrada ésta con don Antonio Silva y elegido presidente don Mariano Solla.
Pocos días después el bibliotecario señor Vega dejó el puesto, por haber sido nombrado jefe de la oficina local del telégrafo.
Pudo creerse que la nueva comisión volvería la biblioteca al carril del que la sacara la enojosa incidencia del aguinaldo al bibliotecario, pero no fue así. El señor Solla era un anciano respetable y un buen vecino, pero sin pensamiento ni acción para salvar a la biblioteca del difícil trance en que se le había colocado y aquélla siguió deslizándose por el plano inclinado que fatalmente habría de llevar sus libros al depósito de las cosas inútiles.
Reconocida su impotencia por la nueva comisión, terminado que hubo su mandato no fue posible nombrar la que habría de sucederle, no obstante las reiteradas convocatorias a asamblea.
Al fin la municipalidad se hizo cargo de ella luego que el Consejo Escolar se excusó de hacerlo, por no tener, dijo, local adecuado donde instalarla, y la existencia de la biblioteca se hizo cada día más precaria, hasta que vino una municipalidad que, ne¬cesitando el local que aquélla ocupaba para ensan¬che de su', oficinas, hizo que los libros fueran saca¬dos a brazadas, como el ama de don Quijote hiciera con los del caballero manchego, sólo que en vez de hacerlos llevar al corral, se los condujo al depósito de los enseres comunes.
Y allí, hacinados en informe montón, permane¬cieron durante mucho tiempo, hasta que otra municipalidad los trasladó a una sala interior húmeda y obscura, donde estuvieron olvidados de todos e igno¬rados de los más, hasta que fue nombrado Intenden¬te Municipal en 1904 el mismo que fuera un día pre¬sidente de la biblioteca, e hiciera por ella lo que re¬codado queda; aquél que, como diputado, obtuviera de la legislatura una suscripción para con ella hacer construir un local propio, del que nadie se atreviera a desalojarla.
Y el 8 de Diciembre de 1904, la biblioteca, des¬pués de declarársela incorporada al patrimonio municipal, fue solemnemente instalada en el local que hoy ocupa, sin que costara dinero a las rentas de la comuna, cuyo patrimonio enriquecía.
Y ahí está y estará, porque no hemos de temer jamás manos criminales que la desalojen.

LAS LECTURAS PÚBLICAS

MUCHO ha disminuido entre nosotros el número de los que no saben leer, pero no por eso es mayor el de aquellos que lo saben hacer "correctamente Y con propiedad", como reza una definición gramatical.
Es claro que al decir esto no aludimos a la lec¬tura mental, mental, sino a la pública. Y es ahí donde duele, como que los buenos lectores son al arte de leer lo que los mirlos blancos a la ornitología. Y por ser raro encontrar buenos lectores, es buena obra hacer que las haya.
Así debió pensar la Comisión Directiva de la Bi¬blioteca Popular, o alguno de sus miembros que sa¬bía lo que en materia cultural se trace en otras par¬tes, arando, apenas constituido el primer Consejo Escolar, de acuerdo con la ley de Educación Común san¬cionada el año 1875, se dirigió a él proponiéndole que, el primer jueves de cada mes, los alumnos de las es¬cuelas urbanas de su dependencia concurrieran con su personal docente al salón municipal, donde, dos. tres o más alumnos de cada una, designados por sus maestros entre aquellos que supieran leer ya corrientemente, lo hicieran en forma pública durante algunos minutos.
El Consejo calificó la idea de excelente y la aco¬gió con entusiasmo, con lo que las lecturas públicas quedaron oficialmente incorporadas como institu¬ción cultural a las prácticas escolares, inaugurándose, no sin cierta solemnidad, el jueves 6 de Septiem¬bre de 1876, favorecidas por un día primaveral.
Concurrieron al acto los alumnos de las tres es¬cuelas urbanas que entonces había, dos de niñas y una de varones, con un total de ciento cuarenta edu¬candos, que llegaron al salón a las dos de la tarde, acompañados de los siete docentes que constituían el personal.
Alrededor del salón se habían colocado doscien¬tas sillas que fueron ocupadas por los escolares, maestros y familias concurrentes, que lo eran las de Ba¬randa de Risso, Villanueva de Páez, Wilde de Wilde, Villanueva de Fernández, Solla, Armesto, Matallana, Luján de Lanatta, Otamendi, Rodríguez, Giráldez, Silva, García, Mac Dougall, Córdoba, Arce, López, Garmendia, Echagüe, Guzmán de Flores, Maldonado de Marull, Villavicencio, etc.
En el centro estaban colocadas una tarima y un atril, desde donde leerían los escolares.
Daba solemnidad al acto la presencia de las autoridades municipales y escolares, junto con la Comisión Directiva de la Biblioteca Popular.
En las puertas de ésta, que se abrían al ,inte¬rior del salón, se agrupaban en su habitual actitud de flirteo, Indalecio Sánchez, Rodolfo L. Vega, Jo¬sé E. Echeverría, José A. López, Sebastián García, Antonio Barrera, Ramón F. de Udaeta, Aristóbulo Cabrera, Francisco Soto, Carlos Casavalle, Celestino H. Risso, José María Rubio, José M. Páez, etc.
El presidente del Consejo Escolar presidió el ac¬to, en el que intervinieron las niñas, Elvira. Risso, Clara Flores, Ercilia Matallana, Ramona Matienzo, Ercilia Otamendi y los niños, Bernardo Pisten; Juan Hasperué y Claudio Etchevertz. Todos leyeron, más o menos discretamente, aunque en sus propios libros.
Hubo aplausos, felicitaciones y dulces. Aunque estos últimos, ofrecidos por la Comisión Directiva de la Biblioteca Popular estaban destinados a la gente menuda, la galantería de los obsequiantes hizo que por extensión, participaran. también las damas.
Este detalle de los dulces se repitió durante al¬gunas lecturas más, suprimiéndose después por razones de economía; era la Biblioteca una institución tan pobre, que sus finanzas se desequilibraban si en el platillo de los gastos se echaban algunos caramelos. Es verdad que el gasto pudo afrontarse arbitrando recursos entre los miembros de la Biblioteca y de la Municipalidad, pero ninguno de ellos apuntó la idea, si es que existió.
Teníamos un sistema monetario de subdivisión infinitesimal admirable para el cultivo de la tacañería, y unos tacaños maravillosamente formados para vi¬vir en su propia tinta, como los calamares.
Brindados y consumidos los dulces, y luego de un amable departir, el acto terminó, recobrando el salón su habitual tranquilidad y silencio solo inte¬rrumpido por la alegre cháchara de los jóvenes tertulianos de la Biblioteca, o los pasos del Capitán Montes de Oca, que lo cruzaba con frecuencia al pa¬sar por el interior, del despacho del juez al cuartel y viceversa.
Pero si con el desalojamiento del salón terminó el acto, hubo comentario social para muchos días. Eran tan raras las oportunidades que pudieran dar tema a los comentarios de ese género, que las lecturas públicas llegaron a interesar más como ac¬to social que por sus propósitos educativos.
Las de aquel año se clausuraron el 14 de Di¬ciembre, iniciándose enseguida el período de vacaciones, con un ceremonial y concurrencia semejantes al de su iniciación. Presididas por el Presidente del Consejo Escolar señor Ithuralde, éste indicó para texto de las lecturas de aquel día el discurso que el Cura párroco doctor Ramón Quesada, pronunciara po¬cos días antes, con motivo de la distribución de pre¬mios.
La nómina de los lectores durante el tiempo que aquel ejercicio cultural se practicó, resulta completa, o poco menos, agregando a los nombres citados an¬tes, los siguientes: María Nieves Rodríguez, Carmen Lanatta, Antonina Matallana, Lola García, Nie¬ves. Sánchez, Ángela López, Soledad Quevedo, Jua¬na Cabrera, Micaela Iparraguirrre, Graciana Lagou¬arde, Victoria Wilde, Susana Mac Tac Dougall, Vicenta Lassalle, Angela Lavaggi, Benigna Pintos, Anasta¬sia Barbosa, Juana Bacigalupo, Isabel Armesto, Victoria Arce, Isabel Romero, Manuel Marchant, Sa¬muel, Duran, Juan Gorrindo, etc..
Por indicación del Sub-Inspector, señor López, que con frecuencia presidía las lecturas, se estable¬ció que los lectores no leyeran en sus propios libros, sino en aquellos que se les proporcionarían, tomados de la Biblioteca, y con preferencia artículos de ín¬dole histórica, contenidos en la Revista Nacional o en la de Buenos Aires, y tal cual capítulo de "La mujer", por Severo Catalina.
Los lectores, aun los que mejor lo hacían, leían mecánicamente, con la proverbial entonación declamatoria escolar, sin inflexiones ni sentimiento, pero se desempeñaban sin encogimiento, con dominio del li¬bro, aunque sin dar muestras de sentir lo leído; y tal como aquello resultaba, la impresión era satis¬factoria.
Con todo eso, era evidente que no tenía ambien¬te propio, y que a aquellos que debían y podían hacer¬lo les faltaban los alientos del entusiasmo y la fe.
Viendo a la institución decadente, el presidente de la Comisión Directiva de la Biblioteca Popular dirigió al del Consejo Escolar la siguiente nota:
"Quilmes, Abril 14 de 1878
"Señor Presidente del Consejo Escolar,
"Dr. Alfredo Sayús.
"El que firma ha observado, con sentimiento, que los primeros meses- del año han transcurrido sin reanudarse las lecturas públicas establecidas por inicia¬tiva de la institución que presido, y que merecieran el aplauso del vecindario, a cuyo establecimiento tan efi¬cazmente ayudó ese Consejo.
"Las lecturas públicas, que tan positivos benefi¬cios reportan a la educación, han perdido algo de su primitivo esplendor, y el que suscribe piensa que si ose Consejo se empeñara en ciar al acto la importancia que él tiene, la recuperaría sin tardanza.
"Estas consideraciones me determinan a dirigirme
al señor Presidente para poner en conocimiento del Consejo Escolar, que esta institución está como siem¬pre dispuesta a cooperar con él para que las lecturas públicas tengan interés y eficacia.
"Dios guarde al señor Presidente.
José A. López".

El Consejo no desoyó el recuerdo y las lecturas volvieron a regularizarse cobrando alguna animación; pero volvieron a decaer después de finalizar el año si¬guiente (1879).
La asistencia de alumnos decrecía y el de con¬currentes lo mismo; el elenco de lectores era poco variado, y hasta el grupo de jóvenes flirteadores se redu¬cía sensiblemente.
Para ellos, las lecturas carecían de interés si no venían ellas, desde que allí no habrían de leerse sus versos o su prosa, de la más genuina filiación ama¬toria.
Ya muy adelantado el año 1880 sin que las lec¬turas se reanudaran, el Consejo Escolar culpó de ello a la Municipalidad, que con frecuencia se olvidaba de dar las órdenes necesarias para el arreglo del salón. Después dijo que no se le querían facilitar los muebles.
Aunque una y otra cosa fueron terminantemente negadas por los municipales, las lecturas públicas quedaron suprimidas de hecho, como de hecho había que¬dado la Biblioteca Popular sin dirección ni gobierno.
La Comisión cesante no pudo ser substituida, por inasistencia de los vecinos a las varias asambleas a que aquella los convocara.
El Consejo Escolar, al que correspondía hacerse cargo de ella, de acuerdo con disposiciones previsoras contenidas en la ley que creara las Bibliotecas Popu¬lares, no lo hizo porque dijo no tener local donde instalarla.
Así las cosas, tuvo Quilmes un día una Municipa¬lidad que, necesitando, dijo, el local de la Biblioteca pa-ra ensanche de sus oficinas, la desalojó por propia autoridad, mandando los libros al corral como el cura y el barbero lo hicieran con los del loco sublime de Cervantes.
Hemos dicho corral y no lo borramos, porque co¬rral era el rincón en el depósito de trastos viejos, donde se les arrojó un informe montón.
No damos aquí los nombres de la Comisión Di¬rectiva de la Biblioteca Popular, ni de los municipa¬les a quienes alcanza la responsabilidad del retroceso cultural apuntado, porque o los hemos olvidado o no queremos recordarlos.

SU COMERCIO

LA trilogía comercial formada por "La Atalaya", "La Bella Vista" y "La Alianza", constituían la avanzada de las casas mayoristas de la Capital, des¬tacadas estratégicamente sobre los caminos del Sud. En sus mallas, tendidas al paso de comerciantes y viajeros, se quedaban estos de buen grado.
Para ellos, esas casas que les salían al encuen¬tro tenían todas las ventajas deseables, sin los inconvenientes de la Capital, por ellos apenas conocida, pero temida a causa de peligros más imaginarios que reales, pero propios de su natural desconfianza. En ellas se creían más en su casa y entre los suyos.
Para que no sintieran ni la necesidad ni la tenta¬ción de pasar más allá, se les brindaban allí cuantos artículos pudieran serles convenientes y útiles para sus comercios o necesidades personales.
Dado el número, variedad y calidad de la clien¬tela, aquellos comercios abarcaban todos los ramos imaginables, y el comerciante, fuera cual fuera su ramo, el hacendado, el agricultor, el obrero, la mujer del pueblo y la dama elegante, podían adquirir allí cuanto pudieran desear para satisfacer sus necesida-des, gustos y caprichos.
Pero la eterna ley de la mutabilidad nada perdo¬na y los comercios que se encumbran triunfantes cuando están de moda, se derrumban tan pronto el favor público, siempre mutable, dá en abandonarlos.
La decadencia y derrumbe de los de la trilogía, se inició por "La Atalaya" y muy luego le siguió "La Alianza." "La Bella Vista" parecía haber atraído a si toda la vida comercial que de sus poderosos competidores escapara, y su creciente prosperidad lo de¬jaba así suponer; pero la muerte de sus dueños, el señor Justino Gonzalez primero, y algunos años des¬pués su socio don Lesmes Pascual, provocó su deca¬dencia. y liquidación.
Aunque el partido no carecía de riqueza agrope¬cuaria, el pueblo, asiento de sus autoridades, carecía de vida comercial, como no fuera la que de su perife¬ria pudiera venirle, y ésta era absorbida por los tres grandes comercios mencionados y otros secundarios, siendo que todos aventajaban en importancia comer¬cial al mejor de sus congéneres urbanos.
El comercio que, durante la época. colonial y hasta muchos años después estuviera en manos de españoles, pasó a las de los criollos, sin modificacio¬nes de forma ni de fondo.
El espíritu conservador y rutinario de los padres pasó integro a los hijos y si la reforma, la modernización, venía, no había que esperarla por ese lado. El comercio de Quilmes estaba monopolizado por los criollos, tanto respecto de las tres grandes ca¬sas ya nombradas, como de las otras, formando en la plana mayor del gremio, los hermanos Justino, Faustino, Laurentino, y Remigio González, y el hermano político de éstos, don José Domingo Córdoba.
Todos ellos habían preferido la zona rural para su acción comercial, menos don Remigio González, establecido en la urbana.
Esta carecía de incentivos comerciales. inter¬ceptada la corriente que pudiera dárselos por los comercios de la zona periférica, pero así que los ten¬táculos de éstos fueron debilitándose, el comercio urbano fue ganando en influencia y acabó por prevalecer.
A provocar esta reacción influyó, más que el capital, el espíritu y la acción de un núcleo de extranjeros, cuyos comercios acabaron pronto por im¬ponerse a las necesidades, al gusto y al capricho de la clientela rural y urbana, nacional y extranjera.
El monopolio del comercio local correspondió en¬tonces a los señores Francisco Eugenio Labourt, Juan Ihuralde, Alejandro Lassalle, Antonio Méndez, Joa¬quín Méndez, Marcelo Loredo y Anché; Baungart, extranjeros, y Smith y Otamendi, Juan García, An¬tonio Silva y Remigio González, criollos.
Estos habían perdido terreno; pero las fuerzas incorporadas al comercio local les dieron nuevas energías. La acción, más bien dirigida en el sentido del orden y la economía, no modificó sus peculiaridades externas, y aquella cristalización colonial criolla se conservé inalterable.
Cada comercio valía de acuerdo con la eficacia que del espíritu del mostrador que lo animaba, emanaba.
El del señor Labourt, por ejemplo, culminaba la curva de sus éxitos cuando lo animaba el espíritu comercialmente amable, culto y atrayente del señor Orleáns Larralde, y su decadencia se iniciaba con la desaparición de éste.
Atendido por el señor Sandalio Salas, no estaba en malas manos el del señor Ithuralde; pero fue extraordinario el empuje recibido. cuándo retirado aquel, vino a sucederle don Santiago Martínez.
Retirado este, se inició también su decadencia.
Los otros, atendidos directa y personalmente por sus dueños, con excepción de los del señor González y Smith y Otamendi, atendidos por terceros, se de¬fendían, ondulando la línea de su desenvolvimiento, de acuerdo con la mayor o menor habilidad de los ti¬moneles del mostrador.
Como más que los éxitos o quebrantos de esos comercios, nos interesan ellos por si, sus modalidades externas, las articulaciones o rigideces de su estructura, su capacidad en suma para seguir con holgura a la evolución. que desde hacía rato hacía sentir su influjo en el "modus operandi" comercial con nuevos moldes y modelos es de ese detalle c que vamos a hacernos cargo y constatar también que la cristalización que antes apuntáramos, se conservó casi inalterable.
Seriamos demasiado severos con los comercian¬tes extranjeros que desplazaron a los criollos, si les atribuyéramos la culpa de la inalterabilidad de esa cristalización, faltos quizá de espíritu innovador que, al improvisarse comerciantes, tampoco conocían mejores modelos que imitar.
No; Quilmes estaba todo él cristalizado en mol¬des casi seculares, y aunque a un paso de la Capital Federal, vivía como los mariscos, feliz y contento en el aislamiento de su caparazón.
En tales condiciones, no ha de sorprendernos que su comercio, mejor que romper el molde que aprisionaba el todo, se ajustara a él,
Era tal la inalterabilidad de sus modalidades y fijo, permanente, su sistema de exposición, que to¬dos los comercios se parecían entre si como dos gotas de agua, y cualquiera de sus empleados, después de un año o más de a esencia, podía reanudar sus tareas los ojos vendados. Cada, artículo ocupaba hoy el propio sitio que ayer, y el mismo que ocuparía ma¬ñana, colocado de idéntica manera, doblado del mis¬mo modo y expuesto sin modificación. El artículo substituía al vendido ocupaba su sitio, sin que pudiera advertirse el cambio.
Los clientes no conocían menos que el personal interno el sitio correspondiente a cada artículo y hasta podrían decir, respecto de al algunos, los años que hacía que los veían allí.
Pero un día, inopinada expansión innovadora rompió la cristalización de la rutina. El espíritu tradicional, conservador, cedió terreno al innovador, que avanzaba triunfante, y el que se resistió fue aplastado.
¬Se llamaban los innovadores, en los ramos de almacén, Antonio Silva, criollo y Ramón Dapena, español, y en los de tienda, Basilio Rodrigo y Juan P. Pérez.
Todos los otros ramos de comercio sufrieron los efectos de la reacción contra la rutina y el comercio se modernizó.
En el terreno de las ideas aún perduran las cris¬talizaciones como mal hereditario: pero esa es harina de otro costal.

