¿QUIÉN MATÓ A ROSENDO? Rodolfo Walsh


Rodolfo Walsh

EDICIONES DE LA FLOR
Diseño de tapa: Oscar Smoje
Scan, OCR y Corrección: Ina

Primera edición: Editorial Tiempo Contemporáneo,
Buenos Aires, 1969.

Sexta edición: agosto de 1994

© Para esta edición Ediciones de la Flor S.R.L., 1984
Anchoris 27, 1280 Buenos Aires
Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
Impreso en Argentina
Printed in Argentine

ISBN N° 950-515-353-8

A la memoria de
Domingo Blajaquis
y Juan Salazar

NOTICIA PRELIMINAR
Este libro fue inicialmente una serie de notas publi¬cadas en el semanario CGT a mediados de 1968. Desem¬peñó cierto papel, que no exagero, en la batalla entablada por la CGT rebelde contra el vandorismo. Su tema su¬perficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955, sus destinatarios naturales son los trabajadores de mi país.
La publicitada carrera de los dirigentes gremiales cuyo arquetipo es Vandor tiene su contrafigura en la lucha desgarradora que durante más de una década han librado en la sombra centenares de militantes obreros. A ellos, a su memoria, a su promesa, debe este libro más de la mitad de su existencia.
En el llamado tiroteo de La Real de Avellaneda, en mayo de 1966, resultó asesinado alguien mucho más va¬lioso que Rosendo. Ese hombre, el Griego Blajaquis, era un auténtico héroe de su clase. A mansalva fue baleado otro hombre, Zalazar, cuya humildad y cuya desespe¬ranza eran tan insondables que resulta como un espejo de la desgracia obrera. Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, tiene pron¬tuario; no los conocen los escritores ni los poetas; la jus¬ticia y el honor que se les debe no cabe en estas líneas; algún día sin embargo resplandecerá la hermosura de sus hechos, y la de tantos otros, ignorados, perseguidos y rebeldes hasta el fin.
La publicación de mis notas en CGT mereció algunas objeciones, en particular de ciertos intelectuales vincu¬lados al peronismo. Existía según ellos el peligro de que la denuncia-contra un sector sindical fuese instrumenta¬da por la propaganda del régimen contra todo el movi¬miento obrero. Se mencionaban precedentes: cinco días después del episodio de Avellaneda, La Prensa había pu¬blicado un editorial titulado “Entre Ellos”, que exhalaba ese odio inconfundible, a veces cómico, que profesa contra la clase trabajadora en general. Toda una cadena de edi¬toriales posteriores, entre los que pueden señalarse los del 17 de mayo de 1967 y 20 de marzo de 1968, reflejaron la inquietud del diario ante el estancamiento del proceso judicial y su aparente deseo de que, se llegara a esclarecer la verdad y sancionar a los culpables. Me encontraba pues en peligro de coincidir con La Prensa, cosa grave.
Supongo que los hechos ulteriores habrán disipado ese temor. Bastó que esta investigación efectivamente aclarara lo sucedido para que la avidez de justicia de La Prensa se aplacara y el editorialista se dedicase a la lucha contra la garrapata y la vinchuca, o a graves re¬flexiones sobre “Doce hombres para colocar un foco”, cuando alcanzan trescientos tontos para escribir un diario.
El silencio que rodeó esta campaña prueba que el interés real de ese periodismo era mantener el misterio que borraba las diferencias “entre ellos”. Cuando resultó que “entre ellos” no estaban solamente algunos “dirigen¬tes gremiales adictos a la tiranía depuesta”, sino la po¬licía, los jueces, el régimen entero, el desagradable asun¬to volvió al archivo.
Quedaba todavía una punta de objeción, que se ex¬presaba así: Vandor, con sus errores y sus culpas, era de todas maneras un dirigente obrero; el tiroteo de La Real, un episodio desgraciado.
Si alguien quiere leer este libro como una simple no¬vela policial, es cosa suya. Yo no creo que un episodio tan complejo como la masacre de Avellaneda ocurra por casualidad. ¿Pudo no suceder? Pero al suceder actuaron todos o casi todos los factores que configuran el van¬dorismo: la organización gangsteril; el macartismo (“Son trotskistas”); el oportunismo literal que permite elimi¬nar del propio bando al caudillo en ascenso; la negocia¬ción de la impunidad en cada uno de los niveles del ré¬gimen; el silencio del grupo sólo quebrado por conflictos de intereses; el aprovechamiento del episodio para aplas¬tar a la fracción sindical adversa; y sobre todo la iden¬tidad del grupo atacado, compuesto por auténticos mili¬tantes de base.
El asesinato de Blajaquis y Zalazar adquiere entonces una singular coherencia con los despidos de activistas de las fábricas concertados entre la Unión Obrera Me¬talúrgica y las cámaras empresarias; con la quiniela organizada y los negocios de venta de chatarra que los patrones facilitan a los dirigentes dóciles; con el cierre de empresas pactado mediante la compra de comisiones internas; con las elecciones fraguadas o suspendidas en complicidad con la secretaría de trabajo. El vandorismo aparece así en su luz verdadera de instrumento de la oligarquía en la clase obrera, a la que sólo por candor o mala fe puede afirmarse que representa de algún modo.
Restaba un último argumento: Vandor estaba muer¬to, no podía ganar siquiera una elección en fábrica, ocuparse de él era agrandarlo. Este reproche ingenuo omitía el punto esencial, a saber, que el poderío de Vandor no dependía ya de las bases obreras, sino del apoyo del gobierno y las cambiantes tácticas de Perón. Sin movili¬zar a su gremio, sin un solo acto de oposición real, Vandor había recuperado a fines de 1968 toda su influencia, em¬barcaba a más de cuarenta sindicatos en una campaña de “unidad” y ha vuelto a ser en 1969 el principal obstáculo para una política obrera independiente y combativa.
En la reconstrucción de los hechos que narro en este libro conté con la ayuda de los sobrevivientes Francisco Alonso, Nicolás Granato, Raimundo y Rolando Villaflor, y de su abogado defensor Norberto Liffschitz. La invesntigación en sí fue breve y simultánea a las notas. Cuan¬do apareció la primera el 16 de mayo de 1968, ignorá¬bamos aún los nombres de los ocho protagonistas "fan¬tasmas" que la policía y los jueces no habían conseguido identificar en dos años (ahora han pasado tres). Nueve días más tarde los tuve en una conversación que grabé con Norberto Imbelloni, integrante del grupo vandorista. Número a número los invité desde el semanario a pre¬sentarse y decir la verdad, designándolos por iniciales. Mi intención no era llevarlos ante una justicia en la que no creo, sino darles la oportunidad, puesto que se titulanban sindicalistas, de presentar su descargo en el periódico de los trabajadores. Ninguno atendió esa advertencia. Si con alguno he cometido error -cosa que no creo-, no ha sido por mi culpa. No hay una línea en esta inves¬tigación que no esté fundada en testimonios directos o en constancias del expediente judicial.
No quise molestarme en cambio en presentar al juez doctor Llobet Fortuny la cinta grabada y el plano con anotaciones de puño y letra de Imbelloni, que constituían una prueba material. Por una parte, no era mi función. Por otra, tenía ya en mis manos una fotocopia del ex¬pediente que es en cada una de sus quinientas fojas una demostración abrumadora de la complicidad de todo el Sistema con el triple asesinato de La Real de Avellaneda. Al relato de los hechos aparecido en el semanario CGT, he agregado un capítulo que resume la evidencia disponible; otro sobre sindicalismo y vandorismo, que aporta un encuadre necesario aunque todavía imperfecto.
Las cosas sucedieron así:

Primera Parte

LAS PERSONAS Y LOS HECHOS

1. RAIMUNDO





Había que arreglar esa empaquetadora para que la fábrica Conen pudiera seguir empaquetando sus jabo¬nes, las farmacias los vendieran, el grupo Tornquist si¬guiera cobrando sus dividendos y Raimundo Villaflor comiera el puchero que comió ese mediodía del 13 de mayo de 1966.
Conocía ese férreo círculo de las cosas: lo había ele¬gido. O tal vez lo eligió su padre, Aníbal Clemente Villaflor, que el 17 de octubre de 1945 contribuyó a poner en Plaza de Mayo los gremios más poderosos de Avellaneda. Y dos años después fue comisionado.
Es probable que para Raimundo Villaflor la primera opción se haya presentado en el colegio industrial. Dejó en quinto año, cuando le faltaban dos para recibirse de técnico. Tal vez no quería ser técnico, como el padre, a su tiempo, no quiso ser intendente. Pero no, dice, fue de haragán. Porque en esa época nos daban todo gratis: libros, uniforme, dinero para el viaje.
A los catorce años entró de aprendiz en Corrado, a los dieciséis pasó a Baseler Limitada. Allí se fabricaban vagones y puentes-grúa. Era oficial ajustador cuando cayó Perón y los interventores militares nombraron de oficio los cuerpos de delegados. En Baseler el delegado general fue Raimundo Villaflor: tenía veintiún años.
Como era tan pibe y tenía antigüedad, pensaron que no me iba a meter en nada. Entonces les “organicé” el taller y les hice una huelga.
En la casa de la calle Pasteur al 600, este viernes 13, Raimundo Villaflor terminó de almorzar. Tenía once años más, su mujer Alicia lavaba los platos, su hija Chela es¬taba en el colegio.
Echó un vistazo al diario. Parece que ese día no hu¬biera cambiado el de hoy: 300 ataques aéreos a Vietnam, aumentos en las tarifas telefónicas, huelgas en Tucumán, la construcción del Chocón. El presidente (Illia) viajaba a Chubut: el futuro presidente (Onganía) iba a cazar a Entre Ríos. El dólar bordeó los 190 pesos, la temperatura media los 15 grados.
-¿Sabe usted cuántos generales hay en el ejército argentino? -preguntaba en Washington el senador Fulbright, presidente de la comisión de relaciones exteriores del senado.
-No, señor -respondía el secretario de Defensa, Robert MacNamara.
-Se me informa que hay más generales en el ejérci¬to argentino que en el norteamericano. ¿Es posible?
-Supongo que sí, pero está fuera de la cuestión, señor presidente.
Habiendo tantos generales, Raimundo Villaflor no co¬nocía ninguno, pero el secretario del general Gallo le habló una vez por teléfono
Me dijo que levantara el paro, y si no, toda la comi¬sión y yo a la cabeza, estábamos todos presos. Le dije que si quería levantar el paro, que viniera él. Me dijo que nos presentáramos inmediatamente al sindicato. Entonces fue la comisión patronal, y fuimos nosotros por separado, no quisimos ir en el mismo camión. Allá nos presentaron, y en seguida nos quisieron apurar.
Un capitán gritaba que daba miedo. Villaflor agrandado gritó más que él:
Que si él estaba acostumbrado a mandar en los cuar¬teles, con nosotros no iba a mandar, y que a nosotros no nos iba a manosear ningún general, ni coronel ni lo que fuera, porque nosotros éramos trabajadores y nos tenía que respetar. Que si los patrones querían levantar el paro, que pagaran las quincenas atrasadas, porque ésa era la causa del paro. Y que además él podía gritar y darse el lujo de decir las cosas que estaba diciendo por¬que él no sabía lo que era el trabajo. Se quedó sin pala¬bras, y se la ganamos, ¿no? Se la ganamos.
Pero después vino la del 56, la gran huelga metalúr¬gica
La gente estaba encojonada, quería guerrear. Se reunie¬ron los personales, y todos los personales decidieron ir a la huelga. Pero después en los congresos había delegados de las fábricas grandes que querían aflojar.
Uno de esos delegados de fábricas grandes al congre¬so de la Unión Obrera Metalúrgica, seccional Avellaneda, era un orador fogoso de actitudes tibias o prudentes. Ha¬cía sus primeras armas sindicales, representaba a Siam, se llamaba Rosendo García. Villaflor casi no se acuer¬da de él.
En mitad del congreso se presentaron dos camiones de la policía y el ejército, con un comandante al frente que nos venía a prepear. Bueno, como siempre, el tipo se creía que estaba en el cuartel, y amenazó con corrernos a tiros y encanarnos y pelarnos, hasta que no faltó uno que le dijo: ¿Por qué no se va a la puta que lo parió?, y ahí entraron todos: Andate, carnicero, hijo de una tal por cual, y se tuvo que ir. Tenía que irse o matarnos a todos. Pero la impresión les quedó a algunos, y empezaron a ex¬poner posiciones que no eran las que habían decidido los personales, y a buscar pretextos sobre huelgas de brazos caídos, que había leyes que nos protegían, y patatín pa¬tatán. Se habían cagado. Entonces saltamos muchos de los talleres chicos y les dijimos que ahí no era cuestión de exponer el miedo que les había entrado, sino lo que habían decidido los personales. Se votó por la huelga ge¬neral. Y peleamos, nos mantuvimos cuarenta y cinco días. Sí, dicen que Vandor. Pero aquí en Avellaneda Vandor era desconocido. Al propio Rosendo casi no lo cono¬cía nadie. Aquí los que hicieron la huelga general fueron Curra, Bellón, Álvarez, el finado Fernández, Rincón, Isotti, Casi toda esa gente ha desaparecido.
Cuando se formó el comité de huelga de treinta miem¬bros, Raimundo era el más joven. Le tocó el enlace con la fábrica más difícil, la Ferrum, que estaba al lado de Gendarmería, además de Tamet, Sánchez y Gurmendi, Gálvez. La policía los buscó, pero nadie sospechaba de ese muchacho que andaba por ahí, con la campera en la mano, comiendo una manzana. El que se dio cuenta fue el oficial Plomer, de la segunda de Lanús. Le allanó la casa, pero ya estaba en Dock Sur. Y cuando lo buscó en Dock Sur, estaba en Berazategui. Al fin cayeron todos, menos él.
Me acuerdo que fue en la calle Catamarca, de Lanús Este, éramos veintinueve miembros del plenario cuando llegó la brigada con camiones, toda la patota. Varios se tiraron de la azotea, pero cayeron en un gallinera, y uno se quebró una pierna. El que cayó bien fui yo. Entonces empezaron a tirar, con carabina incluso. Salté tres alam¬brados antes de salir a la calle. Cuando iba a saltar el último, venía conmigo un compañero que fumaba mucho, y ya no corría, trotaba, y justo en el momento en que yo iba a saltar, pegan dos tiros contra una pared, y él se quedó parado. Pero yo salté, corrí un tranvía y lo agarré, aunque iba con los nueve puntos. Me saqué la campera y volví, los estaban subiendo al camión policial. La gente se amontonaba, y la policía dijo que eran ladrones, qué grande: una banda de veintinueve ladrones. Entonces ellos gritaban: “¡No somos ladrones, somos obreros!”, pero igual los llevaron.
El comité de huelga de Avellaneda había quedado reducido a este muchacho de estatura mediana y ojos oscuros. Pisándole los talones iba casi siempre un chico nervioso, de humor descomunal: su hermano Rolando, tres años menor, que después recordará esa época con nostalgia y admiración
-Qué lija que corrimos, Dios me libre. Pescábamos ranas de los arroyos, comíamos puerro, ¿te acordás, Pelusa?
Raimundo se acuerda. En Quilmes lo corrió la poli¬cía, se tuvo que tirar de un tren. Cambiaba de casa y se¬guía activando. Cuando el plenario nacional levantó la huelga, volvió a su fábrica, se sentó en el cordón de la ve¬reda. El personal lo rodeó antes de entrar. Les explicó que ahora había que pelear por los presos.
La gente, con tantos días de huelga, no estaba quebrada. Y había una mishiadura... pero la gente no esta¬ba quebrada. Ahora resulta que adentro de la fábrica me estaba esperando el principal Plomer. Estuvo allí toda la noche, era mi sombra negra, igual que el policía ése que persigue a Jean Valjean en “Los Miserables”, ¿cómo se llamaba? De un auto bajaron otros dos con ametralla¬doras, y el preso fui yo. Catorce días incomunicado en Lanús, eran esos días de cuarenta grados de calor, perdí siete kilos en el calabocito ése. Diez días en Olmos. Cuan¬do el oficial me dio la libertad, me dijo: “Espero no verlo más por acá”. Y yo le dije: “En cada huelga que haya, nos va a encontrar siempre”.
¿Habría valido la pena? Raimundo Villaflor se des¬pidió de su mujer, recogió el bolsón con el paquete de sándwiches: a las dos entraba en la Conen y hacía ocho horas corridas. Caminó hasta la avenida Mitre donde tomó el 8 -La Colorada- que lo dejaría en Piñeyro, enfrente de la lanera.
En la sección manutención de tocador de la Conen, que ya en 1883 era una fábrica de velas, y hoy empleaba 500 obreros en tres turnos, con cuatro mecánicos por turno, Raimundo estuvo arreglando la empaquetadora hasta que el papel dejó de trabarse. Después anduvo con las prensas de los jabones, los molinos, alguna pieza suelta. Era el primer trabajo estable que conseguía en diez años, después de la huelga.
De Olmos había salido marcado y sin empleo. Reco¬rrió innumerables talleres. Duraba dos días: el tiempo que tardaban en llegar los informes patronales y poli¬ciales.
Me la pasé yirando, changueando, años enteros. Eso es terrible para un hombre con oficio, que sabe desempeñarse en cualquier máquina, el torno, la limadora, el ce¬pillo, la fresa. Después que se perdió la huelga, los patro¬nes echaban cualquier cantidad de gente, se daban el lujo de seleccionar, exigían el certificado. Yo era nuevo en esa época, no sabía el asunto del certificado falso y todas esas cosas. Era un continuo girar de montones de gente. No nos daban trabajo, nos perseguían, jamás podíamos hacer pie. Y algunos nos poníamos en evidencia como luchadores apenas entrábamos, eran esos berretines, esa falta de experiencia que tienen los hombres, que estaban calientes y seguían calientes nomás, no se enfriaba nunca la cosa.
Con el paso del tiempo empezó a durar dos y tres me¬ses en cada trabajo: los informes demoraban más. Adonde nunca pudo volver, fue al sindicato.
Parece increíble, pero ahí nos persiguieron más que los patrones. Ninguno de los que dirigimos aquella huel¬ga en Avellaneda pudimos volver al sindicato. Se convir¬tió en una maffia. Hasta los quinieleros independientes desaparecieron: había que bancar para ellos. Los dirigentes hacían negocios de chatarra con los patrones, con el argumento del comunismo expulsaban del sindicato y las empresas a los obreros combativos, amasaban fortunas, se rodeaban de matones a sueldo.
Entonces sí, oímos hablar de Vandor.
Cerrada la vía gremial, Raimundo siguió en la militan¬cia política. En 1958 conoció a un hombre corpulento, ri¬sueño, miope, que usaba un enorme sombrero. Objeto de incansable cariño, necesitaba ser llamado por muchos nombres: “El Viejo”, “Mingo”, “El Griego”, “El Quími¬co”. Su nombre verdadero era Domingo Blajaquis y fue uno de los muertos olvidados de esa noche. Es incalcula¬ble la influencia que ejerció en Raimundo y sus amigos.
Porque él nos sacó todos esos berretines que teníamos, de ser peronistas por el hecho de serlo, y no comprender que el peronismo es un movimiento parecido al de otros pueblos que luchan por su liberación. El no, él siempre fue un revolucionario, siempre tuvo una concepción del destino de la clase trabajadora. Y él nos explicó las cau¬sas por las que estábamos derrotados, el papel del impe¬rialismo, el papel de la oligarquía, y el papel de la burocra¬cia en el peronismo: esos recitadores de los días de fiesta.
Aprendimos lo que significaban los movimientos de libe¬ración en el resto del mundo, y por qué nosotros tenía¬mos que desembocar en un movimiento de liberación. Una vez que se abraza la concepción revolucionaria, ya no se la abandona más.
Vivieron el proceso, duramente, los pactos, las elec¬ciones, las crisis, las defecciones imperdonables:
Las traiciones dobles, porque nosotros no concebimos que hombres que llegaron a posiciones dirigentes como luchadores y con banderas políticas, como Vandor, después se burocraticen y cambien esas banderas por el sin¬dicalismo y el acomodo. Ahí empezaba la postración del movimiento, la traición declarada, la podredumbre de la burocracia, la quiebra total de la solidaridad. En Misio¬nes no se levantaba la cosecha de yerba, en Tucumán es¬taban pasando hambre, empezaban las ollas populares, y no había el menor síntoma de sensibilidad hacia eso. Al contrario, si los tucumanos adoptaban una forma de lu¬cha más radical, éstos decían que eran frentistas, que eran comunistas. Ahora la iban de Mahatma Gandhi. De los movimientos de liberación, ni hablar. Se ignoraba todo y se practicaba un chauvinismo asqueroso, se marcaba a los hombres que señalaban que el peronismo era una par¬te de los movimientos de liberación nacional, que no era un movimiento aislado, que estaba unido a los movimientos de liberación en todo el mundo.
Nosotros estábamos en las 62 de Pie, pero también sa¬bíamos que en las 62 había los que estaban de pie porque tenían la tachuela en la silla. Para nosotros no se trataba de cambiar los hombres sino las actitudes, se trataba de tomar una auténtica posición de clase.
Estas eran las ideas que defendían en mayo de 1966 Raimundo y sus amigos. Son las ideas que defienden hoy. Pero en esos días el país era sacudido por una gran ba¬talla. El régimen de Illia agonizaba. Uno de los motores del golpe en marcha era el proyecto de reformas a la ley de despido, que el Parlamento había votado y los traba¬jadores apoyaban en masa. La tremenda ofensiva contra el primer avance en la legislación laboral producido después de 1955 saltaba desde los titulares de los diarios. En nombre de la Unión Industrial, el doctor Oneto Gaona calificaba a la ley como “la más regresiva que ha existido en el país”. La Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa demostraba en los hechos que, cristianos o no, los dirigentes de empresa tienden a inclinarse por la variante reaccionaria de cualquier pleito. El Frente Anticomunista Latinoamericano reclamaba el veto presidencial, “en defensa de la libertad y de la seguridad nacional amenazadas por los imperialistas de Moscú y Pe¬kín”. La CGE, de lejana extracción peronista, coincidía con el Partido de la Revolución Libertadora, con la So¬ciedad Rural, con la Bolsa, con la Cámara de Comercio, con los centros, las federaciones, las asociaciones, en que era lícito seguir despidiendo a la gente a la vieja usanza, en la forma en que Raimundo y sus amigos y decenas de miles de trabajadores venían siendo despedidos desde 1955.
A las diez de la noche Raimundo Villaflor se limpió las manos engrasadas, cambió el mono por un traje a ra¬yas, salió a encontrarse con Rolando, con Blajaquis, con cuatro miembros más de su grupo de militantes que, pre¬cisamente, estaban organizando un acto de apoyo a los cañeros tucumanos y las reformas a la ley 17.229.
Se topó con ellos en la esquina del Automóvil Club. Caminaron por Mitre que, según explicó dos horas después el parte policial, es “una arteria altamente comercial, en lo más céntrico de la población, por donde circulan varias líneas de colectivos de transporte de pasajeros, que enla¬zan este partido con la Capital Federal y poblaciones ale¬dañas, tanto de ida como de vuelta, a lo que hay que su¬mar la de vehículos particulares”:
Entre los que se contaron esa noche los del dirigente Vandor, el dirigente Izetta, el dirigente Castillo, el dirigente Safi y una veintena más de dirigentes motorizados, relucientes y bien vestidos, que comieron pollo en el Roma o tomaron whisky en La Real.

Sin contar al finadito Rosendo.

2. AVELLANEDA





Los últimos saladeros cerraron cuando la fiebre ama¬rilla, pero aún perdura en las orillas del Riachuelo ese “olor peculiar” que un viajero inglés señaló hace un si¬glo. Los buques de la Star anidan en los muelles del Anglo, embarcando el chilled que hizo la riqueza de pocos y la miseria de tantos. Día y noche sube el ganado por las rampas de La Negra para caer bajo el martillo, o bajo la espada del rabino. Petroleros de doscientos metros de eslora entran cautelosamente en el Dock Sur, que ilumi¬na de noche el fulgor anaranjado de la Shell. Millares de hombres transpiran en invierno junto a los trenes de laminación, los crisoles, los tornos. Mas que las calles lar¬gas y monótonas, más que las plazas desfoliadas por el humo y los residuos, las fábricas son aquí los puntos de referencia: la papelera, la cristalería, la Ferrum, la textil.
La historia puede remontarse a las barracas que hace dos siglos fueron de negros esclavos, al disciplinado asalto de Buenos Aires que en 1820 realizaron los gauchos del sur al mando de Rosas, a la revolución del 80 que ensangrentó Barracas y Puente Alsina, donde un ejército de línea peleó con milicias de empleados de comercio. Treinta y tantos años imperó aquí don Alberto Barceló, con el favor electoral de los muertos y la empeñosa pre¬potencia de los vivos. Persiste en la memoria de los vie¬jos el desafío de su mejor caudillo, el balazo que lo acechaba en una calle oscura, su muerte en el hospital que donaron los hermanos Fiorito:

Cuando el sepelio salió
con millares de mortales
por las calles principales
de Avellaneda siguió.

Si la historia ha de empezar esta noche a repetirse, es ya con otro signo:
Los hombres de Avellaneda sonríen cuando oyen ha¬blar de Cipriano Reyes y el 17 de Octubre. Porque aquí -dicen- el 17 empezó el 16, con el paro de los lavade¬ros, fábricas de armas, textiles, el vidrio, la Colorada, y ya esa misma tarde la gente llegó hasta Pompeya, donde la corrió la montada.
Por la noche hubo reunión en el Comité de Unidad Sindical, que aglomeraba a todos los gremios de la ciu¬dad, los que estaban en la CGT y los que no estaban obreros de la carne, el cuero, la lana, metalúrgicos, ma¬dereros, construcción, jaboneros, aceiteros. Sin orden de la CGT, que estaba entregada a secretas cavilaciones des¬de que a Perón lo pusieron preso una semana antes, se declaró la huelga general y se redactó el primer volante exigiendo su libertad. Presidía el comité Raúl Pedrera, y en lugar del tesorero ausente firmó el acta el vocal Aní¬bal Villaflor.
A las seis de la mañana del día siguiente (recuerda don Aníbal) salió una comisión de once hombres rumbo a la Plaza de Mayo. Avellaneda estaba parada, pero en la Capital caminaban los tranvías. Cuando llegaron a la estación Barracas increparon a los guardas y a pesar de los ofrecimientos siguieron a pie porque la huelga había que cumplirla. Rato después un taxista voluntario los llevó a los once: sobre la plaza estallaban ya las grana¬das de gases y la policía repartía sable. Cuando en la Casa Rosada pidieron hablar con el Presidente, les quitaron los documentos y los recluyeron en una pieza. Una hora después, inexplicablemente, los llevaron a presencia de Farrell, del almirante Vernengo Lima, del general Ávalos
Farrell nos dio la mano, qué deseaban ustedes. Le di¬jimos lo que deseamos es esto. Y él nos dice, pero cómo es eso que han declarado la huelga, ustedes saben lo que es eso. Y nosotros le contestamos: el único que nos dio algo aquí, es Perón. Bueno, dice, pero ¿qué quieren uste¬des? Nosotros queremos hablar con Perón. ¿Y la huelga quién la para? La huelga no la para nadie, la huelga ya está.
Los mandaron en auto al Hospital Militar. Más de diez mil personas se apiñaban contra las verjas mientras en el parque los soldados emplazaban ametralladoras.
Fuimos a una salita, y ahí estaba Perón, recostado en una cama. Lo primero que dijo fue: Me han cagado, mu¬chachos. Y nosotros le preguntamos: ¿Qué podemos ha¬cer? Y él dice, ¿qué han hecho? Nosotros hemos decla¬rado la huelga general. Cómo, cómo, dice, ajá, bueno, ¿y por qué lo han hecho? Por usted lo hemos hecho, porque usted es el hombre que nos dio libertad y nos hizo res¬petar.
Cuando volvieron a la Plaza de Mayo, ya no se podía caminar. Avellaneda, Lanús, Quilmes, Lomas de Zamora, todo el Sur se volcaba en las calles, una muchedumbre harapienta que no se iba a mover de ahí hasta que Perón apareció en los balcones.
En 1947 don Aníbal Villaflor ocupó el sillón de Barceló. Todos sus funcionarios eran delegados obreros, como él mismo, que ya a los diecinueve años militaba en pana¬deros, admiraba a los anarquistas y no le temblaba la mano en las represalias violentas con que un proletariado miserable se hacía sentir por primera vez. Más tarde militó en portuarios, fundó el sindicato de barraqueros, con¬tribuyó a crear el comité de unidad. ¡Quién les habría dicho que iban a llegar a gobierno! Pero, “Acordate cuan¬do andabas con los fierros al hombro, acordate cuando caminabas descalzo entre la bosta”, eran las frases con que prevenía cualquier cosa rara en lo que había sido el municipio más corrompido del país. Porque él había visto sufrir a la gente, los inmigrantes durmiendo en las hari¬neras, las mujeres que se quemaban las manos en el arrancado de pelambre o envenenando los cueros, los compañeros muertos -el gordo Villaverde, el negro Bo¬nilla, tantos otros- por la policía, como si fueran delin¬cuentes. Ahora el comisionado de Avellaneda vivía en una casa de chapas.
Duró trece meses. Cuando sus propios municipales le hicieron una huelga y el gobernador le mandó reprimir, no pudo con la sangre: se puso al frente de la delegación que iba a reclamar.
- El único comisionado que me hizo una huelga -co¬mentaría risueñamente el coronel Mercante.
La huelga se arregló, pero a don Aníbal Villaflor lo echaron. Salió de la intendencia y volvió al puerto a car¬gar bolsas.
Los viejos tiempos no habían muerto -como él creyó-, se recreaban con cada cambio político, cada con¬vulsión social. Los fusilamientos del treinta tendrían su eco agrandado en la segunda de Lanús, año 56. La picana eléctrica cumpliría su primer cuarto de siglo en la comisaría primera. Las bombas anarquistas serían puntualmente repetidas por los improvisados “caños” del peronismo. A su turno llegaría el hambre, la desocupación, el juego, los nuevos caudillos con sus favores y matones.
Ciudad que se levanta temprano, resoplando en los hornos y las chimeneas de sus cinco frigoríficos, setenta fábricas de automóviles, maquinarias y aparatos, cincuen¬ta metalúrgicas, cuarenta plantas químicas, treinta textileras, tres mil talleres chicos y más de cincuenta mil obre¬ros industriales. Ciudad que se acuesta temprano, sólo quedaba un hilo de gente en la avenida Mitre, en los cafés alrededor de la plaza Alsina, en el bar El Plata, en la confitería y pizzería La Real.