PRACTICAS ELECTORALES

NO queremos ir demasiado lejos para establecer el punto de partida de la vida cívica y prácticas electorales del Quilmes de ayer, porque una y otras, "mutatis mutandi," fueron, son y serán semejantes, salvo modalidades propias de cada época.
La Constitución que en 1853 se dio el estado de Buenos Aires, separado de la Confederación después de la revolución del 11 de Septiembre, establecía el gobierno electivo, comprendido el régimen municipal. Pero las luchas comiciales estaban circunscriptas a la Capital; en el resto de la provincia, como no fuera para los jueces de paz y comandantes militares, los actos eleccionarios pasaban inadvertidos para los de¬más.
Las elecciones municipales mismas no interesa¬ban a los vecindarios, desde que la ley había hecho del juez de paz presidente nato de la municipalidad, con derecho al voto deliberativo y luego al decisivo. Reuniendo en su persona la suma de las faculta¬des administrativas, judiciales y policiales, no había fuerza capaz de contrarrestar su omnipotencia, y an¬te ella todos se humillaban,
Las encarnízalos luchas entre "Chupandinos" y "Pandilleros", o sean, Federales Rosistas y Libe¬rales, y cuando la división de estos últimos, después de Pavón, en “Crudos" y "Cocidos," o Autonomistas y Nacionalistas, no trascendían a la provincia, y el fuego que las pasiones se apagaba al pa¬sar el Riachuelo. En Quilmes, la apatía, que petri¬ficaba la vida, social tanto como la administrativa, cristalizaba también la política y la electoral. Pero en 1872 llegaron con el ferrocarril rachas que parecían querer barrer el pasado, para dar paso a una vida nueva. Precisamente en ese año debía tener lu¬gar la elección de gobernador que precedería a la elección presidencial de 1874 y esta circunstancia Iba a la lucha interés extraordinario. A la candida¬tura voluminosa del doctor don Eduardo Costa, pro¬clamada, por los mitristas, oponían los alsinistas la de don Mariano Acosta. Unos y otros de los parti¬distas locales se aprestaron para la lucha, con bríos y entusiasmos espasmódicos propios de los que, de improviso, pasan de la inercia amodorradora a la ac¬ción violenta.
Mitrista era el juez de paz don Agustín Armesto y alsinista el comandante don Andrés Baranda, y tiraba cada uno para el lado de los suyos.
El comandante Molina y el mayor Ubiñas echaban también el peso de sus espadones en el platillo alsinista, y en el mitrista dejaba caer el del suyo el comandante don José Cándido Galván, y su autoridad y prestigios el juez de paz señor Armesto.
La ley electoral parecía hecha de intento para resucitar en los comicios el abolido juego del pato, teniendo por tal a los registros, donde se anotaban los nombres y el voto de los sufragantes, con lo que las elecciones se ganaban o se perdían, según la diligencia, fuerza y entereza; como que los regis-tros se custodiaban, defendían o atacaban y se ha¬llaban en peligro siempre de ser arrebatados y destruidos por el perdidoso.
En las elecciones de 1872, los mitristas locales creían tener de su parte la mayoría del electorado y sus adversarios lo comprendieron así, porque con los primeros compases de la elección, iniciaron los recursos habituales dirigidos a entorpecerla. Los mitristas comprendieron a su vez que, tanto como atender a la elección, importaba cuidar los registros.
El comandante Galván había traído de su es¬tancia "Los Tronquitos" ("Capilla de los Ingleses"), un numeroso y lucido grupo de sufragantes, enca¬bezado por los hermanos Gregorio, Aniceto, Julio, Constancio y Benjamín Díaz.
Por su parte, el comandante Molina y el mayor Ubiñas, capitaneaban otro de "barraqueros," veteranos en las luchas comiciales y rápidos y seguros para alzarse con los registros, cayera quien cayera. El primer incidente fue provocado por el comandante Molina. Poco después de iniciada la vota¬ción quiso hacerlo Julio Díaz y aquél se opuso a que le fuera admitido el voto; Díaz insistió con actitud poco tranquilizadora y airada, recordando a su impugnador cierta cuenta pendiente. Como se mostra¬ra decidido a liquidarla allí mismo, y Molina se vie¬ra lejos de los suyos, hizo este mutis forzado, abando-nando su oposición.
La ventaja de los mitristas se hacía más sensi¬ble a medida que la elección avanzaba en su desarrollo, sin que sirvieran a descontarla ni detenerla las constantes incidencias provocadas por sus adversa¬rios.
Era menester, o resignarse a perder la elección, o apoderarse de los registros..
Aproximándose la hora de la clausura de la asamblea, el grupo de barraqueros avanzó, condu¬cido por el mayor Ubiñas. cuyas espaldas guarda¬ría el comandante Molina; pero sus adversarios es¬taban prevenidos y los esperaban.
Apenas franqueó Ubiñas la puerta, y antes que lo hiciera ninguno de los suyos, cayó herido de un balazo, disparado por Constancio Díaz.
A este disparo le siguieron otros más, sin hacer blanco, pero que dispersaron a los atacantes.
Los registros se salvaron, y ellos constataron el triunfo de los mitristas.
En cambio, el resultado general favoreció a los alsinistas, que sacaron triunfante a su candidato, el señor Acosta.
Las elecciones de 1874. aunque encarnizadas, no tuvieron nada de extraordinario que merezca ser mencionado. Triunfaron los alsinistas con Avellaneda y los mitristas fueron a la revolución Y ven¬cida ésta, a la abstención.
Sin elecciones municipales - porque si bien la Constitución de 1875, que sustituyé a la de 1853, consagraba el régimen municipal electivo, éste no se puso en vigor hasta 1885, y con sensibles restricciones y abstenido el partido mitrista, las elec¬ciones en la provincia, y en particular los comicios locales, carecieron de interés para otros que no fue¬ran los propios elegidos y sus electores, los jueces de paz y comandantes.
En 1885, el gobernador D'Amico que, como sus antecesores, había prometido la efectividad del régimen municipal de la Constitución, se decidió a cumplir sus promesas, pero quedándose el gobierno con la parte del león, o sea. el derecho de nombrar las intendentes por decreto.
Convocado Quilmes para elegir su municipalidad (cuatro municipales titulares y dos suplentes, según el censo de 1869), se inició una activa cam¬paña de propaganda por parte de las fueras popu¬lares, en oposición al oficialismo.
Era conciencia pública que este caería vencido, por carecer de arraigo en la opinión; pero él esta¬ba decidido a defender sus posiciones a todo trance y sin pararse en medios.
Antes del medio día de aquél de la elección, al oficialismo se le habían agotado los votantes, mientras los opositores enviaban los suyos en grupos íntegros e incesantemente.
Ya no había duda; el oficialismo tenía perdida la partida.
Temiendo que el orden fuera alterarlo, el jefe de policía señor Lartigau, había enviado de comi¬sario inspector al Coronel Dun Carlos Gaudencio con refuerzos policiales, .y puesto la policía a sus órdenes.
Tenían los oficialistas su comité frente al atrio de la iglesia y era constantemente vigilado por el Coronel Gaudencio, a cuya perspicacia no había es¬capado que allí se tramaba algo anormal para aten¬tar contra el orden.
A las tres de la tarde el fiscal oficialista fue relevarlo, viniendo a sustituirlo Domingo Campodónico, hombre de acción y con fama de guapo.
El nuevo fiscal, sin despojarse del poncho (es verdad que era invierno), tomó asiento junto a una de las dos mesas del comicio; aquella donde estaban los registros.
Quedaba cumplida con esto la primera parte del plan oficialista, que se proponía ahora repetir con Campodónico el lance del mayor Ubiña en las elecciones de 1872
Apenas el nuevo fiscal en posesión de su pues¬to, cruzó el atrio en dirección a las mesas un grupo de emponchados que salió del comité de enfrente.
Como todos ellos habían votado ya, no era posi¬ble que su intención pasara desapercibida a un hombre como el Coronel Gaudencio, quién rápido les salió al paso, deteniendo violentamente a Martín Etchichurry, un profesional del matonismo, que capi¬taneaba al grupo y se le había adelantado.
A pesar de la resistencia opuesta, Etchichurry fue desarmado y reducido; los otros, al ver la suerte de su jefe, se desbandaron. Campodónico aprovechó la confusión para desaparecer.
La tentativa para destruir los registros había fracasado.
Completa fue la derrota del oficialismo, que so¬lo obtuvo un municipal titular, correspondiendo a sus adversarios el resto de la representación.
Sobrevino luego un periodo de calma en la vi¬da electoral, pues no queremos registrar aquí, por vergonzosas, las incidencias de aquella semana que precedió a la elección de Máximo Paz para el gobierno de la provincia, durante la cual, hordas ebrias y desenfrenadas, nadas, confundidas con la policía. o tole¬radas por ella, nos llenaron de terror y vergüenza.
Promulgada la constitución de 1889 y en vigor el régimen municipal que ella consagra, los comi¬cios locales adquirieron relativo interés y discreta actividad.
Tres partidos se dividían la opinión: la Unión Cívica Radical, que dirigían conjuntamente, pero no siempre de acuerdo, don José Augusto Otamen¬di y el doctor clon Ildefonso Salas; la Unión Cívica Nacional, que tenía por conductor a don Victoriano Huisi y el Partido Autonomista Nacional, presidido por don José A. López.
Como las fuerzas estaban equilibradas, ningu¬na de las tres agrupaciones prevalecía sobre las otras, y la inteligencia, cuando menos entre dos de ellas, era necesaria para elegir el Intendente y la Me¬sa Directiva del Concejo Deliberante, acuerdo que ora se hacía con una, ora con otra de las fracciones.
De este equilibrio y juego de acuerdos de emer¬gencia, resultaba una lucha ideal.
Durante la elección cada grupo se esforzaba; por sacar ventajas sobre los otros, poniendo en juego ingeniosas travesuras que, si servían para encubrir discretos fraudes, no degeneraban jamás, ni en vio-lencias ni en escándalos; sus excesos, si los había, eran mejor del género risueño.
Así un día, ante una mesa con mayoría radical de escrutadores, se presentó a votar el popular moreno Mariano Piris, que hacía de mandadero bara¬to en la imprenta a de "La República", y cuyo nombre no figuraba en el padrón electoral.
Entregó con gravedad al presidente su bolea de sufragio. Aquel leyó: Pedro Díez Gómez, N° 83, Cuartel 1°. (Risa general).
–¿Cómo se llanma Ud.?
–Pedro Diez Gómez.
–¿Periodista?
–¡Si, señor!
Y el voto, que era radical, fue anotado.
Los fiscales opositores encontraron la impudi¬cia tan graciosa que no se opusieron a su admisión. Aquella amable camaradería se prolongaba del comicio a la mesa, del hotel, donde después de la elección se congregaban a comer los dirigentes, y el más sabroso plato de aquellas comidas era el comen¬tario de las pasadas incidencias y las mutuas reve¬laciones que allí se hacían también de las travesuras más confesables.
Tal armonía tenía necesariamente que influir en el sistema económico electoral. La Cervecería Argentina no había puesto en práctica aún, a tí¬tulo de propaganda del producto, dar cerveza gra¬tis para ser consumida en los comités durante cada elección, a fin de desalojar al vino del consumo habitual del electorado.
Aunque más barata que aquél, el dirigente de uno de los partidos encontró la manera de que aún le resultara mucho más, y mediante una manipu¬lación de "corte", que encomendaba al licorista don Juan Cini, hacia de cien litros de cerveza, doscientos.
¬Según parece, la manipulación no fue del agra¬do del electorado, cuya decisión partidista está en razón directa con la calidad de la cerveza, y la eco¬nomía de dinero se tradujo en pérdida de votos.
No siempre las gracias que se traducían era fraude encontraban la amable tolerancia que el vo¬to de Piris.
En cierta ocasión, a la mayoría radical de algu¬nas mesas se le finé la enano en la admisión de vo¬tos a lo Piris.
Los fiscales opositores protestaron, sin resul¬tarlo. Como lo que empezara en broma se formalizaba en perjuicio de la pureza del sufragio y del interés de los cívicos y autonomistas, los jefes de éstos decidieron protestar la elección, retirar los. fiscales y dar para ellos por concluido el acto elec¬cionario.
Al proceder así, estaban seguros de la eficacia de su actitud, teniendo en el Concejo Deliberante, como tenían, mayoría para anular la elección.
El jefe de los radicales, señor Otamendi, aun¬que no estaba conforme con aquella travesura de los suyos, se sintió impotente para corregirla.
El fraude es una borrachera que solo aires nuevos disipan. De ahí el por qué aquellos que lo habían hecho estaban incapacitados para corregirlo.
De ello se encargaron los dirigentes de los tres grupos, suscribiendo el siguiente compromiso, que fue lealmente cumplido.
"La dirección de los partidos Cívico Nacional y Autonomista Nacional, en el deseo de evitar al vecindario las perturbaciones de una nueva elección que necesariamente habría de ser más apasiona¬da que la anterior .y llevaría a la municipalidad en¬conos y rivalidades perjudiciales a la administra¬ción comunal, conviene en retirar la protesta for¬mulada por las irregularidades de la elección del domingo.
"La Dirección de la Unión Cívica Radical reconoce que su representación, votando sola, desde la hora en que los partidos protestantes se retiraron hasta clausura del comicio, aparece aumentada con relación a la que le correspondería si la elección se hu¬biera realizado con la concurrencia y contralor de los tres partidos y consiente en que el resultado del es¬crutinio del comicio sea modificado en el sentido de al partido Unión Cívica Radical dos municipa¬les titulares y un consejero escolar, al Partido Unión Cívica Nacional, un municipal titular, un suplente y un consejero escolar e igual representación al Auto-nomista, determinados todos por sorteo."
Estas y otras incidencia, pasaban por el cielo ríe la armonía política-electoral, como tormentas de verano, que la placidez del día siguiente hacía olvi¬dar sin violencia.
Las elecciones de Marzo de 1899 para la re¬novación de la Cámara de Diputados, encontré a los dirigentes natos de las tres agrupaciones locales en desinteligencia con algunos de sus tenientes, cuyas veleidades de rebeldía recibían alientos desde afuera. Los que ejercían la ;jefatura de las tres agrupaciones acordaron entre si, seguros de que la Cámara aprobaría sus comicios, hacerlos para ellos solos, en el atrio si la policía no hacía presión, y fuera del atrio si la hacía.
Para el caso que sucediera esto último, y curándose en salud, las elecciones quedarían hechas desde la víspera, disponiendo, como disponían, de registros en blanco y de suficiente número de escrutadores.
Para ello se trasladaron a la Capital Federal, y reunidos en el comedor de la casa calle Salta N° 327, se llenaron los registros con los rotos correspon¬dientes a cada uno de los tres partidos y se hizo el escrutinio, dejando la tarea de las firmas para el día siguiente.
El doble comicio, recurso al que fue menester acudir y al que la policía hizo puente de plata, se constituyó en la plaza, en el ángulo 'formado por las calles Sarmiento y Alsina.
La Cámara lo aprobó, desechando el del atrio: pero vino la intervención y echó a perder el trabajo con la anulación que hizo de las elecciones en ge¬neral. Y convocó a otras que presidió ella misma. y en las oue resultaron electos diputados los vecinos señores, Dr. lldefonso Salas, Victoriano Huisi y José A. López.
Lo que sucedió después, cuentas son de otro rosario.
Quilmes Agosto 3 de 1918.
SUS ESCUELAS CUARENTA AÑOS HACE