3. ROLANDO





Bailoteaba, Juan Zalazar, fingiendo poses de boxeo: contento, porque venía de trabajar treinta y seis horas seguidas en la Shell y exhibía un sobretodo azul que usaba por primera vez.
-Soy burócrata -le decía a Rolando Villaflor-. Tengo sobretodo nuevo.
Nuevo, de la percha. Todavía yo le dije, al cruzar la calle. No vaya a ser cosa que tengamos que enterrarte con ese sobretodo. ¡Me cago en..., esa noche! Parecía una lechuza, se lo estaba vaticinando.
Caminaron los siete amigos por frente a la plaza, con¬fundidos entre “el público, que es intenso a todas horas del día, decreciendo algo ello en horas de la madrugada”, según el parte que escribirían después el subcomisario Martínez y el oficial Dellepiane.
Rolando no pensaba en ellos, la yuta de Avellaneda. De pensar, tal vez habría tenido alguno de esos ademanes instintivos que lo diferenciaban de lo que algunos llaman la gente honrada y otros los giles: un bando al que ahora pertenecía sin haber perdido la mirada, los gestos, la for¬ma de caminar del que alguna vez anduvo en la pesada.
Porque uno se vuelve puro reflejo. Como los anima¬les, vio. No es que no pueda analizar, pero cuando la cosa viene mal y usted tiene que hacer frente, no lo piensa dos veces. De la risa a la seriedad, es una fracción de segundo. Porque en los hechos usted está obligado a darse cuenta quién es quién, y sin ser psicólogo ni nada, de un golpe de vista sabe quién se le puede rechiflar. Y eso ya no es que lo piense, sino el reflejo de uno, la vida que uno ha llevado.
Hacía dieciocho meses que Rolando Villaflor había sa¬lido de Olmos, donde purgó tres años por asalto en banda.
Allí tuve tiempo de pensar. Yo dividía el -inundo en turros, giles y yuta. Después comprendí que los giles éra¬mos nosotros.
Pretextos no le faltaron para entrar en la delincuen¬cia. La historia se remonta a aquel terrible año 57, cuan¬do su padre estaba cesanteado por motivos políticos, su hermano Raimundo yiraba inútilmente en busca de tra¬bajo, y la situación en su casa se volvía cada vez más angustiosa. El conscripto Rolando Villaflor desertó y to¬mó su decisión.
Yo siempre fui un muchacho intranquilo. Andaba sin plata, sin laburo. Después usted ve que los turros hacen ostentación de guita. A usted lo deslumbran, ¿sabe? Us¬ted quiere ser como ellos, empilchar bien, andar rodeado de mujeres, tener un valerio que lo pase a buscar con un auto. Y después le dicen: Vení que es fácil. Todavía le dan guita a uno. Y uno va, lo convidan a un asaltiño, us¬ted se prendió y después chau, no salió más de ahí.
Al principio todo le fue bien. La policía no tiene la bola de cristal, tarda en descubrir a los que no están prontuariados ni caen en las razzias. Rolando Villaflor creció en hechos ignorados, amistades que no se nombran, se¬cretos que se llevaron amigos muertos. Ganó respeto en la calle y carpeta de hombre derecho aunque estuviera en la bronca.
Pero, es como una bola de nieve que se echó a rodar, ¿vio? En algo tiene que parar. La bola de nieve por ahí cae en un río. Nosotros caíamos en la cárcel.
La suerte se le quebró en el 62. Cambió la ropa fina por el uniforme del penado, la recelosa aventura del ham¬pa por el tedio de las altas paredes, los entreveros con la policía por las palizas a mansalva de los llaveros. Un día corrió a uno por toda la redonda. Lo bajaron a control, le pegaron entre muchos, lo metieron bajo la ducha helada. Pasó quince días en un calabozo incomunicado, treinta en aislamiento. Recién entonces el alcaide quiso averiguar lo sucedido.
-¿Qué pasó?
-El Chacarero me faltó el respeto.
El alcaide miró alrededor, como buscando algo en el piso. Después escupió un gargajo.
-Vos valés menos que eso. Todos ustedes valen me¬nos que eso.
-Si yo valgo menos que eso -dijo Rolando Villaflor-, vos estás debajo de la escupida.
Y se comió una paliza que casi lo matan.
En la vida de Rolando iba a producirse tiempo des¬pués una transformación casi milagrosa. Pero la cárcel no tuvo nada que ver con eso:
Al contrario. Uno sale de ahí envenenado. Con un odio, con un odio terrible. Hay cosas que no tienen explicación y cosas que tienen mucha explicación porque hay hom¬bres que usted dice, son débiles de cabeza, o no analizan las cosas, son carne de reja, salen y vuelven, salen y vuel¬ven, pero qué es lo que pasa, el gran veneno que le incul¬can ahí adentro a usted lo hace rebelar contra todo. Por¬que ellos en vez de llevarlo a uno, de hacerle comprender, le dan cada paliza de novela y lo quieren domar. Yo mi rebeldía no la perdí en la cárcel, no me podían domar, porque son hombres como cualquiera, y a mí un tipo me levanta la mano y no lo puedo permitir. Ellos no son más que nosotros, son menos. Después están los em¬pleados de tratamiento, que andaban con guardapolvo blanco y pusieron el doble de que iban a encaminar a los presos por la buena senda. Pero nosotros les decíamos llaveros también, porque son más verdugos que los mismos llaveros.
Una cosa es contar y otra estar allá. Claro que hay momentos en que un hombre detiene su vida, contempla, mira lo que hizo de positivo, qué hizo de negativo. Yo comprendí que no era para eso, le escribí a la vieja di¬ciéndole que no iba a estar más en la joda, pero no quería volver a mi casa. Porque yo no tenía a quién salir, y si a un hombre con la conducta de mi viejo, si usted le sale la mosca blanca, con qué cara se le presenta otra vez en la casa. Así que yo no quería volver. Cuando me llevaron a la Jefatura de La Plata para darme la libertad, no podía creer que saliera, creí que iba a otra cárcel, que me iban a biabar. Y cuando iba a salir, veo una figura que viene corriendo a toda vela, cruzando la plaza, una placita que hay, toda arbolada, y era mi hermano y vino corriendo y me dijo: Dame la mano, y yo por reflejo le di la mano, y me dijo: Corré, y salí como bala de ahí adentro. Todo reflejo, porque yo no pensaba nada y cuando me dijo da¬me la mano le di la mano y salimos de vuelo. Y del otro lado de la plaza, en una camioneta, me estaba esperando mi papá.
Sí, estaba emocionado, pero no podía llorar. Estaba muy duro. No tenía sensaciones casi. Tanto me daba que estuvieran matando a uno, que si no le hicieran nada. Me habían hecho un tipo muy frío, y de adentro me habían matado.
Pero después fui viendo que no era así, que yo tenía sentimientos, lo que pasa es que tenía una pared de hielo que yo mismo había creado como defensa dentro de la cárcel. Una barrera que la mente misma se va formando, vio. Y cuando salí, ya era otra cosa. Después el contacto con los muchachos, con Blajaquis, con Raimundo...
Y también con el Negro Granato, Zalazar y Francisco Alonso, a los que se agregaba esta noche un nuevo miem¬bro del equipo de activistas, que Blajaquis presentó con el nombre de Horacio. Entraron todos en el bar y pizze¬ría La Real, que según calcularon más tarde el subcomi¬sario Martínez y el oficial Dellepiane “tiene unas dimen¬siones, aproximadamente, de ocho de ancho por doce de largo, que sobre la calle Mitre posee una puerta de en¬trada y salida, hacia la calle Sarmiento posee dos entra¬das y salidas, una que da al salón general y otra al de¬nominado salón familiar... y que tanto en el salón fa¬miliar como en el salón general no existe ninguna sub¬división, pudiéndose ver claramente las mesas ubicadas en ambos lugares, que se diferencian únicamente por te¬ner las del de familias manteles en su parte superior”.
Se ubicaron en dos mesas, una grande y una chica, junto a una columna que dista cinco metros de la entra¬da de Sarmiento, cuatro metros y medio de la entrada de Mitre. El mozo Jesús Fernández les sirvió siete moscatos y dos pizzas. Aún no eran las once.
Rolando le contó a su hermano las gestiones que aca¬baban de hacer en el sindicato de textiles y el Centro de Estudios Políticos para organizar un acto en apoyo de los cañeros tucumanos.
Le contamos que todos estaban de acuerdo, que el acto se iba a hacer. Porque no era posible que mientras en el interior se estaban muriendo de hambre, tuberculosos, qué sé yo, acá no pasara nada. Y esos traidores de la CGT no hacían absolutamente nada, al contrario, trataban de que no se supiera, hasta que nos enteramos que estábamos comiendo, lo poco que comíamos, a costilla del ham¬bre del interior. Y ellos hacían de dique de contención, y si alguien saltaba, lo apuntaban a la policía. Entonces nosotros queríamos hacer algo por los muchachos de Tu¬cumán, romper ese hielo que había.
La cara ancha, burlona del Griego, seguía con aten¬ción el gesto empecinado del converso: “La Bestia” se in¬teresaba por el prójimo.
Sí, porque a mí, el Griego me decía la bestia. Qué ha¬cés, bestia. Es que yo decía cada barbaridad cuando ellos hablaban de política. Me decían: Ya cayó la bestia. Sí, eso me decía el Griego.
La historia venía de lejos, de la época en que Raimundo fue dirigente gremial y Rolando iba pegado a sus ta¬lones, piqueteaba, pegaba carteles. Lo que para el herma¬no mayor constituía el centro de la vida, para él era una aventura momentánea, un favor a los amigos, algo que en el mejor de los casos sentía como un vago compromiso sentimental.
Después se apartó aún más. Muchas veces al regresar de madrugada los encontró reunidos, hablando de políti¬ca, arreglando el mundo. Francamente, eran del bando de los giles.
Seguían en lo mismo cuando Rolando salió de la cár¬cel, volvió a reírse de ellos, y el Griego lo bautizó.
Pero decime una cosa, le digo, Griego, ¿vos cuántos años tenés? Me dijo cuarenta y pico. Y decime, ¿qué hi¬ciste de tu vida vos? Hasta ahora. Porque yo no veo que nada hayas hecho vos. Siempre te lo pasaste en cana, por¬que es la verdad: estuvo en la Resistencia, en el 9 de ju¬nio, lo pasearon por todas las cárceles al Viejo -él siem¬pre en su lucha por los humildes, por sus hermanos de clase, decía-. Y cuando me dijo que no tenía nada, le digo: Claro, qué vas a tener, si vos siempre te la pasaste en cana, molido a palos, muerto de hambre, sos un hom¬bre grande y no tenés hogar, no tenés familia, no tenés nada, no formalizaste nada. Y el me dijo: Claro, vos me decís así, dice, porque vos todavía no comprendés lo que es luchar por un ideal. Y tenía razón el Griego. Tenía ra¬zón porque un idealista, la mayoría de las veces, no llega a ver sus aspiraciones concretadas, se muere en la pelea y no tiene nada. Y esas son cosas muy grandes para los hombres. Cuando uno las llega a comprender, son cosas muy grandes.
Claro, empezó a picarme. Yo les decía, pero expliquenmé, convenzanmé, a ver por qué hacen eso ustedes. Era lo que estaban esperando estos tipos: me dieron por los cuatro costados. Uno me soltaba y me agarraba el otro. Y así me fueron formando, hasta que empecé a mirar las cosas como un hombre las tiene que mirar.
A través de la acción política, Rolando Villaflor hizo un tratamiento heroico. El viejo mundo tironeaba cada vez menos, la policía ya no iba a buscarlo. “Se le achicó el bobo”, sentenciaron los de antes; pero él sabía que era grupo, que ésta era más pesada que la otra, y cuando un 17 de octubre los cosacos lo quisieron correr a él y a su padre y a su hermano y a su tío, y se rechiflaron todos aguantando los sablazos y manoteando los caballos, le dijo a Raimundo
-Pero decime, yo salgo de una y me meto en otra peor. Porque aquí nos cagan a palos, no nos tiran un mango, gritamos como locos y cobramos como perros. ¿Es todo al revés esto?
Sólo que ahora se reía.
De simpatizante peronista, se hizo militante revolu¬cionario. Un día o una noche, que tal vez fueron una su¬cesión de días y de noches, el Griego le explicó su vida Rolando Villaflor: había querido salvarse solo, y no hay salvación individual, sino del conjunto.
Por eso estaba allí, sin armas, definitivamente incor¬porado al mundo de los giles que piensan en los otros. El suyo había sido el camino más duro.
-Si yo les cuento quién entró, no me lo van a creer -dijo Francisco Alonso, que era un pibe.
Granato y Horacio lo estaban viendo, pero Zalazar y Blajaquis miraron de costado. Raimundo y Rolando Villaflor tuvieron que darse vuelta para contemplar al “Lobo”, que entraba con su séquito por la puerta de Sar¬miento y enderezaba al salón de familias de La Real de Avellaneda.

4. EL LOBO





Cuarenta y tres años, la boca fina y tensa, los ojos claros, una mueca de energía desdeñosa: esa cara había salido ya muchas veces en las tapas de las revistas, segui¬ría saliendo. “Diez años de lucha”, se jactaba en una solicitada. Más de diez años: las primeras escaramuzas en la fábrica de Saavedra, el fervor de los compañeros, la asamblea del Luna en que Paulino lo presentó como el nuevo secretario de la Capital. Más: la cucheta en el ras¬treador “Py”, la sala de máquinas, el cabo Vandor. Más todavía: la infancia entrerriana, el pueblo que era una estancia inglesa. De allí había venido sin nada, con sexto grado, un provinciano tímido al que no le gustaba hablar en público. Ahora no necesitaba hablar, otros hablaban por él en los congresos y los confederales. Murmuraba “uno” y se paraba Avelino, “dos” y hablaba Maximiano, “tres” y recitaban su libreto Izetta o Cavalli: eso era organización.
En algún momento le pareció que comprendía la esen¬cia del poder: ese punto de equilibrio en que nadie hace su voluntad, pero el más hábil opera con la voluntad aje¬na. En algún momento comprendió lo que es negociación: quizá en enero del 59, cuando el correo de Ciudad Trujillo le dijo: “No se puede largar la huelga porque esta noche entregamos el toco”. Desde entonces, o ya desde antes, prefirió negociar por su cuenta. Diez años de ne¬gociación: “Estoy muy satisfecho por el convenio”. El doctor Doliera-Siemens sonreía. Los empresarios son unos explotadores, pero lo acompaño a tomar una copa: el in¬geniero Negri-Tamet le palmeaba el hombro. Eso es de¬mocracia. Hoy hasta los conservadores nos comprenden, ¿eh, doctor Solano Lima? Es cierto que hubo algunos malos ratos, pero usted puede volver a ser presidente, gene¬ral. Y usted, doctor, sí que se parece a Perón, la misma sonrisa: tendríamos que trabajar juntos. Pero si lo que los sindicalistas queremos es la grandeza del país, coro¬nel, el bienestar social: ¿dónde ha visto un policlínico como éste?
Diez años de frialdad, de no mover un músculo, de esconder las emociones. A veces un oscuro sentimiento lo traiciona, pero en seguida recupera la noción de la realidad, de su realidad. Se dice que ha llorado en Cuba, al contemplar la revolución del pueblo -ese sueño ente¬rrado-, pero luego le ha dicho a Ernesto Guevara: “No¬sotros nunca podremos hacer lo que han hecho ustedes”. Eso es realismo. Volverá a llorar dentro de media hora, y en el acto adoptará las decisiones justas que cambian el curso de las cosas. Eso es política.
Diez años de paciencia, de tejer y destejer alianzas, de empollar en el campo adversario, de convertir derro¬tas de los suyos en victorias para sí. “El más hábil nego¬ciador sindical”; “el cerebro político de las 62”; “un sin¬dicalista de ideas populares que sabe trabajar con la de¬recha y frecuentar la embajada de los Estados Unidos” son algunas entre los centenares de frases acuñadas por un periodismo que lo convierte en vedette, en mito. Es cierto que a veces se preguntan si ha llegado “el ocaso”, el “último aullido del Lobo”, pero es para remontarlo más alto: “Todo confluye en Vandor”. El Sistema lo ha acep¬tado plenamente, se divierte con su astucia, es él quien “maneja los piolines”, quien suma o resta las 62 a las 19, a los 32, opone o amiga comunistas e independientes, in¬venta alineados y no alineados, y cuando terminan los insultos se sienta a un costado y murmura “uno” para que hable Vicente o Francisco. Eso es prestigio.
Lástima que las cosas se hayan puesto difíciles en los últimos tiempos. Ahora su enemigo se llama Perón. Vandor lo ha querido, sin duda: es aquí en Avellaneda donde nació meses atrás el neoperonismo. Quizá el choque ven¬ga de antes, del fracaso de la Operación Retorno, un bu¬zón que el vandorismo le ha vendido al general. El con¬flicto asoma a las versiones periodísticas en junio del 65, estalla cuando Perón envía a su mujer como delegada personal. Vandor domina en ese momento la Junta Coor¬dinadora del Justicialismo, las 62 Organizaciones, el blo¬que parlamentario, la Unión Popular, los partidos pro¬vinciales: lo que está en juego es todo el aparato par¬tidario.
La primera batalla se libra en la CGT, en cuya secre¬taría general el vandorismo ha instalado en 1963 al sas¬tre José Alonso, que ahora predica poco menos que la guerrilla, aunque su lucha más notoria es contra las comadrejas que acechan su criadero de gallinas. En enero de 1966, cumpliendo las órdenes de Madrid, Alonso di¬vide el sindicalismo peronista: nacen las 62 “de pie jun¬to a Perón” que arrastran a veinte gremios, algunos im¬portantes, como textiles y mecánicos; otros luchadores, como azucareros y sanidad. Los vandoristas se burlan con una solicitada que lleva el título “De pie junto al trotskysmo”, el metalúrgico (y diputado) Paulino Niembro usa la televisión para delatar como “castrista” a Amado Olmos, uno de los pocos dirigentes leales a su clase. “Yo soy argentino, cristiano y peronista”, lagrimea Alonso, pero en febrero el consejo directivo de la CGT lo expulsa del secretariado.
La segunda batalla se da en las elecciones de gober¬nador de Mendoza, el 17 de abril. Contra todos los cálcu¬los, en una campaña que dura apenas una semana, pero que cuenta con la presencia y el apoyo de Isabel Perón, el candidato Corvalán Nanclares obtiene dos tercios de los votos del peronismo, derrotando al vandorista Serú García. Beneficiado en definitiva, el gobernador electo resultó conservador, pero un dirigente de esa tendencia -Emilio Hardoy- considera el episodio como “una ver¬dadera catástrofe”.
¿Catástrofe, ganar una elección? Un semanario lo ex¬plicaba con cierto aire de melancolía: “El resultado de la experiencia mendocina obligó a una revisión... Se consideraba como un valor entendido que la influencia directa de Perón, a la distancia y después de casi once años de alejamiento del país, se había deteriorado sustan¬cialmente... La hipótesis fue claramente desmentida por los hechos.”
¿Qué pasa con Vandor? “Todos admiten que deberá replegarse transitoriamente a la lucha gremial”. Más tarde se vio que esto era un eufemismo. El caudillo meta¬lúrgico se replegó, sí, pero a los contactos militares que iban a fructificar dos meses más tarde con el golpe de Onganía.
El partido estaba empatado esa noche del 13 de ma¬yo en que los jerarcas del vandorismo pensaban reunirse en Avellaneda para discutir el futuro. ¿Temía Vandor un desempate violento? El 29 de enero, una bomba que otros llamaron petardo, colocada por amigos de Patricio Kelly, le había arruinado en el paddock de San Isidro el goce de su deporte preferido. Por esos días un encum¬brado personaje pagó cierta suma para sacarlo del me¬dio: el encargado de la faena arregló con Vandor por una suma más grande, y con las contribuciones de ambas partes puso un boliche. Después una bomba estalló en la CGT de Avellaneda, feudo de Rosendo García. Veinticua¬tro horas antes, en fin, Rosendo había ajustado cuentas con el disidente Américo Cambón, haciéndole propinar una histórica paliza.
Detrás de todo eso había una carta. Dirigida a José Alonso el 27 de enero, señalaba a Vandor como el “ene¬migo principal” y agregaba: “En política no se puede he¬rir, hay que matar, porque un tipo con una pata rota hay que ver el daño que puede hacer”. Firmaba Juan Domingo Perón.
Tal vez era el recuerdo de esa carta, distribuida en centenares de copias, lo que tenía tan inquieto a Vandor mientras sorbía un whisky y miraba disimuladamente a su alrededor en busca de posibles enemigos.


5. EL INCIDENTE





El mozo Antonio González calculó que eran ocho o nueve personas las que entraron en La Real a las once y media de la noche, sin contar “uno que se ubicó en for¬ma separada”. Juntó tres mesas a lo largo del salón fa¬miliar y recogió el pedido de coñac y whisky importado que llamó la atención no sólo a González, sino al patrón Hevia e incluso al mozo Oscar Díaz, por ser “poco fre¬cuente”.
Solamente el parroquiano solitario, sentado junto al ventanal de Sarmiento, rechazó el convite de los notables, y pidió, modestamente, un vaso de moscato y dos porcio¬nes de muzzarella. Se llamaba Acha, le decían “Hacha Brava” y su misión aparente era cuidar la puerta.
Parecida función, cerca de la entrada de Mitre, cum¬plían tres hombres más a quienes los mozos no relacionaron con el grupo vandorista. Eran Luis Costa, también llamado “Arnold”, guardaespaldas que empezó su carrera en Mataderos al servicio del dirigente Carrasco: Tiqui Añón (o Agnon), del secretariado de la UOM, y un me¬talúrgico de San Nicolás, Juan Ramón Rodríguez, que estaba de paso en Buenos Aires.
El despliegue protector, que reflejaba las aprensio¬nes del dirigente metalúrgico, se repetía en su propia mesa. A su derecha, en la cabecera, estaba Armando Cabo, un hombre de la vieja guardia metalúrgica, héroe de la Resistencia, ahora dilapidado por las transaccio¬nes y el alcohol; a su izquierda, un guardaespaldas: Raúl Valdés; seguían Juan Taborda, chofer de Vandor; el asesor del gremio metalúrgico, Emilio Barreiro, y otro hombre que figuró en la Resistencia: José Petraca. Frente a ellos se ubicaron Norberto Imbelloni, delegado de Siam Automotores, con licencia gremial; Rosendo Gar¬cía y Nicolás Gerardi, prosecretario del bloque justicia¬lista de diputados de la provincia .
Gerardi había insistido en concurrir a la reunión de jerarcas, cuya primera parte se estaba desarrollando en el Roma.
-No te van a dejar entrar -le dijo Vandor cuando lo encontró esa noche en la UOM.
-Con el carné que tengo, no me para nadie -bromeó el prosecretario, y Vandor lo llevó en su auto.
Con excepción de Barreiro, Imbelloni y Gerardi, todos estaban armados.
No se sabe con seguridad quién fue el primero que re¬paró en las mesas de Blajaquis. Más tarde, declarando ante el juez, Vandor dirá que al levantar la vista “en for¬ma instintiva” observó a un grupo de personas en una mesa ubicada a unos ocho metros. Le pareció ver que buscaban espacio moviendo las sillas y eso le llamó la atención. Imaginó entonces “por un sexto sentido que esas personas tratarían de provocar”.
-¿Qué te pasa que estás tan nervioso? -le preguntó Rosendo.
-De esa mesa me están mirando -dijo Vandor-, me están haciendo muecas. Ya no se puede ir a ningún lado.
Según Imbelloni, el asesor Barreiro atizó los temores.
-Son trotsquistas -dijo.
Armando Cabo quiso salir de dudas. Ordenó a Taborda:
-Andá a, buscarlo a Safi.
El senador Julio Safi era uno de los que cenaban en el Roma, muy cerca de allí. Había tenido contactos con el grupo de Blajaquis, y era la persona apropiada para es¬tablecer su filiación. Se despidió del pollo y acudió en compañía del dirigente del vidrio, Maximiliano Castillo, y del propio Taborda. Estas son las tres personas que to¬dos los testigos vieron entrar unos minutos después de Vandor.
Lo que hizo Castillo, se ignora. Taborda cedió su silla a Safi, quien pidió un coñac que no llegaron a servirle, y según algunos pretendió disipar las dudas de Vandor; se¬gún otros, agravarlas.
Acababa de sentarse Safi, cuando del grupo opuesto se levantó un hombre, avanzó en dirección a ellos, siguió de largo hacia el baño ubicado en el fondo. Norberto Imbelloni se paró y fue tras él. Y detrás de Imbelloni, al¬guien más, que pudo ser el propio Castillo.
Rolando Villaflor estaba pagando la cuenta cuando vio que se levantaba Imbelloni: 710 pesos.
-¿Qué comimos, pepitas de oro? -bromeaba el Grie¬go, pero Rolando no le hizo caso.
Cuando vi que Horacio no volvía, yo le digo a mi her¬mano: Mirá, aquí pasa algo, seguramente que lo están apretando. Y entonces yo me levanto y voy para el baño. Y efectivamente, lo tenían agarrado a Horacio, le decían que se las tomara. Entonces yo discutí con Imbelloni, le dije unas cuantas barbaridades. Porque él dice: Mirá, dice Imbelloni, me extraña que nos vamos a arremeter entre nosotros, es una lástima porque somos todos peronistas. Y yo le dije: No te confundás, peronistas somos nosotros, y ustedes son una manga de traidores al movimiento, y no sólo al movimiento obrero, ustedes son unos entreguistas, son capaces de entregar a la madre. Y él me dice: Bueno, tomenselás igual, porque ya no da para más. Es¬tán todos calzados, los van a reventar. Y yo le digo: No¬sotros no tenemos nada, pero si nos vienen a prepear así, vamos a ver qué pasa.
Horacio y Rolando volvieron a su mesa.
-Vamonós -dijo Rolando-. Ya saltó la bronca.
Fue entonces que Francisco Alonso se dio vuelta como presintiendo la cosa y vio a su derecha la otra mesa con tres tipos que los observaban.
-Mirá -dijo Alonso-, acá están los guardaespal¬das.
Granato miró y vio confusamente al hombre alto rubio, al otro alto y moreno y al tercero de poncho y an¬teojos.
Estaban en una ratonera.


6. ROSENDO





Rosendo García había escuchado los aplausos ahogados que venían tras las puertas cerradas. Pensó: “Ya termina”, y miró su reloj pulsera de oro: las nueve. Cuando Vandor salió del salón de actos de la CGT, donde sesionaba el congreso de delegados metalúrgicos de Capi¬tal, lo miró con extrañeza:
-Dijiste que te ibas a Rioja.
-Como vi que te aplaudían tanto, supuse que termi¬nabas en seguida.
Conocía los mecanismos, después de diez años: el bre¬ve discurso de inauguración donde se hablaba para el pe¬riodismo y “la gilada”. Después no hacía falta quedarse, el aparato funcionaba solo.
El día de Rosendo estuvo hecho de pequeños desencuentros, frustradas despedidas. Nadie lo esperaba a al¬morzar en su casa -modesta- de tejas coloradas y raquítico jardín, a catorce cuadras de la estación Lanús, donde su mujer, Teresa Moccia, tenía el día entero para sí sola y el único hijo, Néstor, nacido dos años después del casamiento y de la revolución que Rosendo tal vez aplaudió, porque al menos al principio había sido radical. Allí paraba poco y a veces no paraba, porque la política, porque el sindicato, porque algunos dicen las mujeres y sin duda la quiniela bancada por sus acólitos a la puerta misma de las fábricas a beneficio de “la organización”.
Solamente los fines de semana descansaba, y aún eso era relativo, porque los sábados iba Vandor a almorzar acom¬pañado de su propia mujer, “y éramos todos una gran familia”, dirá Teresa. Pero ese viernes fue a mediodía, y comió solo y se marchó a las tres: ella no lo vio más.
Eran las siete cuando subió al auto de Vandor, ma¬nejado por Taborda: se sentó atrás. Media hora después llegaban al Ministerio de Trabajo, se entrevistaban en el cuarto piso con miembros de la federación empresaria, a los que entregaron un anteproyecto de convenio. De ahí fueron a la CGT y por algún motivo Rosendo se quedó ambulando, en vez de regresar a la UOM, como había dicho.
El congreso metalúrgico, Vandor en el escenario, los aplausos eran el último eco de una batalla que en el cam¬po gremial ya parecía definida con la expulsión de Alonso.
No cabe duda de que Rosendo secundó a Vandor sin reservas en esa batalla, como lo había secundado diez años. En los congresos de la UOM, en los confederales de la -CGT, su palabra fue siempre la palabra de Vandor. Participó en sus manejos, asimiló sus enseñanzas, se propuso sus mismos objetivos. Forjado en el sindicalismo negociante, rechazaba por hipócritas los arrestos verba¬les de un Alonso, por imposibles las fórmulas revolucio¬narias. El comentario más favorable que le arrancó una gira por Cuba, fue que los cubanos eran “unos locos lindos”. Igual que Vandor se enriqueció, igual que él adqui¬rió poder, a diferencia de él llegó a ser querido por muchos. Simple delegado de Siam en 1956, secretario de la UOM de Avellaneda en 1958, secretario nacional adjunto ese mismo año, estaba en esa encrucijada de los caudillos: era el segundo, destinado a heredar a un hombre apenas seis años mayor.
Había crecido, sin embargo. Avellaneda era su feudo, y en Avellaneda se discutiría esa noche el problema cen¬tral del peronismo enfrentado con Perón. ¿Le gustaba a Rosendo ese papel? Hay un indicio para conjeturar su posición: en abril se niega a viajar a Mendoza en apoyo del candidato vandorista a gobernador y prohíbe que nin¬guno de sus hombres intervenga en esa campaña.
No era quizás el único punto de fricción. Después de lo ocurrido en Mendoza, muy pocos pensaban que el go¬bierno de Illia pudiera durar hasta las elecciones de gobernador en la provincia de Buenos Aires, previstas para marzo de 1967. Ese era en realidad el obstáculo que acortaría su gobierno. Estaba claro que el peronismo vol¬vería a triunfar como ocurrió en 1962, cuando la elección de Framini provocó la inmediata caída de Frondizi. Pero esta vez los golpistas iban a salvar las apariencias. Des¬de un semanario enrolado en la conspiración, el doctor Cueto Rúa predijo certeramente el 28 de abril: “Es evi¬dente que el golpe de Estado se produciría antes de abrir¬se el proceso electoral”.
Uno de los pocos que al parecer creía en las eleccio¬nes era. Rosendo García. Su nombre figuraba ya como candidato a gobernador de la provincia. Para dar ese sal¬to, que lo arrancaría quizá definitivamente de la órbita secundaria a que estaba relegado, era preciso, desde luego, que hubiera elecciones. Pero Vandor no quería elec¬ciones: Vandor estaba en el golpe.
Quizás hablaron de eso cuando volvieron esa noche a la Unión Obrera Metalúrgica y se encerraron casi dos horas en la oficina de Rosendo. Después viajaron separa¬dos a Avellaneda.
Fue el propio Vandor quien propuso que no fueran al Roma, donde los esperaban como las figuras centrales de la noche. Los motivos que alegó son interesantes: al lle¬gar juntos, empezarían los aplausos y les ofrecerían la cabecera. Siempre habían tratado de evitar estas “situa¬ciones” (agrega Vandor en su declaración judicial) para que no hubiera lugar a interpretaciones de “golpes polí¬ticos personales”. ¿Temía quizá que le ofrecieran la ca¬becera a Rosendo, y no a él, que Rosendo le hiciera escu¬char una réplica de los aplausos que sonaron esa tarde en la CGT?
Lo cierto es que Rosendo aceptó. Estacionaron sus automóviles frente al Sindicato de Municipales, donde de¬bía realizarse después el verdadero debate. Para hacer tiempo, caminaron a La Real. Pidieron sus whiskys. Allí Vandor sintió el aguijón de su sexto sentido. Cada vez más inquieto, habría sacado un arma de la cintura y la habría puesto sobre sus rodillas.
El mismo admite que previno a Rosendo contra aquellos hombres, que desde la otra mesa lo miraban con cara burlona: “Seguramente intentarían algo contra ellos -de¬claró más tarde-, ya que la expresión de sus rostros no era tranquilizadora”.
Rosendo García echó un vistazo.
-Bueno -dijo-, no te hagás problemas.
Y agregó esta extraña frase
-¿O qué querés, que nos matemos entre todos?

7. GRANATO





Francisco Granato había visto cómo el aire se ponía espeso de miradas y malas intenciones. Porque es cierto, ellos los miraban con repugnancia, hicieron sus chistes y la cosa vino pesada. Así que Granato, 29 años, un hombre sólido, de cara huesuda, también pensó que había que irse y saber perder frente a aquella gente que al fin era peor que los patrones: la maffia sindical, el Lobo disfrazado de cordero que rodeado de matones terminaba su whisky importado y aprontaba su revólver. Gracias a ellos, él andaba sin trabajo ni sindicato, changueando para ganar¬se la vida.
Aunque yo siempre anduve a, los saltos, por una cosa o por la otra, toda mi vida fue así.
Toda su vida a los saltos, con esas cuatro o cinco esce¬nas que moldearon su carácter y que ya eran él mismo: Eva Perón en su piedad besando al vecino anciano y tu¬berculoso; la lluvia en el rancho inundado; el patrón Kun que lo mandaba al carajo y la huelga que hizo temblar a la Shell, todas las ranas de Dock Sur cantando en la no¬che mientras el griego Mingo le hablaba con paciencia del comunismo primitivo y la formación de la sociedad capitalista. Esas eran las cosas que nunca se irían de su mala memoria, las cosas que Francisco Granato puede contar lentamente, hoy, ayer y mañana.
Cinco hermanos y el viejo albañil. Vivíamos en un galponcito forrado con madera y se criaban chinches y toda una serie de cosas, y la vieja decía que más vale ha¬cer una pieza en el terreno que había comprado el viejo, aquí en Gerli. Y él se decidió un día y con un amigo le¬vantaron la pieza. Las chapas alcanzaron para el techo, que es lo fundamental, y el resto lo cerraron con una lona. Esa noche llovió y tuvimos que andar por arriba de las camas, porque se había inundado todo y era un terreno que no tenía zanja. Después nosotros mismos hicimos la zanja, y la pieza se fue terminando de a poco con ladri¬llos, y la cocina con chapas de cartón. Había muchas mi¬serias en aquel entonces, y lo sigue habiendo. Natural¬mente, hay veces que cuando los padres conversan, no se dan cuenta de que los hijos están escuchando o se dan cuenta, pero no saben en el subconsciente todo lo que pue¬de quedar en un ser humano, ¿no? El viejo se daba maña para todo, colocaba mosaicos, levantaba paredes, hacía fino y grueso, pero bajo patrón no aguantaba mucho tiempo. Cambiaba de trabajo como de camisa, porque de¬cía: “A mí no me van a explotar estos hijos de puta”, y a veces contaba cómo eran las cosas anteriormente, cómo algunos se dejaban explotar, cómo algunos resistían la explotación, cómo se rebelaban. El, más bien trabajó de changa, claro que a veces terminaba vendiendo empana¬das. El tenía su rebeldía, naturalmente, era peronista, pero no era un hombre armado ideológicamente.
La madre, en cambio, andaba agitando por ahí: una mujer decidida que se metía en todos lados, gritaba en los actos con Francisco pegado a las faldas y, principal¬mente, en aquel acto increíble, cuándo se juntaron las mujeres de Gerli y vinieron juntas en todos los tranvías del Sur, que a lo mejor eran todos los tranvías del mun¬do: derecho en procesión los tranvías a la Secretaría de Trabajo, a pedirle a Evita que pusiera agua corriente en Gerli.
La primera vez que Eva Perón se fijó en aquel chico de ojos hundidos y oscuros, fue cuando se adjudicaron las casas a los campeones olímpicos: Iglesias y Delfor Ca¬brera, que eran del barrio.
Me dio la mano y, bueno, naturalmente, la casa de no¬sotros era bastante friolenta y yo tenía frío, así que me acuerdo que la mano de Evita era muy caliente.
Ella le acarició la cabeza. El le pidió una bicicleta.
La próxima vez Francisco Granato andaba literalmen¬te a los saltos. A los catorce años había empezado a tra¬bajar en la sección ajustes de Carilino Inca, un taller me¬talúrgico que ya no existe. Ganaba cuarenta y cinco centa¬vos la hora. Después hizo de todo: un poco de torno, un poco de limadora, un poco en la fresa y la amortajadora que hacía los chaveteros, los ratos libres admiraba a los pu¬lidores, y cuando hacía alguna cosita para él, iba a pulir¬la y aprendía. Fue una viruta de torno la que le cortó un tendón del pie. Durante mucho tiempo caminó con una pierna sola, pero el Seguro igual le daba el alta y tenía que volver al trabajo.
Entonces Eva Perón le preguntó por qué rengueaba, fulminó sus órdenes, el Seguro se calló la boca y las pa¬labras “calcio”, “radioterapia” empezaron a significar algo para Francisco Granato
Era una noche, no sé en qué tiempo fue, bueno esto fue hace muchísimos años.
Debió ser en el 51, cuando su madre recibió la carta de la Fundación, fue con él, hicieron las horas de espera hasta la medianoche, conversando el chocolate y los sand¬wiches de miga, hasta que ella los recibió, y la madre pidió la máquina de coser pero también las chapas para terminar la pieza, y al fin, con un supremo esfuerzo, la dentadura postiza,
-Si no fuera demasiado abuso.
Vio, con esa humildad de todos los humildes, que les parece que siempre piden mucho, y Evita le dice: “No, si eso no lo pide nadie; al contrario, necesitamos gente que pida eso, para que los médicos puedan estudiar”, y le hizo un chiste como agradeciéndole que se atreviera a pedir los dientes postizos para ella y para el viejo.
A los dos o tres días llegó el camión con las chapas, las camas, los colchones, la bolsa de azúcar, las tazas, los platos, la ropa, las hormas de queso, las dentaduras pos¬tizas.
Después ella se murió. Después Francisco Granato cambió de trabajo. Después cayó Perón. La infancia ha¬bla concluido.
Debió ser por el 55 que se fundió Carilino Inca y Granato entró de medio oficial pulidor en la Compañía Ge¬neral de Automotores. De allí pasó a la Shell, donde todo el mundo ingresa de ayudante. Pero Granato hizo méri¬tos: si otros se lavaban las manos a las menos diez, él se lavaba a las menos cinco, cosa de conseguir la categoría. Se convirtió en “un obrero digno de la patronal”.
Su ascenso provocó los primeros e inesperados conflictos. Ahora todos querían ser medio oficial. Lo eligieron subdelegado. Su carrera gremial culminó en las movili¬zaciones más grandes que hayan realizado en Avellaneda los petroleros privados.
Se armó cada podrida que bueno bueno, dentro de las posibilidades mías, porque yo fui hasta cuarto grado y no tengo muchos estudios, lo que pude aprender lo aprendí leyendo y escuchando. Después me largué a hablar en las reuniones, hasta que al fin me animé a hablar en las asambleas. Ahí choqué con algunos que siempre buscaban soluciones dentro de la legalidad. Yo era muy impulsivo y nervioso, las posibilidades legales siempre eran cortas para mí. Y bueno, naturalmente, cuando se hace un mo¬vimiento pasa del cuerpo de delegados a la comisión in¬terna y después al cuerpo administrativo del sindicato. Pero a veces las cosas rebalsaban y antes que se llegara a la comisión interna ya los movimientos estaban hechos.
Yo pensaba que todo lo que iba a pedir era poco, de lo que en realidad le corresponde a la clase trabajadora, pero lo poco que iba a pedir creía necesario que se hiciera.
Eso no le gustó al jefe Kun. Un día insultó a Granato. No terminó de insultarlo, que le hicieron un paro.
El paro venía bravo y el jefe de personal acudió a pe¬dirle a Granato que hiciera lo posible por levantarlo por¬que el holandés Kun “no sabía conversar bien” en caste¬llano. La posición de Granato fue inconmovible:
Que él no era muy instruido, pero creía “que todos los extranjeros que vienen de afuera” deben tener un profe¬sor de castellano que les enseñe cuáles son las palabras buenas y las palabras malas y cómo tienen que compor¬tarse en la Argentina. Así que el jefe Kun debía pedir perdón.
¿Pedir perdón en público un alto jefe de la Shell? No le quedó más remedio, pero Granato estaba marcado.
El impulso que él creó lo desbordaba. Aparecieron los oportunistas que planteaban cosas imposibles. Por pri¬mera vez Granato quedaba en minoría en una asamblea que planteaba un paro.
Vieron la oportunidad de quemarme. Yo veía el juego cómo venía, me retiré, me fui al baño. Bueno, son cosas, me puse a llorar un poco, decía: No tienen confianza en mí. Y éstos impulsaron tanto que desencadenaron un mo¬vimiento de huelga. Ahora resulta que cuando llega el mo¬mento de las papas, los que daban la cara ahí en la re¬unión se echan atrás. Y cuando viene el ingeniero y entra a tomar los nombres de los que van a trabajar y los que no, la gente agarra para cualquier lado. Y yo que veo eso, los reúno de nuevo y les digo: Bueno, yo estaba en con¬tra, pero ahora me hago cargo. Me hago cargo, porque está el paro.
Fue su última batalla gremial. Cuando tiempo después la empresa decide indemnizar a los miembros de la co¬misión interna que aceptan el arreglo y dejan la planta en banda, Granato queda solo. Ya ni era delegado. A últi¬mo momento los compañeros hacen una asamblea y vuel¬ven a elegirlo. Mandan el nombramiento al sindicato, y el sindicato en vez de elevarlo dentro de las veinticuatro horas, como establece la ley, tarda cuarenta y ocho horas, dando tiempo a la patronal para echarlo y no reconocer la protección legal al delegado. Esta era, ya en 1961, la maniobra favorita descubierta por el vandorismo en com¬binación con las empresas, aplicada sistemáticamente en el seno de la UOM, extendida luego a todos los gremios dóciles.
Granato ya no era nadie: había dejado de molestar a la Shell y a la burocracia sindical. Detrás de él, despidie¬ron a trescientos obreros. Uno de ellos era Raimundo Villaflor.
El sindicato se cerraba cada vez más para los militan¬tes de la Resistencia. Ahora sólo quedaba el campo político, donde estos hombres acosados, perseguidos, traicio¬nados, siguieron activando:
Hoy en día uno piensa todo lo que activó y parece men¬tira. Al principio yo era uno de esos peronistas de escudito, tenía mucho fanatismo y un desconocimiento casi ab¬soluto de las cosas, de los intereses que se mueven detrás de la política. Nosotros, en Gerli, habíamos creado la juventud peronista, pero también íbamos a las reuniones con los más viejos, los del Consejo de Partido. A ellos les parecíamos marcianos. Cuando pintábamos con pintura co¬lorada nos decían que éramos comunistas, y cuando pin¬tábamos con pintura negra nos decían anarquistas. Así fuimos sacando ciertas conclusiones, cierta experiencia, vimos la mediocridad con que ellos miraban el peronismo y la perspectiva del futuro.
Como a todos sus amigos, fue el mitológico Griego el que lo inició en los secretos, le hizo comprender lo incom¬prensible. Entre los muchachos del barrio, Domingo Blajaquis tenía esa aureola de algunos viejos comunistas que toda su vida fueron corridos por la policía y al final por el partido. Una paciencia infinita, y una bondad casi ab¬surda, ése era Mingo
Capaz que nos hablaba de pescar ranas o agarrar an¬guilas, o de los hongos que eran venenosos y los que se podían comer, y después nos enchufaba la inyección de cómo son las cosas, ¿no?, encontraba la semejanza entre los hongos y la sociedad, y nos iba dando instrucciones en forma escalonada y despacito, a medida que nosotros asimilábamos la historia, cómo había crecido el mundo hasta llegar al capitalismo, y lo que nosotros teníamos que hacer.
El viejo enorme Mingo, prematuramente encanecido y corto de vista, con sus grandes manos manchadas para siempre de curtiente, sin un arma encima después de ha¬ber luchado tanto, de haber enseñado tanto, y que ahora iba a morir asesinado, pero antes dijo:
-Vámonos, que va a haber lío.
Raimundo Villaflor se dio vuelta. Miraba no más, cla¬vado en esa cara de la punta en la otra mesa.

8. LA BRONCA





A José Petraca no le gustaba cómo lo estaba mirando ese hombre de ojos oscuros y cara angulosa. Ya no le ha¬bían gustado algunas cosas que le pareció oír de la otra mesa. Y cuando aquella gente pagaba para irse, el hom¬bre lo seguía estudiando, con ese gesto, medio de burla y de desprecio.
Entonces Petraca se paró y dijo:
-¿Qué carajo mirás, guacho hijo de puta?
Petraca no lo conocía. Por uno de esos chistes de la suerte, Raimundo Villaflor había repartido volantes pi¬diendo su libertad cuando Petraca estuvo preso durante la Resistencia.
-Qué carajo te interesa, más guacho hijo de puta se¬rás vos.
El cajero Hevia se dispuso a intervenir. Incluso apoyó la mano en el mostrador móvil para franquearse el paso. Pero en ese momento media confitería se paró, y el cajero lo pensó mejor.
Norberto Imbelloni, armado de una silla, se abalan¬zaba sobre Rolando
-Me tiró un sillazo y se le embocó a la vitrina. Después nos agarramos a las piñas.
Rosendo García se incorporó de un salto, echó mano a la cintura y sacó un revólver 38.
Petraca ya estaba sobre Raimundo.
-Yo también me paré -dice Raimundo- y lo serví.
El parroquiano Mario Basello tomaba una coca-cola de pie junto al mostrador. Disparó por Sarmiento, sin pe¬dir la cuenta. Próximo a esta puerta, el peón de taxi Jor¬ge P. Álvarez “vio más claridad” hacia Mitre y corrió en esa dirección.
Juan García, el diariero de la esquina, estaba toman¬do el café de costumbre en la mesa de costumbre, frente a la avenida Mitre. Tenía los diarios apilados en una silla junto a la puerta, y la distancia que lo separaba del gru¬po de Blajaquis, al que daba la espalda, era de dos me¬tros. De pronto oyó un ruido de sillas y presenció una escena surrealista:
El mozo Oscar Díaz, con bandeja y botella en alto, iba corriendo hacia la puerta y al pasar le gritaba:
-¡Rajá que hay lío!
El diariero disparó con tanta velocidad que ni siquie¬ra dio vuelta la cabeza para fijarse qué pasaba. Al cruzar el umbral, oyó el primer tiro.
Según Imbelloni, el autor de ese disparo era Juan Taborda, que seguía parado junto a Safi.
Hubo una pausa y después un tiroteo tan cerrado que a Oscar Díaz, desde la calle, le pareció una ráfaga de ame¬tralladora.
Rosendo García no alcanzó a gatillar su revólver. Un balazo, exactamente perpendicular a la trayectoria que llevaba, le atravesó la espalda. El arma quedó junto al mostrador móvil.
Una bala 45 rebotó en el borde de ese mostrador y fue a pegar sobre la puerta de Mitre, a cuatro metros de altura. El desconocido tirador apretó nuevamente el gati¬llo, la bala entró por la solapa derecha de Blajaquis, que no había atinado a levantarse, destrozó la arteria pulmo¬nar y salió por la espalda. El Griego se desmoronó.
En la cabecera de la mesa vandorista, Armando Cabo se haba parado y avanzaba tirando metódicamente con su 38 especial. Zalazar se derrumbó.
Carlos Sánchez, paraguayo, cortador de pizza, estaba en la cuadra amasando para empanadas gallegas. Se aso¬mó a la ventanilla y entre el remolino de personas vio una mano con un revólver negro que hacía fuego. Creyó que era un asalto y se armó de una cuchilla, dispuesto a defender sus empanadas hasta las últimas consecuencias. Entonces vio a su patrón Hevia, “que venía caminando en cuatro patas” y le pedía que llamara a la policía.
Petraca había desaparecido de la vista de Raimundo. Tras él llegaba Gerardi.
-Se me vino encima -dice Raimundo-. Le di una trompada y se fue al suelo.
Raimundo se abalanzó sobre él y siguió golpeándolo en la cara. Gerardi no reaccionaba. Lo que lo había de¬rribado era una bala calibre 45, que le entró por la es¬palda.
Francisco Alonso vio el brazo armado de Vandor apun¬tando en su dirección. Dio un salto a la izquierda, se en¬contró con la pelea de Imbelloni y Rolando, colaboró con una piña. En ese momento Rolando oyó a su espalda un estrépito de vidrios rotos. Creyó que le habían tirado un bo¬tellazo y gritó:
-¡Erraste, turro!
Más tarde razonó que era un balazo.
-Perdí la noción de todo -dice Alonso-. Corrí ha¬cia la puerta de Mitre. Cuando iba corriendo sentí un gol¬pe en la pierna, pensé que estaba herido.
No estaba herido: una bala había picado bajo la suela de su zapato, y el golpe le adormeció la pierna.
Detrás de la mesa de Blajaquis, el mozo Jesús Fernández atendía a un parroquiano. Al oír los tiros se echó al suelo y se arrastró hasta quedar a cubierto tras la cur¬va del mostrador, paralela a Mitre. El parroquiano huyó, lo mismo que cuatro estudiantes que estaban sobre la calle Sarmiento, que dejaron sus portafolios.
El copropietario Ramón García estaba junto a la pi¬leta. Cuando oyó los tiros se metió bajo el mostrador. El último en enterarse de lo que pasaba fue el mozo Antonio González. Sordo del oído derecho, estaba de espaldas al local. Sostenía en la mano la bandeja con una botella de coñac, destinada a la mesa de Vandor, que acababa de recibir de su colega Héctor Gómez, y estaba esperando la copa. De pronto Gómez se zambulló. Mientras trata¬ba de explicarse el motivo de tan misteriosa conducta, González creyó oír “una motocicleta”. Entonces se le vi¬nieron encima Imbelloni y Rolando, “que luchaban entre sí a puño limpio”. Vio a Blajaquis y Zalazar, caídos, dejó la bandeja sobre el mostrador y se agachó: así estuvo cinco minutos.
En la mesa de tres que flanqueaba al grupo Blajaquis, también se habían parado. Juan Ramón Rodríguez gati¬lló una vez su revólver 38, y el disparo no salió: en su fuga, perdería el arma. Luis Costa y Tiqui Añón se co¬rrieron hacia la puerta de Sarmiento. Según Imbelloni, hicieron fuego desde allí.
Horacio desapareció, simplemente. Presentado por Blajaquis, sólo se sabe que militaba en la juventud peronista. Nunca se presentó a declarar.
Francisco Granato corrió hacia la puerta de Sarmien¬to. Vio el tropel vandorista que avanzaba en dirección contraria, entre ellos el propio Vandor guardaba un arma en la cintura. Granato les arrojó una mesa y escapó. De¬lante de él trotaba el senador Safi, herido en una nalga.
-¡Miró lo que me hicieron! -gimió Safi cuando Granato lo alcanzó en la esquina.
Raimundo seguía a caballo sobre Gerardi. De pronto recibió un sillazo en la cabeza. Era Imbelloni, que des¬pués de zafarse de Rolando completaba así su retirada.
Y ahora Raimundo veía a un hombre con el revólver en alto, acercarse desde el fondo: presumiblemente Ar¬mando Cabo.
En ese momento se interpuso Rolando, que gritaba a su hermano
-¡Pará, que Mingo está herido!
El hombre que avanzaba, quizá con el revólver descar¬gado, se detuvo. Vio a Rosendo caído, trató inútilmente de levantarlo. Descubrió junto a la caja el revólver de Rosendo, lo alzó y se lo puso en la cintura. Después se marchó con la misma serenidad con que había tirado.
Alrededor de doce segundos habían transcurrido des¬de que empezó el incidente. Ahora sólo quedaban en La Real los caídos y los hermanos Villaflor. Desde la esquina Granato oyó que Rolando gritaba desesperado
-¡Mingo! ¡ Mingo!
Volvió. Segundos después regresaba Alonso. Los cua¬tro amigos se quedaron mirando. El Griego tenía un tiro en el pecho, y de la mejilla de Zalazar brotaba incesante un chorro de sangre, como un surtidor.