BUENO, más que bueno necesario, es al avanzar mirar hacia adelante, pero sin dejar de volver la vista atrás para ver el camino, pues no interesa me¬nos el recorrido que el que nos queda por andar.
La obra de los que nos han precedido, pueden con su conocimiento enseñarnos mucho, así en lo que ella tenga de sustantivo como de objetivo.
Por modesta que haya sido la escuela de cuaren¬ta años atrás, no por eso debe ser olvidarla, y menos en estos artículos consagrados al recuerdo del Quilmes de ayer.
El espíritu descentralizador de los constituyen¬tes que en 1873 dieron a la provincia la carta orgáni¬ca más avanzada de la escuela democrática, puso en acción su fórmula f fundamental, el gobierno del pue¬blo por el pueblo, en su más amplia aplicación.
De ahí el que diera al de las escuelas autono¬mía económica y haciéndolo de ori¬gen electivo.
Para asegurarle una autonomía económica, le dio rentas propias y hasta declaró inviolables algunos de los fondos, y sus rentas aplicables solo a la edificación de casas para escuelas.
La administrativa no estaba menos garantida confiando el gobierno facultativo de las escuelas a un Director General, presidente a la vez del Consejo de Educación, y la administración local y el gobierno inmediato de las escuelas a los consejos de distrito.
Posteriormente la política, mejor que la ciencia, ha enmendado la plana a la primitiva ley, y no para mejorarla; pero el espíritu que la animara no pudo ser muerto y se conserva aún.
Promulgada la Constitución de 1873, y de acuerdo con lo que ella estatuía respecto de la educación común, se sancionó la ley de 26 de Septiembre de 1875.
En la fecha de esta ley, el gobierno de la instruc¬ción primaria era función que compartían el de la Provincia y la Sociedad de Beneficencia.
Las escuelas fundadas y sostenidas por el gobierno, o subvencionadas por las municipalidades, dependían inmediatamente del Departamento de Escuelas, y de la Sociedad de Beneficencia las que esta insti¬tución sostenía, vigiladas unas y otras por las Muni¬cipalidades.
En el presupuesto general de la provincia se proveía de recursos al Departamento de Escuelas, y la Sociedad de Beneficencia atendía con los suyos a las escuelas que le pertenecían, y nombraba y removía su personal.
La Ley de Educación Común suprimió ese dualis¬mo, centralizando en la Dirección General de Escuelas el gobierno facultativo de éstas y en los Consejos de Distrito la administración y, gobierno de las locales.
Aunque es evidente que la reforma fue beneficiosa, en la sustancia y el detalle, para la educación común, no dejó de ser meritoria entre nosotras, la obra anterior.
El edificio demolido ocho hace, para levantar el que ahora. ocupa la Escuela N° 1, se empezó a construir en 1862 ,y se inauguró el 25 de Mayo de 1863.
Para reunir los fondos necesarios se non nombró comisión de vecinos y, con los recursos por ella recaudados y la contribución del gobierno y la municipali¬dad, el edificio se hizo.
Para Quilmes, y dada la época, su construcción debió parecer monumental, como bien lo dan a enten-der algunas palabras del discurso del doctor José Antonio Wilde en el acto de la inauguración: "Creo, dijo, ser el intérprete de los sentimientos de todos los vecinos de Quilmes, al hacer una pública manifestación de gratitud al gobierno, a las autoridades del Departamento y a los señores de la comisión, por haber dotado a nuestro pueblo del más ; bello edi¬ficio que poseemos. Bello por su arquitectura y más bello todavía por el alto objeto a que se le destina".
En ese edificio se educaron dos generaciones an¬tes que pudiera construirse otro mejor.
Grande era, sin duela, el esfuerzo que el representaba y mayor nos parece aún si tenemos presentes los reiterados esfuerzos de más modesta edificación posteriormente fracasados. y la laboriosa y prolon-gada gestación de lo; que se construyeron.
En 1878, por ejemplo, el vecino de la Estación Conchitas, don José María Goñi, ofreció donar dos lotes de terreno para la construcción en ellos de una casa escuela y el señor don Jerónimo Rufino ofre¬ció con el mismo fin diez mil pesos de la extinguida moneda y su concurso para aumentar ese donativo con otros, que tomaría a su cargo solicitar.
Comunicados estos ofrecimientos al Consejo Ge¬neral, se solicitó del mismo la contribución de lo que por su parte debía aportar, de acuerdo con la ley.
Se necesitaron veinticinco años para que esa edi¬ficación se realizara; siempre a tiempo, es verdad, para que los nietos de los donantes se educaran en ella, pero demasiado tarde para que lo hubieran hecho sus hijos; y más tarde aún, para que sus prometidos do-nativos hubieran podido utilizarse.
De acuerdo con la Ley de Educación Común, el 17 de Enero de 1876 quedó constituido el primer Consejo Escolar, recientemente elegido, en la siguiente forma: Presidente, don Juan Ithuralde; Tesorero, don José A. Matienzo; Vocal, don Mariano Otamen¬di; Sub-Inspector, don Julián 0. Miranda y Secreta¬río el doctor don Juan Gil, estos dos últimos, distin¬guidos miembros de la sociedad montevideana y emigrados al la sazón, a causa del golpe de estado del Co¬ronel Latorre.
Algún tiempo después regresaron a su país y en reemplazo del doctor Gil fue nombrado Secreta¬rio don José E. Echeverría, y al señor Miranda le sucedió, corno sub-inspector, don Pedro Giménez, y por renuncia de éste, don José A. López.
En el momento de constituirse, había en el dis¬trito siete escuelas, entre oficiales y particulares subvencionadas. De éstas, cuatro eran urbanas y tres ru¬rales: La número uno, ambos sexos, dirigida por la señorita Dionisia, Benítez, (dependiente de la Socie¬dad de Beneficencia); la N° 2, de niñas, dirigida por la señorita Demetria Rivero, (dependiente del De¬partamento de Escuelas) ; la N° 3, de varones, regenteada por don Manuel Blanco, con igual dependencia que la anterior; una escuela particular de varones, subvencionada por la Municipalidad y dirigi¬da por don Emiliano Reina; una escuela de varones en el Cuartel 3" (hoy Florencio Varela), a cargo del presbítero don José María Fronteriz (dependiente del Departamento de Escuelas); una escuela (en el Cuartel 3°, dirigida por don Atanasio A. Lanz y subvencionada por la Municipalidad (más tarde, la esposa del señor Lanz adicionó a la escuela una sección para niñas, que tuvo a su cargo durante mucho tiempo, sin remuneración alguna); otra escuela particular (en el Cuartel 4° "Capilla de los Ingleses"), a cargo de don Carlos Coll, subvencionada por la Municipalidad.
Toda estas esquelas se oficializaron, pasando a depender directamente del Consejo Escolar, sostenidas por su presupuesto.
La primer diligencia del Consejo fue el levanta¬miento de un censo de la población escolar (6 á 14 años), del que resultó haber en el distrito mil cua¬trocientos cincuenta y cuatro escolares.
De esta población, al año siguiente, sólo tres¬cientos cincuenta y ocho se inscribieron en la matrícula escolar.
Había tres escuelas particulares; una urbana, a cargo de la señorita Adelaida Isely y; otra rural, dirigida por la señorita Graciana Elizalde; y otra, tam¬bién rural, de don Juan E. Sánchez; pero en el Con¬sejo no se tenían datos de su inscripción.
De cualquier manera, no es aventurado afirmar que alrededor de mil niños no recibían instrucción. Por lo que pueda interesar como dato compara¬tivo estadístico van los siguientes, relativos a lo que el sostenimiento de cada una de las escuelas existen¬tes costaba al Consejo:
1º. Escuela del señor Miguel Gómez (antes Blan¬co),
pesos de la extinguida moneda 27.600
2º. Idem de la señorita Demetria Rivero 27.600
3º. idem de la Sta. Dionisia Benítez 22.800
4º. idem del señor Atanasío Lanz 15.600
5º. idem del presbítero Fronteriz 15.600
6º. Idem del señor Reina 15.600
7º. Idem del señor Coll 15.600
Por alquileres en general 21.600
Por útiles idem ídem 16.652
Costo de! Consejo y Secretaria 12.000
En 1879, el costo de cada alumno por escuela, según su inscripción, era
1º. Escuela del señor Reina, inscripción 49, cos¬to 35 pesos.
2º. Escuela de la señorita Rivero, inscripción 103, costo 33 pesos
3º. Escuela del señor Lanz, inscripción 63 costo 28 pesos.
4º. Escuela del señor B. Iriarte (antes Gómez) inscripción 113, costo 21 pesos
5º. Escuela de la señorita Faggiano (antes Bení¬tez), inscripción 60. costo 21 pesos
Siendo el total de inscriptos 338, el costo de uno era cuarenta y dos pesos al mes, o sea menos de dos pesos de la moneda actual.
Los edificios ocupados por las escuelas rurales no podían ser más deficientes, correspondiéndole la parte a la escuela del señor Lanz.
Esta escuela, fundada por su director con carácter particular en la casa del señor Francisco López, fue trasladada a la del señor Miguel Sardina sin ganar en el cambio.
El aula era un granero, ocupado una parte los bancos escolares y otras con algunas fanegas de maíz en espiga amontonadas a granel, e implementos de labranza.
Trasladada más tarde a las proximidades de la Estación Berazategui, tuvieron que pasar algunos años antes que mejorara el local.
Tenemos a la vista un informe del sub-inspector señor López, fechado el 10 de Junio de 1877.
Según él, la enseñanza que se daba. en cada escuela se ajustaba al siguiente programa práctico:
1º. Escuela del señor Rodríguez (antes Gómez), lectura impresa v manuscrita razonada: caligrafía, gramática, aritmética, geografía, geometría, historia nacional y nociones de zoología.
2º. Escuela de la señorita Benítez: lectura razo¬nada, caligrafía, gramática, aritmética, geografía, geometría, historia nacional y labores.
3º. Escuela de la señorita Rivero: lectura razo¬nada, manuscrita e impresa y las asignaturas de la anterior.
Tal era el programa práctico máximo que se de¬sarrollaba en las escuelas urbanas; en las rurales era aún más simplificado y mínimo.
Los textos de lectura eran: "Juanito", "Manual de Urbanidad", "Flores del Cielo" (del cura doctor José R. Quesada), "Silabario Argentino" e "Higiene pública y privada" (del doctor José A. Wilde).
Mal estaban de edificio la mayor parte de las escuelas pero de muebles Y útiles lo estaban peor todavía.
Si la inscripción no correspondía a la población escolar, tampoco los bancos correspondían a la inscripción.
Un señor Pedro Gartland, célebre después por sus negocios y su muerte trágica, clausuró una escuela particular que tenia próxima a la "Capilla de los Ingleses", donando al Consejo veintiún bancos, una mesa escritorio y algunos libros.
Estos muebles estuvieron depositados en la ca¬sa del señor Tomás Gothie donde el donante lo dejara, durante mucho tiempo.
Como todas las escuelas los necesitaban, todas también querían, y el Consejo creía resolver el conflicto, dejando su solución para otro día.
Este llegó al fin, y los muebles fueron distribuidos con criterio salomónico, pero sin remediar
Tal era el estado de la educación común cincuenta años hace!.
Enero 7 de 1918.