9. EL GRIEGO




Entonces Rolando que quería agarrar a los dos, y Raimundo que decía: No que está muerto, no que está muerto. Porque él ya había visto que Mingo no reaccionaba, y lo pesado que era para moverlo pero Raimundo seguía masajeándolo, implorándole: Griego, reaccioná Griego, que no es nada, te la dio en la derecha, esto se cura, viejo.
Pero no se curaba. Un rato después el viejo Mingo moría en el Fiorito y lo que de él quedaba es ese “Te acordás?” con que empiezan tantas conversaciones:
¿Te acordás, Negro?, esa tarde fuimos a buscarlo a la sociedad de fomento, y cuando nos veníamos todos juntos había una vieja en el barrio y él le hizo un chiste, le dice: “Acá me voy yo con toda mi prole”, te dice el finadito. Y la vieja le dijo: “Cuidensén, muchachos, cuidensén muchachos”, pero él se moría de risa, “No tenga miedo viejita que a mí no me pueden hacer nada, decía, yo soy como el Ave Fénix”. No sé cómo es la milonga esa,¿-no? pero es uno que se muere y vuelve a renacer, el Griego siempre tenía esos chistes.
En los pibes de Gerli que hoy son hombres resigna¬dos o conformes o rebeldes, la figura de Domingo Blajaquis fue desde siempre la parte del misterio, que al mis¬mo tiempo era la insuperable bondad, y desde lo más remoto que nadie se acuerde, trató de unir para luchar, incluso a los chicos que encontraba perdiendo el tiempo en las esquinas:
-¿Qué hacen ustedes?
-Y, aquí estamos, sentados.
-¿Por qué no leen, por qué no se juntan, por qué no se organizan? Ustedes saben que en la antigüedad existió un ser que se llamó Espartaco. ¿Por qué no for¬man ustedes, la juventud, ahí tienen un nombre, la ju¬ventud espartaquista?
Y se iba cargado de sus libros, folletos, diarios, de¬jándolos atónitos de que se dignara hablar con ellos, por¬que todos sabían que Domingo Blajaquis había estado preso tal vez desde que nació, y que era el primer hombre que sufrió la Picana, tal vez el inventor del Gran Sufri¬miento de la Picana, que la policía siempre lo buscó y que él contestó a la policía y a todos los explotadores del mundo con bombas que hacían saltar los puentes y las fábricas de los explotadores. Así crecía el mito:
Lo mirábamos como a un jugador de fútbol, qué sé yo. La prueba está que después, en cierto momento, él quiere practicar boxeo. Entonces en el club Villa Modelo venían ya boxeadores de cartel pero todos los pibes íba¬mos adonde se entrenaba Blajaquis.
Después vino el 55 y el oscuro drama de Blajaquis con su partido, el partido comunista, del que renegó y no renegó porque como dice uno de los que fueron sus amigos “a Mingo lo cascaron los conservadores, lo fajaron los radicales, lo expulsaron los comunistas, lo torturaron los liberta¬dores y al final lo masacraron los que se dicen peronistas.” Y eso que él nunca quiso hablar mal de nadie y hasta resul¬taba ingenuo en su afán de encontrar lo que había de bueno en cada uno. Pero el 16 de junio fue de los que sostuvieron que había que armar milicias obreras, y por eso lo radia¬ron los burócratas. Marxista convencido, los peronistas de la base lo aceptaron como suyo: el dilema que aún no termina de aclararse en los papeles, se resolvía en el corazón de un hombre al que nadie tuvo que explicarle dónde estaba el pueblo del que formaba parte. Lo que sí quería el Griego era una revolución, y a eso dedicó los días y los minutos de su vida, sin más descanso que una partida de ajedrez, una jarra de vino o una aventura oca¬sional que provocaba las risas de sus compañeros.
Preso en un barco, preso en Caseros, preso en Esquel, perseguido siempre, derrotado nunca, le quemaban los libros con querosén, se escapaba por un agujero debajo de la cama que daba a un baldía, se zambullía detrás de una cerca, y reaparecía siempre con una sonrisa y un chiste malo, con su chaqueta de cuero y su gorra, con su aspecto de obrero que no pudo perder ni leyendo a Hegel ni desmenuzando el idealismo alemán, con su formidable impulso organizador: las huelgas de una década al, sur del Riachuelo llevan el sello de Domingo Blajaquis.
-Esto lo cortó él -me cuentan en un taller, mostrán¬dome un puñado de recortes de varillas del seis-. Cada vez que había un paro se aparecía con tres o cuatro ro¬llos de alambre, decía: “Vamos a trabajar”, y nos quedábamos hasta la madrugada sacándole punta a los clavos Miguelito.
Otras cosas le pedían: había estudiado química, co¬nocía las fórmulas, sus manos estaban manchadas de tinturas y de ácidos que no eran solamente de la cur¬tiembre donde trabajaba. Si hay un símbolo de la resis¬tencia obrera en estos años, es Domingo Blajaquis y en ese sentido tenía razón al decir que a él no lo podían matar, ni siquiera los bandidos que ahora lo mataron.
Tal vez le habría alegrado presentir que esta evoca¬ción insuficiente, que algún día será completada, la cerraría en el periódico de los trabajadores uno de sus compañeros. En un folleto mimeografiado en Gerli es¬cribe Raimundo Villaflor:
“Dicen que pasó sin trascendencia por la escuela in¬dustrial y la universidad sin recibirse de nada, que tenía pocos recursos, que siempre vivió a salto de mata, que su vida fue siempre agitada. Y es cierto, nunca tuvo nada, ni llegó a nada en el sentido que los burgueses dan a ese concepto. Porque un auténtico revolucionario no llega a nada hasta que destroza el régimen corrompido y para¬sitario que nos explota e instaura una nueva sociedad... Sus conocimientos de la historia y de las revoluciones mundiales, las diferentes escuelas filosóficas, la física, la química, la medicina, eran parte del conocimiento con que aclaraba nuestras dudas, nuestra ignorancia, nuestros interrogantes... Era el padre del grupo, “nuestro her¬mano mayor”, tuvo también claridad para comprender con mucha anticipación cómo la burocracia se transfor¬maba en dique de contención de las masas... Ese era Domingo Blajaquis, nuestro griego, la muerte lo sor¬prendió trabajando por el pueblo trabajador, tratando de unir la lucha de nuestros hermanos del norte, de nues¬tros compañeros del interior, con nuestra lucha, tratando de quebrar ese cerco de hielo e insensibilidad de la bu¬rocracia traidora. No murió peleando, murió asesinado a mansalva. Pero no es un mártir, es un héroe. Fue un militante más del ejército invencible del pueblo traba¬jador, fue un auténtico revolucionario.”

10. “JUSTO A MI ...”





Con el balazo que lo derrumbó había saltado de la mano de Rosendo García el revólver 38 especial que alcan¬zó a sacar de la cartuchera ceñida al cinturón. Mientras manoteaba desesperadamente el piso de La Real, oyó el resto de los tiros que zumbaban sobre él, se arrastró entre convulsiones hasta quedar casi sentado, con la espalda apoyada en la cabecera de la mesa: en esa posición al¬canzó a verlo Raimundo Villaflor.
Después cesó el tiroteo, lo rodeó el tropel de pasos fugitivos. Una mano -la de Armando Cabo- lo sacudió por el hombro, trató inútilmente de enderezarlo. Con ojos turbios pudo contemplar el desastre -Gerardi inmóvil, los caídos en el bando adversario- mientras se pregun¬taba quién a su espalda, qué cuenta arreglada; y cómo era que todos lo dejaban solo. Entonces volvió a arras¬trarse en dirección a la puerta, la salida, la vida que se escapaba y comprendió lo jodido que estaba cuando tuvo que apoyarse nuevamente contra la pared de La Real. Allí lo vería el desesperado Rolando mientras cargaban pesadamente con Zalazar y Blajaquis, los metían en el taxi de Jorge Próspero Álvarez y volaban al Fiorito.
Entonces Rosendo volvió a arrastrarse hasta la calle y quedó tendido a lo largo sobre la vereda de Sarmiento, mientras Norberto Imbelloni buscaba un auto que el di¬rigente Izetta le negó por no estropear el tapizado, y conseguía al fin el Fiat 1500 de Maximiliano Castillo, don¬de lo cargaron con la ayuda de Tiqui Añón, y ese fue el momento que eligió Rosendo para decir, tal vez con tristeza o como una simple comprobación, porque ya se iba, el momento que eligió para decir a sus amigos
-Justo a mí me la fueron a dar.
Sí, justo a él, el hombre que había crecido demasiado en Avellaneda y en la UOM, el hombre que aspiraba a ser gobernador de la provincia, el único que a corto o largo plazo podía desplazar a Vandor.
Nicolás Gerardi quedó totalmente abandonado sobre las baldosas de La Real. Cuando llegó la policía, el vigi¬lante Segovia lo metió en un taxi. Gerardi quería que lo llevaran al sanatorio de la UOM y parece que volvió a acordarse de su carnet de la Cámara de Diputados. El taxista se dio vuelta y le dijo:
-Gracias que te llevo al Fiorito.

11. ZALAZAR





“Porque para ser peronista, hay que estar con Perón, y si no se es peronista, se es traidor al movimiento.” Es¬tas eran las cosas que Juan Zalazar había empezado a escribir en un cuaderno a los 34 años y que mostraba candorosamente a los que llamaba sus hermanos. Mingo y Raimundo podían hablarle de Argelia o del Congo, de Cuba o de Vietnam, que él respondería:
-¿Eso es peronismo?
Asombrado de que alguien quisiera enseñarle algo, por primera vez. Aunque los resultados no fueran des¬lumbrantes sobre el papel, Zalazar intentaba explicarse el amargo mundo, su maltratada suerte
-Toda su vida -explica Granato- fue una deses¬peración por conseguir trabajo.
Boxeador mediocre en su juventud, las peleas dismi¬nuyeron a medida que aumentaba la familia. Llegó a tener cinco hijos, cuyo porvenir lo desesperaba. “Que no sean burros como yo”, repetía. Su destino natural de militante en la Resistencia fue el de guardaespaldas de los que iban a convertirse en jerarcas y olvidarse de él. Un día acudió a ver a uno de esos hombres a quienes él había cuidado: quería un permiso para un puestito de sandías.
-¿Con cuánto vamos? -le preguntó el concejal.
-Mirá estos hijos de puta -comentó Salazar.
Nunca pudo entender esas cosas.
La obsesión del trabajo se convirtió casi en locura. Un día entró con un amigo a trabajar de prepotencia en una fábrica. El capataz los quería matar y los operarios se reían.
-Mirá estos hijos de puta -volvió a decir Zalazar-. En vez de ayudarnos, se ríen de nosotros.
Los corrieron a bulonazos mientras él desafiaba a todos a que salieran a pelear a la calle. Pero igual siguió sin entender.
Ahora boxeaba cuando podía, en cualquier festival, contra cualquiera. Lo amasijaban, y se iba contento con unos pesos para que comieran los pibes. Una vez de las tantas veces que no hubo nada en la casa, trajo unos pescados que encontró en la costa. Se intoxicaron todos.
Anduvo en una bicicleta vendiendo flores. Quiso in¬ventar una máquina de hacer chorizos donde él era el motor: “Porque yo tengo fuerza”, se reía. Y la noche que lo mataron acababa de trabajar 36 horas seguidas en la Shell, porque al fin había agarrado una changa y no la quiso desperdiciar, y aún le quedaban ganas para reu¬nirse con sus compañeros, a ver si podían hacer algo por los cañeros de Tucumán.
Entonces Armando Cabo, que estaba sentado al lado de Vandor, terminó de tomar su whisky, hizo puntería y lo mató.
Pero ya no importaba tanto porque Juan Zalazar también se había salvado en los otros, en la fraternidad de los que luchan y al fin comprenden. Sea una vez más su hermano Raimundo Villaflor quien lo despide:
“Era la imagen y la expresión del hombre simple que pugna por romper esa simpleza. Sabía poco de retóricas intelectuales, pero sabía muchas cosas prácticas. En la medida que descubría la traición incubada por la buro¬cracia, la postración del movimiento y la frustración de los militantes, nos unimos, y las pasamos juntos, y las comimos juntos. Nos preguntamos por la muerte y por la vida, si duramos o vivimos. Durar, dura el borrego. Vivir, vive el militante revolucionario.”






Segunda Parte

LA EVIDENCIA

12. LA POLICÍA DESTRUYE LA PRUEBA





-Pero, ¿cómo van a hacer eso? -exclamó el corta¬dor de pizza Carlos Sánchez al ver que los primeros baldazos caían sobre el piso ensangrentado de La Real. ¡No hay que tocar nada!
-¿Y tú que sabes? -dijo el patrón Hevia.
-Es que yo he sido policía militar en Paraguay. Los cepillos de goma y los trapos de piso quedaron en suspenso.
-Hombre -repuso Hevia-, si ya estuvieron ellos aquí, y no han dicho que no laváramos. Esta es la hora de la limpieza, así que a limpiar.
Sánchez de todas maneras llamó por teléfono.
-¿Podemos limpiar?
-Sí, claro -le respondieron de la comisaría.
Los mozos volvieron a su tarea. Recogieron vasos rotos, enderezaron mesas y sillas caídas, lanzaron nuevos baldes de agua sobre las manchas de sangre. En seis minutos la confitería quedó reluciente, como si no hu¬biera pasado nada.
-Así da gusto -suspiró Hevia.
En ese momento sonó el teléfono y una voz áspera gritó en el oído de Sánchez
-¡ No toquen nada!
-¿Han visto? -dijo Sánchez.
-Coño -dijo Hevia.
La destrucción sistemática de la prueba por la policía de Avellaneda había empezado media hora antes cuando “una persona particular, visiblemente azorada” se presentó en la comisaría primera y denunció ante el jefe de turno, subcomisario Alberto Martínez, lo que aca¬baba de ocurrir. El subcomisario no identifica al testigo, y el juez Néstor Cáceres, al interrogarlo un mes después, no le pregunta quién era.
Martínez acudió a La Real con el ayudante Atilio Dellepiane, el cabo Santamaría, los agentes Segovia, Cristaldo y Zacarías. Allí se enteró que Rosendo estaba en el Fiorito y se hizo llevar en un automóvil que pasaba, dejando a Dellepiane “con las órdenes del caso”.
Junto a la curva del mostrador, frente a la caja, el cabo Santamaría encontró una cápsula 45 y un plomo del mismo calibre. Sin la menor precaución los recogió.
El agente Zacarías levantó otra cápsula “en el pasillo divisorio de los dos ambientes” y dos más “cerca de la caja registradora”. Cuando el juez le pida que por lo menos señale dónde las encontró, responderá que “en cinco años que lleva en la policía es la primera vez que interviene así en un procedimiento de un hecho de esta naturaleza y magnitud, por lo que no puede asegurar pre¬cisión en las referencias que hace sobre el croquis”.
Rato después, las cápsulas ya eran cinco. Nadie acla¬ra dónde apareció la quinta, ni quién la halló. El revól¬ver de Juan Ramón Rodríguez, que estaba caído bajo una mesa, anduvo de mano en mano antes que Hevia lo entregara a Dellepiane.
Volvió el subcomisario del hospital y en seguida se retiraron todos sin dejar vigilancia ni consigna. El co¬propietario Ramón García, declarando ante el juez, dirá que antes de irse Dellepiane, su socio Hevia le preguntó qué hacía con el local, “respondiendo el policía que po¬dían limpiar”. Hevia no recuerda ese diálogo pero señala que “habiendo estado ya la policía y no habiendo dejado órdenes en contrario se podía limpiar”. Dellepiane se justifica alegando que “se trasladó al hospital, dejando cerrado el local, no recordando si quedó vigilancia, y al volver observó que se habían lavado las manchas de san¬gre, pues fue difícil hacer cumplir las directivas por la confusión reinante”. Habla, suponemos, de la confusión reinante en su cabeza.
Cuando ocho horas después del tiroteo se presentó en La Real el perito en rastros de la policía bonaerense Alberto Giglio, no encontró siquiera una copa que no hu¬biera sido lavada. El pianista Dardo Osle hizo un croquis muy preciso de un local que ya tenía poco que ver con el escenario de los hechos. Las tres mesas rectangulares del grupo vandorista no conservaban siquiera su forma, pues los mozos las habían reemplazado por otras redondas, además de correrlas aproximadamente un metro con se¬tenta centímetros hacia el fondo del salón familiar, y unos veinticinco centímetros hacia la calle Sarmiento. Las dos mesas del grupo Blajaquis tampoco estaban ya junto a la columna, sino desplazadas alrededor de un metro con treinta y cinco centímetros hacia el salón familiar. Con este croquis trabajaron los dos jueces de la causa.
La única evidencia que la policía de Avellaneda no consiguió suprimir fueron las huellas físicas de los balazos. El parte redactado por el subcomisario Martínez inventa sin embargo “cuatro perforaciones producidas presumiblemente por armas de fuego” en la pared que estaba a espaldas del grupo vandorista. Eran en realidad simples astilladuras superficiales, originadas en cualquier causa anterior, y no aparecen por supuesto en el relevamiento pericial que descubre once accidentes balísticos registrados en trece tomas fotográficas. Ninguno de estos disparos había hecho blanco a espaldas del grupo vandorista, ni en sus inmediaciones, pero el erróneo informe de Martínez permitió mantener a nivel periodístico la ficción de que se había producido un auténtico tiroteo, con fuego de ambos bandos: el 15 de mayo La Nación publicaba un croquis donde aparecían las cuatro famosas “perforaciones”.
Martínez y Dellepiane no resultaron más afortunados al atribuir la muerte de Rosendo a “una herida de bala en la cara anterior de abdomen con orificio de salida en región dorsal”. Como se sabe, era exactamente al revés: la bala entró por la espalda y salió por el ombligo. Die¬ciséis meses más tarde el segundo juez de la causa, doctor Llobet Fortuny, censuraba amargamente el su¬mario policial: “No puede establecerse que la actitud de los conductores del procedimiento haya sido maliciosa, pero sí al menos incauta”.
Las cosas mejoraron algo cuando llegó el titular de la primera. El comisario Luis Fernández da intervención al juez Néstor Cáceres, pide instructor a la Dirección Judicial, solicita por radio la presencia de peritos, de¬mora a los testigos y a las dos y quince de la madrugada va al Fiorito donde en presencia del inspector San Félix y el médico policial doctor Rodríguez Jiménez recoge las últimas palabras del agonizante Zalazar:
“... nos trasladamos a la camilla donde se encuentra JUAN ZALAZAR y a instancias del señor Médico, esta instrucción acierta hacerle algunas preguntas, respon¬diendo ZALAZAR, con apenas un murmullo y en forma entrecortada, entre lo que se destaca el nombre de VANDOR, relacionando su presencia en lugar, pues oyó que lo nombraron y cree haber oído que decían ‘no tire VANDOR’ (Literal)."
El mundo se le borraba al ex boxeador, su perspectiva de derrotas, de hombres sin trabajo y chicos desampara¬dos. Entró en el coma, treinta horas después en la muerte. Esas fueron sus últimas palabras, la plena conciencia de su drama.

13. “TODO BUENOS AIRES”





Tirado en el piso del Fiorito, Domingo Blajaquis ape¬nas respiraba. Granato y los Villaflor intentaban reani¬marlo con masajes al corazón, cuando entre varios traje¬ron a Rosendo. Enloquecido, Rolando se les fue encima, en la escaramuza le pegó una trompada a un médico mientras Luis Costa escapaba a la calle.
A John William Cooke el teléfono lo despertó des¬pués de medianoche: el Griego estaba herido. Eran ami¬gos, en 1956 había compartido una de sus tantas cárceles. Corrió al hospital, cuando llegó había un acta de defun¬ción con la hora precisa: una menos veinte. Le contaron.
Cooke mantuvo su acostumbrada serenidad, observó cómo el Fiorito se iba poblando con los notables del peronismo oficial, diputados, senadores, dirigentes, cómo crecía en los cuchicheos la ola de consternación que tan eficazmente iba a utilizar el vandorismo: Rosendo había muerto a las doce y veinte.
-Disparen -dijo.
-Pero si nosotros estábamos desarmados.
-Disparen -dijo Cooke-. Les van a tirar con todo Buenos Aires.
Granato no podía creerlo. En su inocencia se había ofrecido para ir a buscar un remedio que necesitaba con urgencia Nicolás Gerardi, herido del otro bando, y lo había conseguido en Dock Sud, después de largo pere¬grinaje.
Al salir Rolando se encontró con Alonso que le dijo:
-Me parece que estoy herido en un pie.
Tenía la pierna paralizada por el rebote de una bala en la suela del zapato.
-Si es un pie, no es nada -dijo Rolando.
Tomaron un taxi y fueron a avisar a una hermana de Blajaquis que vivía en Gerli. Volvieron a casa de Ro¬lando, se cambiaron las ropas ensangrentadas. Rolando tomó un colectivo a Buenos Aires, en busca de su amigo, el abogado Norberto Liffschitz.
Raimundo Villaflor no supo que tenía sangre en la cara hasta que notó que un vigilante lo miraba en el pasillo del Fiorito. Fue al baño, se lavó ante un espejo. Regresaba de la furia, de la desesperación, eran las cua¬tro de la mañana y estaba solo con Granato.
Al salir del hospital compraron los diarios. La pro¬fecía de Cooke empezaba a cumplirse. Durante quince días únicamente el vandorismo hablaría por boca de la prensa, mientras los sobrevivientes de la matanza pa¬saban a la clandestinidad.
Una sola persona, quizá, tenía en la tarde del sábado 14 un cuadro medianamente claro de lo ocurrido. El instructor, comisario Néstor De Tomás, había acumulado metódicamente en sesenta fojas el resultado de unas treinta diligencias, entre ellas los ocho testimonios de mozos y propietarios de La Real. Tres eran particular¬mente importantes.
Ramón García, copropietario del negocio, declaraba a fojas 27 que “momentos antes de comenzar los dispa¬ros observó a una persona de espaldas quien se arrojó sobre los que estaban reunidos” (en el sector Blajaquis) “agitando sus manos tal como si golpeara a alguien”. En su segunda declaración, ante el juez Llobet, marcará en el croquis el lugar del incidente, que es el de Rolando Villaflor agredido por Imbelloni.
El mozo Oscar Díaz “observó que una de las personas integrantes del segundo grupo, se levantaba de impro¬viso, dirigiéndose a la mesa de los primeros y sin mediar palabras, comenzó a golpear a todos indistintamente, po¬niéndose de pie los integrantes del segundo grupo y ar¬mándose de sillas comenzaron a golpear a quienes en ningún momento había provocado. En ese instante co¬menzaron a escucharse disparos...”
El testimonio de Fructuoso Hevia es aún más signi¬ficativo por la posición privilegiada que tenía como ob¬servador desde la caja registradora. Dice:
“En un momento dado, las personas que habían llegado en primer término se levantan de la mesa presumi¬blemente con la intención de retirarse, y es en ese preciso instante que una de las personas del segundo grupo, se levanta de improviso, arrojándose contra los que ya se retiraban, comenzó a golpearlos, siendo repelida la agre¬sión.”
Esta es una descripción bastante exacta de la aco¬metida de José Petraca contra Raimundo Villaflor. Pero Hevia dice más:
“En ese instante los demás integrantes del segundo grupo se sumaron a la refriega originada, armándose al¬gunos de sillas, agrediendo a los que llegaran en primer término. Fue en ese instante que el dicente observó cómo la lucha tomaba incremento y escuchó una serie de dis¬paros de arma de fuego, cree que del bando atacante.”
El 19 de mayo surgirá un cuarto testimonio sobre el origen de la agresión. Es el del joven comerciante Mario Basello, quien declara que “sin que existiera discusión previa se armó un revuelo de mesas y sillas que partían de una mesa instalada en el sector familiar... hacía otra ídem distante unos cinco metros... Que luego de esa gresca entre ambos bandos con mesas y sillas siguieron disparos de armas de fuego. Que el que depone... se hallaba... de pie junto al mostrador bebiendo una coca¬-cola, es decir dando espaldas al local y con la vista al salón familiar, de allí su aseveración acertada de que la provocación partiera de ese grupo.”
Un episodio tragicómico oscureció momentáneamente la pesquisa. En la madrugada del 14 ingresa al Fiorito, herido de bala, Dante Navarro. Morirá después. A fojas 104 Miguel Argüello, tras aclarar que está comprendido en las generales de la ley “por la íntima amistad que lo une a la víctima Dante Navarro”, explica compungido cómo fue. Iba caminando con un tal Ruziak cuando se topan con Navarro y entran en La Real. “El que habla en el instante preciso en que iba a penetrar oye que alguien grita ‘traidores hijos de puta’; no obstante entra y en ese momento observa una descomunal riña entre gran cantidad de gente, cuyo número no pudo determinar”. Navarro cae herido.
Es, como se advierte, una de las versiones más colo¬ridas del tiroteo. Lástima que sea totalmente falsa. Argüello había baleado a Navarro en otro lugar, por moti¬vos que no eran precisamente políticos, y se coló en la matanza de La Real. “La íntima amistad que lo unía a la víctima” es una notable contribución a la picaresca del hampa.