LA RIBERA

AUNQUE la reducción de los autóctonos que dieron su nombre a Quilmes se fundó en 1669, no es de fecha tan remota su fundación político-administra¬tiva.
Ciento cuarenta y tres años después, (14 de Agosto de 1812), el gobierno del Triunvirato, por gestiones del defensor de naturales e iniciativa del Cabildo, declaró al pueblo de Quilmes "libre a toda clase de personas" .y a su territorio de propiedad del Estado, (derogándose y suprimiéndose los derechos y privilegios de que los indios gozaban, pero ampa¬rándolos en la posesión de las tierras que ocupaban).
Ese decreto ponía de derecho término a la re¬ducción que de hecho estaba extinguida, pero no da¬ba vida a ningún nuevo organismo político-administrativo, y entonces no es en él que hemos de buscar la partida bautismal de Quilmes.
Seis años después, bajo el gobierno directorial de Pueyrredón, se nombró una comisión compuesta de don Felipe Robles, comisario de policía, y don Manuel Torres, Alcalde de Hermandad del Partido de Quilmes, para que, con el Piloto Agrimensor, don Francisco Mesura, repartieran las tierras de Quilmes en¬tre sus ocupantes y los que las solicitaran, con la obligación de conservarlas pobladas y cercadas.
El pueblo, con la traza que hoy tiene, pero li¬mitada al N. E. por las barrancas, al S. E. por la Avenida, Brandzen, al S. O. por la de Centenario y al N. O. por la de Alberdi, que eran originariamente calles de circunvalación, se delineó siete años más tar¬de (1825).
Los solares se donaban a los que prometían po¬blarlos y cercarlos dentro de plazos discretos; pero si eran muchos los solicitados, se poblaban muy po¬cos. Ese incumplimiento de la carga impuesta a las donaciones, hizo que el presidente de la comisión de reparto de solares, don Juan Eusebio Otamendi, se dirigiera en Enero de 1840 al "Ilustre Restaurador de las Leyes", para informarle como los agraciados con los solares frente a la iglesia y manzana desti¬nada para edificios públicos no los habían poblado, de acuerdo con el artículo 5° del decreto del 10 de Enero de 1853, .y pedirle autorización para cederlos a oros que se obligaran a cumplirlo.
Sobre los pobladores de tan rudimentaria aldea, ¿qué influencia podía ejercer la ribera y sus naturales bellezas?
Pero, así que fue creciendo, crecieron sus necesidades y, con éstas, el anhelo de mejorar de condición.
Para empezar a satisfacerlo se dirigió el esfuer¬zo hacia el rió, que ya empezaba a ejercer una hasta entonces desconocida atracción.
Para llegar a él había solo sendas de herradura, practicables durante el verano e inaccesibles el resto del año; era menester acercarlo, ponerlo en con¬tacto con el pueblo por medio de un buen camino de acceso.
Aunque no había dos opiniones al respecto, du¬rante muchos años la construcción de ese camino fue un anhelo que parecía irrealizable .
Pero, en 1867, siendo Juez de Paz don Augusto Otamendi, se convirtió el anhelo en realidad, el camino se hizo.
Satisfecho el anhelo del camino para llegar al rió, surgió otro.
La costa era agreste, inculta, sin otra vegeta¬ción que la enmarañada y selvática de los matorrales, ni más árbol que tal cual ceibo, cuyas semillas arras¬traran las corrientes del delta.
Era menester abatir el maleza y en su sitio plantar árboles, muchos árboles, que crecerían loza¬nos en aquella tierra de aluvión, formada con los de¬tritus que las aguas habían estratificado durante largos años, ayudando así a la naturaleza.
Y para ayudarla, el hombre Hizo lo menos que podía hacer y en la forma más primitiva y antiesté¬tica. Plantó, estacas de sauces, no con ánimo de ha¬cer un parque, ni un bosque, sino al acaso, a lo que saliera.
Sin duda era aquello lo que correspondía a la magnificencia solemne de la costa y al desorden caótico de su vegetación.
Y tuvimos, con el río, un camino para llegar has¬ta él y sauces, muchos sauces; mas como los tres o cuatro millares de habitantes que tenía el villorrio, si no habían visto formarse el río vieron hacer el camino y conocieron los árboles desde que fueran es¬tacas, esto los familiarizó con aquello despojándo-lo de encantos.
Pero vino el año 1872; con él llegó también el fe¬rrocarril y con éste una racha de vida llenar de an¬sias no sentidas y refinamientos no sospechados, que barrió la vieja reducción y saturó el ambiente con el oxígeno social que traía de los centros de su procedencia.
La ribera fue puesta de moda por los que llegaban, que no sabían pasarse sin ella, ni creían fuera posible, y los de casa encontraron que era de buen to¬no imitar a los de afuera.
Con el ferrocarril vino también el tranvía a la ribera y allí hubo de trasladarse, la acción edilicia del gobierno municipal; que si tuvo poco de variada, original y novedosa, tuvo mucho de constante.
Como plantador de bosques por el procedimien¬to conocido, es de justicia recordar al señor Felipe Amoedo, quien los plantó en abundancia .y los defen¬dió de las aguas con abatis formados con estacones de los mismos sauces.
En 1879 el Juez de Paz don Manuel Amoroso, encomendó a don José A. Matienzo la plantación de un nuevo bosque en el costado S. E. del camino, obra que no pudo encomendarse a mejor ejecutor. El señor Matienzo dirigió el arbolado de mil metros de frente por cien o más de fondo, del que aún hoy quedan vestigios.
El empeño edilicio de arbolar la ribera compren¬dió también el camino que a ella conducía; hermoso. empeño, sin duda, pero equivocado el procedimiento, pues se empleó el mismo de las estacas en la ribera, sin tener en cuenta que tan ricos como eran en hu¬mus los terrenos de aluvión, donde los sauces tenían tierra adecuada, eran pobres las tierras de bañado, cruzadas por el camino.
Y el empeño fracasó una y otra vez, sin que el fracaso enseñara nada a unos ediles dechado de constancia rutinaria.
Por fortuna, los árboles, que tanto habrían. fa¬vorecido al camino, no hacían falta para llegar a la ribera, y a ella iban por centenares los paseantes lle¬gados de la Capital y pueblos vecinos confundidos con los nuestros y bajo su fronda improvisaban tiendas y merenderos, entregados a un alegre y sano esparcimiento.
¡Que hermoso resultaba aquello, animado por los grupo yacentes y por el pintoresco ir y venir de otros y alegrado por los sones de populares músicas! No vamos en este artículo a hacer crónica ni enumerar las reuniones, más o menos calificadas, . que allí tuvieran lugar, pero haremos mención de al algunas.
El 18 de Noviembre de 1877, el profesor señor Strigelli, terminado el concierto que generosamen¬te había organizado en honor de una discípula suya, la señorita María Marull, ofrecido por ésta a beneficio de las escuelas, dio una comida a los distin¬guidos profesores que lo habían acompañado y a otros caballeros.
Terminada la comida en el Hotel de Risso, se convino en ir a la ribera y beber allí el champagne de la despedida.
Y allá en el bosque, a orilla:; del gran río, se cambiaron efusivos y cordiales brindis entre los señores Strigelli, Garay, Maldonado, López y Ghignatti, quién, dijo, hacía votos por que las brisas del gigantesco Plata no se llevaran las bellas palabras allí pronunciadas, sin grabarlas antes en los corazones.
La estudiantina "El Trueno", que con tanto éxi¬to actuara, el anterior carnaval, acordó disolverse. Quien tan ruidosamente había culminado la cur¬va del regocijo, no podía disolverse sin ruido ni alegría, ni en otro sitio que en la ribera.
Y allá se fue el viernes 23 de Noviembre de 1877, con su orquesta y los asociados en pleno, y lue¬go de suculento almuerzo, brindis y canto, guitarras y bandurrias, violines, panderetas y castañuelas echaron al aire los sones del clásico baile español, y oírlo y lanzarse a bailarlo todos los que no habían podido dominar sus inclinaciones danzantes contra aquella mágica provocación, fue todo uno.
El 31 de Diciembre, se retribuyó al señor Stri¬gelli y señora, por las familias de Maldonado, de Ma¬rull y Amoroso, y señores Manuel Amoroso, José Ma¬ría, Julián Segundo, Daniel Maldonado y José A. López las amabilidades de aquel distinguido profesor.
En esta ocasión, como en todas las semejantes, se pasó del comedor del hotel a la playa, donde tu¬vo la fiesta hermoso final.
Retribuyendo la comida que el señor Antonio Barrera dio a sus amigos el día de Navidad del año 1878, con motivo de ausentarse para Las Flores, ellos le ofrecieron otra cuatro días después, naturalmente en la ribera.
A la hora convenida varios coches del tranvía, repletos de concurrentes y la infaltable orquesta que no dejó de sonar en el camino todo, partieron de la plaza.
Ya en la playa, y en el bosque Norte, donde se habían improvisado las mesas, tomaron asiento a su alrededor hasta ochenta comensales.
Si en años los había jóvenes y viejos, en espíri¬tu y alegría todos parecían jóvenes, casi niños, aunque con los resabios propios de lo vivido.
La comida se prolongó durante dos largas ho¬ras, con derroche de buen humor y tal cual chispa¬zo de ingenio, original o copiado.
Terminada al fin, la jota, la danza irresistible para los que llevan en sus venas sangre española, sacó de sus casillas hasta a los más reposados, y de¬jándose llevar por los entusiasmos propios y por los ajenos, que tiraban más que los propios, los señores José A. Matienzo y Máximo Garay se lanzaron a bai¬larla. Tras ellos se echaron también al corro dos co¬nocidos y populares jibosos, Lino Guillén y Agustín Mestralé.
Aquello fue, como decía Garay, el "acabóse", provocando la más formidable y cálida explosión de aplausos que el popular baile es capaz de ocasionar en el delirio del entusiasmo.
Para actuar en las fiestas del carnaval de 1878 se organizó una comparsa por conocidas y distinguidas niñas, bajo la presidencia de la señorita Ercilla Matallana y la sugestiva denominación de "El Porvenir de Quilmes".
El éxito que obtuvo no fue superado, ni alcan¬zado, antes ni después, por asociaciones de su índole y composición, pudiendo decirse que en ese concep¬to ha sido única hasta hoy.
Pasado el carnaval, con el que debía terminar su existencia, y celebrando los éxitos alcanzados, tuvo lugar un almuerzo en la espaciosa casilla conocida por de Lanatta, en la ribera, sombreada por corpulentos sauces que dejaban caer sus colgantes ramas, trasformándola en original glorieta, alzada junto a. la Avenida de los Sauces.
Acompañaban a las niñas personas de sus res¬pectivas familias, recordando a las señora Cruz B. de Risso, Carmen Luján de Lanatta, Stas. Severa, Juana y Cruz Matallana y Agueda Nicholson y, entre los jóvenes, Celestino Risso, Antonio Barrera, José A. López, etc.
El almuerzo fue irreprochable, haciendo los honores de la casa la señora Carmen Luján de Lanatta y la señorita Severa Matallana.
A los postres, la señorita presidenta pronunció oportunas y amables palabras en su nombre y el de sus compañeras, que fueron contestadas por el señor López.
Pasando luego de la oratoria al baile, se puso término a la amable reunión.
No era solo a los que de afuera venían, o aquí estábamos, que la ribera atraía; sus encantos sensibilizaban a los poetas que la cantaban en prosa y verso.
No reproducimos las poesías sin rima de Delfor del Valle, Victoriano Silva o José Ignacio Pérez, ni la rimada de Eduardo Otamendi, pero haremos una excepción con dos de las varias octavas que, escritas por el joven uruguayo Florentino Delgado, publicó un periódico de la época:
"Ved allá, bajo los sauces,
a la sombra del ramaje,
como se anima el paisaje
de la música al sonar!
Como halagan los oídos
las quilmeñas seductoras
con frases encantadoras
que van dejando escapar!!
Más, cruzad los arroyuelos
que la arena va bordando,
y bajemos, penetrando
de la selva al interior.
Allí está lo que no pinta
del artista la paleta;
allí está lo que el poeta
llama ensueño del amor".
Tal era la ribera cuarenta años hace, cuando la naturaleza le corregía la plana al hombre.
Ahora, este es quién se empeña en corregírsela a ella.
Marzo 21 de 1917.

RECUERDO DE LA REVOLUCION DEL 80

SEA porque en los primeros días del año 1879 se veía condensarse la tormenta que habría de estallar en Junio del siguiente, ensangrentando en fraticida lucha la Meseta de los Corrales y sus aledaños, o por que entonces el gobierno de nuestra comu¬na carecía del estímulo del sensualismo del poder, que hemos visto florecer y fructificar después, lo cierto es que el gobierno de la provincia, que era quien por de¬creto nombraba al local, estuvo a punto de no encon¬trar a quién encomendarlo.
Nombrado Juez de Paz don Fernando Julián Otamendi y comandante militar Don Manuel Amoroso, el primero renunció pocos días después.
Designóse para reemplazarlo a don Andrés Ba¬randa, que tampoco quiso aceptar, pero al declinar recomendó para el puesto a don José Berazategui, que fue nombrado enseguida y se hizo cargo del pues¬to el viernes 13 de Marzo.
Sea por el cabalismo del número y su conjunción con el día, como querían los supersticiosos, o por otra emergencia cualquiera, don Pepe, como familiarmen¬te se le llamaba, renunció cincuenta días después.
La carga que don Fernando J. Otamendi no ha¬bía a aceptado y que don Andrés Baranda trasladara de sus hombros a las flacas espaldas de don Pepe, k resultó a este tan pesada como difícil de conducir. Obligado el gobierno a hacer el juego con los mismos hombres, tentó el socorrido recurso de cam¬biar dos cargos sin cambiar los hombres, e hizo Juez de Paz al comandante señor Amoroso y comandante al Juez de Paz renunciante, con lo que uno y otro quedaron al parecer satisfechos.
Y tanto el carro de la administración judicial, po¬licial y edilicia conducido por el señor Amoroso, co¬mo el de Marte, guiado mansamente por don Pepe, siguieron su marcha sin tropiezos, por la senda trillada por sus antecesores.
Pero en Septiembre, el gobierno de la provin¬cia, que ya incubaba los pródromos de una militariza¬ción que tan fatal le había de ser, convocó la guar¬dia nacional a ejercicios doctrinales en sus respecti¬vas localidades, y el carro de la milicia hubo de ser abandonado por su conductor, alarmado ante la perspectiva de un fatal atasco, como habría sucedido a no haberlo apartado del propósito don Fernando J. Ota¬mendi, al ofrecerle la cuarta de sus conocimientos mi¬litares. adquiridos en una campaña de seis meses que terminó en Pavón con el triunfo de las huestes porteñas, y que, a veinte años de distancia, creía re¬cordar aún.
Y el carrito siguió adelante con la guía y la fuer¬za del cuarteador.
Terminado el año 1879, inquieto y levantisco, se inició el de 1880 con belicosidades guerreras de tal empuje que debían conducirnos, fatalmente, a lo que luego se verá.
El uniforme que halagaba, la novedad que atraía y las muchachas que aplaudían y admiraban, pues desde los tiempos mitológicos ha sido inseparable trilogía de Marte, Venus y Cupido, militarizaron voluntariamente, desde los primeros días del año, a toda la juventud porteña, organizándose en cuerpos de tan variadas denominaciones como vistosas vestimentas, aunque bajo el rótulo común de Tiro Nacional.
Coincidiendo con esa militarización, se constituyó, bajo la presidencia del general don Martín de Gainza, una comisión encargada de reunir, por suscripción popular, los fondos necesarios para uniformar, armar e instruir el nuevo ejercito ciudadano. Estaba Quilmes demasiado cerca del ambiente guerrero de la Capital para escapar a los efectos ce la infección.
El señor Amoroso había sido confirmado para 1880 en su cargo de Juez de Paz y a su indicación nombró el gobierno comandante militar, en substitu¬ción del señor Berazategui, a don Laureano Godoy.
Era el nuevo comandante un hombre a quien su excesiva bondad perjudicaba; sus hábitos de un pacifismo hermano, de su innata bonhomía, lo conver¬tían en burgués complaciente y amable; pero había en su interior una misteriosa fuerza, atávica quizá, que lo empujaba al militarismo, dándole exterioridades de ¬un veterano de Napoleón. De ahí que manda¬ra a lo militar, poniendo en la voz y el ademán toda la fuerza imperativa propia de una implacable ri¬gidez militar, pero se hacía obedecer como un padre bonachón complaciente y tolerante. En suma, era un burgués pacífico metido por equivocación en la piel de un veterano rancio.
El 1° de Marzo quedó constituida en Quilmes la comisión que debía cooperar a los propósitos de aque-lla que en la Capital presidía el general Gainza.
El Juez de Paz, señor Amoroso, era su presiden¬te, y sus miembros el doctor José A. Wilde, don Ignacio Giráldez y don José Berazategui.
El éxito de esta comisión no correspondió al en¬tusiasmo bélico militar que parecía arder en todos los jóvenes corazones, disponiéndolos a ellos y a los demás a prodigarlo todo... todo, menos el dinero.
Seiscientos cincuenta pesos de la extinguida mo¬neda de la provincia fue la suma reunida y enviada a la comisión central, donada por los señores Manuel Amoroso, Eduardo J. Bernal, Amalia Bernal, Elena Bernal de Giráldez, Julia Bernal, Pedro Ber¬nal, Clementina Bernal, Ignacio Giráldez, Tomás y Clementina Giráldez, Juana Martínez de Giráldez, Leo¬poldo Giráldez, Isabel y Emilio Giráldez, Carmen L, de Lanatta, Juan B. Otamendi, Rosario Llosa de Otamendi, Nicanor Qtamendi, José B. Otamendi, Jo¬sé Otamendi, Alberto Otamendi, Daniel Otamendí, Gustavo Otamendi, Timoteo Otamendi, Rosario Fie¬rro, Sofía Mansilla y Antonio Ayerbe.
La Mesa Directiva de la Comisión Organizadora del Tiro Nacional de la que eran miembros don Fernando J. Otamendi, Don Mariano Solla, Don Miguel A. Páez, Don Alberto Schütt, Don José Sixto Carbo¬ne y Don Julio Casavalle, se constituyó bajo la pre¬sidencia del primero, ingresando al Tiro todos los jóvenes con novia, y aquellos que por tal medio as¬piraban a tenerla.
Era instructor de la flamante hueste don Fer¬nando J. Otamendi, secundado por don José S. Car¬bone, a quien parece que algo se le había pegado de su frecuente compañía en el Alcázar Lírico con el después general Bosch, almirante Solier y otros com¬pañeros más o menos galoneados.
El lo de Marzo se dio comienzo a la instrucción en el interior de la casa municipal por natural y explicable encogimiento de los conscriptos, como que el primer paso en el andar de toda instrucción, y peor si ésta es la militar, no resulta ni airoso, ni ele¬gante, ni marcial y, por ende, poco agradable para visto por las novias ... y para ganarlas.
Grande era la impaciencia de los jóvenes tirado¬res por estrenar y lucir el uniforme; de ahí el que fueran muchos los que al siguiente domingo se pre¬sentaran luciendo uno semejante al que llevaba el batallón "Maipú", de la Capital, que era según el mujeril consenso el más bonito entre los muchos que los del Tiro Nacional vestían.
Aquel uniforme, sabiendo como sabían ya los que lo llevaban ejecutar con discreta precisión y gar¬bo las voces de mando del A. B. C. de la cartilla de instrucción, reclamaba abierto palenque para su exhibicionismo; y los tiradores abandonaron pronto el salón, teatro de sus primeros pinitos, para trasladarse a la plaza, que convirtieron campo de ins¬trucción.
Y a admirar el. uniforme y bizarría de aquellos improvisados hijos de Marte no faltaba siquiera una de las niñas casaderas y con ellas muchas mamá y no pocas abuelas, y con todas medio pueblo.
Y a fe que sobraban motivos para aquella devo¬ción! Los tiradores llevaban el uniforme con gallardía militar y gracia ciudadana, y aquel jugar a los soldados dio carecía de interés para los que no veían más allá del uniforme, que eran los más.
Entre tanto, allá en la Capital, donde cada ciu¬dadano se había convertido en soldado más o menos de verdad, cada casa en cuartel, cada plaza en cam¬pamento y cada azotea en fortaleza, lo que sucedía no podía ser más grave.
A despecho de la ley del Congreso que prohibía los gobiernos de provincias movilizar la guardia nacional y los ejercicios doctrinales de la misma, el de Buenos Aires no solo organizaba e instruía un ejército, con jefes como los coroneles Campos, Arias y Lagos, que habían solicitado su baja del de la Na¬ción, sino que también lo armaba, adquiriendo en el exterior armas que hacia desembarcar en el Ria-chuelo, burlando la vigilancia de la escuadrilla del gobierno nacional y conducía a la Casa de Gobierno, escoltadas por fuerzas del Batallón Provincial y Tiro Nacional, que pasaban por entre filas de soldados del ejército nacional, testigos impasibles de aquel ac¬to de temeraria rebelión, porque tal era la consigna y la situación que al gobierno de la Nación le oreaba su condición de huésped de la Provincia, en cuya capital era consentido y tolerado, sin derecho de ju¬risdicción. Ello obligó al Presidente de la República a abandonarla, trasladándose a la Chacarita con sus ministros y miembros del Congreso que le eran adictos. Entre tanto en el Congreso, lo que sucedía no era menos grave que lo acabado de referir.
Los pucheros de oveja, como llamaba el porte¬ñismo exaltado a los congresales de tierra adentro. carecían de garantías y del respeto que les eran debidos. Si. en el recinto del Congreso soportaban las demasías de una barra exaltada, al salir eran objeto de manifestaciones más irrespetuosas.
A estas vergüenzas puso término la traslación del Congreso a la Chacarita.
Sin declaración oficial expresa, sin que sonara un tiro, de acuerdo con la consigna de no hacerlo, impuesta a los suyos por el comando de uno y otro bando, aquello, a pesar de su incruencia, era la guerra civil.
El 4 de Junio el comandante señor Godoy recibió orden del ministro de milicias general Gainza de movilizar en el día la guardia nacional y marchar con ella rumbo a San Vicente, buscando la incorporación con el coronel Plaza Montero que reunía las mi¬licias de los partidos limítrofes, con las que marcha¬rían hacia Mercedes, donde el Coronel Arias organizaba un ejército con los policías y milicianos del Norte y Oeste,
Algunos días antes el mismo comandante había recibido los despachos para los oficiales del batallón, propuestos por él, previa consulta a los interesados.
Constaba la oficialidad de un mayor ayudante, cinco capitanes, cinco tenientes primeros y cinco segundos.
Como se supondrá, la mayor parte de los noveles oficiales pertenecían al Tiro Nacional y no eran pocos los que se habían apresurado a lucir el galoneado uniforme, costeado a sus expensas.
Convocados oficiales y milicianos para, el día cinco de Junio, de los segundos concurrieron poco más de un centenar; de los oficiales la mayor parte brilló por su ausencia, corno decía el capitán instructor Carbone.
Fueron los primeros en presentarse, entre los pocos que lo hicieron, el ya nombrado Capitán Carbone y el teniente primero Indalecio Sánchez (hijo).
Para reunir a los reacios y enviarlos luego a in¬corporarse a sus compañeros en marcha, se nombraron varias comisiones que dieron poco resultado. A los milicianos, y muy particularmente los enrolados en el Tiro Nacional, se los había tragado la tierra.
Una de las comisiones mandadas por el Alcalde del Cuartel 3° (hoy Florencio Varela), don Julián Garay, de la que formaba parte el teniente alcalde don Eusebio del Carmen Bacigalupo y el sargento de policía Juan Ríos, dio con un miliciano, Luis de la Fuen¬te, quien resistiéndose hirió al alcalde Garay, aunque levemente, siendo la suya la primera y única sangre derramada en Quilmes a causa de la revolución.
Con todo, pudo reunirse, después (le algunos días, un centenar de milicianos, en su mayor parte reservistas, los que, de acuerdo con órdenes recibidas de la superioridad, quedaron sujetos a instrucción militar a las inmediatas órdenes del Juez de Paz, Amoroso, quién tenía por segundo al señor don Agustín Armesto, comandante que fuera de un grupo de revolucionarios de la revuelta de 1874, quien, si no militar, ejercía en sus subordinados indiscutida au¬toridad moral.
Para su instrucción se solicitaron del ministe¬rio de milicias armas y uniformes, y acordados que fueran, se comisionó al mayor José A. López y el te¬niente primero Eduardo Madera para ir por ellas, ha-ciéndolas conducir en carros del Ministerio hasta el "Puente Chico", donde esperaría el comandante Ar-mesto, provisto de carros para su trasbordo.
El 13 de Junio. a la una del día, les fueron entregadas en la Casa de Gobierno, calle Moreno y Bolívar, las armas y vestuarios, cargados en dos chatas que debían conducirlos hasta el "Puente Chico". Los comisionados López y Madera se ubicaron en cada, una de ellas.
Como la Capital estaba circundada por fortificaciones, para poder franquearlas se les dio un pa¬rte que decía así: "El portador don José A. Ló¬pez está autorizado para pasar fuera de las líneas de fortificaciones, con dos carros conduciendo armas y municiones”.
“Por lo tanto las autoridades de la Provincia no le pondrán impedimento sin justa causa. Buenos Aires, Junio 13 de 1880'°,
"Por autorización del Ministerio de Milicias, Benito Carrasco, Oficial Mayor".
Franqueada la línea de fortificaciones y antes de llegar al Puente Barracas un alarmante rumor, salido misteriosamente quién sabe de dónde y recogido al paso por los conductores de los carros, determinó a éstos a no ir más allá. Según ellos, fuerzas del gobierno nacional merodeaban entre Lomas de Zamora y Barracas.
En vano se les observaba que el merodeo de fuerzas nacionales que decían era absurdo; ninguna argumentación desarmaba sus recelos.
Por último accedieron a continuar hasta la Comisaría de Barracas donde descargarían la comprometedora a carga regresando a la Capital.
Pocas eran las personas que se encontraban al paso, pero los informes que daban a los conductores que los interrogaban, aumentaban los recelos de éstos, que crecieron cuando, al llegar a la coinisaria se la encontró abandonada, así como la Municipalidad y Juzgado de Paz.
El último empleado, que en aquel momento se retiraba, era un joven Balparda que ratificando los rumores alarmistas, decidió a los carreros a abandonar carga y carros allí mismo, como lo habrían hecho a no informarse por dos jinetes que de afuera venían, que, efectivamente, en el Puente Chico estaba, el Comandante Armesto con algunos carros, escoltadlos por milicianos armados.
Más tranquilos accedieron a facilitar al teniente Madera. uno de los caballos del tiro, para une fuera a prevenir al Comandante Armesto viniera al encuentro del convoy que. prometió avanzar hasta "La Crusesita”.
Como no estaba allí el Comandante Armesto, descargaron armas y vestuarios y abandonando el caballo que llevara el teniente Madera, regresaron a gran prisa.
Poco después llegaba el esperado comandante, y, cargados los canos que aquel trajera, regresaron a Quilmes, donde llegaron muy avanzada la noche.
Hizóse al siguiente día la distribución de uniformes. En cuanto a las armas, se comprobó que si el gobierno las había comprado y pagado como buenas, carecían de valor ofensivo y defensivo y si la hubieran tenido, tampoco fuera posible ponerlo a prueba, se verá luego.
Como los agentes de la policía local habían mar¬chado a Santa Catalina, primero, y después a Mercedes, para incorporarse al Coronel Arias, se organizó un servicio de rondas con los milicianos reser¬vistas.
El 14 de Junio el Juez de Paz, señor Amoroso, fue nombrado por el Ministerio de Milicias, Comandante General de 17 de los Partidos de Quilmes, Lo¬mas de Zamora y Almirante Brown.
Con ese motivo, y el de hacerse conocer en su nuevo cargo, y de paso reunir el mayor número posible de rezagados, se trasladó al día siguiente a los partidos de su nueva jurisdicción, acompañado de lucida escolta y bien montados batidores, regresando el mismo día, no sin delegar antes sus funciones en el señor Gaspar Reissic, vecino de Lomas de Zamora.
Tres días después, el delegado hacía la siguiente intranquilizadora comunicación:
"Señor Comandante y Juez de Paz de Quilmes, don Manuel Amoroso
"Como comuniqué a usted ayer, toda mi aten¬ción ha sido poca para vigilar el pueblo y reunir al¬gunos dispersos, que tengo en el Juzgado; la mayor parte oficiales, que quieren esta noche misma incorporarse al ejército .
"Según orden del Ministerio de Milicias, que ten¬go por telegrama, se me comunica eso mismo.
"En las orillas de este pueblo he sido testigo de una acción entre fuerzas del gobierno provincial con las nacionales,
"Después que pasó, he recogido los cadáveres y los he hecho enterrar,
"Comunicaré toda otra novedad. –Dios guarde a usted– Gaspar Reissic,"
Desde el 7 de Junio hasta el 18, fecha de la an¬terior comunicación habían ,asado por Quilmes, camino a la Capital, y seguido para ésta, después de reci¬bir aquí las instrucciones que esperaban, el Coronel Leyría y el Comandante Felipe Aristegui, proceden¬tes del Azul y Chascomús, respectivamente, al fren¬te de gruesas columnas milicianas, que traían a la zaga considerable arreo de excelente caballada, que por orden del Ministerio de Milicias dejaron aquí, des¬de qué en la Capital sería imposible su sostenimiento y dudosa su utilidad.
Otra visita tuvo Quilmes, la que, no por rápida, dejó de inquietar. La de un Comandante Michemberg, con un escuadrón de caballería, al parecer mi¬liciana, cuyas fachas, así como la de su Jefe, no te¬nían tanda de tranquilizadoras.
Traía Michemberg una tribu de indios dóciles. sometidos al gobierno nacional, y que con el ejercito cooperaban a la seguridad y defensa ¿le la frontera: tribu que había sorprendido haciéndola prisionera al buscar aquella su incorporación con la fuetea del jefe de la frontera, Coronel Levalle.
Como el tal Comandante no se daba prisa para salir de, aquí, donde tanto él como su gente y prisioneros resultaban huéspedes harto molestos, amén de lo mucho que costaban, se puso el caso en conocimien¬to del General Gainza, quién le ordenó que, dejando aquí la tribu prisionera, se apurara a buscar la in¬corporación del Coronel Arias, que de Mercedes venía hacia la Capital.
Gracias a esta orden, aunque dejando aquí el presente griego de sus indios prisioneros, el Comandante Michemberg levantó su campamento, vecino al pueblo, pero no para ir en busca del Coronel Arias, sino para establecerlo un poco más lejos, allá en la Cañada de Gaete, de donde desapareció al fin, cuan¬do ya el coronel Levalle y sus fuerzas llegaban a San Vicente.
Aunque estas fuerzas venían en ferrocarril des¬de Azul, avanzaban lentamente, estorbada su marcha por el gobierno de la provincia, quién, así que adquirió el convencimiento de que no venían a ponerse al servicio ¬de la revolución, como en un momento dado pu¬do creerse, sino a combatirla, hizo levantar rieles y destruir alcantarillas y puentes, que Levalle hacía re¬parar.
Tenían las autoridades militares de Quilmes instrucciones de vigilar la marcha de esa fuerza desde el momento de su aparición en San Vicente y comu¬nicarla al General Gainza.
Con ese objeto se mandaban constantemente des¬cubiertas, las que, como pudo luego comprobarse, eran más prudentes que vigilantes,
Entre los milicianos qué tuvieron a su cargo ese servicio recordamos a Fortunato Guerrero, que antes había sido enviado a San Vicente, llevando comunica¬ciones y correspondencia para el Comandante don Laureano Godoy,
El mal contado centenar de milicianos con los que se hacía la policía local y servicios de índole militar, tenían su cuartel en el salón municipal; los indios prisioneros, dejados por el Comandante Michemberg, se alojaban en el local de la policía. Su mansedumbre era admirable y ejemplar su sobriedad. Vivían al parecer felices y contentos, al arribo de la techumbre del cuartel, teniendo por sustento dos equinos que se les permitía sacrificar cada día, de los numerosos que pastaban en el bañado, sal, galleta, yerba, tabaco y leña.
El 17 de Junio él Coronel Racedo dio alcance, en el fuente de Olivera, a las fuerzas del Coronel Arias, en su gran mayoría adventicias, que de Mercedes venían buscando el abrigo dé la Capital, dispersándo¬se una parte de ellas apenas sintieran tronar los ca¬ñones de la artillería del atacante, y en la misma noche de ese día llegaron aquí algunos dispersos de los mi¬licianos que llevara él Comandante Godoy y que bus¬caban el calor de la querencia. Aunque el temor los hiciera permanecer ocultos, pronto su presencia dejó de ser ignorada.
Sabido es lo que sucedió el 20 y 21 de Junio en el Puente de Barracas, en Alsina y en la Meseta de "Los Corrales", para qué renovemos ahora su dolo¬roso recuerdo, que tampoco es de este lugar.
Incomunicado Quilmes con la Capital desde el 20 de Junio, el comando militar local cometió el error de no licenciar las fuerzas que tenia movilizadas, con retención del número necesario para el servicio de policía, y este error hubo de pagarlo caro la mayoría de los movilizados, como se verá en seguida.
Era la, Chacarita asiento y cuartel general del gobierno y ejército de la nación. Fantásticas eran las noticias que allí se tenían de la situación militar de Quilmes. Según ellas había aquí un ejército, un parque, numerosos indios prisioneros e innumerables caballadas.
Para destruir ese ejército, hacer presa del par¬que y caballadas y rescatar a los indios prisioneros, fue enviado el Coronel don Manuel J. Campos con una fuerte brigada,
Grande fue la sorpresa del Coronel Campos cuan¬do, después de sigilosa marcha y con las precauciones militares del caso, llegó a Quilmes, al amanecer del 29 de Junio, y luego de rodearlo estratégicamente llegó sin ser sentido hasta la Casa Municipal .y, sin disparar un tiro, ni ver a nadie en actitud de dispa¬rarlo contra el, hizo prisioneros a sesenta o setenta milicianos, tomó posesión del parque, ese que doce días antes viniera en dos carros, y dio libertad a la treintena de indio prisioneros.
Pero si no hubo lucha, porque tampoco podía ha¬berla, abundaron en cambio los episodios, más o me-nos cómicos.
La, columna que penetró por el N. O., al llegar a la Plaza de la Libertad, hoy coronel Falcón, dio con un almacén que en aquel momento abría sus puertas y por ellas penetraron algunos soldados.
Apercibido su dueño de aquella inesperada in¬vasión quiso estorbarla cerrando las puertas, pero y a era tarde. Refugióse entonces con su familia en la azotea izando una bandera alemana; pero los invaso¬res, con más hambre y más sed que noticias del de¬recho internacional, no la tuvieron en cuenta, engu¬lleron bastante más de lo que pagaron y, haciendo oídos sordos a las protestas y reclamaciones que des¬de la azotea se les hacían, se fueron requeridos por el clarín.
En aquella misma hora (seis a siete de la maña¬na) el teniente Sandalio Bacigalupo, que a las ocho entraba de guardia. relevando a Eduardo Madera, de igual graduación que la suya, se paseaba acompañado del Capitán Pedro Giménez por la vereda de la Casa Municipal, cuando vieron un grupo de soldados do caballería que, viniendo del lado de la estación del fe¬rrocarril, avanzaba a gran galope hacia ellos, lo que le hicieron notar al vigía que en medio de la calle es¬taba.
–Voy a mandar reconocerlos, dijo el Capi¬tán Giménez y entró precipitadamente con su acom¬pañante, dirigiéndose al cuerpo de guardia estable¬cido en la Sala de Audiencias del Juzgado de Paz. Bacigalupo que, sin reconocimiento previo, que tampoco había tiempo de hacerlo, comprendió que los que llegaban eran fuerzas del gobierno nacional, luego de prevenir al teniente Madera, pasó presto al fondo y allí, después de despojarse de espada y quepí, únicas prendas de uniforme militar que vestía, saltando rápido paredes llegó al patio de la escuela de varo¬nes, contigua a la Municipalidad.
Ya allí llamó a la puerta del maestro, don Ber¬nabé Iriarte, que aún dormía, y enterándolo de la situación le pidió un sombrero y que le permitiera simularse maestro.
Era él sombrero que recibió una galera de felpa, en la que cabía holgada cualquier cabeza bastante más grande que la suya.
Cubierto con ella salió al patio para dirigirse al salón de la escuela, desierto a la hora aquella, pero apenas diera algunos pasos lo paralizaron imperio¬sas voces de alto, apoyadas por las bocas de algunas carabinas apuntadas contra él por soldados que, en la azotea vecina, daban caza a los pobres refugiados en ellas, apaleándolos de paso.
–Soy el maestro, contestó, cuadrándose rígido y haciendo inauditas esfuerzos para contener su galera, empeñada en hundírsele en su cabeza y no parar hasta los hombros. Y come viera que el engaño prosperaba, siguió su camino cuidando no se le descom¬pusiera el sombrero, revelándolo.
Ya en el salón, adaptó la galera a su cabeza me¬diante uno o dos cuadernos que halló en los pupi¬tres y volvió al patio cuando penetraba en él un ofi¬cial, saltando el muro divisorio entré una y otra de las escuelas,
Obligado por aquel a seguirlo, pues no quería re¬conocerlo como a tal maestro y cuando estaba ya encaramado con el oficial en la pared, un soldado le transmitió a éste una orden y para cumplirla abandonó a su prisionero, quien, así que se vio solo, se dejó caer nuevamente en el patio de la escuela, pasó de allí al salón de aulas, tomó posesión del sitial del maestro después de despojarse de su comprometedor som¬brero, y en un libro que allí había se puso a leer gra¬vemente, por que se sentía el paso de nuevos perse¬guidores de fugitivos y oía los lamentos de los apa¬leados.
Llegados que fueron aquellos, y luego de com¬probar que allí no había más que el presunto maes¬tro, se retiraron.
Poco después: .y no sin cerciorarse antes que no había soldados a la vista, puesto el sombrero facilitarlo por el maestro, salió a la calle y no paró hasta su casa. Domingo Bacigalupo, hermano del anterior, tu¬vo tiempo de montar en su caballo y huir saliendo por el portón del cuartel, y aunque se le persiguió algunas cuadras, se puso en salvo sin que se le die¬ra alcance.
Terminada la persecución y la batida por las azo¬teas y casas vecinas, se hizo formar dentro del sa¬lón a los prisioneros y se pasó lista, guardadas las puertas por centinelas.
Poco después empozó una no interrumpida pro¬cesión de madres, esposas y hermanas de los prisioneros, que llorosas pedían su libertad, y empezó tam¬bién el conflicto entre las exigencias militares y las de otro orden, planteado al Coronel Campos quien a de su inflexibilidad, no pudo desatender los pedidos que a favor de, algunos de aquellos le hicieron los señores Andrés Baranda, Fernando J, Otamendi y José A. Matienzo.
El comandante Armesto que, desde días antes no venia al cuartel, retenido en su domicilio por pasajera indisposición, no fue molestado. El comandan¬te te general, señor Amoroso, qué se había refugiado en la casa quinta del señor Francisco Youngers al amparo de la bandera inglesa que flotaba en lo alto el del edificio, fue sacado de allí cortésmente e incor¬porado a los prisioneros con las consideraciones de-bidas al caballero.
Por indicación del señor Baranda, el coronel Campos llamó al vecino José Montes de Oca, oficial que fuera de la policía local durante muchos años separado poco tiempo hacía por su condición de analfabeto, y lo encargó del orden del pueblo y partido, hasta que de la Chacarita llegara el jefe militar o el ci¬vil qué habría de sustituirlo.
Para organizar la policía que tendría a sus órdenes, se le autorizó a tomar doce o catorce milicianos de entre los prisioneros, y el conflicto de petitorios trasladado ahora del coronel Campos a Montes de Oca, le procuró un mal cuarto de hora, del que zafarse entrando al salón tapados los oídos ,y dejando en la puerta detenidas por los centinelas, veinte o treinta llorosas postulantes.
En el interior del salón se renovó el conflicto, así que los prisioneros sé enteraron de la misión de Montes de Oca, porque todos querían pertenecer al número de los llamados. Al fin pudo abandonar el salón, seguido de catorce libertados, entre estos Ci¬riaco Santa María; ayudante del que esto escribe, para recibir con las manifestaciones de gratitud de las intercesoras agradecidas, los tímidos reproches de las desatendidas.
A las dos de la tarde el coronel Campos abandonaba el pueblo, saliendo por la calle Tres de Fe¬brero, llevando alrededor de sesenta prisioneros, “el parque" y arreos y algunos millares de caballos, para llegar a la Chacarita ya entrada la noche. Allí recobraron su libertad el señor Amoroso y otro de los prisioneros más calificados. El resto la recuperó más tarde desde el litoral, dónde fueran incorporados a uno de los cuerpos que los aprisionaran.
Tal fue el final de la revolución ó aventura “te¬jedorista” en Quilmes, donde, por fortuna, no pudo ser menos incruenta. En sus anales no hay otra página roja que aquella correspondiente al episodio del alcalde Garay, cuya sangre tiñó apenas un minúsculo pañuelo.
No terminaremos este artículo sin decir antes cómo volvió Quilmes a la tradicional tranquilidad de que lo sacara la belicosidad ambiente que, desde Marzo, respiraba,
Vencida la revolución y nombrado interventor de la provincia el general Bustillo, designó este comandante general al coronel Hortensio Míguez. Es¬te, desde Almirante Brown, sin consultar con nin-guno de. los vecinos calificados de Quilmes parti¬darios del gobierno nacional, y oyendo sólo indicaciones, del señor Ramón Fonseca, a quien entregara la situación de Almirante Brown, nombró las autorida¬des que en Quilmes habían de sustituir a las derro¬cadas.
Conocida su composición, el general Bustillo, atendiendo a las observaciones que desde aquí se le hicieron, revocó los nombramientos del coronel Mí¬guez antes que los nombrados entraran en posesión de sus cargos y, desde la Chacarita envió al vecino de Quilmes don Ramón Francisco de Udaeta, empleado del Senado de la Provincia y destituido de su empleo por haber seguido a Belgrano a las autoridades nacionales, quien traía amplios poderes para or¬ganizar, bajo su dirección, un gobierno administrativo provisional, como lo hizo, con espíritu ecuáni¬me y acierto grato a la opinión, en la siguiente for¬ma:
Juez de Paz y presidente de la municipalidad, don Ramón F. de Udaeta; Municipales, procurador don Pedro Risso, don Alejandro Lassalle, don Juan Ithuralde y don Mariano Solla, aunando así fortuna honestidad, ecuanimidad, y competencia.
El señor Udaeta había llegado a Quilmes el 30 de Junio, al siguiente día de haberse retirado el coronel Campos, y ocho días después quedaba constituida la Municipalidad en la forma antes dicha, y desde el primer día quedaron fraternalmente confundidos vencidos y vencedores.