14. ENJUAGUES Y MISTERIOS





-Yo, Vandor, Negro, ¡te lo juro!, sabés cómo sé que¬rer yo, y yo sé cómo pensabas vos, te prometo que sí los trabajadores argentinos no ven aparecer a los culpables en los próximos días, acá va a correr un río de sangre.
Estas son las palabras, quebradas por la emoción, que un periodista creyó oír de boca de Augusto Timoteo Vandor en el cementerio de Avellaneda, la templada ma¬ñana del 16 de mayo de 1966.
Hoy es preciso acudir a los archivos de las diarios para advertir que de las palabras de Vandor ha quedado otra versión, menos hermosa pero acaso más fiel: “Sí dentro de pocos días los responsables de este crimen no levantan la bandera de la paz, entonces sí habrá un río de sangre”. La diferencia podía parecer una sutileza en aquellos momentos. Hoy es reveladora. La primera versión es lo que Vandor debió decir, lo que todo el mundo esperaba que dijera, y tal vez por eso creyó escucharlo el periodista de Primera Plana: Si no aparecen los cul¬pables, correrá un río de sangre. Pero los culpables no aparecieron, y el río de sangre sólo ha corrido en el papel. La segunda versión en cambio se cumplió. Los que Vandor llamaba responsables levantaron en efecto la bandera de la paz y ya el río de sangre era innecesario. Vandor no tenía interés en que “apareciera” nadie, ni los guarda¬espaldas que lo secundaron, ni los sobrevivientes que iban a denunciarlo.
Una transformación casi milagrosa se había operado en el hombre que cincuenta horas antes, en el sindicato Municipales de Avellaneda, lloraba por anticipado la muer¬te de Rosendo, y el fin de su carrera política. En una de las farsas más espectaculares que haya presenciado el país, aparecía ahora corno el vengador de su propia víc¬tima.
Decenas de coches cargados de flores habían precedi¬do el féretro del último caudillo de Avellaneda. Una de las coronas ostentaba el nombre de Juan Perón. La que man¬dó Isabel Perón, en cambio, había sido pisoteada y des¬truida por furibundos vandoristas. Una muchedumbre enorme y apesadumbrada caminó durante dos horas de¬trás de las eminencias del peronismo, acompañadas por políticos de todos los partidos, mientras las fábricas pa¬raban y la ciudad entornaba sus puertas. Monseñor Podestá ofició el responso. La policía, entretanto, demoraba la entrega del cadáver de Zalazar para “evitar inciden¬tes”.
Sin visitar a Rosendo en el Fiorito ni aguardar el desenlace, Vandor se había trasladado a la sede de la UOM, en la calle Rioja, donde convocó al abogado Fer¬nando Torres. De allí surgió una estrategia elemental pe¬ra efectiva: proseguir la destrucción de la prueba iniciada por la policía. Armando Cabo se encargó de reunir las armas utilizadas y hacerlas desaparecer. Alguien sustra¬jo del Fiorito el saco, el chaleco (perforados de bala) y la corbata de Rosendo. Cabe suponer que de Gerardi también ha desaparecido alguna ropa, pues la única que consta en autos es una camisa de corderoy que en el acta de recepción de la comisaría es “azul” mientras que en la pericia balística sobre ropas es “gris”: parece poco abrigo para una noche invernal. El propio Gerardi fue sacado del hospital, conducido al policlínico de la UOM en la calle Pueyrredón y operado por el doctor David Bracuto, quien dice que le extrajo un proyectil 45 y lo entregó no a la instrucción sino a Fernando Torres.
Han pasado treinta y seis horas desde el tiroteo cuan¬do Torres, invocando “su carácter de apoderado general de la Unión Obrera Metalúrgica”, se presenta con el saco. El instructor le pregunta quién se lo dio. Responde que “una persona cuyo nombre y apellido se reserva, ampa¬rándose como letrado dentro del secreto profesional”. Entrega también la bala de Gerardi.
El 16 de mayo vuelve a presentarse el milagroso doc¬tor Torres. Trae esta vez un revólver Colt 38 con seis proyectiles intactos “que perteneciera a la víctima de autos Rosendo García”.
-¿Quién se lo dio, doctor?
-Secreto profesional, comisario.
La destrucción de la evidencia se completará con el ocultamiento de los protagonistas. A La Real han entrado por lo menos quince. Los mozos mencionan doce porque los tres restantes se ubicaron aparte. La táctica consiste en suprimir a los guardaespaldas y presentar solamente a los heridos, a Vandor (no hay más remedio), a Castillo, diputado protegido por sus fueros y al inofensivo asesor Barreiro. Sus declaraciones, obviamente concertadas, mien¬ten en los mismos puntos. Así Julio Safi dice que estaba por entrar en La Real en compañía de Castillo cuando empezó el tiroteo y se sintió herido. La verdad es que había entrado y se había sentado, pero la negativa le permite sostener que “no reconoció a ninguna de las personas que reñían” y que “tampoco pudo ver a la persona de Augusto Timoteo Vandor u otro perteneciente al gre¬mio metalúrgico”. Casi un año más tarde admitirá ante el juez Llobet que entró, que “al llegar al bar se encon¬tró de frente con Rosendo García” (metalúrgico) “y con Gerardi, de quien es amigo ... que Rosendo García lo invitó a tomar un café o una copa” y que permaneció en La Real “dos o tres minutos, que pudieran ser cuatro”.
Barreiro declara haber visto solamente a Rosendo, Vandor y Gerardi. Admite que había varias personas más pero “no les prestó atención alguna”. Castillo repite la versión de Safi y asegura que se quedó en la calle. Cuando termina el tiroteo lleva en su auto el cuerpo de Rosendo ayudado por “varias personas” a las que considera “sim¬ples transeúntes a los que no conocía”. Tales simples tran¬seúntes eran Imbelloni, “Tiqui” y Rodríguez: Castillo los conocía perfectamente.
Pocas horas después de la farsa en el cementerio de Avellaneda, declara el propio Vandor. Cuenta su llegada a La Real:
-Me senté de espaldas a Sarmiento. Como una cosa que ya resulta común, varios compañeros que segura¬mente nos habían reconocido, entraron y se sentaron a mi lado.
COMISARIO DE TOMAS: -¿Quiénes eran?
VANDOR : -No conozco sus apellidos, pero tengo la esperanza de individualizarlos e invitarlos a que con¬curran a prestar declaración.
Ya va para tres años que el dirigente metalúrgico alienta esa esperanza. La memoria, infortunadamente, no le ayudó a identificar a sus propios guardaespaldas.
Describe sus temores, su “sexto sentido” el incidente del baño, y agrega:
“A todo esto Rosendo, nervioso por naturaleza, se hallaba cada vez en mayor tensión. Transcurren escasos segundos y de pronto, tres o cuatro de los individuos de la otra mesa se ponen de pie, aclara que no medió provocación alguna de parte de ningún grupo, y al ruido de las sillas al levantarse, sumado a la atención que prestaba el dicente, hizo que rápidamente se percatara de la situación, tratando de buscar refugio, no así García, que imprevis¬tamente dando un salto y con los brazos en alto se pone frente a los atacantes. En ese momento el dicente es¬cucha un disparo y casi de inmediato una sucesión de ellos...”
Subrayemos: García dando un salto y con los brazos en alto se pone frente a los atacantes, y en ese momento se escucha un disparo. Sin quererlo, Vandor prueba que Rosendo fue muerto por su propio grupo. Basta recordar que la bala le entró por la espalda.
Pretende Vandor que “ya agazapado perdió la noción de cuanto lo rodeaba”. Quizá para explicar el abandono que hace de Rosendo, afirma que “suponiendo el dicente que la reyerta no había tenido mayores consecuencias, se dirige a la central de calle Rioja”. Omite la escena de llanto público en Municipales. Simula que dejó a su chofer Taborda en el auto. Alega que no vio a Safi ni Castillo. En ese punto el instructor, haciéndose eco de un secreto a voces, le pregunta:
-¿Estaba sentado Cabo junto a usted?
Vandor: “Que terminantemente, refiere que sentado junto al que habla no se hallaba ni Dardo, ni Armando Cabo”. Dardo Cabo (que más tarde iba a comandar la expedición a las Malvinas) no tuvo por supuesto la menor intervención en la matanza de La Real. Pero su padre, Armando, ocupaba la silla contigua a Vandor.
Juan Taborda, chofer de Vandor, arguye que no entró en La Real. Se quedó en el auto y no vio a nadie más que Rosendo y Vandor. Olvida explicablemente que fue el iniciador del tiroteo. No será siquiera procesado.
El interrogatorio de Nicolás Gerardi es postergado hasta el 26 de mayo, por indicación de los médicos de la UOM. Dice que llegó a La Real con Vandor y Rosendo, y que “con ellos penetraron varios muchachos que él re¬conoce como activistas metalúrgicos... cuyos apellidos desconoce”. Cabe preguntarse por qué el desdichado Gerardi protege de este modo a sus propios heridores. Es¬taba a merced del aparato de la UOM. Más tarde admi¬nistraría desde un sillón de ruedas el hotel metalúrgico en Mar del Plata.
Una parte del testimonio de Gerardi es a pesar de todo prueba de cargo. Fojas 108 v.:
“Inmediatamente tres o cuatro individuos de la mesa observada se ponen de pie, moviendo sillas y mesas de manera brusca, sin que mediara ninguna provocación por parte de la mesa integrada por el dicente. En el acto Rosendo se levanta imprevistamente, dando un salto y sin nada en las manos se pone frente a los atacantes. Sonó un disparo en la mesa contraria...”
Subrayemos una vez más: sin nada en las manos, frente a los atacantes, sonó un disparo que Gerardi atri¬buye a la mesa contraria sin explicar por qué. Un año después Gerardi admitirá que “esa noche no vio a ninguna persona con armas ni antes, ni durante, ni después del conflicto”.
Entretanto, alguien le ha soplado al instructor el nombre de un tal “Imbellone”. El doctor Torres saca un nuevo conejo de su inagotable galera: presenta a Ángel Imbelloni que no tiene más relación con los hechos que ser hermano de Norberto. Descubierto el truco, compa¬rece Beto, quien relata su incidente en el baño pero omite su pelea con Rolando y no identifica a otros actores que Rosendo, Gerardi y Vandor.
El 19 de mayo inopinadamente el comisario De Tomás resuelve cambiar la carátula del sumario, de homicidio simple a triple homicidio y lesiones graves en riña. Or¬dena sin embargo la detención de Vandor y designa para buscarlo al cabo Antonio Crucci. Dejando a salvo sus grandes méritos como torturador (hoy procesado) Crucci no era quizá la persona indicada. El 20 de mayo informa que Vandor y Barreiro “han desaparecido de sus domi¬cilios y lugares que frecuentaban asiduamente”.
El destino del vandorismo pasaba en ese momento por esferas más altas que las de Crucci y el propio De Tomás. Las febriles negociaciones, los encuentros, las conjeturas sobre cifras en juego han engrosado el fol¬klore judicial. Lo cierto es que el mismo 20 de mayo Van¬dor conseguía que el juez de la causa, Néstor Cáceres, lo eximiera de prisión. Armado con ese papelito, se pre¬senta en Avellaneda y le dice rotundamente al instruc¬tor que él no habla más: por lo menos en la comisaría.

15. LA MONTAÑA CRECE





Entonces yo agarré y me fui a mi casa. En mi casa me quedé un día, y mi mamá me preguntaba, Qué te pasa, qué te pasa, le digo No, no nada, nada. No ves el problema que hay, qué querés que haga. Me dice, Pero qué te pasó, le digo No, nada, nada, y entonces me dice, Cómo, no vas a dormir hoy a tu pieza, le digo No, me voy a quedar acá, y entonces mi mamá desconfiaba, Cómo, si nunca se queda acá, qué raro. Entonces yo no podía dormir, ni dormí. Al otro día me fui de mi casa. Me fui, fui a casa de unos amigos, después volví de nuevo a mi casa, y mi mamá me dice, Cómo no te pasó nada ayer, si ayer mataron a Zalazar, estaba herido Zalazar, y mataron a Blajaquis. Le digo No, lo que pasa es que yo no te quería contar nada, si vos sufrís del corazón, para qué más problemas, bastante con lo, me dice Sí, pero cuidate porque ahora te van a, te van a matar a vos y yo, mi mamá lloraba, le digo No, no me van a matar le digo, no, de jame que no me va a pasar nada. Entonces yo agarré y me fui. Me fui, iba a ir a, ya había pasado un día y pico, iba a ir al velorio de Zalazar, pero unos amigos me dicen, No, no vayás, porque ahí te van, ahí te van a.
Hacía bien Francisco Alonso en desconfiar. En sus declaraciones ante el instructor los vandoristas preten¬dían ignorar la identidad de sus rivales : “Nadie quiere jugarla de delator”, explicó a Primera Plana un dirigente. Por debajo, la verdad era menos bella. Un breve parte del cabo Crucci, fechado el 20 de mayo, la pone al des¬cubierto: “Según versiones circulantes dentro de personas vinculadas al gremio metalúrgico, entre los integrantes del grupo isabelino figuraría una persona de apellido Alonso”.
La identidad de los hermanos Villaflor y de Granato había sido revelada a la policía por un hermano del mis¬mo Blajaquis, de nombre Jacinto. El instructor pidió su paradero y después su detención.
Los sobrevivientes de la matanza pasaron a una lú¬gubre clandestinidad. De refugio en refugio, durmiendo amontonados, a veces cuatro en una cama, una formida¬ble campaña de prensa descargaba sobre ellos toda la indignación del país. A veces escuchaban con un sobre¬salto las noticias radiales que los imaginaban cercados en tal o cual lugar. No habían podido asistir al entierro de sus amigos queridos. Cuando cambiaban de escondite, era de noche, furtivamente. La Banca Tornquist no per¬maneció del todo indiferente a sus destinos: el 19 de mayo la empresa Conen ordenaba el despido de Raimundo Villaflor. De este modo Tornquist expresaba su solidaridad nunca desmentida con Vandor y el mecanismo de dela¬ción interna que tantos estragos ha causado entre los delegados de Tamet y otras empresas del grupo.
En los medios peronistas, la verdad se iba filtrando lentamente. Ya en el entierro de Zalazar, Alicia Eguren había formulado contra el vandorismo una acusación ape¬nas velada. Una reunión en el sindicato de Sanidad, diri¬gido entonces por Amado Olmos, permitió esclarecer los hechos ante dirigentes obreros. Olmos prestó su automóvil para realizar las diligencias judiciales necesarias. Una campaña reunió penosamente los ciento veinte mil pesos de las fianzas. José Alonso, en cuyo nombre -según los diarios- se habían enfrentado las facciones de La Real, contribuyó con quince mil pesos, algo así como la milési¬ma parte de la valuación de su finca en la calle Santos Dumont.
Detrás de Vandor, habían sido eximidos de prisión Barreiro e Imbelloni. Esto decidió al doctor Liffschitz a presentar a sus propios defendidos. Pero antes hubo una reunión de abogados de las partes.
Viendo crecer la prueba en contra a pesar de sus ma¬nejos, el vandorismo había echado a rodar una nueva versión de los sucesos. Según esta fábula, un “tercer gru¬po” formado por policías de la provincia de Buenos Aires intervino en la riña, la convirtió en tiroteo y se hizo culpable de las muertes. Era una forma de remitir al limbo la identidad de los victimarios, y un aporte cir¬cunstancial al clima del golpe militar que se estaba ges¬tando contra el gobierno radical. Torres propuso abier¬tamente a Liffschitz que aceptara esa versión. Liffschitz la rechazó y el 31 de mayo presentó al instructor sus defendidos Raimundo y Rolando Villaflor, Francisco Granato y Francisco Alonso. Con excepción de Horacio, que no aparece, constituyen la totalidad del grupo sobrevi¬viente de Blajaquis.
Sus declaraciones son las más amplias y ricas en detalle incorporadas a la causa. En minuciosos croquis, los cuatro identifican y ubican correctamente a Rosendo, Vandor, Safi e Imbelloni. Cometen errores parciales con Gerardi y Barreiro, a quienes no conocían bien. Describen a los desconocidos. Los vandoristas son diez en las re¬construcciones de Raimundo y Alonso; once, en las de Granato y Rolando. Ninguno menciona a los tres guar¬daespaldas en la mesa de Luis Costa, que habían sido vistos borrosamente por Alonso y Rolando. Probable¬mente no querían dar pábulo a la versión del “tercer grupo”. El solitario Acha también les pasó inadvertido.
Raimundo dice que Vandor extrajo una pistola, aun¬que no lo vio tirar porque en ese momento estaba ocu¬pado con Gerardi; Rolando dice que Vandor, con una pistola 45, “tiraba continuamente y al montón... en su cara reflejaba una desesperación tal que daba la sensa¬ción que quería barrer con todo lo que había delante”. Granato sostiene que lo vio tirar con una pistola “e inclusive escuchó a alguien del grupo antagónico que decía: ‘No tire Vandor, no tire Vandor’ ”, confirmando así el testimonio de Zalazar moribundo. Alonso dice que Vandor sacó una pistola. A pesar de la unanimidad, éste es un punto conflictivo: como veremos luego, Imbelloni asegura que Vandor tiró con un revólver 38.
Esa noche por primera vez los diarios desplegaron la versión de los atacados.
Entretanto el laboratorio balístico forense de la po¬licía provincial aportaba una prueba decisiva. Es la pe¬ricia realizada por el comisario inspector Arnaldo Romero. Tras describir los once accidentes balísticos que ya mencionamos, llega a las siguientes conclusiones:
“a) Que en el interior del bar y pizzería La Real, se han constatado cuatro perforaciones, cinco impactos y dos roces de proyectiles servidos por armas de fuego.
“b) Que el roce ubicado en el mostrador móvil co¬rresponde a un proyectil de grueso calibre tal como el .44 ó .45.
“c) Que la perforación en la mesa situada en el sector bar, ha sido producida por un proyectil calibre .44 ó .45.
“d) Que la perforación existente en la silla corres¬ponde a un calibre no mayor del .38.
“e) Que se han efectuado dentro del local por lo me¬nos nueve disparos, con las consecuencias ya señaladas.
“f) Que se han utilizado armas de distintos calibres.
“g) Que no se ha verificado huellas de ahumamiento o tatuaje, que son evidencias de disparos próximos al blanco.
“h) Que se han constatado dos zonas claras y definidas desde donde partieron los disparos, una de ellas situa¬da en las proximidades de la puerta de acceso que da sobre la calle Sarmiento, y la otra en el sector familiar. En el plano adjunto, para su mejor interpretación, se marcan las áreas de tiro que son señaladas con las letras “A” y “B”.
“i) Que desde el área “A” se efectuaron disparos hacia el NO. y desde el área “B” (sector familiar), dis¬paros de arma de fuego también hacia el NO. y hacia el sector bar, o sea el SO.
“j) Que no existen huellas de que se hayan efectuado disparos dirigidos hacia el sector familiar o a las adya¬cencias de la puerta de acceso a la calle Sarmiento”.
En resumen, que se ha tirado desde la puerta (área A) y desde el sector familiar o vandorista (área B). No se ha tirado contra la puerta ni contra el sector vandorista. No se dice pero surge del plano, y lo admitirá más tarde el propio juez Llobet, que hay una única zona bati¬da por las dos áreas de fuego, y que esa zona es la que ocupaba el grupo Blajaquis .
La conclusión es transparente: el grupo vandorista tiró, el otro no tiró.
La pericia es un buen trabajo. Para ser perfecta debió establecer el calibre de todos los impactos y perforacio¬nes. Si es posible determinar el calibre del proyectil que produce un simple roce en un mostrador, cabe dentro de lo razonable exigirle al perito que diga qué clase de bala hizo un nítido agujero en una vidriera.
De todos modos, las cosas empezaban a ponerse feas para Vandor.
-Si esto fuera menos conversado -se le oyó decir tristemente al comisario De Tomás-, ya estaría todo resuelto.



16. EL DOCTOR CÁCERES: INCOMPETENTE





En el mes de junio, a medida que se precipitaban en el país los acontecimientos políticos, la investigación en¬traba progresivamente en coma. El día 6 el comisario De Tomás da por terminada la instrucción y eleva las actuaciones al juez de La Plata, Néstor Cáceres. El 17 se recibe la pericia balística sobre ropas, armas, cartuchos, vainas y proyectiles. Contiene una novedad sensacional, que pasa inadvertida para todo el mundo.
La autopsia de Rosendo había establecido ya que su muerte fue provocada por un proyectil “con orificio de entrada en la región dorsal sobre la línea media a nivel de la duodécima vértebra dorsal y orificio de salida en la cara anterior del abdomen”.
Pero la pericia efectuada sobre el saco, la camisa y la camiseta, afirma: “a) Que las ropas de Rosendo Gar¬cía han sido afectadas por un disparo de arma de fue¬go... ; d) Que no se ha constatado orificio de salida del proyectil”.
Dicho. de otro modo, la bala que atravesó el cuerpo de Rosendo, se paró ante la camiseta. Esta impresión se acentúa cuando a fojas 11 v. del expediente leemos que el secretario del instructor ha recibido: “Correspondien¬tes a la víctima Rosendo García, los efectos que se deta¬llan: una camiseta de malla, con manchas de sangre en su parte posterior; una camisa blanca, mangas largas, también con sangre en su parte posterior”. Parece, pues, que en estas ropas no sólo no hay orificio de salida; ni siquiera hay sangre en la parte delan¬tera, donde salió la bala que había rozado la aorta y pro¬vocado una terrible hemorragia.
Estos absurdos resultados son el fruto de la sistemática adulteración y manipuleo de la prueba.
Blajaquis, continúa la pericia, fue alcanzado por un proyectil de un calibre no mayor al 45, dirigido de ade¬lante hacia atrás, de derecha a izquierda y de arriba ha¬cia abajo. “Debió no estar erguido, fundamentado este concepto, en base a la altura del orificio de entrada en relación a la estatura de la víctima”. En resumen, a Blajaquis lo mataron sentado.
En las ropas de Zalazar no hay perforaciones. Recibió un tiro en la cara y se le extrajo una bala 38.
La camisa de Gerardi tiene un balazo en la espalda. El proyectil que se le extrajo y el que apareció en el lugar del hecho han sido disparados por la misma arma. Las cinco vainas encontradas también han sido servidas por una misma arma de calibre 45.
El revólver Colt entregado por Torres como propie¬dad de Rosendo no había sido disparado en fecha recien¬te. El Eibar 38 (de Juan Ramón Rodríguez), alojaba seis cartuchos, uno de ellos percutido en forma excéntrica por desajuste del tambor: el disparo no salió.
El 28 de junio, cuando los tanques calentaban sus mo¬tores para inaugurar la era de Onganía, aparece Nor¬berto Imbelloni ante el doctor Cáceres y recuerda que tiene una causa anterior en un juzgado de Bahía Blanca. Una semana después Cáceres arguye esa novedad, para declararse incompetente, e invocando un artículo del Có¬digo de Procedimientos, un inciso de otro artículo, tres acordadas y una sentencia de la Corte, remite la causa al doctor Llobet Fortuny. El juez de Bahía Blanca se la de¬vuelve, persignándose sobre otro artículo del mismo có¬digo. Cáceres saluda ese artículo, admite que se equivocó de inciso, emboca el inciso adecuado y plantea la cuestión de competencia. Siguen cuarenta y dos días de parálisis total.
El 22 de agosto presta declaración indagatoria Au¬gusto Timoteo Vandor. Ha perfeccionado su relato. Aho¬ra resulta que al comenzar el tiroteo no sólo se “agazapó” sino que “se tiró al suelo y se levantó recién cuando ya había cesado el incidente”. De la existencia de Imbelloni, “que pudo o no estar en su mesa”, se enteró después. No tenía armas, no ha hecho fuego, sigue sin recordar los nombres de sus acompañantes.
Durante seis meses más, el expediente fue celebrado por la polilla. El 14 de febrero de 1967 la Suprema Corte de la provincia notifica a Cáceres que los códigos, artícu¬los, incisos, causas, acordadas y sentencias coinciden en que la causa por la masacre de Avellaneda pase al lejano juzgado de Bahía Blanca.
El tiempo transcurrido no le ha alcanzado al doctor Cáceres para disponer el careo de los protagonistas, iden¬tificar a los ausentes por el sistema identikit, confron¬tar a Taborda y Cabo (mencionados en el expediente) con el grupo atacado y con los mozos, periciar el pantalón de Safi, reconstruir sobre el croquis policial la posi¬ción de los protagonistas, advertir las contradicciones sobre la ropa de Rosendo e investigar las dudosas inter¬venciones del doctor Torres.

17. LOS SALTOS GIRATORIOS





El revólver con que Miguel Argüello mató a Dante Navarro, a pesar de “la íntima amistad que los unía”, estaba animado del mismo espíritu burlón que su dueño. Sin que nadie sepa por qué, aparece entre las armas y efectos recibidos por el juzgado de Bahía Blanca. El doc¬tor Llobet Fortuny seriamente ordena periciarlo para es¬tablecer si con él se ha dado muerte a Zalazar. La res¬puesta, por suerte, es negativa.
En abril de 1967, propietarios, mozos y parroquianos de La Real inician su peregrinaje a Bahía Blanca y repi¬ten sus declaraciones, más cautelosas que las primeras. Sánchez, que antes había visto una mano disparando un revólver, ahora se acuerda del revólver pero no de los disparos. El comerciante Basello, que ha tenido un año para reflexionar, invierte su testimonio: “sin interven¬ción alguna de la gente” que estaba en el sector vandorista, se armó en el sector opuesto un revuelo de mesas y sillas.
EL JUEZ. -Eso es lo contrario de lo que usted ha declarado.
BASELLO. -Me habré confundido, doctor.
García, Hevia y Díaz confirman en cambio el origen de la agresión.
Gerardi agrega algún detalle a su testimonio ante¬rior: “tiene el vago recuerdo de haber visto entrar del lado de Mitre al diputado De Cicco y al doctor Sanz, di¬putado provincial”.
Son dos testigos falsos, según Imbelloni, sugeridos por la inagotable inventiva del doctor Torres. Valentín De Cicco, metalúrgico, declara que al entrar en La Real vio a Gerardi “discutiendo o conversando”; a Vandor “que parecía estar cayéndose o agachándose” y “se toma¬ba de la mesa con una de las manos”; señala en el croquis una, posición donde Vandor nunca estuvo; salió a la calle arrastrado por la gente, pasado el tiroteo entró con Sanz y se cruzaron con Vandor, que “se incorporaba por detrás de una mesa” ; vieron tres heridos, entre ellos Gerardi y Rosendo; “el doctor Sanz, como médico, les echó un vis¬tazo y le dijo al declarante: «Che, están jodidos»”. Lo que toda esta colorida invención tiende a demostrar es que Rosendo, caído, no estaba en la línea de fuego de Vandor. Para eso hay que arrastrarlo detrás del mostra¬dor de la heladera.
El doctor Sanz repite la fábula, pero menos hábil que De Cicco debe marcar dos veces la posición de Vandor, y otras dos las de Rosendo, para que al fin se interponga entre ellos el codo del mostrador...
El 2 de junio de 1967 por primera vez se constituye el doctor Llobet en La Real, sin que de esa visita surja nada concreto. Totalmente desorientado, la emprende en¬tonces contra el único punto sólido de la pesquisa: la pe¬ricia balística. El 22 de junio formula al perito tres pre¬guntas. La tercera quiere saber si los roces, perforacio¬nes e impactos que menciona el laboratorio “son sin duda producto de disparos de armas de fuego” ; y no, digamos, de otros tantos sartenazos o tentativas frustradas de clavar un clavo.
La segunda muestra, en cambio, la dirección en que están funcionando las ideas del juez. A saber: “Si en su criterio técnico no resulta aventurado atribuir a las zo¬nas de tiro identificación segura con la posición. de dos grupos antagónicos en el local, atendiendo al escaso pe¬rímetro en que se movieron presumiblemente y con extre¬ma rapidez las numerosas personas que intervinieron en la agresión o que buscaron protección”.
La respuesta del comisario inspector Romero es cor¬tante. La fundamentación técnica de que los roces, perfo¬raciones e impactos corresponden a disparos de armas de fuego descansa “en las características morfológicas netas y bien definidas que se apreciaron a la observación física directa o indirecta, realizada esta última mediante el auxi¬lio de instrumental de óptica adecuado. Estas caracterís¬ticas están representadas fundamentalmente por las for¬mas, profundidad, coloración, dirección, residuación, fric¬ción, zonas de enjugamiento, etcétera”.
“En cuanto al punto segundo -dice el perito- hago constar que identifiqué con absoluta seguridad dos zonas definidas de tiro”. Agrega, naturalmente, que no ha asig¬nado ubicación en ellas a presuntos grupos antagónicos, y aprovecha para dar al magistrado una velada lección sobre los respectivos oficios : “Para fundar mi aprecia¬ción de las zonas de tiro, no he tenido en cuenta otra cosa que las huellas de impacto de proyectil de arma de fuego que localizara en el ámbito del suceso... haciendo abso¬luta abstracción de dimensiones del local, movilización de actores y toda otra circunstancia extrapericial”.
Abruptamente, el 18 de septiembre de 1967, el doctor Llobet Fortuny decide sobreseer a todo el mundo.
El auto de sobreseimiento se funda en una serie de datos falsos, de presunciones erróneas y de testimonios y pruebas mal interpretados, que merecen examinarse en detalle.
Considera el juez que Rosendo García fue herido “por un proyectil del calibre 38”, lo que es verosímil, pero no está probado en las actuaciones que juzga. En efecto, esa presunción se basa en el peritaje de ropas que, tras ser manipuladas por el abogado de una de las partes, ofre¬cen la increíble contradicción de no presentar orificio de salida del proyectil, a pesar de pertenecer a una víctima atravesada por un balazo.
Acepta el juez, sin más ni más, las declaraciones de Sanz y De Cicco. Elude en cambio o minimiza el testi¬monio de los mozos, alegando que “sólo Díaz y Hevia atri¬buyen la primera hostilidad a un desconocido... de la mesa del segundo grupo”. Omite la declaración coinci¬dente de Ramón García, y olvida señalar que estas tres personas son la mitad del personal presente (Sánchez y Marín estaban adentro, en la cuadra) y las más próximas al lugar de los hechos.
No tiene en cuenta para nada las palabras que oyó Zalazar al comenzar el tiroteo y que repetiría antes de morir: “No tire, Vandor”. Cabe presumir que si alguien le gritó a Vandor que no tirara, es porque éste ya estaba tirando, o iba a hacerlo, y en todo caso empuñaba un arma.
Deduce correctamente el magistrado que “la zona úni¬ca batida, o sea el punto donde se entrecruzan las trayec¬torias de los disparos, coincide con el lugar donde había estado el primer grupo” (o sea el de Blajaquis). Con esto sólo, ha llegado el juez al centro de la verdad. Pero en seguida la descarta: “El mismo perito declara relativa la posibilidad de atribuir únicamente al segundo bando los disparos que dejaron huellas”. El perito no declara ni puede declarar tal cosa, porque no entra en sus funcio¬nes. El perito, en principio, ignora hasta la existencia de bandos. Analiza un escenario vacío, las huellas que han quedado en ese escenario, y dice: dos zonas de tiro, no dos bandos. Lo que el perito dice es: No he tenido en cuenta otra cosa que las huellas de impactos, haciendo abstrac¬ción del movimiento de los protagonistas y de toda otra circunstancia extrapericial.
Pero el doctor Llobet alcanza el sumum de la parciali¬dad cuando por su propia cuenta, sin respaldo alguno en los hechos, oponiéndose a la prueba de los hechos, afirma: 2Hubo en todo caso una tercera zona de tiro con res¬paldo en las mesas del primer grupo y en dirección al lu¬gar donde estaba el segundo”. Sosteniendo, pues, que des¬de el grupo Blajaquis se tiró hacia el grupo Vandor, el juez se sustituye al perito y contradice con una invención el examen científico.
Se funda para ello en la posición en que según él ca¬yeron las víctimas: “Gerardi casi junto a su silla; García junto a la cabecera de su mesa, y Safi fue alcanzado des¬de atrás, cuando corría hacia la puerta de los hechos”.
¿De dónde saca el juez que Gerardi cayó “casi junto a su silla”? Según él, “del conjunto de la prueba reunida”. Ese conjunto de la prueba se reduce a la primera declara¬ción de Gerardi, que Gerardi desestima en la segunda. La primera vez ha dicho (fojas 108): “Sonó un disparo de la mesa contraria (sic) y en seguida varios más y allí el que depone se siente herido”. La segunda vez declara (fojas 449): “...el declarante se sintió herido. Que en ese primer momento el declarante debe haber perdido el conocimiento porque no recuerda haber caminado; pero sin embargo debe de haberlo hecho porque cuando recu¬peró la conciencia estaba caído muy cerca del lugar don¬de estaba caído también García”.
Subrayemos: Gerardi debió caminar; por lo tanto no cayó “junto a su silla”. Ningún testimonio, ni siquiera los de Sanz y De Cicco, ubica a Gerardi caído “casi junto a su silla”.
En todo caso lo que el juez desestima es que Rosendo, Gerardi y Safi fueron heridos por la espalda, y que tanto en las posiciones que él acepta, como en la posición corre¬gida para Gerardi, lo único que tenían a la espalda es el grupo de Vandor. Lo que esto prueba, no es entonces lo que dice el juez: prueba precisamente lo contrario.
El mismo lo ha dicho, aunque no quiera verlo: “La zona única batida... coincide con el lugar donde había estado el primer grupo”. ¿Cuál fue entonces el punto ba¬tido por su “tercera zona de tiro”, cuál fue esa zona sui¬cida que tira y se bate a sí misma en el único punto batido? Me gustaría que el señor juez la dibujara en el cro¬quis.
Sin embargo él insiste, ciegamente: “Si se admite que hubo zonas o agrupamientos de tiradores, debe también admitirse que ellas no señalan a uno solo de los grupos sino a los dos”. Quod erat demostrandum.
“En el segundo grupo -continúa el magistrado- es¬taban Augusto Timoteo Vandor, Rosendo García, Nicolás Severo Gerardi, Emilio Héctor Barreiro, Norberto Im¬belloni y Julio Safi”. ¿Nadie más? Esta es, por supuesto, la falla más catastrófica de toda la investigación, que se traga ocho participantes del grupo Vandor: más de la mitad.
Aduce luego el doctor Llobet los antecedentes penales de Rolando y su enemistad y la de su grupo con Vandor, para señalar las “vivas sospechas de parcialidad” que des¬piertan sus testimonios. Es bien curioso que la enemistad que sirvió para masacrar a Zalazar y Blajaquis se invo¬que ahora para sobreseer a sus asesinos. Solamente en este caso hace el juez la evaluación de una personalidad. Claro que no tenía a su alcance los antecedentes de Costa, Valdés, Tiqui y otros bellos personajes.
“Miente o se confunde Raimundo Villaflor -pontifi¬ca el juez- al decir que golpeó a Gerardi”. ¿En qué se funda? En que “la pericia médica no encontró en Gerardi otra lesión que la del balazo que lo paralizó”. ¡ Bravo! Pero resulta que el brevísimo informe del médico policial se refiere tan solo a la herida de bala y sus graves efectos (shock, hematuria, trastornos motores y sensitivos). No dice que no existan lesiones menores. Raimundo tampoco declara que lo haya lesionado; dice que lo golpeó. Si la caída no produjo lesiones, ¿por qué habrían de producirla los golpes? Lo más lógico es que tanto la caída como los puñetazos hayan provocado alguna magulladura de escasa importancia, y que esa escasa importancia explica su au¬sencia en el informe. Dice el juez: “Gerardi no tendría interés en encubrir la acción de su supuesto atacante”. Por pasiva: ¿qué interés tendría Raimundo en declararse atacante? Cualquier médico pudo explicarle al doctor Llobet que son comunes los estados de amnesia que bo¬rran de la memoria los episodios inmediatamente ante¬riores a un shock violentísimo como el que sufrió Gerardi.
Cuando llega el momento de pronunciarse sobre la muerte de Rosendo, dice el doctor Llobet que “pueden formularse sólo conjeturas”. Y en tren de formularlas, acierta con la siguiente: “Podría calcularse como posible que al ponerse de pie, dando la espalda al primer grupo, desde allí pudo llegarle de inmediato el disparo que a su vez bien pudo haber sido dirigido a Vandor, que estaba en la misma línea de tiro”.
Pero, ¿quién le ha dicho al juez que Rosendo dio la espalda al primer grupo, al de Blajaquis? Le han dicho todo lo contrario, a saber
VANDOR. – “García..., imprevistamente, dando un salto y con los brazos en alto, se pone frente a los atacan¬tes. En ese momento el dicente escucha un disparo...” (fojas 49 v.). “Rosendo García... dio un salto poniéndo¬se de pie, con los brazos en alto y dando el frente a la otra mesa: que después de esto sonó el primer tiro...” (fo¬jas 279).
GERARDI. – “En el acto Rosendo se levanta imprevis¬tamente, dando un salto y sin nada en las manos se pone frente a los atacantes. Sonó un disparo...” (fojas 108 v.).
Estimulado en su inventiva por la facilidad con que contradice todos los testimonios existentes, prosigue el doctor Llobet Fortuny: “García, según las referencias, se puso de pie y luego saltó girando para dar frente al otro grupo, agitando las manos en alto. Cabe en lo pro¬bable que en ese instante ya estuviese herido, puesto que cayó aproximadamente en el sitio”.
Para esta acrobacia del razonamiento, era necesario convertir al propio Rosendo en un Nijinsky, que se pone de pie, da la espalda al otro grupo (único modo de que el balazo entre perpendicular a la espalda), “salta giran¬do” y sólo entonces “da frente” a los atacantes mientras suena el disparo que lo hirió cuando estaba de espalda, camina todavía varios pasos y cae junto a la cabecera, ¿o se olvida el doctor Llobet que allí lo dejó ocho fojas antes, y no “aproximadamente en el sitio”?
No hay una sola referencia que diga que Rosendo “sal¬tó girando”. Ese salto giratorio sólo figura en la imagi¬nación del doctor Llobet.
Supone el magistrado que “las circunstancias con res¬pecto a Gerardi también pueden conjeturarse de modo si¬milar. También estaba en la línea de tiro hacia Vandor y recibe el balazo en la línea axilar posterior derecha, es decir, que si fue herido al ponerse de pie como él mismo lo refiere, el proyectil vino desde atrás a su derecha, don¬de estaban sus antagonistas”. Lo que cuenta Gerardi en su segunda declaración es que “se puso de pie García y también el declarante, con la intención de tomarlo de un brazo e impedir que se dirigiera a la mesa B” y se sintió herido. Para que las hipótesis del juez fuesen aceptables, habría que admitir que Gerardi no enfrentó al grupo ad¬versario, ni se dio vuelta siquiera ligeramente hacia la derecha para tomar de un brazo a Rosendo; que el grupo adversario disparó sin hacer en el sector vandorista nin¬gún otro blanco que el ya milagroso de Rosendo y el de Gerardi; que la bala que atravesó a Rosendo no impactó después en ninguna parte (quizá porque la contuvo la camiseta); que el proyectil calibre 45 disparado por la misma arma que hirió a Gerardi dio una vuelta carnero en el aire para ir a batir “la zona única”, etcétera. ¿O tampoco recuerda el juez ese pedazo abollado de plomo que encontró el cabo Santamaría al pie del mostrador?
Es curioso que el mismo magistrado que afirma que Gerardi y Rosendo estaban en la línea de tiro hacia Vandor no advierta que por consiguiente estaban en la línea de tiro desde Vandor, y que para aceptar la hipótesis de que fueron baleados por sus propios compañeros no hay que violentar testimonios ni pericias, ni gestionar que nadie “salte girando”, ni procurar que Gerardi caiga al pie de su silla cuando admite que debió haber caminado, ni inventar una tercera zona de tiro, estampidos retroac¬tivos, una bala fantasma y otra bala bumerang.
Como resultado de tan brillantes conjeturas, el doc¬tor Llobet Fortuny concluye que: “No se demuestra quién o quiénes fueron el o los autores de esos disparos, ni quién efectuó disparo alguno, ni siquiera quién esgrimió o simplemente tenía en su poder un arma”.
En consecuencia, sobresee a todos.
Safi, Imbelloni y Barreiro aceptan el sobreseimiento. Los hermanos Villaflor, Alonso y Granato lo rechazan entre el 28 de septiembre y el 4 de octubre. Vandor se ve obligado a rechazarlo el 2 de noviembre.
El 12 de febrero de 1968 el doctor Llobet produce una restallante resolución. Sostiene ahora que “la autoría y responsabilidad penal de los imputados... surgen «prima facie» de sus respectivas declaraciones indagatorias”. Y decreta su procesamiento “por resultar de lo actuado indicios vehementes y la semiplena prueba de ser autores penalmente responsables de los delitos de triple homici¬dio en riña”, etcétera.
Se habían acabado los giros y los saltos. Empezaba el sueño.

18. LA CONFESIÓN DE IMBELLONI





-Bueno, Imbelloni, mire: yo quisiera que usted me hiciera un relato de cómo pasaron las cosas esa noche en La Real. Desde que ustedes llegan, inclusive desde antes que ustedes llegan; si quiere; cuando van en el auto, cuando salen de la Unión Obrera Metalúrgica, ¿eh?
-Exactamente.
El hombre rubio y atlético había salido vistiéndose del baño en la casa de Lanús. Cuando saludó sin animosidad a Rolando Villaflor, me sentí aliviado. Era la noche del 25 de mayo de 1968. Dos años atrás Imbelloni y Rolando habían cambiado furiosas trompadas y sillazos mientras a su alrededor crecía el tiroteo. Ahora estaban juntos, iban a reconstruir en mi presencia lo ocurrido.
Contrariamente a nuestras fantasías, Imbelloni no nos esperaba con una ametralladora, sino con un mate. Yo estaba publicando en el Semanario CGT mis prime¬ras notas sobre el caso. Quería saber los nombres de los ocho protagonistas que se habían esfumado. El “miste¬rio” que resistió dos años se iba a develar ahora en cinco minutos.
Imbelloni era el hombre para eso. Distanciado de Van¬dor a raíz del cierre de la planta Siam Automotores, el 30 de septiembre de 1967 publicó una violentísima solici¬tada acusando a Vandor de ser “el único y verdadero cul¬pable” de la muerte de Rosendo. Vandor acudió al juez y “en aras de las posibilidades de esclarecimiento” de la muerte de Rosendo García “cuya memoria es sagrada e inviolable para el suscripto”, pidió que se investigara la acusación. Citado, Imbelloni se retractó parcialmente. No podía afirmar que Vandor fuese el ejecutor material de Rosendo, tampoco podía afirmar lo contrario: se refería, sí, a su “responsabilidad moral”.
Le pregunté a Imbelloni por qué se había retractado. Respondió que falto de apoyo sindical y político, no tenía confianza en que se hiciera justicia. Lo preocupaba, ade¬más, la causa anterior pendiente. ¿Pero hablaría ahora? Sí, ahora hablaría.
Prendí el grabador.
Lo que sigue es una transcripción casi total de la cin¬ta grabada. Me he limitado a suprimir repeticiones y unificar algunos pasajes separados que hablan del mis¬mo tema.
PERIODISTA. - Ustedes salieron de la calle Rioja, y usted iba en el mismo coche de Vandor, ¿no es cierto?
IMBELLONI. - Exactamente.
P.- Ajá. ¿Y qué pasó después?
I. - Bueno, llegamos al teatro Roma, donde había una cena de la Junta Nacional del Partido.
P.- Con los diputados y todo eso.
I. - Exactamente. Ahora resulta que debido a que to¬davía estaba la cena, y nosotros ya habíamos cenado, fui¬mos con el compañero Rosendo hasta el bar de la esquina, la confitería La Real. Cuando íbamos caminando con Ro¬sendo por la calle, Vandor preguntó dónde íbamos. En¬tonces Rosendo le contestó que íbamos a tomar una copa a La Real... ¿Sigue preguntando usted?
P. -No, no, no. Usted siga contando nomás. Usted cuente todo lo que pasó.
I. -Bueno, al llegar a La Real ocupamos una mesa, donde estábamos varios compañeros, entre ellos Luis Costa, Raúl Valdés, Armando Cabo, Añón (“Tiqui”), que está en el Secretariado, el compañero Gerardi, Rosendo, Vandor, Barreiro y José Petraca.
De un golpe surgen aquí cinco de los ocho protagonis¬tas que la policía y la justicia no habían podido identifi¬car en dos años. Los tres que faltan aparecerán en se¬guida.
P.- En las posiciones que están ahí marcadas en el plano, ¿no es cierto?
I.- En las mismas posiciones que está marcado el plano ése que yo le confeccioné a usted. Más o menos, poquito Gerardi corrido hacia atrás, Armando casi en el centro de la mesa, y Vandor haciendo cruces justamente con el compañero Rosendo García. Bueno, ahí apenas nos sentamos en la mesa, noté que el compañero Vandor es¬taba muy nervioso, los motivos los ignoro hasta ahora, entonces le preguntó Rosendo qué le pasaba, y le dijo: De una mesa de ahí me están mirando, me están haciendo gestos, dice, no se puede ir a ningún lado. Entonces Rosendo dijo: Bueno, no te hagas problemas, dice, no te¬nés necesidad de ponerte tan nervioso, y si no, dice, qué querés, que nos matemos entre todos. Entonces entablamos una pequeña discusión con el compañero Barreiro, el cual decía de que en la mesa que señalaba se encontra¬ban algunos compañeros que él decía que eran trotsquistas. Entonces le dije de que eso no era cierto, de que eran muchachos peronistas y que estaba equivocado, que no echa¬ra todavía más leña al fuego. Entonces Armando mandó a llamar por intermedio de Taborda, que estaba sentado al lado de él, al compañero Julio Safi, que estaba en la cena esa. Ahora al llegar el compañero Safi desmintió ca¬tegóricamente lo afirmado por Barreiro...
Juan Taborda, el chofer de Vandor, es pues el sexto “desconocido”.
I.- Eh, a partir de ahí fui al baño, conversé con al¬gunos de los muchachos que estaban en la mesa opositora, y me volví a sentar. Apenas me siento, se levanta este compañero José, porque había tenido unas miradas o no sé qué había tenido con un compañero de la otra mesa, y lo acompañé ahí, tuvimos unos cambios de sillas y de trompis, y en eso sonó el primer disparo.
P. - ¿Usted tuvo un cambio de sillas y de trompis con, acá con Rolando, no?
I. - Sí, con Rolando.
ROLANDO. - Porque él en ningún momento tuvo ar¬mas. El, cuando se levantó el otro que nombró recién, él se me vino a mí, y conmigo se agarró a trompadas.
I. -Ahora, cuando estábamos en medio de la trifulca, si se puede decir así, sonó un primer disparo que fue he¬cha por -el señor Taborda, con un arma, no sé por qué será, sonó con menos potencia que los tiros que le suce¬dieron, siendo igual 38 largo.
P. - Cartucho defectuoso.
I. - Exactamente. Después de eso sonaron casi una veintena de disparos, seguir relatando lo que sucedía, bue¬no, podíamos decir que se podía seguir relatando a la finalización de esos disparos porque mientras estaban los disparos, eso parecía una guerra. Entonces cuando cesó el fuego, fue que vi salir a Vandor corriendo y que toda¬vía hacía fuego de la puerta del local...
P. - ¿El tiraba al salir?
I. - Seguía tirando al salir.
P. - ¿Usted sintió algún disparo cerca suyo?
I.- Sí, por lo menos dos o tres disparos cerca mío, sí.
ROLANDO.- Eso, hay una anécdota entre él y yo, ¿no? Porque resulta que en un determinado momento nosotros dos, en vez de estar agarrados a galletazos, yo lo agarré a Reto de los brazos. ¿Te acordás vos de ese pasaje?
I. - Sí, sí.
R. - Y en eso sentí un ruido fuerte atrás mío. Y yo creí que me habían tirado un botellazo. Y yo me di vuelta y le dije: Erraste, turro. Pero yo creí que era un botella¬zo, y no era, porque ahí no hubo botellazos; ahí lo que eran balazos.
I.- Ahora, cuando salíamos, que ya había cesado el fuego, todavía estaban los compañeros Villaflor, Granate, que me enteré que era Granato mucho después, estaba el compañero Rosendo García tirado, ya estaba casi muer¬to... Las únicas personas que se quedaron últimamente fueron de la otra mesa, y de los nuestros quedó nada más que Juan Ramón Rodríguez y Acha, que Acha estaba sen¬tado en una mesa a la izquierda nuestra, o sea entrando por Sarmiento a la derecha, solo.
P. - Que pidió un vaso de vino y una pizza.
I. - Exactamente. Ni más ni menos.
Aparecen de este modo los últimos dos ausentes.
I. - Bueno, terminado eso, le grité al compañero Vandor que Rosendo estaba herido, y el compañero Vandor siguió su camino, que fue el sindicato, la federación municipales. Entonces cuando llegamos a la federación, para decirle que vengan que teníamos que llevar a Rosendo, que facilitaran un coche, le pedí el coche a Izetta, el cual lo negó rotundamente, y Vandor estaba llorando; lloran¬do, que no lo podrá negar, no sé si lloraba de haber sentido que quizás él haya matado al compañero, o lloraba de miedo, no sé.
Volvimos otra vez al salón de La Real con Tiqui y con Rodríguez, subimos al coche de Castillo, el Fiat 1500, de color azul, a Rosendo, en el cual lo trasladaron Tiqui y Rodríguez al hospital Fiorito. Entonces me encontré con Armando y le dije que iba a ir hasta el Fiorito a ver qué es lo que había pasado con los muchachos que estaban allí. Ahí me trasladé al hospital y del hospital me trasla¬dé hasta el Secretariado. Y ahí finalizó todo.
P.- ¿ Y después usted tuvo que transportar las ar¬mas?
I.- Sí.
P.- ¿Y qué armas habían tirado?
I. -Bueno, habían tirado una 45; otra que se había trabado, con empuñadura blanca.
P.- ¿Esa, de quién era?
I.- Bueno, ésa era de propiedad del Secretariado.
P.- ¿Pero quién tiró con ésa?
I.- La tenía en uso esa, Tiqui.
P.- Esa se le trabó.
I.- Sí, igual que a Juan Ramón Rodríguez, que no tiró, que apareció ahí un revólver... el cual no pudo ti¬rar porque se le trabó.
P.- ¿Y el arma de Cabo estaba disparada totalmente?
I.- Esa sí.
P.- Cinco tiros son esos.
I.- Seis tiros.
P.- Si es el especial de calibre...
I.- El corto. Cinco tiros.
P. - Cinco tiros. ¿Y qué otra había? La de Taborda, la de Vandor. La de Vandor, ¿cuántas balas tiró?
I.- Bueno, Vandor, en la puerta de adentro de municipales estaba con el arma en la mano y la tenía totalmente descargada.
Cabe aclarar aquí que según Imbelloni las armas de Taborda y de Vandor eran revólveres calibre 38.
P.- ¿Y todas esas armas fueron eliminadas después?
I.- Sí, fueron todas al Secretariado y después se hizo cargo Armando Cabo.
P.- De este lado de la mesa, ¿quién tenía una 45?
I.- ¿Del lado donde estábamos nosotros?
P.- Sí.
I.- Ninguno.
P.- Y quién se puede haber corrido para tirar desde aquí, mire, fíjese. (Le muestro la pericia balística.) Para tirar desde aquí, más o menos, un tiro de 45. 0 de aquí o de atrás, en esta línea.
I.- Bueno, se pudo haber corrido Raúl Valdés. El úni¬co que tenía 45.
P.- ¿Sabe por qué le digo? Porque aquí, en este mos¬trador, hay un tiro de 45, que aquí lo puede ver en la pe¬ricia. Esta bala, que agarra el mostrador y va a pegar aquí, a dos metros de altura, es 45. ¿Puede haber sido Valdés?
I.- Puede ser. El único que tenía 45.
P.- Y en esta mesa que estaba atrás de los hermanos Villaflor, ¿quiénes me dijo que estaban?
I.- Estaban tres muchachos amigos nuestros y del gremio. Luis Costa era del gremio de la carne, el cual me lo había mandado Vandor a la CGT cuando fue el proble¬ma con Alonso. Y estaba Tiqui, y este muchacho amigo mío, Juan Ramón Rodríguez (“Plomo”). De ellos, “Plo¬mo” tenía el arma inutilizada, a Tiqui se le trabó al cuar¬to tiro, y el otro, Luis Costa, también tiró tres o cuatro tiros. Todavía le quedaban tres o cuatro tiros en el cargador.
P.- ¿Y este Acha, quién es?
I.- Acha es un hombre que está en el Secretariado, pertenece al Policlínico Central y era muy amigo de Rosendo. Después de lo sucedido lo ralearon directamente del Secretariado; todo el mundo buscó de darle leña y se¬pararlo. Era un muy buen muchacho.
P.- ¿Qué aspecto físico tiene?
I.- Morocho, petiso, de bigotes, no sé si los conservará todavía, pelo bien renegrido, ondulado.
P.- ¿ Y Luis Costa?
I.- Hoy en día es guardaespaldas de Vandor. Rubio, más o menos un metro ochenta, cara bastante lisa y ca¬bello rubio liso.
P.- ¿Tiqui?
I.- Bueno, Tiqui tiene una estatura mediana, anteojos, se distingue por anteojos con bastante aumento, y todavía me acuerdo de él una anécdota, cuando le tiré los lentes de contacto, que no sabía lo que eran y se los tiré. Está de guardaespaldas de Vandor, y aparte de guarda¬espaldas es el que señala las fijas a Vandor y le lleva los boletos cuando está en el hipódromo.
P.- Rodríguez.
I.- Bueno, “Plomo” es un pedazo de pan, que es el que tenía el revólver niquelado; un pedazo de pan.
P.- ¿Y Raúl Valdés?
I.- Pertenece a la fábrica Philips, a la fábrica donde pertenecía Vandor. Sigue también como guardaespaldas de Vandor.
P.- Nos falta Petraca, nada más.
I.- Bueno, José es un muchacho amigo del gremio, muy amigo de Armando, muy buena persona. Es un ca¬ballero, Josecito. Y estoy seguro que no tiró, porque fue uno de los que me agarró a mí, para que me tirara cuerpo a tierra cuando empezó el tiroteo. Que todavía me decía, cuando estábamos ahí, me decía: Qué desastre que es esto. Josecito Petraca.
P.- Ahora, Armando ha tirado a pegar, ¿no?
I.- Bueno, Armando es un hombre que sabe tirar muy bien.
P.- El hombre con el que peleó Raimundo, ¿era Gerardi?
I.- Era Gerardi.
P.- Y Gerardi después no se acuerda de nada de eso.
ROLANDO.- Y, con el tiro que le han pegado se cono¬ce que perdió toda noción.
P.- ¿Usted lo vio a Raimundo encima de él?
I.- Sí, sí.
R.- Si él le pegó el sillazo cuando se iba.
P.- Ya que estaba le dio un sillazo.
R.- Le dio un sillazo en el mate.
I.- Sí.
R.- A la pasada nomás, a la carrera, agarró una silla y se la dio en el melón.
P.- ¿Usted me decía que Rosendo tenía un traje gris con chaleco?
I.- Un traje gris con chaleco, y como dato, que recuerdo fehacientemente cómo estaba vestido, tenía una corbata, la cual se la había regalado yo. Una a él y otra a Vandor le había regalado, que Vandor tuvo la desgracia de usarla por primera vez cuando fue a felicitarlo a Onganía, después de la revolución.
P.- ¿Y eran iguales las corbatas?
I.- Eran iguales, gemelas.
P.- ¿Qué pasó con la ropa de Rosendo?
I.- Bueno, la ropa de Rosendo yo sé que la trajeron como a las tres de la mañana, tres y media de la mañana, al Secretariado, a Rioja. Quién la trajo, en este momen¬to no tengo...
P.- ¿ Usted se acuerda qué ropa llevaron? ¿El saco solamente?
I.- El saco solamente.
P.- Ajá.
I.- Y que han llevado otro saco, sí, a presentar a la comisaría: lo pidió el doctor Torres, era casualmente un traje que tenía el compañero Rosendo en el ropero del Se¬cretariado, donde tenía un dormitorio.
P.- ¿ Y lo sacaron de ahí para cambiar el saco?
I.- Lo sacaron de ahí para presentarlo en la comi¬saría.
P.- Es decir que ahí parece que hubiera habido un cambio de saco. ¿Y el resto de la ropa, usted no sabe?
I.- El fin que tuvo la ropa de Rosendo, no.
P.- La camiseta está agujereada atrás y no adelante.
I.- ¿Cómo era?
P.- Era una camiseta musculosa.
I.- ¿Sin mangas?
P.- Creo que sí, yo no la he visto.
I.- Si es de malla, pudo haber ocurrido. Porque creo que el tiro le entró por acá, por la espalda, y le salió...
P.- Encima del ombligo.
I.- Sí, por ahí yo veía que tenía un manchón de sangre.
P.- Bueno, ahí toca otro punto. La ropa de Rosendo está manchada de sangre atrás y no adelante. La camisa y la camiseta.
I.- Manchada atrás, y no adelante. Tenía que... y el chaleco. Tenía chaleco él.
P.- El chaleco no apareció nunca.
R.- ¿Te das cuenta de lo que pasa? Vos fijate la milonga que han hecho.
P.- Lo de la ropa, todavía no me lo explico.
I.- Ahora, para el calibre puede ser.
P.- Sí.
I.- La única manera. Ahora, ¿figura bala 38?
P.- En lo del saco, sí.
I.- Y bueno, es 38 lo que lo mata.
P.- Entonces, no me explico para qué hicieron la manganeta.
I.- Habrán llevado el saco y cambiado ... Sí, pero para qué hicieron la manganeta.
P.- Para ver; a lo mejor no sabían.
R.- Quién sabe cómo es esa joda. Yo me rompo la cabeza y no me la puedo explicar.
P.- Dígame, Imbelloni, estos que entraron al final, De Cicco y Sanz, ¿no tuvieron nada que ver?
I.- No.
P.- ¿Entraron de casualidad nomás ahí?
I.- Pero yo no lo vi a Sanz, ¿eh?
P.- No, ellos entraron. Han declarado inclusive...
I.- Ah, no, no, no. Pero le voy a decir por qué han declarado. Esa es otra triquiñuela. Metaló, metaló.
P.- Sí.
I.- Eh, hágame la pregunta.
P.- Sí. ¿Por qué han declarado Sanz y De Cicco?
I.- Y bueno, De Cicco y Sanz en ningún momento es¬tuvieron ahí. Escuché una conversación de Torres de como tenían inmunidad por ser diputados y faltaban per¬sonas, que el comisario De Tomas le pedía que faltaban todavía tres o cuatro personas de metalúrgicos, el doctor Torres dijo, bueno, vamos a mandarlos a De Cicco y Sanz...
P.- Así que no estuvieron.
I.- No estuvieron en ningún momento.
Norberto Imbelloni ha señalado en el croquis el lugar donde cayó Rosendo, recuerda ahora sus últimas palabras
I.- Yo le metí la cabeza adentro, que el Fiat, vio, que es incómodo para ponerlo. Y Tiqui en vez de entrar pri¬mero él y después agarrarlo, se quería entrar juntamen¬te con el cuerpo de Rosendo, y los dos no entraban. Cuer¬po muerto, viste, en un Fiat atrás. Y Rosendo dijo: “Justo a mí me la fueron a dar”.
La imagen de Vandor llena todos los resquicios de la historia que ya casi de madrugada está llegando a su fin.
I.- Lo de Rosendo, me lo dice cuatro veces que es una pistola 45 que lo mató. Ahí se deschavó solo Vandor de que fue el revólver de él el que lo mató. Si no, ¿por qué me insiste? Porque el hombre de la duda era yo, si la misma noche me llama para decirme cómo había, visto él la pelea, y para decirme, incluso, después cuando lo estábamos velando, que apareció con un croquis diciendo que todos los tiros estaban contra el lugar donde estába¬mos nosotros sentados.
P.- No hay ningún tiro contra ustedes. En la zona de ustedes, ni un solo tiro.
I.- Por eso. Y ahí me avivo yo. Porque Vandor sabe que yo sé que él lo mató.