GUERRA DE CÍRCULOS

EL círculo de Baranda y el de "la botica" eran an¬tagónicos, respecto de política local menuda, aun¬que en la general coincidieran casi siempre. La acción y el pensamiento del primero residía en la persona de don Andrés Baranda, su jefe por natural gravitación.
El alma del segundo, era don José Agustín Matienzo Esté no imponía jamás sus opiniones, pe¬ro tenía el raro don de hacer que las de los otros coincidieran siempre con las suyas.
Ejercía una atracción poderosa, pero amable, que de su persona pasaba al círculo, del que era centro.
Y eso explica el por qué la mayoría de las per¬sonas que llegaban para incorporarse a nuestra ma¬sa social, transitoria o permanentemente, se afilia¬ran. sin pensarlo ni quererlo, al círculo de "la botica". Dos escuelas de ambos sexos había en el pueblo, dirigida una por las hermanas Dionisia y Andrea Be¬nítez, y la otra por las hermanas Demetria y Petro¬nila Rivero y las sobrinas de éstas, Clara y Manuela Echeverría.
Como también los círculos sustentadores y mo¬nopolizadores de menudencias aldeanescas eran dos, correspondía una escuela a cada uno.
Notorias eran las simpatías del círculo "baran¬dista" en favor de la escuela de las señoritas Bení¬tez, como las del circulo de la "botica"' lo eran por la otra.
Estas preferencias determinaron una benéfica emulación, que habría sido favorable al adelanto es¬colar si no lo estorbaran las causas que le daban ori¬gen.
Más numeroso y lucido el círculo dé "la botica", esta ventaja sobre su antagonista se la daba también a la escuela de sus preferencias, cuya inscripción era más numerosa y selecta que la de la otra.
Iniciadas las preferencias en los círculos y pa¬sadas por natural extensión a las familias, no era posible que se substrajera a su influjo el Consejo Escolar, donde siempre ambos círculos tenían repre¬sentación, aunque con preferencia la mayoría era adversa a los "barandistas".
El 8 de Diciembre de 1876, pocas horas antes de la designada por el Consejo para la distribución de premios a los alumnos de las escuelas, que iba a realizarse en el salón municipal, la señorita Dionisia Benítez hizo saber verbalmente, que si no se altera¬ba en el programa el orden de las escuelas, colocando en primer término la de su dirección, sus alum¬nas no concurrirían a recibir los premios que les co¬rrespondían.
Esta incidencia pudo arreglarse al fin, cediendo prudentemente el Consejo, aunque sin reconocer que la maestra tuviera razón, pues a su juicio no era la antigüedad de la escuela, sino su importancia actual, que había determinado el orden en que los alum¬nos recibirían sus premios.
En Noviembre del año siguiente (1877), el Con¬sejo designó a los señores Juan López, Alejandro Lasalle y José A. López, como comisión examina¬dora de los alumnos de las dos escuelas antagónicas. Terminada la tarea, la comisión remitió al Consejo las planillas de examinados con sus clasificaciones.
¬En posesión el Consejo de esas planillas y las correspondientes a las otras escuelas, acordó ciento ochenta premios.
Había entro ellos veinticinco de primera clase (medallas), que debían distribuirse así: tres para las, alumnas sobresalientes de la escuela a cargo de las señoritas Benítez; tres para los alumnos de igual clasificación pertenecientes a la escuela urbana de varones; tres para igual número de alumnos de la escuela particular dirigida por el señor Bernabé Iriarte, uno para cada una de las tres escuelas rurales y catorce para las alumnas de la escuela a cargo de las señoritas Rivero y Echeverría, clasificadas co¬mo sobresalientes, Vicenta Lassalle, Elvira Risso Soledad Quevedo, Avelina Tobal, Ramona Matienzo, Ercilia Otamendi, Ana Murialdo, Ercilia Rubio, Jua¬na Cabrera, Eulogia Martínez, Carmen Lanatta, Adela Rodríguez. Benigna Fernández y Emilia Mu¬rialdo.
El acto de la distribución de los premios, tuvo lugar, como era de costumbre, en el Salón Municipal. el día 8 de Diciembre y fue presidido por el Arzobis¬po Monseñor Aneiros, estando presentes sólo dos de los cinco consejeros.
Los alumnos premiados, con excepción de los so¬bresalientes que debían recibir medallas, fueron llamados en el orden en que 'figuraban en el programa oficial.
Luego lo fueron los sobresalientes que recibie¬ron la medalla de mano del señor Arzobispo, siéndo¬les colocadas luego por una de las señoras inspectoras,
Terminada la distribución, la señorita Dionisia Benítez dijo que una dama, cuyo nombre reservó, había donado diez medallas de plata, para los alum¬nos de su escuela que a su juicio fueran más meri¬torios y, dirigiéndose a los señores consejeros presentes solicitó su venia para adjudicarlas; venia que con un signo de conformidad se tuvo por acordada y Monseñor Aneiros hizo la distribución en la forma que las anteriores.
Con esto quedó el acto terminado y plantea-do también e] conflicto, en el que había de ser la maestra quien llevara la peor parte, desde que iban a chocar los dos círculos antagónicos y el choque producir una víctima.
Dos días después se reunió, el Consejo, y luego de oír a los consejeros, presentes al acto de la distribución de premios, y manifestar éstos que expresaron y por signos su conformidad, por no provocar un es¬cándalo en el acto presidido por el más alto dignata¬rio de la Iglesia Argentina, pero que reprobaban el proceder de la maestra, se acordó enviar a ésta una nota, de apercibimiento.
Con esto podía darse por terminado el con¬flicto.
Pero la maestra, sea por inspiración propia o ajena, mostró que no tenía pelo, ni en la lengua ni en la pluma, y contesto al Consejo impugnando su re¬solución en términos que éste califico de desacato y, agravio y, unánimemente, resolvió la devolución de nota a la firmante.
También aquí debió haber terminado el conflicto, pero en vez de terminar se complico más.
La maestra dio publicidad en un periódico local a la nota que le fuera devuelta. Este acto indig¬nó a la mayoría del Consejo, y en su sesión del 20 de Enero de 1878, presidida por don Bernardo Ler¬dou, con asistencia de los señores Juan Ithuralde, y Máximo Garay, éste hizo moción para que la maestra fuera destituida..
Conforme el señor Ithuralde con la moción, ésta quedaba de hecho aprobada, por lo que el presidente dijo que dejaba constancia de su disconformidad, aunque con ella no modificara la resolución de la mayoría.
También ahora se pudo pensar quo el conflicto líelo había terminado; pero no concluyó ahí.
Cuando el secretario dio lectura del acta en la sesión siguiente, el señor Lerdou no quiso subscribirla, porque a su entender, dijo, había cesado en su dato.
Por su parte el consejero Don Mariano Ota¬mendi, que no había asistido a la sesión anterior, se manifestó disconforme con lo resuelto en ella.
Esto provocó la renuncia de los señores Garay e Ithuralde, que la retiraron luego de convenir que en vez de destitución, la maestra sería suspendida por tres meses en el ejercicio de sus funciones. sueldo.
Esta resolución no dejó satisfecha a la maestra, quién trasladó el pleito al Consejo General, presidi¬do a la sazón por Don Domingo Faustino Sarmien¬to, y del que formaba parte el doctor José Antonio Wilde, esposo de la dama donante de las medalla, que dieran origen al conflicto.
El Consejo General, sin desconocer las faculta¬des del Consejo local para imponer penas disciplinarias por el estilo de aquella de que la maestra sus¬pendida se querellaba, acreditó al doctor Wilde para' que fuera mediador ante el Consejo Escolar, a fin de que éste se diera por satisfecho con los días de suspensión transcurridos.
Reunido en sesión él Consejo, y presenté él de¬legado mediador, aquél aceptó el temperamento propuesto por el Consejo General, con la condición de que la maestra reconociera que, al proceder a la dis¬tribución de los premios donados, había incurrido en falta grave, dando además por retirados los térmi¬nos de la nota que le había sido devuelta por el Con¬sejo, que éste consideraba irrespetuosos y agravian¬tes.
Esto pareció que, pondría término al enojoso incidente; pero no lo puso. La maestra, ahora como antes, y respondiendo a su propia inspiración o a la ajena, se negó a hacer la declaración que se le exigía y también a retirar ni una palabra de su nota.
En el círculo que dispensaba sus favores a la maestra del conflicto, se empezaron a recoger firmas al pie de un petitorio al Consejo General.
Este, por su parte, abandonando su actitud an¬terior de mediador amistoso, dirigió al Consejo lo¬cal una nota suscripta por el señor Sarmiento y su se¬cretario don Julio A. Costa, discutiéndole facultades para imponer una pena disciplinaria excesiva con re¬lación a una falta atenuada o consentida por los miembros del Consejo, presentes en el acto en que ella tuvo lugar.
En esta reacción, la cavilosidad del círculo de la botica y de la mayoría del Consejo que a él pertenecía, creyó ver los manejos del círculo adversario y decidió poner de una vez por todas término ra¬dical a tan larga como accidentada y desagradable incidencia.
Reunido en sesión el 24 de Abril, bajo la presi¬dencia del doctor Alfredo Sayús y presentes los señores Francisco Eugenio Labourt, Máximo Garay y Emiliano Reina, se resolvió por unanimidad desti¬tuir a la maestra.
Tomada esta resolución, el presidente, doctor Sayús, facultado por el Consejo, contestó la nota del Consejo General con una larga y bien fundada de¬fensa de las facultades del Consejo local, a la que ponía termino comunicándole la resolución tomada.
Así acabó una incidencia que azuzó el antago¬nismo aldeanesco de los dos círculos, y de la que soltó víctima una pobre maestra.


CENTROS SOCIALES

EN la vida de los pueblos, el congregarse con fi¬nes sociales y disolverse luego, es función constante y hasta, sí se quiere fatal.
Penélope, tejiendo y, destejiendo su tela, es la representación simbólica del hombre en sociedad. La lucha entre las dos fuerzas, centrípeta y cen¬trífuga, es constante. En tanto que la primera prevalece, el avance por la línea ascendente es fácil ; pero la depresión se produce tan pronto como la fuer¬za contraría da en predominar.
En Quilmes se constituían centros sociales an¬taño, como se constituyen ahora y se constituirán mañana; pero antes, como ahora y como después, no es lo difícil constituirlos, sino equilibrar las dos fuerzas en lucha, la que atrae y la que repele.
Eran antaño centros naturales de comercio so¬cial, la botica de Matienzo y el hotel de Risso, donde se congregaban los vecinos, según sus opiniones.
Por bueno que, como recurso supletorio fuera aquello, ni uno ni otro realizaban el ideal de un cen¬tro genuinamente social. La botica, era siempre bo¬tica y el hotel, hotel.
Una veleidad de rebeldía contra la tiranía de la botica y el hotel, constituyó un día lo que creían sus fundadores ser el centro social anhelado; pero imitando al marido del cuento qué, hallando detes¬table la comida de su casa se fue al hotel, donde a vuelta de largas meditaciones, lista en mano, acabó por pedir lo mismo que en su casa encontrara malo poco antes, lo establecieron precisamente en un hotel.
No era el de Risso, es verdad, sino el de “La Amistad” que acababa de inaugurar Agapito Echagüe frente a la iglesia, no sin ruido novedad y efectivo confort, donde ocupó la planta alta del edificio.
En ese centro se confundieron durante al algún en amable camaradería social, los tertulianos de la botica y el hotel, o como si dijéramos, Montescos y Capuletos locales, tal ves porque no había entre ellos enconos tan irreductibles como en Verona.
Aquella armonía debió ser más aparente que real, o sus raíces no encontraron en el sitio terreno adecuado para su arraigo.
Los primeros revuelos de la lucha presidencial y su consecuencia, la revolución del 74, provocaron el (desbande, y "boticarios" y "hoteleros" se volvieron a sus respectivas querencias. El club desapareció, hasta que se intentó la fundación de otro, que tuvo vida efímera. Fue una humorada social que no queremos de¬jar sin mención.
Si el hambre aguza él ingenio, no lo aguza menos el aburrimiento, y éste sugirió a un grupo de jóvenes, con más ansias de diversión que medios para satisfacerlas, el pensamiento de constituir un centro social que denominaron "Todos o ninguno", lo que era tam¬bién un lema.
Mejor que, por egoísmo porque ese era el número posible dé asociados, limitaron éste a catorce; pero antes que por previsión por juvenil optimismo, sé vino en que podría admitirse alguno más, a condición de que el postulante pagara, a título de cuota de ingreso, el importé del presupuesto del baile que se realizaría en su honor, celebrando el suceso.
Ese prodigio se realizó una vez, a propósito del in¬greso de un joven alemán, Carlos Overbeck.
Era el objeto de la sociedad realizar tertulias mensuales con un presupuesto homeopático, pagado a escote entre todos los asociados. Estos, por o riguroso orden, gestionarían la obtención de local en casa de alguna dé las familias de su relación, donde la tertulia tendría lugar.
Después de una serie de tertulias más o menos afortunadas, aquello acabó, como necesariamente te¬nía que acabar, sin ser llorado ni sentido.
En los días en que terminaba esta humorada, se intentó constituir un club social semejante al que ma¬tara la revolución del 74.
La iniciativa partió esta vez de un hombre de mundo, un clubman, el señor D. Ángel G. de Elía, que se aburría soberanamente en su casa-quinta, sintien¬do la nostalgia de sus centros habituales, "El Progreso", y "El Plata", y las amenas tertulias de las antesa¬las del Congreso, al que un día perteneciera.
A invitación suya se congregaron una noche en su hospitalaria residencia, el doctor J. A. Wilde y los señores Diego Schaw, Fernando y Mariano Otamen¬di, Publio C. Massini, Mariano Vega, José A. López, Pedro Risso y Pedro Giménez, acordando los reuni¬dos convocar a una reunión más numerosa en el Salón Municipal,
Realizóse esta el 16 de Febrero de 1879, estando presentes los vecinos más calificados, entre los que recordamos a los señores Ángel G. de Elía, Andrés Baranda, doctor José A. Wilde, doctor Honorio Martel, Pedro Risso, Jesús Campero, Diego Moor Schaw, Mariano Otamendi, Belisario Hueyo, Fernando J. Ota¬mendi, Ramón Alvarez de Toledo, Mariano Vega, Jo¬sé A. López, Aquilino Baigorri, doctor Isaac P. Are¬co, Ramón F. de Udaeta, Pedro Giménez, Fermín Ro¬dríguez; Daniel .y Miguel A, Páez, José S. Carbone. Juan Escobar, Ramón Madrid, Francisco Younger, Ro¬berto N. Clark, Juan N. Clark, etcétera.
Tal vez porque se discutió demasiado, el club, ron cuya constitución todos estaban conformes, no que-dó constituido.
En cambio, se nombró a los señores Ángel G. de Elía, doctor José A. Wilde y José A. López, para que redactaran los estatutos del proyectado club y los so¬metieran a la aprobación de la asamblea.
Con esto podía creerse que el suspirado club era realidad en la vida social de Quilmes; pero no fue así. La segunda asamblea no alcanzó a realizarse. Los reiterados fracasos de los hombres graves, empeñados en constituir un centro social donde matar su aburrimiento, estimuló a los jóvenes a recoger la idea y realizarla con un espíritu social más amplio, más en armonía con las aspiraciones de ellos v de ellas.
Reunidos una tarde del mes de Abril en 1879 en una de las dependencias de la casa municipal, Olega¬rio Ponce de León, Julio Casavalle, José A. López, Ce¬lestino Risso, Indalecio Sánchez, Rodolfo L. Vega, Os¬valdo Gari, Enrique Wilde, Agustín Berraondo y Jo¬sé Sixto Carbone, procediendo con espíritu práctico, dejaron constituido un centro social que denomina¬ron “Club Fraternidad", dirigido por la siguiente co¬misión provisional:
Presidente honorario: Don Manuel Amoroso,
Presidente: doctor José A, Wilde.
Vicepresidente: José A, López.
Tesorero: Indalecio Sánchez,
Secretario: Rodolfo L, Vega,
Vocales: Julio Casavalle y Aristóbulo Cabrera.
Al siguiente mes, el club, con 35 socios e instala¬do en una casa de la calle Alsina, frente a la plaza hoy Carlos Pellegrini, daba la primera tertulia en el salón chico de la municipalidad, como se llamaba entonces al local de sesiones de la municipalidad y despacho de su presidente,
El éxito social de esta tertulia no pudo ser más favorable a los prestigios del incipiente centro.
El 12 de Julio se dio la segunda, tertulia, que tuvo un éxito superior a la primera, El número de so¬cios pasaba ya de cincuenta,
Con el mismo éxito siguieron realizándose du-rante el resto del año las tertulias mensuales y, el 8 y 24 de Diciembre, bailes en el gran salón,
Seis meses después de constituido él club, y te¬niendo ya setenta socios, se trasladó a la casa del señor Ithuralde, calle Rivadavia y Alvear, ocupando la planta alta de la misma, que amuebló con aceptable confort y donde instaló billares, mesas de ajedrez, et¬cétera.
Como gerente fue nombrado Juan Barrera, que estableció un buen servicio de confitería.
Como la comisión provisoria diera por termina-do su mandato, convocó a asamblea para elegir la efectiva siguiente:
Presidente: doctor José A. Wilde.
Vicepresidente: don Mariano Solla.
Tesorero: don Juan Ithuralde.
Secretario: don José A. López.
Vocales: don Miguel A. Páez y don Justo del Valle.
Con el ingreso de los venerables que desplazaron a la mayor parte de los jóvenes de la comisión provisional, la nueva junta ganó en respetabilidad lo que perdiera en años.
Tal vez a eso de la respetabilidad pudiera atri¬buirse el inmediato ingreso de los siguientes prima¬tes: señores, Andrés Baranda, Ángel G. de Elía, Fe¬lipe Amoedo, Eduardo Casares, Jesús Campero, Juan h. Clark, Publio C. Massini, Roberto N. Clark, et¬cétera.
Este contingente tan lucido y otros que le siguieron, elevaron a ochenta el número de asociados; cantidad y calidad que aseguraban próspera vida al club y éxito a sus reuniones sociales en el Salón Municipal, Ahora sí que parecía ir de veras la soldadura so¬cial al tantas veces intentada y fracasada otras tantas.
Fraternizaban allí "boticarios" y "hoteleros" olvidados al parecer de sus viejas prevenciones o cavilosidades y viendo aquello, hasta los espíritus más pesimistas auguraban que teníamos club social para rato.
Aunque el "Club Fraternidad" fuera entre los de su género el que hasta entonces tuviera vida social más amplia, activa y lucida, los acontecimientos polí¬ticos, precursores de la revolución del ochenta, y los que fueron su consecuencia inmediata, perturbaron su próspera marcha, minando su existencia.
Su robusta constitución lo defendió durante un tiempo más o menos largo, pero al fin, la anemia lo venció.
Y el "Club Fraternidad" se fue por el camino que se fueran los otros; llevado por iguales o parecidas causas.
Algunos años después, se reunía una noche en el Salón Municipal el grupo de vecinos más numeroso y calificado que intereses sociales pudieran congre¬gar.
De tan escogida reunión, como Minerva de la ca¬beza de Júpiter, salió de una pieza un club social con todos sus atributos, presidido por el señor Jacobo Peuser, que resultó ser digno presidente del flamante centro.
Pronto quedó lujosamente instalado en un amplio local de la calle MIitre y Humberto Primero y durante algún tiempo se le vio concurrido por buen nú¬mero de socios.
Mucho se habló a propósito de hacer que sus beneficios sociales fueran más allá de las paredes de su local, y de los socios que por hábito en el se congregaban, sin ahondar en el terreno de los hechos.
Al fin, acabó por irse en vicio y morir, al extin¬guirse la. engañosa savia que le daba vida.
Es que, como ha dicho el poeta:

"Hay males, que sólo cura
el bálsamo de la muerte."

Aunque se ha querido atribuir a la estrecha po¬lítica aldeanesca la roca vida de nuestros centros sociales, y aunque pueda decirse de ella todo lo malo que se quiera seguros de no faltar a la verdad, bueno es, para que cada causa cargue con sus respectivos efectos, recordar que todos los centros sociales anteriores al de referencia, y éste mismo, tenían escrito en sus estatutos la prohibición del juego por dinero en su local, y que todas las comisiones habían hecho cuestión de honor el respeto a esa prohibición.


CANDILES Y LUZ ELÉCTRICA

TODOS los pueblos han sido ingratos con sus progresos, a los que mejor que abrirles los brazos con regocijo han arañado con encono a falta de daño mayor; y si al fin se imponen a los pueblos es a la manera que la higiene penetra en los hábitos del niño: a costa de llantos y rabietas.
Es que la vida civilizada resulta más compleja y más cara que la primitiva, que la bárbara, y los pueblos, antes que del bienestar y ventajas que el progreso les procura, se cuidan de su precio, y solo aceptan complacidos el progreso gratuito y mejor aun si además de no costar dinero es fácil, como lo resis¬ten bravamente si ha de costarles dinero o molestias, o si viene a destruirles hábitos heredados o costumbres arraigadas. ¿O piensan ustedes que no por otra cosa sobra al empirismo lo que falta a la ciencia, o el curandero disputa con ventaja su clientela al médico?
No, el progreso' desaloja al fin, es verdad, a las fuerzas que lo resisten, pero éstas no abandonan sus posiciones en silencio; vencidas por el progreso lo mal-tratan de palabra. ¡Es su venganza!
Por eso, cuando el Buenos Aires colonial, ruti¬nario, conoció el pensamiento de sanear toda la zona anegadiza del Norte, de transformar los matorrales que crecían en un fango de limo infecto en soberbio parque, el que andando el tiempo sería su orgullo y su recreo levantó resistencias a su realización las que, para ser más fuertes, apoyó en opiniones científicas de notoria autoridad (entre otras la del higienista doctor Rawson) y vencido en el terreno de los hechos, impotente para estorbar su realización, a falta de me¬jores, argumentos, lo llamó a Sarmiento loco, vengándose así del pensamiento en su encarnación.
Y fue ese mismo pueblo que hoy se pasea ufano, satisfecho, por la magnífica Avenida de Mayo, y la muestra con orgullo al extranjero, el que la resistió ayer, y cuando se convenció de la inutilidad de opo-nerse a la influencia del genio creador del Intendente Alvear, que sin. respeto por la tradición echaba abajo el colonial solar de Riglos, alcanzando el derrumbe viejo Cabildo, con la misma despreocupación con que antes demoliera la vetusta retoba, se vengó del genio transformador llamándolo también loco!
Pero es el caso, y consuélenos esta reparación y su esperanza, que los locos de ayer son los genios de hoy, como serán los inmortales de mañana.
¿Porqué ha de sorprendernos entonces que el candil resistiera a la vela de cebo y que ésta luchara contra. el aceite o el kerosén y menos aún, que és¬te se atrincherase para estorbar el paso al gas o a la luz eléctrica
El progreso de hoy no puede vanagloriarse de ser más, feliz que lo fuera el de ayer, en su misión de imponerse.
Se le resiste, es natural, como lo es que la rutina, no pudiéndolo destruir, lo arañe.
¿Que a que vienen éstas filosofías? Pues al pelo de una cuestión de actualidad rotunda: "Deficiencias de la luz eléctrica", que pelotean por ahí; y a propó¬sito de lo mismo van también las reflexiones retrospectivas que serán materia del párrafo que. sigue. Aunque Quilmes contaba ya muchos años de existencia, no tuvo alumbrado público hasta agosto de 1872, y eso merced a que un vecino, Don Juan Mi¬guel Costa, se atrevió a hincarle los dientes al proble¬ma, bajo las siguientes condiciones: El contratista instalaría a su costa el alumbrado, colocando hasta cien faroles, y cobrando a la Municipalidad por el servicio de alumbrado de cada uno, sesenta pesos de la antigua moneda al mes; el contrato duraría tres años vencer éstos, la Municipalidad pagaría al señor Costa los elementos que constituían el servicio de alumbrado al precio de costo, es decir, que le reembolsaba todas las cantidades gastadas en instalaciones. (Este contrato juzgado hoy, a través de los cristales de nuestro criterio actual, nos parecería leonino y sin embargo, con el criterio de aquella época, ni lo pare¬cía ni lo era.) El servicio de alumbrado solo se haría desde la oración hasta las diez de la noche, durante los meses de Abril a Septiembre, y hasta las once, de Septiembre a Abril.
Vencido el contrato y adquiridos por la Munici¬palidad los elementos para el servicio de alumbrarlo, se sacó éste a licitación y alcanzó ella el precio de treinta pesos de la antigua moneda por farol, o sea la mitad menos de lo que se pagara al primer contratis¬ta, precio que fue gradualmente descendiendo hasta el de quince pesos de la misma moneda.
Para realizar este progreso (el del alumbrado), se contó desde el primer momento con el concurso, sino espontáneo voluntario, de cien vecinos, que se suscribieron con cuotas de valores varios para su sostenimiento.
No hemos podido comprobar si estos vecinos se cansaron del alumbrado, pero tenemos la prueba de que se cansaron de pagarlo, pues en la sesión del 13 de Agosto de 1875, el municipal señor Matienzo hizo constar que solo ocho vecinos pagaban la suscripción del alumbrado y mocionó para suprimirlo, lo que fue aceptado.
Algún tiempo después, los municipales Luque y Solla presentaron un proyecto de impuesto, compensador de servicio, que fue sancionado; pero no por ser ahora obligatorio su pago fue la recaudación más fe¬liz que cuando era voluntario. La recaudación del im¬puesto nunca alcanzó al 50% de lo que el servicio cos¬taba, y eso que fueron sucesivamente recaudadores los alcaldes. Soto, Madrid e Iparraguirre; pero el servi¬cio de alumbrado debía ser muy malo o aquellos con¬tribuyentes no tenían miedo ni a los alcaldes y, a imi¬tación del empresario del "Dúo de la Africana", no pa¬gaban ni a estos mismos.
Y entre tanto la vela de sebo se reía a carcaja¬das al ver las dificultades con que luchaba para imponerse su adversario, el kerosén.
Hasta que un buen día se discutió en el Concejo el proyecto de substituirlo por la luz eléctrica, que nos alumbra al escribir esto, lo que nos parece mentira.
Pero es verdad; como lo es que cuesta otro tan¬to que costaba el kerosén. y que su impuesto produ¬ce justamente lo que el servicio cuesta.
Cambiar el kerosén por la luz eléctrica, doblan¬do el gasto, pareció entonces, como parecerá siempre, conveniente; lo que gráficamente se demostraba en la siguiente fórmula cíe aritmética práctica: si la luz eléctrica es, en densidad, con relación al kerosén, lo que dos es a diez, su costo debe estar en la misma proporción; pero si éste solo está en la proporción de dos a cuatro, entonces la ventaja se triplica, hasta económicamente.
Esto se dijo la mayoría de los concejales, pues el kerosén había de tener necesariamente sus apasionados, y los tuvo, pero fueron vencidos por los mayores contribuyentes que, pensando como la ma¬yoría del Concejo sacaron triunfante a la luz electrice, y se firmó el contrato de concesión. Pero este detalle necesita párrafo aparte y se lo dedicamos.
Se dice hoy que el tal contrato es malo ; primero porqué, si determina la energía nominal de los focos, no determina la efectiva; segundo porque su término es demasiado largo; tercero porque no contiene cláu¬sulas penales bastantes severas; cuarto porque el em¬presario gana dinero en vez de perderlo; quinto por¬que... .
¡Pero, basta! El contrato nos parece ahora ma¬lo, porque el criterio es siempre severo ante el progreso realizado y benévolo ante el progreso a realizar, y a esa benevolencia todos propendemos en el legítimo afán de ir adelante y por el natural temor de hacer fracasar un progreso. Además, el criterio cambia con el ambiente y el de hoy no es el mismo de ayer.
Pero dejemos el contrato que, si es malo, ha pasado la oportunidad de enmendarlo, y examinemos su cumplimiento que es lo que importa.
Deficiencias que se apuntan y que tendrían re¬medio con el cumplimiento estricto del contrato: 1° Que la luz no tiene siempre igual densidad o energía; 2° Que es oscilante o intermitente; 3° Que las intermitencias suelen prolongarse hasta convertirse en obscuridad durante horas; 4° Que las columnas no tienen todas nueve metros de altura; 5° Que el servicio de luz a las oficinas públicas y salón municipal, no es siempre gratuito, etc.
Todo eso es verdad, pero también lo es que, con todo y algo más aún, pudiera agregarse: Quilmes tiene el mejor alumbrado eléctrico de la provincia... Y también el más barato!
De lo primero estamos todos convencidos y or¬gullosos, aunque solo a los extraños lo declaremos. De lo segundo... Pero si no declaramos lo primero, sino con restricciones, tampoco seremos más francos respecto de lo segundo.
El alumbrado es bueno, conforme; pero tampoco sería malo que la empresa entendiera que bien podía ser mejor y que la Intendencia no se olvidara de re¬cordárselo frecuentemente.
¡Lo demás son resabios del kerosén!
Mayo 13 de 1918.