19. RECONSTRUCCIÓN





Al empezar la investigación de estos hechos en el Se¬manario CGT, me comprometí a probar los siguientes puntos:
1. Que los hombres del grupo Blajaquis estaban des¬armados y no hicieron fuego.
2. Que Rosendo García fue muerto por la espalda, por un disparo que partió del grupo de Vandor.
El primer punto, creo, ya está demostrado. No hay un solo testigo, un solo procesado -ni siquiera los del sector vandorista- que declare haber visto armas entre los agre¬didos. Únicamente Gerardi dice que “sonó un disparo de la mesa contraria”, pero un año más tarde admite que no vio a nadie con armas. La prueba de la parafina, reali¬zada sobre las manos de Blajaquis y Zalazar, resultó negativa. La pericia balística no sitúa en las mesas de este grupo ninguna de las dos zonas de tiro; al contrario, es “la zona única batida”, según el propio juez Llobet.
El segundo punto también es bastante claro: que Ro¬sendo fue muerto por la espalda, lo dice la autopsia; que no tenía a la espalda a ningún miembro del bando adver¬sario surge de la mayoría de los testimonios, principalmente los de Vandor y Gerardi.
¿Era posible ir más lejos? La identificación de las ocho personas que faltaban en el grupo vandorista, de¬mostró que sí. Cabe preguntarse ahora si con la eviden¬cia disponible -mutilada como ha sido en el proceso-, se puede intentar una reconstrucción más detallada de los hechos. Los resultados, naturalmente, serán “conjeturas”; a diferencia de las que formuló el doctor Llobet, espero darles una fundamentación en los testimonios y pericias.
El primer paso es reconstruir el escenario de los he¬chos tal como estaba antes de la limpieza realizada por los mozos. Los detalles, necesariamente farragosos, de esa operación, quedaron expuestos en la serie que publiqué en CGT, y es inútil repetirlos. Baste decir que para la modificación del plano policial he usado los testimonios de Fructuoso Hevia, propietario; Osvaldo Díaz, mozo; Jorge P. Álvarez, parroquiano; Nicolás Gerardi, víctima, y de los procesados Raimundo y Rolando Villaflor, Granato, Alonso, Imbelloni. Al escenario, así depurado de errores, que puede verse en página 129, he incorporado los datos de la pericia balística.
En los aspectos más generales, hablan por sí mismos. Los miembros del grupo Blajaquis fueron tiroteados pri¬mero desde el salón familiar, luego desde la puerta por los que iban saliendo. Las dificultades aparecen cuando descendemos a lo particular. Así, el número total de dis¬paros no puede establecerse con certeza. La pericia re¬coge siete impactos en paredes y vidrieras. Una bala le fue extraída a Zalazar y otra a Gerardi. Tenemos, pues, nueve proyectiles con impacto final comprobado. Hay, además, dos roces, tres balas que atravesaron a Rosendo, Safi y Blajaquis, dos perforaciones (mesa y silla) y un rebote en el zapato de Alonso. Total de episodios: 17. Pero es indudable que los roces y algunas perforaciones están ya contados en los impactos finales. La cifra oscila entonces entre un mínimo de nueve y un máximo de die¬cisiete, salvo que algún efecto balístico haya escapado a los peritos, o que algún herido no se haya presentado: tal como el que creyó ver Alonso.
Si empezamos por los puntos que permanecen oscuros, el principal es la identidad del tirador de pistola 45, que hirió a Gerardi y mató a Blajaquis.
El proyectil número 1, aunque de calibre 45, puede descartarse como causante de la muerte de Blajaquis. El roce inicial sobre el mostrador móvil se produce a un me¬tro diez de altura; el impacto sobre la pared de Mitre, a cuatro metros con cinco: es fácil establecer que pasó a dos metros cincuenta de altura sobre las mesas atacadas.
El proyectil número 2, en cambio, pudo matar al Grie¬go. Basta admitir que en el momento del incidente estaba sentado, mirando casi de frente al sector vandorista, con el cuerpo algo echado hacia adelante y apoyando el codo izquierdo sobre la mesa. En esa posición la bala habría entrado a 95 centímetros de altura sobre el piso, y salido a 90 centímetros, siguiendo la trayectoria de derecha a izquierda y de arriba abajo, que señalan la autopsia y la pericia sobre ropas. Esa trayectoria conduce al roce en la pata de una mesa, a 25 centímetros de altura, que se produce tres metros veinte más lejos. Infortuna¬damente, la pericia no determina el calibre del proyectil que roza la pata de la mesa e impacta luego en la pared.
Si esa bala fuese de calibre 45, podría afirmarse que mató al Griego: aún así ignoraríamos quién la disparó. Según Imbelloni, Tiqui hizo tres disparos de 45 y Luis Costa tres o cuatro, pero sabemos por las cápsulas halla¬das que alguien tiró cinco veces, y que por lo menos uno de los disparos (el número 1) ha sido hecho desde una posición difícil de alcanzar para Tiqui y para Costa en las posiciones en que Imbelloni los coloca: accesible en cambio para Raúl Valdés.
Las mismas dudas con respecto al heridor de Gerardi. Las sospechas se dividen entre Tiqui, Costa y Valdés.
Juan Zalazar fue muerto por una bala 38 largo, sin orificio de salida, que entró por la mejilla derecha y si¬guió una trayectoria de arriba-abajo, adelante-atrás y li¬geramente derecha-izquierda. Esto elimina como sospe¬chosos a Valdés, Costa y Tiqui, armados con pistola 45. Rodríguez apretó el gatillo de su revólver 38, pero la bala no salió. Rosendo también tenía un 38: nadie lo vio tirar y la prueba de la parafina resultó negativa. Petraca en¬frentó primero a puñetazos a Raimundo y se arrojó después al piso junto a Imbelloni: nadie lo vio tirar. Imbe¬lloni estaba desarmado, según Rolando, que peleó con él. Barreiro, Safi y Gerardi: desarmados, nadie los vio hacer fuego. Quedan solamente Taborda, Vandor y Armando Cabo. Tanto por ser mejor tirador como por la posición que ocupaba junto a la cabecera de la mesa, las probabi¬lidades favorecen -si se puede decir así- a Armando Cabo.
El disparo número 3 arranca de su silla. Pasó a unos veinte centímetros del asiento de Zalazar y aproximada¬mente a un metro ochenta de altura, para perforar a dos metros de alto la vidriera de la puerta que da sobre Mi¬tre. El disparo mortal debió seguir una trayectoria pa¬ralela y algo más baja. El proyectil número 2 (cuyas posibilidades ya examinamos en relación con Blajaquis), pudo formar también parte de la serie. La incertidumbre que resta obedece una vez más a que la pericia no esta¬blece el calibre de los proyectiles 2 y 3, a pesar de los abundantes rastros que dejaron.
La distracción del juez Cáceres al no disponer la pe¬ricia del pantalón de Safi impide formular hipótesis algu¬na sobre la bala que lo alcanzó de atrás en la nalga de¬recha.
Llegamos así al interrogante principal: ¿Quién mató a Rosendo?
Rosendo García -dice la autopsia- fue muerto por un proyectil con orificio de entrada en la línea media de la región dorsal, a la altura de la duodécima vértebra dorsal, que resultó fracturada, y con orificio de salida en la cara anterior del abdomen, línea media de la región umbilical.
Traducido al idioma corriente, esto quiere decir que la bala entró perpendicularmente por la espalda, a una altura aproximada de un metro quince centímetros sobre el suelo, siguiendo una trayectoria de atrás adelante y “ligeramente de arriba hacia abajo”.
El proyectil que lo mató, según la autopsia, es de “grueso calibre”, lo que tanto puede significar 38 como 45. La pericia sobre las ropas dice 38. Es cierto que las ropas fueron manipuladas; personalmente dudo de que se haya llegado al extremo de cambiar un saco por otro, perforar éste con un balazo que debía coincidir son los agujeros de la camisa y la camiseta, mancharlo de san¬gre, etc. Lo verosímil es que el doctor Torres quisiera saber por anticipado lo que iba a revelar la pericia, para adecuar la defensa de Vandor. El resultado neto, sin embargo, es que las conclusiones de la pericia sobre la ropa de Rosendo dejan de ser una certeza para conver¬tirse también en “conjetura”, y queda sin explicar la ausencia de orificio de salida en la camisa y la camiseta.
Esta incertidumbre empalma, irónicamente, con las contradicciones de los testigos. No hay duda que Vandor tiró. Lo dicen todos los sobrevivientes del grupo Blajaquis. Lo dice Imbelloni, del grupo vandorista. Y el ago¬nizante Zalazar repite las palabras que oyó: “¡No tire, Vandor!” Es decir que estaba tirando o tenía un arma en la mano. ¿Pero qué arma? Pistola 45, asegura Rolando Villaflor, y lo repiten con decrecientes grados de segu¬ridad sus compañeros. Revólver 38, sostiene Imbelloni. Parece imposible avanzar más.
Afortunadamente existe entre los testigos una cierta coincidencia sobre el lugar en que cayó Rosendo. En base a esa coincidencia se puede afirmar que no salió del sector familiar, que no traspuso la línea imaginaria que prolonga la caja hasta la puerta de Sarmiento.
Sabemos además que Rosendo se paró de un salto, enfrentó a los miembros del otro grupo y recibió un tiro en la espalda.
Es obvio que debemos buscar el tirador entre la gente armada que quedó a su espalda, en el sector familiar. Podemos descartar entonces a Rodríguez, Tiqui y Luis Costa, que no estaban en el salón general.
José Petraca fue el primero en adelantarse en dirección a Raimundo. Descartado.
Imbelloni se adelantó, no tenía armas y peleó a pu¬ñetazos con Rolando. Descartado.
Safi, Gerardi, Barreiro. Desarmados. Los dos pri¬meros también resultaron heridos de atrás. Se los des¬carta.
Acha estaba sentado junto a la ventana de Sarmiento, fuera de la línea de fuego. Nadie lo vio tirar y por eso lo descarto.
Es posible que Rosendo cruzara en algún momento la línea de tiro de Armando Cabo, representada por la tra¬yectoria del proyectil número 3. Para dirigirse de frente al grupo opuesto, sin embargo, debió seguir un trayecto oblicuo en relación con las mesas vandoristas, y como la línea de tiro de Cabo es paralela a esas mesas, en caso de hacer blanco en Rosendo el proyectil debió atravesarlo oblicuamente de derecha a izquierda. La bala que mató a Rosendo, en cambio, entró y salió perpendicularmente.
En consecuencia, Cabo queda descartado.
Taborda debió retroceder varios pasos para poner en línea de tiro a Rosendo. Descartable.
Quedan como posibles autores de la muerte de Rosen¬do García, Raúl Valdés y Augusto Timoteo Vandor.
La posición de Vandor, especialmente, coincide con la trayectoria del proyectil número 4 establecida por la pericia. Esa bala hizo impacto “sobre la curva del mos¬trador en su plano vertical, próximo y por debajo del posavasos. Este efecto se encuentra a un metro de altura y por sus caracteres corresponde a un disparo efectuado ligeramente de arriba hacia abajo, de izquierda a dere¬cha (con respecto al tirador) y desde una zona próxima al salón familiar”.
Si recordamos que la bala matadora de Rosendo entró aproximadamente a un metro quince de altura sobre la espalda, que siguió una trayectoria ligeramente de arriba hacia abajo, si suponemos que es la misma que impactó a un metro de altura sobre el mostrador, si prolongamos esta trayectoria hasta la silla de Vandor, obtenemos una altura de la boca del arma de un metro cuarenta centí¬metros, que es coherente para un tirador de estatura normal, quizás algo agazapado.
Esa es mi “conjetura” particular: que el proyectil número 4 fue disparado por Vandor, atravesó el cuerpo de Rosendo García e hizo impacto en el mostrador de La Real, que hasta el día de hoy exhibe su huella. Admitien¬do que no baste para condenar a Vandor como autor di¬recto de la muerte de Rosendo, alcanza para definir el tamaño de la duda que desde el principio existió sobre él.
Sobra en todo caso para probar lo que realmente me comprometí a probar cuando inicié esta campaña:
Que Rosendo García fue muerto por la espalda por un miembro del grupo vandorista .






Tercera Parte

EL VANDORISMO

1. LA BASE





En 1895 ya había en el país tres mil fábricas y talle¬res metalúrgicos, con
15.000
trabajadores. Veinte años después la mano de obra se había duplicado, aunque la cantidad de establecimientos era la misma. Producían máquinas para el campo, ferre¬tería. Sus condiciones de vida eran miserables, su peso en la vida nacional casi nulo. Pero a comienzos de .1919 sacudieron al país con la huelga en los talleres Vasena, que culminó en terrible matanza.
En 1935 eran ya
85.000
es decir que de cada cinco obreros industriales, uno era metalúrgico.
¿Qué hacían? Casi la mitad trabajaban con metales en fundiciones, hojalaterías, broncerías, fábricas de ca¬mas, cocinas y artículos de hierro. Algo más de la mitad fabricaban maquinarias y vehículos o trabajaban en talle¬res mecánicos, ferroviarios, astilleros. Y unos pocos inau¬guraban una industria nueva, la de aparatos eléctricos. Estos eran los tres sectores básicos, que perduran hasta hoy, con un agregado importante en el rubro “metales” a partir de 1938: la siderurgia o producción de aceros y laminados: y un desdoblamiento a partir de 1954 en el sector “maquinarias y vehículos”: la producción de automóviles .
Muchos creen que la industria metalúrgica apareció en la época de Perón. Entre los que opinan eso, está Au¬gusto Timoteo Vandor. “La industrialización no nace con la Década Infame, sino con posterioridad a la revolución de 1943”, -dice en uno de los pocos trabajos escritos que se le conocen. La fantasía es más profunda de lo que pa¬rece: se trata de oponer empresario bueno a terrateniente malo y de identificar industria con liberación nacional.
La realidad no es tan simple. En 1943 había ya en el país dieciséis mil establecimientos metalúrgicos, con
155.000
obreros. Este crecimiento fabuloso, que en ocho años iguala al de los cuarenta años anteriores, formaba parte de la “explosión industrial” que en ese período elevó el número total de obreros ocupados en la manufactura de casi cuatrocientos mil a más de setecientos mil. Esa ex¬pansión era a la vez un fenómeno mundial.
Algunos de los gigantes de la industria metalúrgica que aún subsisten, datan de esa época, o aun de antes los talleres de Vasena se convirtieron en Tamet, de la banca Tornquist; Di Tella viene de la década del 20; Acíndar es fundada por Arturo Acevedo en 1942; una parte considerable de las inversiones alemanas de pregue¬rra se dirigieron al sector: Thyssen, Mannesman, Siemens.
Era una industria patas arriba, con un crecimiento desordenado y anómalo. El país importaba todo el acero que consumían sus fábricas. De ahí la paradoja de que el consumo de acero por cabeza fuese en 1945 (último año de la guerra) casi diez veces inferior al promedio de 1905-1909, que no hemos recuperado hoy. La respuesta a esa situación consistió en crear una siderurgia nacio¬nal. En 1937 la Fábrica Militar realiza su primera colada de acero. Las 5.000 toneladas de 1938 ascienden a 70.000 en 1943, a 130.000 en 1945, pero ese rápido crecimiento ha de estancarse luego durante más de una década.
Lo que sí aparece después de 1943 es la organización sindical de los obreros metalúrgicos. La primitiva Aso¬ciación, de origen comunista, apenas nucleaba en 1941 a
2.000 afiliados
Es un trotsquista, Ángel Perelman, quien embandera el sindicato en el peronismo. En 1946, la Unión Obrera Metalúrgica tiene
100.000 afiliados
casi la mitad de los trabajadores de la industria. La modesta pieza en el edificio de Humberto I que compar¬tía la UOM con los tintoreros y la construcción, le que¬daba chica. Se traslada entonces a la calle Hipólito Yrigoyen e inicia la expansión que le dará un lugar domi¬nante en el sindicalismo nacional.
Los cambios en la producción se reflejan en el pode¬río relativo de los sindicatos. En el país exportador de carnes y cereales, dependiente de Inglaterra, el trans¬porte y el comercio tenían importancia decisiva. De ahí que la Unión Ferroviaria dominara entre 1930 y 1943 el panorama: de sus filas surgieron todos los secretarios generales de la CGT. La lucha por la hegemonía de los metalúrgicos, paralela a la explosión industrial, se libró pues contra los ferroviarios, con una característica sin¬gular: a la UOM no le interesó nunca la secretaría gene¬ral, le bastaba con dominar la CGT, y eso ha ocurrido con mayor o menor intensidad en los últimos veinte años.
La irrupción se produce en 1948 cuando los metalúrgicos salen con carteles a la calle pidiendo la renuncia del secretario general Aurelio Hernández, y la imponen en el Congreso de la CGT. En el nuevo secretariado, que preside José Espejo, figura por primera vez un hombre de la UOM. Cubano de nacimiento, se llamaba Armando Cabo.
La lucha por el predominio cegetista no suprimió las pujas internas. Conducía el gremio en ese entonces Hilario Salvo, un guitarrista que en sus ratos de ocio se dedicaba al contrabando. En 1953 es destronado por el secretario adjunto Abdala Baluch.
El gremio se mantuvo peronista, aunque en 1954 Salvo aliado con sectores comunistas lo empujaron a una huelga que el gobierno declaró ilegal. Motivo: indefinida dilatación del convenio por las empresas, cuyo idilio con el peronismo ha concluido y que entonan ya con mucha fuerza la cantilena de la “productividad”. La conducción es rebasada y Baluch cae. Sólo más tarde cobrará im¬portancia un hecho que entonces pasa inadvertido. A propuesta, de Paulino Niembro, que en su carácter de componedor de tendencias declina aspiraciones propias, el congreso de la UOM reunido en el Luna Park elige secretario general de la Capital a un delegado de la firma holandesa Phillips. Lo apodan, precisamente, “el holan¬dés”: alguno de sus antepasados debió sustituir el Van Thorpe original por el Vandor -Augusto Timoteo- con que figuraba en las boletas. Su prontuario, “depurado” en agosto de 1958, dice que nació en Bovril, provincia de Entre Ríos, el 26 de febrero de 1923.
Alrededor de este hombre ha de confluir la mayor cantidad de expectativas, temores, ansiedades y mitos en la historia del gremialismo argentino. Es poco lo que se sabe de su pasado. Seis años transcurridos en la Ar¬mada, de donde egresó como cabo primero, alimentan la versión de que fue siempre un agente del servicio de informaciones navales. Otras fantasías se oponen a ésa en junio de 1955 habría encabezado las columnas meta¬lúrgicas que desafiando precisamente el bombardeo de la Marina acudieron en auxilio de Perón. Unos lo pintan regando de clavos Miguelito los caminos de la represión, en el año 56; otros, negociando en secreto con los jefes de esa represión.
La historia no necesita de semejantes muletas. Es útil en cambio dar una nueva mirada al campo en que el vandorismo iba a operar, tal como era en septiembre de 1955. Ese año la industria metalúrgica registró la ocu¬pación más alta de su historia
315.000,
es decir que uno de cada tres obreros ocupados en la manufactura industrial era metalúrgico. La proporción de los sectores ya no era la misma que veinte años atrás en metales se había multiplicado por tres, en vehículos y maquinarias por tres y medio, en aparatos eléctricos por once. El valor de la producción se había multiplicado por cuatro, y el número de establecimientos había cre¬cido de 8.800 a más de 48.000. Esta cifra, por supuesto, no expresa el grado de concentración a que ya había llegado la industria en general. En 1954, el uno por cien¬to de los establecimientos industriales empleaba casi la mitad de los trabajadores y acaparaba más de la mitad de la producción.
En esas empresas predominaba el capital nacional. Durante la época peronista no se establecieron en el sec¬tor metalúrgico nuevas firmas extranjeras. Las que exis¬tían -Tamet, La Cantábrica, Santa Rosa- databan de antes. Aliado con ellas y con sus “enemigos” oligárqui¬cos de ayer, este empresariado iba a ser el motor de una gigantesca represión. En su nombre se producirían los despidos masivos, las cárceles, las torturas, los fusila¬mientos.
Los sindicatos no estaban preparados para esa guerra a pesar del número de afiliados (seis millones en 1953, según la CGT), y de los cuantiosos fondos con que con¬taban. Enfrentaron la embestida y fueron deshechos. La revolución libertadora intervino la CGT, derogó la ley de asociaciones, asaltó locales, encarceló dirigentes, di¬solvió hasta los cuerpos de delegados.
Nace entonces una etapa oscura y heroica, que aún no tiene su cronista: la Resistencia. Su punto de partida es la fábrica, su ámbito el país entero, sus armas la huel¬ga y el sabotaje. Las 150.000 jornadas laborales perdidas en la Capital en 1955, suben al año siguiente a 5.200.000. La huelga metalúrgica del 56 es una de las expresiones más duras de esa lucha. Empieza la era del “caño”, de los millares de artefactos explosivos de fabricación rús¬tica y peligroso manejo, que inquietaron el sueño de los militares y los empresarios. Domingo Blajaquis era uno de los hombres que vivieron para eso, y como él hubo muchos, convencidos de que a la violencia del opresor había que oponer la violencia de los oprimidos; al terror de arriba, el terror de abajo. Era una lucha condenada por falta de organización y de conducción revolucionaria, pero alteró el curso de las cosas, derrotó las fantasías del ala más dura de la revolución libertadora y facilitó el triunfo de su ala conciliadora y frondizista.
La impotencia gorila se manifiesta cuando a fines de 1957 pretende normalizar la CGT. En las elecciones de delegados triunfan candidatos peronistas que copan la comisión de poderes. Al interventor Patrón Laplacette no le queda más remedio que disolver el Congreso, pero allí hacen su aparición las 62 organizaciones peronistas y los primeros dirigentes ganados por el pacto con Frondizi. En ese congreso los delegados de la Unión Obrera Metalúrgica representan a
180.000 afiliados
sobre 302.000 trabajadores de la industria.
Doce mil metalúrgicos han caído en esa primera ola represiva, pero el gremio mantiene su poder. La influen¬cia de Vandor es ya importante. Su despido de Phillips, tres meses de cárcel, cierto papel en la Resistencia, le abren el camino.
Frondizi y Vandor son los hombres adecuados para encontrar una salida al callejón en que se ha metido el gorilismo. En 1958 ambos alcanzan el escalón más alto de sus carreras: Frondizi la presidencia, Vandor la se¬cretaría general del gremio. Ambos usarán el mismo método: Frondizi convirtiendo una teoría de liberación en práctica de entrega; Vandor presentando como Resis¬tencia lo que ya era negociación. Ambos se prestarán mutuos servicios : Frondizi permitiendo el regreso de un dirigente cesante e intervenido, política que luego de¬saparece para siempre del gremio; Vandor, dilatando en todo lo posible la reacción obrera. De los dos, el caudillo metalúrgico resulta el más astuto. Acostumbrado a la negociación entre bambalinas, que no compromete ante las bases, sus contradicciones pasan inadvertidas fuera del gremio; las de Frondizi lo arrastran a una caída sin gloria. Cuando eso ocurra, Vandor podrá permitirse una sonrisa.

2. LA NEGOCIACIÓN





A cambio de los votos peronistas en las elecciones de 1958, Frondizi prometió “una central obrera única y poderosa”, con un sindicato por industria, la restitución del derecho de huelga y la ley de asociaciones, un “mi¬nistro de trabajo obrero”, salario mínimo, vital y móvil, restitución de las cajas, y hasta un diario de. los tra¬bajadores.
Se trataba pues de desandar el camino recorrido por la revolución libertadora. A través de Frondizi las cla¬ses dominantes descubren que no es necesario, ni siquiera deseable, destruir la organización sindical. Se puede en cambio reconstruir sus lazos con el Estado y darle un papel en el proceso de desarrollo: era en suma el viejo y nuevo sueño de la “participación”. Sólo que ahora se trataba de un Estado entregador que renunciaba al de¬sarrollo autónomo y abría las puertas a la inversión extranjera. Para el movimiento obrero, sensibilizado por una década de nacionalismo, era un hueso difícil de tra¬gar. Las dificultades empezaron enseguida, y ya en agos¬to el Pacto parecía quebrado en el campo sindical. El frondizismo libra entonces una hábil acción de retaguar¬dia mientras se firman los contratos: en el momento pre¬ciso aparecerán los tanques. Sus aliados principales son el dirigente de la carne Eleuterio Cardozo, el petrolero Gomiz, el tranviario Cartillas, el metalúrgico Vandor.
Las cosas estallan el 11 de enero de 1959 cuando el gobierno anuncia la transferencia a la CAP del Frigorí¬fico Nacional. Era la gota que desbordaba un vaso bastante lleno: huelgas declaradas ilegales, ley de cesantías, programa de “austeridad”, movilización de ferroviarios sometidos al salto de rana y la máquina triple cero. La presión de las bases crece tumultuosamente. El 12, Ro¬sendo García, ya secretario adjunto de la UOM, debe desenfundar su revólver en plena calle para impedir que un grupo de metalúrgicos irrumpa en el local del sin¬dicato. El 15, millares de trabajadores en asamblea re¬suelven ocupar el frigorífico; dos días más tarde eran violentamente desalojados. Las 62 Organizaciones, reu¬nidas en la UOM, decretan el paro general. Mientras el presidente vuela a los Estados Unidos para convencer a los inversores de las ventajas de su método, el frondizismo desnuda su verdadera entraña: petroleros y tran¬viarios son movilizados, rige el plan Conintes, actos de desobediencia a los jefes militares se castigan hasta con quince meses de prisión. Millares dé dirigentes y mili¬tantes fueron puestos a disposición del Poder Ejecutivo. El nombre de uno de ellos pasó entonces inadvertido: Felipe Valiese. El propio Vandor retorna fugazmente a un buque de guerra, esta vez como detenido.
La huelga dura dos días en toda su fuerza. Los 19 gremios comunistas y los 32 “democráticos” son los pri¬meros en levantarla, les siguen las 62. Avelino Fernán¬dez, sombra de Vandor, afirma que en esa decisión “gra¬vitaron considerablemente” conversaciones con funciona¬rios a los que no menciona. El 24, La Nación comentaba regocijadamente:
“Hubo explosiones en Mataderos y en las vías de dis¬tintas líneas ferroviarias. En contraste con la violencia, y como expresión de fe en los días de la Argentina pró¬xima, siete empresas extranjeras obtuvieron ayer la autorización que estaban gestionando para radicar sus ca¬pitales en este país”.
Los huelguistas del Lisandro quedan solos. Testigos de la época acusan a Vandor de haber propuesto como alternativa al paro general una ‘escalada’ de conflictos parciales. Así son derrotados uno tras otro los obreros de la carne, los bancarios, los propios metalúrgicos y los textiles: caen los baluartes del gremialismo, sus vanguar¬dias son barridas, pero quedan sus direcciones. Siete años después en una repetición exacta de esta maniobra, Onga¬nía batirá sucesivamente a portuarios, ferroviarios y petroleros.
La huelga metalúrgica declarada el 25 de agosto de 1959 es el último enfrentamiento real del vandorismo con el régimen. Empieza por una exigencia de aumento de salarios, al que las federaciones empresarias acceden, “siempre que las mejoras correspondan a un aumento de la productividad”. Este aspecto, al principio secundario, se torna luego decisivo. Los trabajadores cumplen disci¬plinadamente el paro, acompañado de una nueva ola de terrorismo, que Vandor y Rosendo García condenan al salir de una entrevista con Álvaro Alsogaray.
A fines de septiembre la policía allana los locales del sindicato, detiene dirigentes, busca en vano a Vandor. Para encontrarlo, le habría bastado quizá seguir los pasos de un joven y ambicioso funcionario de la Secretaría de Trabajo y Previsión, llamado Rubens San Sebastián: el 6 de octubre los metalúrgicos se enteran de que en su despacho de subdirector de relaciones laborales está reu¬nida la paritaria. Al día siguiente se levanta el paro, que ha durado un mes y medio.
Las negociaciones son prolijas. A la patronal no le importa dar mil pesos de aumento, en vez de los nove¬cientos que inicialmente ofrecía. Lo que le importa es que “la oferta de aumento está condicionada a cláusulas de productividad ... mejor organización y rendimiento del trabajo”.
El 30 de octubre se firma el acuerdo. En nombre de la Federación Argentina de la Industria Metalúrgica, dice el doctor Juan Carlos Doliera
-Estoy muy satisfecho. El acuerdo representa un gran paso adelante para el bien del país.
Vandor fue más modesto:
-Esta no es la solución más satisfactoria, pero en el momento actual era lo mejor que se podía conseguir para el gremio.
-He presidido una comisión compuesta por representantes con amplio sentido de la hora en que vive el país- se ufanó San Sebastián, cuyo sentido de la hora perdura diez años más tarde-. He cumplido con mi deber de funcionario, representando al Estado en su función de amigable mediador.
Después de la firma, patrones y dirigentes obreros participaron de una cena de camaradería.
-Hermoso símbolo -dijo Galileo Puente, subsecre¬tario de trabajo-. Aquí no hay vencedores ni vencidos.
Con el tiempo, los trabajadores metalúrgicos también apreciaron el símbolo. En cuanto a vencedores y venci¬dos, más que las anécdotas interesan las estadísticas. Veamos por ejemplo el número de obreros ocupados en la industria metalúrgica al celebrarse el acuerdo:
309.000
Un año después:
296.000
Dos años después:
284.000
Tres años después:
252.0001
La experiencia aislada de Raimundo Villaflor adquiere ahora todo su sentido. Esos cincuenta y siete mil obreros menos, en una sola industria, reflejan el “continuo yirar de gente” que golpeaba a las puertas de las fábricas. Y no lo reflejan del todo, pues no aparecen en la diferencia los trabajadores nuevos incorporados ni la reducción en las horas trabajadas. Se explica también esa “desesperación por conseguir trabajo” que afectó como una locura a Juan Zalazar, el pescado podrido que llevó de comer a sus chicos, la miseria de centenares de miles de hombres.
Sobre la gigantesca sangría del gremio, las empresas pudieron cumplir la vieja aspiración de producir más con menos operarios. Los índices de productividad ilus¬tran el resultado de la negociación vandorista en esos años:
1950: 100 (índice)
1956: 108 (primera huelga)
1958: 136 (gobierno de Frondizi)
1959: 114 (segunda huelga)
1961: 150 (apogeo de la alianza)
El acuerdo de 1959 fue presentado a las bases meta¬lúrgicas como un triunfo. La derrota estaba en sus cláu¬sulas no escritas, la alianza de hecho entre empresas y dirigentes. La industria, reequipada en ese período y destinataria en su conjunto de una cuarta parte de la nueva inversión extranjera, debía seguir un curso mo¬nopolista: concentración de empresas, liquidación de ta¬lleres chicos, aumento de la productividad, ganancias rápidas. El vandorismo accedió a todo esto y las consecuencias resultaron graves no sólo para los trabajadores.
En 1961 el treinta por ciento de los quebrantos en todas las actividades del país corresponden a la industria metalúrgica. Al año siguiente, aunque el porcentaje des¬ciende, la cifra del pasivo es aterradora: más de tres mil millones de pesos (27 millones de dólares). El salario, momentáneamente privilegiado por el acuerdo, contribu¬ye a esa liquidación de la pequeña industria nacional en beneficio de las grandes empresas monopolistas. Cuando ese objetivo se cumpla, por supuesto, el salario dejará de ser privilegiado: llega la congelación.
Para los trabajadores, el cierre de una pequeña fá¬brica es un desastre: se bajan las persianas, y a cantarle a Gardel. No hay preaviso, no hay despido, no hay indem¬nización, afortunado el que consiguió cobrar en especie, tantos cajones de tornillos o diez docenas de ventiladores. En ese cataclismo caen todos.
En las grandes empresas, en cambio, el despido es selectivo. Se echa a los más combatientes, previamente calificados de “comunistas” o de peronistas revoluciona¬rios. Se disuelven las comisiones internas, si es necesario se las compra: un buen despido asegura un futuro tran¬quilo al delegado que lo acepta. Cuando la oposición resurge, una nueva ola de cesantías acaba con ella. Así hay empresas, como la Phillips -950 despidos en 1968- que barren todos los años y aun todos los meses con cualquier asomo de rebeldía.
¿Adónde pueden protestar los trabajadores? Al sin¬dicato. Pero allí también fastidian, allí también cuestio¬nan, allí también resultan “comunistas”. Patrones y di¬rigentes han descubierto al fin que tienen un enemigo común: esa es la verdadera esencia del acuerdo celebrado por el vandorismo con las federaciones industriales.
Para llevarlo a la práctica, el gremio se convierte en aparato. Todos sus recursos, económicos y políticos, crea¬dos para enfrentar a la patronal, se vuelven contra los trabajadores. La violencia que se ejercía hacia afuera, ahora se ejerce hacia adentro. Al principio el aparato es la simple patota, formada en parte por elementos descla¬sados de la Resistencia, en parte por delincuentes. A medida que las alianzas se perfeccionan, a medida que el vandorismo se expande a todo el campo gremial y dispu¬ta la hegemonía política, el aparato es todo: se confunde con el régimen, es la CGT y la federación patronal, los jefes de policía y el secretario de trabajo, los jueces cómplices y el periodismo elogioso.