CORSOS Y COMPARSAS

ANTES de 1877, Quilmes no festejaba el carnaval en forma peor ni mejor que lo hacía la mayor par¬te de los pueblos de la provincia. Este año pudo seña¬larse como punto de partida de una reacción dirigida a desplazar el ya decadente carnaval del agua a bal¬de y jarro, con variaciones de cáscaras de huevos y otros proyectiles.
La novedad del corso, que en la Capital vecina de¬salojara al viejo carnaval, traspuso al fin el Riachue¬lo de Barracas y llegó hasta nosotros.
Todos convenían en la necesidad de adoptarlo, pero sin decidirse –¡hacía tanta fuerza la tradición!–hasta que un pequeño grupo de espíritus atrevidos, cerrando los oídos a las voces del pesimismo, se em¬peñó en que Quilmes había de tener corso.
Para dar aliento a los atrevidos, otros, que no lo eran menos, organizaron con tanto entusiasmo co¬mo rapidez una estudiantina, denominada "El True¬no", presidida por un cordobés y médico distinguido, el doctor Salomé Luque. Sus elementos, empero, eran en su gran mayoría españoles, circunstancia auspiciosa siendo como es la estudiantina manifestación feliz del espíritu jocundo de la raza.
Un versificador local escribió la marcha, que puso en música el profesor señor Barrera, y muchas de sus oportunas coplas eran fruto de la facundia poética de su vice-presidente, el señor Máximo Garay, cuya sangre bullía, así como su númen, al entusias¬ta calor de la trilogía de la alegría española: jota, pandereta y castañuelas.
Hecha con espíritu optimista, la estadística de ca¬rruajes y carros de todo género que adornados (ad libitum) formarían el corso, el resultado fue satis¬factorio.
Si por ese lado se clareaban las perspectivas del corso, por el de la luz aquello no podía ser más oscuro, y no había forma de clarearlo con los tres 'faroles a petróleo que en cada cuadra había para cl alumbrado público.
El socorrido recurso de los faroles de colores, si por su policromía podía dar encanto a la vista, no daba luz.
Era necesario conformarse con la única que se tenía, la del sol, .y el corso que se iniciaría a las cin¬co de la tarde, terminaría con las últimas claridades de aquél.
Y como era esta la única solución posible, con ella se conformó la comisión, formada por los señores Carlos Casavalle, Mariano Solla, Pedro Risso, Salo¬mé Luque, Máximo Garay, Jorge Bate, Roberto Muir y Francisco Younger, estos tres de la colectividad bri¬tánica, y con ella todo el mundo.
No había comparsas, como el carnaval en acción no las improvisara, fuera de la estudiantina "El Trueno"; pero, por la muestra del entusiasmo que a la calle salía, tampoco eran necesarias otras.
La comisión hizo adornar carnavalescamente la calle Rivadavia, de la Plaza a la Estación, que era el recorrido asignado al corso, y varios vecinos hi¬cieron otro tanto con los frentes de sus fincas.
Desde algunas horas antes de la oficial para que empezara el corso, había en la calle una anima¬ción que crecía a medida que la esperada hora se aproximaba.
El corso empezó oficialmente a las cinco y ter¬minó a las echo, disuelto por la oscuridad. La estudiantina fue objeto de las más entusiastas manifestaciones populares y de amables agasajos sociales.
Para recibirla, se abrieron por la noche el sa¬lón municipal y los de los vecinos señores, Carlos Casavalle, Maldonado de Marull, Udaeta, Wilde, Ba¬randa de Risso, Rodriguez, etc.
Pero, si durante el carnaval brilló este en el cielo de la alegría del vivir: como magnífico planeta, su vida fue la de fugaz meteoro, y se extinguió pa¬sado aquel.
Se diría que aquel ensayo de corso había ago¬tado todas las energías sociales y al año siguiente no hubo ni corso ni comparsas, como no demos ese nom¬bre, a lo que un grupo de conocidos jóvenes, Indale¬cio Sánchez, José María Rubio, José A. López, Car¬los Rubio, Rodolfo Luis Vega, Dalmiro Rubio, Miguel R. Machado, Celestino H. Risso, etc., organizó, si¬mulando un ferrocarril en marcha, dirigido a satiri¬zar por el ridículo al nuestro.
Estaba representada la tal parodia por una fila de esqueléticas cabalgaduras, unidas entre si a guisa de coches de ferrocarril, tirados por una locomotora (el más escuálido de los jamelgos), que apenas arran-caba y cuando lo hacia, era para descarrilar al po¬co trecho. Esto, y las interminables paradas en cada una de las muchas estaciones, provocaba la protesta airada de los pasajeros, con excepción de los ingleses, que soportaban aquello resignados, como si por ser el capital inglés, lo demás tuviera sus propias ex¬celencias.
Aquella comparsa, analizada en su satírica inten¬ción lo mismo comprendía la marcha de nuestro ferrocarril, que la de nuestra administración y progreso.
El ferrocarril era solo parte de un todo atacado de raquitismo.
Al año siguiente, desde varias semanas antes del carnaval, se observaron síntomas favorables de esfuerzos, en el sentido de salir de la depresión pro¬ducida en la curva de los tradicionales festejos. Un grupo de jovencitos, casi niños aún, presididos por el hoy conocido martillero Publio C. Massini, y que llevaban los conocidos apellidos de Massini, Otamendi, Labourt, Matienzo, Ithuralde, Rodríguez, Garay, etc., habían organizado una comparsa juvenil que llama¬ron "Los Negros Bonitos".
De sus canciones daremos aquí una muestra, reproduciendo el coro y una de las estrofas:
CORO
Abran las puertas
bellas quilmeñas,
blancas. morenas,
rubias, trigueñas,
que los negritos
van a cantar
estos versitos
de carnaval.
Somos los Negros Bonitos
que venimos a cantar.
Todos, a cual más chiquitos,
en obsequio al Carnaval.
Si acaso nuestras canciones
del agrado vuestro son,
por un beso las ponemos
a vuestra disposición!
La iniciativa de ellos encontró eco simpático en¬tre ellas, y bajo la presidencia de la niña Ercilia Matallana, se organizó otra comparsa, igualmente ju¬venil, con personitas que llevaban los más calificados apellidos.
La llamaron "El Porvenir de Quilmes", y sus versos, letra del versificador que escribiera los anteriores, y música del entones joven Barrera, decían así:
Unamos nuestras voces,
y en coro angelical
unísonas, cantemos
al loco carnaval.
CORO
Tiernos pimpollos
de ese vergel
somos, y un día
seremos de él
fragantes flores
de suave aroma,
de donde el nardo .
el suyo toma.
Del porvenir de Quilmes
somos la imagen fiel;
en nosotras entraña
el mañana de aquél.
Que escrito está en el libro
del mundo, que ha de ser,
de sus destinos dueña
la que fue niña ayer.
Para honrar dignamente a estas simpáticas com¬parsas, se organizó el segundo corso, por el patrón del primero y ellas, como antes "La Estudiantina", le ..dieron brillo. animación y encanto, arrancando a su paso cálidos aplausos, y siendo objeto de las más de¬licadas atenciones de parte de las familias, que solici¬taban su visita., o que la recibían por deferente ini¬ciativa de los visitantes.
Para mejor obsequiarlas se dieron en su honor recepciones ,y bailes en casa de los señores Francisco Rodríguez y Carlos Casavalle y doctor José A. Wilde.
Para despedir dignamente al carnaval, la víspera de su entierro tuvo lugar en los salones de la Municipalidad un baile, que fue sin duda, el mejor de los muchos buenos de que guarda memoria la crónica so¬cial de la época.
La sociedad carnavalesca "La Africana" y “Los Turcos de Barracas" se disputaban entonces en los corsos de la Capital los laureles de Momo, con los que iban cargados sus respectivos estandartes, con evi¬dente orgullo de aquellos que los ganaran.
Especialmente invitada, "La Africana" concurrió al baile en número no inferior de ochenta socios, música, estandarte y banderas.
Concurrieron también "El Porvenir de Quilmes" “Los Negros Bonitos", todo lo cual dio a la reunión, de suyo hermosa, pintoresco realce.
Una comisión formada por las señoritas Carmen y Lola García y Carmen y Rita Faggiano, por medio de una colecta, reunió los fondos necesarios para ad¬quirir una artística corona; con que obsequiar a "La Africana", y otra de flores naturales destinada a su presidente, el joven Juan Gianetti.
En uno de los intervalos de la danza, tuvo lugar la entrega de las coronas, acto no despojado de emo-ción y simpático colorido.
Las dos juveniles comparsas y este final, salva¬ron la memoria del corso y carnaval, que tampoco tu¬vo otra cosa digna de ser recordada.
Pasado aquél, se disolvieron las dos comparsas que lo animaron, como lo hiciera "la estudiantina" dos años atrás, sin que vinieran otras a sustituirlas, y durante varios años el carnaval se distinguió por su vulgaridad.
Es que al corso, como a todos los espectáculos de ficción, la luz solar los perjudica. Y un corso de carnaval a la luz del sol, sin máscaras ni comparsas, ni es corso ni es carnaval.
Una comisión hubo que creyó haber resuelto el problema de la luz, con el empleo de unos grandes antorchones a petróleo denominados "sol", pero que si se llamaban así no era, sin duda, por lo que alumbra¬ban.
En los ensayos preliminares llegó a creerse pu¬dieran ser eficaces; pero con la. práctica vino el desencanto, y el fracaso de las antorchas trajo, como na¬tural corolario, el del corso.
Por fin Cassels y Beaucire establecieron la usi¬na productora de corriente eléctrica.
Desde entonces, si el carnaval decae, si el corso carece de lucimiento y originalidad, la culpa no es la falta de luz como sucedía antaño.

EL CIRCO DE CARRERAS

FALTABA entonces en nuestro léxico el vocabula¬rio exótico que trajo consigo el modernismo hípi¬co, ese que tomó por pretexto el mejoramiento de la raza caballar y acabará por creerlo de buena fe. Ese vocabulario, sin el cual parecerían incomprensibles las interminables crónicas que nuestros grandes diarios hacen de las reuniones hípicas, y que a los no inicia¬dos dos en tan singular hermenéutica les suena a confu¬sión babélica, mientras es familiar a todos los ini¬ciados, que son los más, como que el mejoramiento de la raza caballar cuenta sus apasionados por millares, aunque los criadores de verdad sean muy pocos. Y aunque no Hablen, ni escriban más idioma que el na¬tivo, y ese bastante mal, hombres, mujeres y niñas. desde las clases sociales más humildes hasta las más encumbradas y sea cual sea su cultura, saben lo que quiere decir, "imbrecdings","turf" , "starter", "crack", “outsider" "padock", "forfait" "rentrée" "entraineur", "placé", "perfo¬mance", "jockey". "haras", "sport", "starting gate", "steeplechase", etc. etc; voces todas que, antaño, eran para la generalidad de la gente, se consagrara o no a mejorar la raza equina, más incomprensibles o no sanscrito.
Esa ignorancia de la actual terminología hípica no perjudicaba, empero, la pasión por las carreras; no menos intensa ni difundida entonces que ahora, salvo las modalidades propias de la evolución.
Los caballos, aunque de pura cepa criolla, eran objeto de los cuidados más solícitos, trabajados, o entrenados. como ahora se dice, con toda la obser¬vancia y rigorismo de los cánones criollos.
Concertábanse las carreras, sin olvidar cláusu¬la ni condición, por nimia que ella fuera. Estas convenciones eran la ley de las partes, lo que no estor¬baba para que, sobre el terreno, se emplearan todos los recursos capaces de sugerir la malicia y la mala fe, compañeras inseparables de todo buen corredor; y en esto poca es la diferencia entre lo que pasaba ayer y lo que sucede ahora.
A mucho tirar, se habrán cambiado los collares; los perros son siempre los mismos.
Es que a medida que se evolucionaba, los proce¬dimientos maliciosos o dolosos seguían el arrastre de la evolución, adaptándose a las nuevas modalidades, por aquello 'de que, hecha la ley hecha la trampa.
No faltaban antaño las reuniones clásicas, como se las llama ahora, o "carreras grandes" como en-tonces se las designaba.
Tenían las mismas lugar en las acreditadas casas de comercio, "La Atalaya", "La Alianza" y "La Be¬lla Vista".
En ellas, como en las de hogaño, no faltaba la nota grata, pintoresca y animada de la concurrencia femenil, que si no lucía costosos ni elegantes tra¬jes, llevaba allí su gracia y su encanto que, a falta de tribunas, coches, ni automóviles, los ponían de manifiesto desde sus cabalgaduras, confundidas en los grupos de centenares de concurrentes de todos pe¬sajes y cataduras dando animación y entusiasmo a as las apuestas y participando de ellas.
La evolución trajo el andarivel y suprimió el violento y artero juego de las cabalgaduras en con¬tacto, permitiendo que a lo largo de aquel se estacio¬naran los concurrentes.
Pero el progreso mata para dar vida, y al alam¬brarse los campos y caminos mató las carreras clá¬sicas o las suprimió de hecho por falta de pista ade¬cuada. .
Fue entonces que Don Juan Davidson hizo cons¬truir un circo de carreras, estilo inglés, en una de sus propiedades, conocida por "El Mirador", próxima al puente de "Las Conchitas" (Barros Pazos), circo que con tanto éxito corno pompa se inauguró el 1° de Enero de 1869. con la concurrencia de las autorida-des del partido, un grupo de caballeros ingleses especialmente invitados y numeroso público, venido de todos los rumbos del cuadrante.
Aquel día estaba allí la flor y nata de lo que un cronista moderno llamaría nuestros "sportmen" Agustín Armesto, Mariano Grigera, Pedro de la Fuen¬te, José Gómez, Manuel Castro, Juan de Dios Con¬treras, Higinio Palacios, Avelino Viamont, José Sa¬linas, José León Ocaña, Félix Risso, Paulino Grajales, Selviano Barrabino, Juan Ramos, Juan Gutiérrez, Calixto Llanos, Juan Casares, Eulalio Julio, Gregorio y Aniceto Díaz, Urbano Draque y Narciso Garay, etc.
Esto respecto a los sportmen locales, a los que se agregaban otros más llegados de los pueblos partidos vecinos y circunvecinos.
El buen sentido práctico del señor Davidson lo hacia reacio a todo generó de entusiasmos, y peor si éstos eran de empresa, pero viendo el éxito de su circo en la reunión inaugural, esto y los entusiasmo, de los concurrentes lo contagiaron y creyó que aque¬llo marcharía.
Es verdad que entonces no estaban todavía en boga los boletos de sport, ni eran conocidos sus prodigiosos beneficios, pero estos no serían desprecia¬bles para el comercio allí establecido, si las reuniones sucesivas se parecían a la inicial.
Algunas se le parecieron, pero pronto fue fácil ver que aquello no tenía ambiente propicio; era una iniciativa prematura y mal dirigida.
Se quiso echar la culpa del fracaso a la ausencia de clientela de la Capital, que no acudía por falta de trenes, y la local era insuficiente para darle vida.
Poco tiempo después el arado barrió la pista y en el sitio nació el. maíz y el trigo, que dieron mejores frutos que el circo.
De éste no quedó sino el recuerdo.
Antes que éste se perdiera, la idea fue recogida ,o,. un grupo calificado de sportmen criollos.
Don Agustín Armesto y don José A. Matienzo, fácil este a todos los entusiasmos por utópicos que fueran los ideales que los determinaban, decidieron la construcción de un circo de carreras aquí, a pocas cuadras de la estación del ferrocarril recién inaugu¬rado, al que sin duda alguna acudiría la clientela bonaerense que no había podido ir al del señor Davidson.
El terreno, ofrecido generosamente por la Mu¬nicipalidad allá en el bañado, en la actual Villa Luján, les parecía de perlas. A un paso como estaba, decían del tranvía a la ribera y tan vecino al pueblo.
Porque el entusiasmo e los iniciadores tenia de contagioso que de meditado o porque eran muchos los optimistas, pronto, y en un limitado círculo quedaron colocadas las acciones que se había de¬cidido emitir.
Y el circo empezó rápidamente a construirse, no lejos del camino a la ribera y tal empuje se dio a la obra, que se la pudo inaugurar el 11 de Noviembre de 1872, siete meses después de inaugurado el ferro¬carril, y próximo a inaugurarse el tranvía de la ribera.
Y se le denominó "Circo de Quilmes", porque en aquella época primaba, sobre la griega, la denominación romana, ahora abandonada.
El acto de la inauguración fue auspicioso para el porvenir del circo y tuvo relativa grandeza y solemnidad. Pueblo y autoridades se empeñaron en magnificarlo y quedaron satisfechos, no faltando a la a cita uno sólo de los numerosos vecinos que ponían por arriba de todas sus satisfacciones y triunfos, el de los caballos propios o favoritos.
Numerosa fue la concurrencia, tanto la proceden-te de la capital, como la local, .y la reunión resultó brillante y el desarrollo del programa hípico satisfactorio.
Algunas reuniones más se repitieron durante el verano con resultado lisonjero; pero un día, o una no¬che, el dato preciso no consta en los archivos, se produjo una fuerte crecida del río, este inundó la pista y estuvo en posesión de ellas muchas horas, y cuan¬do se retiró dejó en las tribunas y graderías rastros pocos gratos de su paso.
Esto no desalentó a la comisión; hizo rápidamen¬te reparar la pista, cubriéndola con una capa de are¬na del río y borró el rastro que :la creciente había de¬jado en las tribunas.
Pronto pudo comprobarse que la pista no había ganado nada y si perdido mucho con la arena emplea-da con el propósito de acudir a su reparación.
Esto, y la frecuencia con que dio el río en salir de madre y enseñorearse del circo trajo el natural desaliento.
Se reconoció que el sitio había sido mal elegido, y con el sitio, el momento. El ferrocarril y el tran¬vía, habían provocado una borrachera de optimismo; el viento de la realidad barrió pronto esos humos. El ferrocarril era un fracaso; el tranvía otro; un pro¬yecto de muelle una vez obtenida la concesión, fue abandonado; la edificación, después de inusitado em¬puje, se plantó; decayó el valor de la propiedad. Quil¬mes se detuvo, apenas iniciado el ascenso en la curva de su progreso, y el circo fue un cadáver más.
Varios meses después se intentó volverlo a. la vida, o galvanizarlo, pero en vano.
Hasta diez años después, se veían desde el ca¬mino a la ribera las tribunas y graderías en ruinas, semi escondidas entre los matorrales que crecían lo¬zanos en el aluvión. ¡Pobre ruina de una no menos po¬bre grandeza!
Pero aquello que no había servido para alimentar pasiones hípicas, sirvió luego para alimentar el fue¬go en muchos hogares.
Los sportmen pronto fueron consolados. Ellos no podían pasarse sin carreras, pero sin circo ¿por que no?
Se volvió al abandonado andarivel y como "La Atalaya", "La Bella Vista" y "La Alianza" habían desaparecido, se echó mano de las pulperías de Cui¬tiño, Florentino Ledesma, Bernardo Larrouget, etc., donde las carreras tenían lugar a la antigua usanza; pero deslucidas, raquíticas, decadentes, como algo que resiste por inercia el empuje de la evolución.
Malgrado su fracaso, el circo seguía siendo la ob¬sesión de muchos sportmen locales, los que intenta¬ron hacer funcionar otro, pero no en la ribera, que algo la experiencia les había enseñado. Fue el paraje elegi¬do la chacra conocida por de Durañona, después del señor Alejandro Daul, calle Baranda entre Alsina y Olavarría; allí hicieron construir una pista por vía de ensayo, dejando para más adelante otras construc¬ciones.
También se construyó una casilla para cantina; se le denominó hipódromo y no circo, y fue inaugurado con una reunión abigarrada y poco prometedora.
Aquello, si no nacía muerto, traía sus días con¬tados.
Al frente de la cantina estaba un barbero de espíritu jocundo y tan popular, como extraordinaria¬mente pródigo y despreocupado.
La cantina fue lo más concurrido que tuvo el hi¬pódromo, y también lo más ruinoso.
Por fortuna, la vida del hipódromo fue corta y la de la cantina también.
F I N

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El autor de este libro ha tenido el acierto de reunir en él, substrayéndola del olvido, una serie de artículos que lo for¬man, publicados en distintas épocas en diarios y periódicos.

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