3. EL APARATO





El vandorismo tiene su discurso del método, que puede condensarse en una frase : El que molesta en la fábrica, molesta a la UOM; y el que molesta a la UOM, molesta en la fábrica. La secretaría de organización del sindicato lleva un prolijo fichero de “perturbadores”, permanen¬temente puesto al día con los ficheros de las empresas. ¿Se explica ahora que la Banca Tornquist despidiera a Raimundo Villaflor aún antes de que su nombre apare¬ciera en los diarios?
Al despido sigue siempre la expulsión del sindicato, o viceversa: el artículo 9 de los estatutos permite expul¬sar a un afiliado sin asamblea, por simple resolución de la directiva.
De este modo fueron arrasadas a partir de 1959 las vanguardias más combativas. Las denuncias rara vez llegaban a los diarios: recién en 1967, con la aparición de fuertes listas opositoras, es posible documentar esa interminable sangría. En septiembre de ese año, la lista gris (peronista) prueba la complicidad de la UOM con los despidos de más de setecientos trabajadores antivandoristas en veinte empresas.
Al principio, la UOM prestaba asistencia legal a los cesantes. Después dejó de hacerlo. Esa quiebra de los últimos escrúpulos es ilustrada dramáticamente por el caso de Sergio Martínez, delegado de la firma Guillermo Decker. Detenido el 28 de junio de 1968 en el acto orga¬nizado por la CGT opositora, la empresa lo despidió. Ricardo Otero, secretario de organización gremial de la UOM, dijo simplemente:
-El sindicato no mueve un dedo.
Y no lo movió.
Hay desde luego quienes no se conforman: protestan, agitan, piden asambleas. Actúa entonces el segundo es¬calón del aparato: una buena paliza suele disuadir al perturbador. Si aun eso es insuficiente, o se trata de un traidor que se queda con fondos de “la organización”, puede aparecer con un tiro en la cabeza en un camino suburbano.
Esto no sirve cuando el rebelde tiene ciertas condi¬ciones, cuando en vez de llamarse Rodríguez (por ejem¬plo) se llama Felipe Vallese y es un luchador sin miedo. Aparece aquí el tercer escalón: la policía. Secuestra, tor¬tura, mata. No importa que el secuestrado en la comisa¬ría de Villa Lynch de a dos detenidos que salen en liber¬tad el número telefónico de la UOM; no importa que, en efecto, llamen ahí: “El sindicato no mueve un dedo”. No importa que todavía haga llegar a Vandor un mensa¬je desesperado donde dice que lo están destrozando: el papelito se pierde, Vallese es “comunista”. Después no faltarán quienes compongan un libro para explicar todo lo que hizo la UOM para encontrar a Valiese: el aparato tiene sus escritores, sus ensayistas, sus sociólogos.
¿Es una casualidad que los metalúrgicos Mussi y Re¬tamar, asesinados por la policía en San Martín, pertenez¬can a ese grupo de rebeldes? Quizá. ¿Es también una casualidad que Américo Cambón, al participar de una manifestación en Ramos Mejía sea perseguido hasta el interior de un garage por un policía que allí lo hiere de un tiro? Se trata en todo caso del mismo Américo Cambón que veinticuatro horas antes del tiroteo de La Real recibe por orden de Rosendo García una formidable paliza, cuyos ejecutores materiales son policías de la provincia.
Si aún esto falla, se puede acudir a la difamación. Acusar de coimero, por ejemplo, al ex asesor gremial Lorenzo Oddone. Es inútil que Oddone pruebe que el acu¬sador es gerente de la compañía en que están asegurados los bienes de la UOM. Inútil que el juez lo absuelva: la UOM tiene más dinero para pagar solicitadas más gran¬des que sus adversarios.
¿Cuánto dinero? Ochocientos millones asegurados en la empresa del acusador, señor Plut. La cifra puede ser diez veces mayor, o puede estar comida por las deudas. Nadie lo sabrá hasta que el vandorismo responda a las preguntas que desde hace dos años viene formulando la oposición en el gremio. Lo único seguro es el descuento del uno por ciento sobre los salarios de todos los trabaja¬dores de la industria, afiliados o no: un ingreso superior a los mil millones anuales. No es de allí, sin embargo, de donde salen los fondos secretos que tanto sirven para disuadir a un opositor apresurado como para aceitar las ruedas de la justicia: la quiniela bancada en las fábricas forma parte del acuerdo con los patrones, así como los in¬tereses fuera de planilla sobre fondos retenidos, o la mo¬vilidad social que permite a un “obrero” convertirse en industrial de la chatarra. Tampoco salen de allí ciertas mercedes (Benz) recibidas por Vandor de la empresa que, casualmente gana una millonaria licitación de equipos para el policlínico. Es que, como dice Vandor, “nadie puede estar al frente de un gremio si no mantiene una línea de conducta acorde con lo que piensan y sienten sus representados”.
Vandor se ha mantenido diez años al frente de su gremio, y lo que pensaban sus representados se ignoró hasta mayo de 1967 cuando dos listas opositoras se pre¬sentaron a discutirle la conducción. Cualquiera de las dos, la gris o la rosa, bastaba para derrotarlo. Pero sus amigos de 1959 habían escalado posiciones: el subdirec¬tor de relaciones San Sebastián era ya el secretario de trabajo San Sebastián, y en ese carácter ordenó la sus¬pensión de las elecciones en la UOM y la prórroga de los mandatos de sus dirigentes. La maniobra resultó visible hasta para el comentarista gremial de La Nación.
“Esta disposición -dijo- salvaría a Vandor del ries¬go muy posible de perder el mando de su gremio”.
Más que riesgo era una evidencia. Vandor ya no era siquiera una primera minoría. Fatalmente iba a perder, y San Sebastián lo salvó, fingiendo por supuesto una me¬dida adversa: “no controlar los comicios de los metalúr¬gicos y no reconocer a dirigentes que surjan de ellos”.
-Qué lástima -dijo Vandor-. Entonces no hay co¬micios.
Y se quedó, elegido por el secretario de 'trabajo del gobierno elegido por nadie.
Ahora había que ajustar la deteriorada maquinaria. Las grandes empresas metalúrgicas despiden uno por uno a los enemigos conocidos de Vandor. La General Electric echa a cinco candidatos de la lista gris, además de 56 obreros de su planta Santo Domingo y 70 (incluso 12 delegados) de su planta Carlos Berg. La Phillips comple¬ta un millar de despedidos: no queda ningún delegado, o que haya sido delegado aún en los tiempos más remotos. Tamet, de la Banca Tornquist, cesantea a 47 candidatos opositores. Camea, a 150. Despidos masivos de trabaja¬dores antivandoristas sacuden a Ascensores Electra, BTB, Fanal, Saccol, Volcán, Deadoro, Perdriel, Manuel Royo, Silvania y Zabaza.
Los grises y los rosados desaparecen del mapa. Ad¬vertidos, los metalúrgicos esconden el bulto: antivandorismo equivale a perder el empleo. En marzo de 1968 Vandor ha recuperado su confianza y cree que puede dar elecciones.
Su proverbial cautela, sin embargo, le hace elegir el momento de la convocatoria: la semana de carnaval, cuando muchos trabajadores están de vacaciones. Como por milagro resurge la oposición, las listas rosa y gris se unifican en la Capital, presentan sus 104 candidatos y las 750 firmas de aval. Vandor acude entonces a una táctica que nadie ha perfeccionado como él: dividir el campo opositor. Compra directamente a seis candidatos de la lista gris, que se reúnen, “expulsan” a los demás y publican una solicitada bajo el título “Procedemos así porque no somos comunistas”. Pero esta vez la maniobra fracasa.
Capital, con sesenta mil afiliados, era la seccional más importante. Setenta y dos horas antes de los comicios era evidente que la lista gris arrasaba. “Ganábamos por muer¬te y desolación”, dice un dirigente. El vandorismo emplea un último recurso: hace impugnar la lista por la junta electoral. La protesta opositora se derivó al secretario San Sebastián, que todavía la está pensando.
La lista gris ordenó entonces no votar. En la Capital, 57.500 trabajadores sobre 60.000 cumplieron esa orden. El vandorismo obtuvo apenas 2.500 votos, el cuatro por ciento del gremio. He aquí algunos resultados, fábrica por fábrica

Empresa Inscriptos Votaron
Centenera 1000 150
CAMEA 900 120
G. Decker 180 25
TAMET 1200 88
Deadoro 200 6
Perdriel 350 0
Purolator 90 0
Schwartz 70 0
Gillette 120 0

El colegio electoral surgido de este modo reelige a la plana mayor del vandorismo. Se viola así la resolución 969 que dispone la elección directa, pero San Sebastián vuelve a callar. Entretanto, los candidatos opositores son despedidos en masa.
Falta aún elegir los cuerpos de delegados. Se hacen algunas elecciones maravillosas, con sobres abiertos que entran de a tres en las urnas, carnets falsos, voto can¬tado, urnas cambiadas. En la fábrica de envases Centenera, Bunge y Born facilita el triunfo de sus amigos des¬pidiendo a cuarenta activistas opositores. A pesar de todo el vandorismo empieza a perder en las empresas más grandes: Tamet, Camea, BTB. Entonces se suspenden las elecciones y la mayoría de las fábricas permanecen hasta hoy sin delegados, los trabajadores sin defensa alguna ante los patrones. Igual que en 1955, el gremio está intervenido. Sólo que el interventor es ahora el se¬cretario general de la UOM.
A medida que esta realidad penetra cada vez más profundamente en las bases metalúrgicas, el gremio se despuebla. En 19,63 la Unión Obrera Metalúrgica tenía
219.000 afiliados
En 1966,
121.000
Faltaba poco para desandar todo el camino recorrido desde 1945. Es posible que ese retroceso se haya cumplido ya. Pero quizá mejor que las cifras, exprese la realidad del gremio y el sentimiento de los trabajadores metalúr¬gicos esta carta de un ex delegado:
"El día 7/1/69 a las 15 horas se llevo a cabo una reunion en las oficinas de Deneb S.A. convocada por el “señor” Rene Labate jefe de administración de dicha enpresa y el compañero Luis Contarini ex delegado obrero de la misma, a los efectos de comunicarle al sitado compañero, que de seguir peleando la C.G.T. de los Argentinos por la reincorporación de la compañera Izzi, no se le harían efectivos los documentos que se le dieron en consepto de indenmización al sitado compañero, con los riesgos que tal medida proboque... con el agregado que como patro¬nes no podían tolerar nunca una comicion interna que responda a la C.G.T. de los Argentinos por considerarla revolucionaria y contraria a sus intereses y que preferían serrar la fabrica anparandose en el gran estok que tenían antes que se les organise el personal y que preferían toda la vida a Vandor porque es mas “negociante”, a lo que le fue respondido que no es que sea “negociante” sino patrón”.

4. COMO MATAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE LA CGT





Cuando el Aparato se extienda a la CGT, cuando la Negociación invada hasta los últimos rincones del sindi¬calismo, los resultados serán los mismos que en el gremio metalúrgico: la destrucción del movimiento obrero argen¬tino, la quiebra absoluta entre los dirigentes y sus bases.
El caso Rosendo García desempeñó un papel en ese epílogo.
El manejo total de los recursos informativos permitió al vandorismo mantener durante quince días la ficción de que el tiroteo de La Real fue un atentado contra los diri¬gentes metalúrgicos, e incluso contra toda la “plana mayor del neoperonismo”. Menos tiempo necesitó Vandor para resolver favorablemente el pleito interno de la CGT, ini¬ciado en febrero de 1966 con la expulsión de Alonso.
Jugando de carambola, explotando la muerte del amigo y la mentira del atentado, acorraló literalmente al sastre “isabelino”, lo llenó de pavor con aquella famosa amenaza pronunciada ante el ataúd de Rosendo en el cementerio de Avellaneda: “Si en los próximos días los responsables de este crimen no levantan la bandera de la paz, aquí van a correr ríos de sangre”. El hombre que estaba “de pie” se sintió responsable de un crimen, cuando sólo era responsable del abandono de las víctimas y de los sobrevivien¬tes, que debieron esconderse. La bandera de la paz levan¬tada por Alonso, flamea hasta hoy en Azopardo 802.
De la montaña de información publicada en esos días, basta reseñar la del diario La Prensa que habitualmente refleja en su forma más cruda los intereses antiobreros. “Objetivamente” dice el 15 de mayo “se tiene la impresión de que el grupo de sindicalistas adictos al tirano prófugo que actúa bajo las directivas del dirigente metalúrgico Vandor es la que fue atacada, al parecer sin dar tiempo a sus integrantes a defenderse”. No podía pretenderse desde luego que el matutino cambiara su jerga: lo que contaban eran los hechos. El 17 mencionaba al propio Vandor como “posible destinatario de la agresión”, hablaba de “los ata¬cantes de Rosendo García”, citaba como presunto inspira¬dor del ataque a Héctor Villalón. El 18 afirmaba falsamen¬te que “las pericias balísticas certifican disparos de armas de fuego de ambos grupos”. El 19 insistía en la “responsa¬bilidad de ambos grupos”, volvía a llamar “agresores” al bando de Blajaquis, informaba que García fue alcanzado por un disparo de “ametralladora” cuando “intentaba dar¬se vuelta” y publicaba un croquis totalmente tergiversado, pero de indudable fuente vandorista, del escenario de los hechos .
Esta enorme presión rendiría sus frutos. Ya el 19 La Prensa relacionaba el caso con la situación de la CGT di¬ciendo que “la posición del sector peronista dirigido por Augusto Vandor se robustece considerablemente”. Esa misma tarde el Comité Central Confederal iniciaba sus se¬siones con un minuto de silencio en homenaje a Rosendo, aceptaba la renuncia del Consejo Directivo y designaba secretario general al vandorista Francisco Prado. Emoti¬vamente reseñó el episodio la revista Confirmado: “Augusto Vandor obtuvo, el jueves pasado, uno de los triunfos sensacionales de su carrera política y gremial: una CGT ampliamente representativa se ponía, otra vez, en marcha. Pero no pudo festejarlo con quien hubiera querido hacerlo: Rosendo García”.
El alonsismo estaba vencido.
La fuerza de la CGT podía jugarse ahora en favor del golpe. El 7 de junio un formidable paro inmovilizó el país. El 29 Vandor sonreía en la Casa Rosada junto al nuevo presidente.
Poco después el convenio metalúrgico era oficializado -primera vez en la historia- en el salón de invierno con la presencia de Onganía. Vandor correspondió la gentileza poniéndose también por primera vez una corbata, gemela de la que llevaba Rosendo la noche de su muerte.
“Yo creo que el presidente está muy bien inspirado en el tema de la unidad de la CGT”, declaraba Vandor en septiembre.
Lo que sigue es de sobra conocido. En octubre estalla el conflicto en el puerto, el gremio es intervenido. El 30 de noviembre los portuarios son apaleados por la policía a la puerta de la CGT mientras los dirigentes discuten si los dejan entrar. Vandor admite que “se le han visto las patas a la sota”. El portuario Telmo Díaz tiene dificultades para que lo dejen hablar. “Es una vergüenza” ruge al fin. “Yo no vengo a tirar mierda, pero quisiera, verlos a ustedes con las bases peleando todos los días, llenos de necesidades. Claro que la posición de ustedes es cómoda. Aquí se han callado. Aquí cada uno cuida su boliche. Nos han dejado solos. No vengamos aquí diciendo que vamos a parar dentro de quince días, porque si no, les sugeriría que paremos la noche de Reyes”.
De esta tormenta nace el plan de acción: el 14 de diciembre una huelga paraliza al país. El gobierno responde encarcelando a Tolosa, negociando bajo cuerda con el vandorismo. Las viejas alianzas se reconstruyen: el 21 de febrero de 1967 Liberato Fernández publica una carta abierta -se dice escrita por Frondizi- donde aconseja a Vandor el “repliegue táctico”. A las etapas del plan de acción suceden nuevas represalias: el gobierno interviene la Unión Ferroviaria, dicta la ley de servicio civil. El 9 de marzo el confederal levanta el plan de lucha. “Si hubiera traído una valija de cinturones, los vendo todos -grita Telmo Díaz-, a ustedes se les han caído los pantalones”.
A la renuncia de Prado suceden los intentos de norma¬lizar la CGT. El gobierno necesita ahora un año de plazo para imponer el congelamiento de salarios, derogar la legislación social, implantar la racionalización. Para obli¬gar al vandorismo a cumplir su parte del acuerdo, conserva en rehenes la personería gremial de la UOM, pero libera sigilosamente sus fondos y en mayo suspende los comicios del gremio salvando a Vandor de una derrota segura. Una comisión delegada sumisa al vandorismo posterga una y otra vez el congreso normalizador. El 28 de marzo de 1968 estalla al fin la rebelión: el congreso convocado según los estatutos, con quórum reglamentario, elige secretario ge¬neral de la CGT a Raimundo Ongaro.
Es la primera votación de este tipo que pierde Vandor. Ni él ni el gobierno aceptan la derrota. Con pretextos pueriles retira a los gremios adictos, crea una segunda CGT, formaliza la división del sindicalismo. Con él se apartan los responsables de una cadena interminable de de¬rrotas populares: Alonso, Coria, Taccone, Cavalli, March, artífices y beneficiarios del colaboracionismo. En septiembre dejan librada a su suerte la huelga petrolera de En¬senada. Lo demás, hasta hoy, es comedia.
Cabe preguntarse ahora por los resultados concretos que ha obtenido el vandorismo en diez años de dominación abierta o solapada sobre el movimiento sindical ar¬gentino. La participación de los asalariados en el ingreso nacional, que en 1958 era del 57 %, en 1965 había des¬cendido a menos del 47 %. Los salarios reales en la indus¬tria se mantienen al nivel de 1943. Ya en 1965 la CGT denunciaba la existencia de más de un millón de desocu¬pados. Han desaparecido las convenciones colectivas y el derecho de huelga, se han aumentado los topes jubilato¬rios, se destruye paulatinamente el sistema de previsión social, 500.000 trabajadores tienen sus sindicatos inter¬venidos. Para esto ha servido tanta astucia, tanto Lobo, tanta maraña de tácticas, tanto engranaje de claudicaciones.
En 1953 la CGT se jactaba de nuclear a
6.000.000 de afiliados.
Quizá la cifra era exagerada. En todo caso había disminuido en 1963 a
2.400.000 afiliados.
En octubre de 1966 el gobierno de Onganía pudo anun¬ciar triunfalmente que esa cifra quedaba reducida a
1.900.000 afiliados
sobre un total de casi
9.000.000 de trabajadores.
Es decir que apenas un obrero de cada cinco prefiere confiar al sindicato la defensa de sus derechos. En este campo también se ha regresado a 1943. Como dirían los comentaristas gremiales: “Un nuevo triunfo del vandorismo”.

5. LA CAMISETA





-Si me saco la camiseta peronista, pierdo el gremio en una semana.
Con esta frase resumía Vandor en 1965 una de las claves de su ascenso: era posible negociar en secreto con los empresarios, “ser un patrón”, siempre que se afirma¬ra en público la lealtad al sentimiento de las clases po¬pulares.
Las 62 Organizaciones Peronistas fueron el instru¬mento apto para extender su dominio a todo el campo gremial. La CGT, su plataforma para invadir el terreno político. En 1963 pone allí a José Alonso. Coloca en la presidencia del partido justicialista de la Capital a su más fiel lugarteniente, Paulino Niembro, que en 1965 presidirá el bloque de diputados del sector. Ya ese año ha reunido en una sola mano la casi totalidad de los ór¬ganos del movimiento: el partido, la central obrera, la oposición parlamentaria y las situaciones provinciales.
El propio Vandor parece no aspirar a nada (sólo preside las 62 y la UOM), aunque aspira a todo. Podría recoger íntegra la herencia peronista, si el longevo cau¬dillo se resignara a morir. Pero eso no ocurre y tampoco se le escapan los propósitos del heredero, “ambicioso in¬corregible”, como lo define.
El peronismo por otra parte sigue ligado al recuerdo de tiempos más felices, al mito del regreso que torna dis¬cutible en última instancia cualquier jefatura local. Van¬dor concibe entonces su maniobra más audaz: demostrar que ese regreso es imposible. De ahí nace a fines de 1964 la “operación retorno”. ¿Creyó Perón seriamente que el gobierno radical lo dejaría desembarcar? Encandilado por la perspectiva, demostró que también era un mito su temor a volver, pero el saldo íntegro de la operación fue rescatado por el vandorismo: Perón no volverá.
De esa demostración a la proclama de Avellaneda que postula un peronismo de conducción local, hay un solo paso: el vandorismo lo da a fines de 1965. En marzo, Primera Plana resume en tres palabras la alternativa “¿Vandor o Perón?” El dirigente metalúrgico vuelve a ponerse la camiseta en una solicitada: “Vandor respon¬de: PERÓN”, y firma “Augusto Vandor, afiliado pero¬nista”. Esa declaración de solitaria humildad no le impide mover todas sus piezas para la confrontación.
Ya hemos visto cómo se jugó la partida: Vandor ga¬na en la CGT, Perón en el partido. El golpe de Onganía desempata a favor del dirigente metalúrgico: ya no hay partidos, ni parlamentos, ni elecciones. El 17 de Octubre es comentado por la revista empresaria “Análisis”. Hace un año, dice, “los cuadros dirigentes del movimiento de abandonar la estructura gregaria que otorgaba todo el control a su líder”; “la dirección sindical y po¬lítica del peronismo ha preferido adoptar el pragmatismo que distingue a nuestras clases medias y altas más dinámicas”; “Vandor salió airoso de la prueba... Con de¬cisión, pero al mismo tiempo con cautela, sin estriden¬cias, decidió arrancar del control madrileño al peronis¬mo sindical, abandonar la antigua e infecunda ortodoxia del exclusivismo”. El artículo se titula “De la rebelión a la madurez política”, y lleva una foto a página de Vandor.
El 5 de septiembre, en carta a un dirigente metalúr¬gico, Perón dictaba un anatema que por la violencia de sus términos parece definitiva. Acusaba a Vandor de “engaño, doblez, defección, satisfacción de intereses personales y de círculo, desviación, incumplimiento de deberes, componendas, acomodos inconfesables, manejo, discrecional de fondos, putrefacción, traición, trenza”. Y agregaba: “Por eso yo no podré perdonar nunca, co¬mo algunos creen, tan funesta gestión”.
Los expertos en famosos movimientos pendulares se permitieron dudar, y el tiempo les daría la razón. Dos años más tarde Vandor parecía triturado entre la ofen¬siva de la CGT rebelde y una momentánea cuarentena impuesta por el gobierno. Acudió entonces a España y Perón lo reflotó con la consigna de la “unidad”. Nin¬gún otro hecho político podía resultar tan paralizante en ese momento para la CGT opositora. Ongaro debió viajar a Madrid para componer lo que fuera posible, mientras en Ensenada se desencadenaba la huelga petrolera. El 17 de Octubre -singular coincidencia- se publicaba en Buenos Aires un cable según el cual Perón ordenaba crear una comisión reorganizadora de las 62, el tradicional instrumento político de Vandor.
Uno de los hombres designados por Perón para in¬tegrar esa comisión era Armando Cabo, el matador de Zalazar.

6. LAS IDEAS





En alguna oportunidad el vandorismo se ha jactado de no precisar para su acción teorías políticas complica¬das. En efecto, los supuestos de esa acción están cata¬logados prácticamente desde que nació el movimiento obrero contemporáneo.
“El vandorismo”, juzgaba en 1966 uno de sus gran¬des impugnadores, Amado Olmos “exhibe una brecha imposible de cerrar: su falta de ideología. Así Vandor obra a merced del aventurerismo, del oportunismo po¬lítico”.
Los resultados de la acción son desde luego más im¬portantes que los discursos y las intenciones, que Van¬dor relega sensatamente a los ideólogos del aparato. Por lo menos en una ocasión, sin embargo, expuso por es¬crito sus ideas . En la medida en que corresponden a los hechos producidos en una década, vale la pena dete¬nerse en ellas.
Vandor atribuye al Sindicalismo (con mayúscula) un poder casi ilimitado: “En todas las latitudes... ha sido y es fundamentalmente constructivo”. En nuestro país, las elecciones de 1958 demostraron “su poder real y concreto”. Sin él no se puede gobernar, si se lo elimi¬na de la conducción nacional se produce “el estancamiento económico”.
¿Qué pretende este sindicalismo? No hay que asus¬tarse. No se trata de “sostener un planteo clasista y sectario”. Clasista, pues, equivale a sectario. Ya Taccone, se¬cretario general de Luz y Fuerza, lo ha dicho con un epi¬grama: “La clase obrera no es clasista”. ¿Será clase, por lo menos? ¿Será obrera?
Los obreros no persiguen ningún fin separado como clase: “Si consideramos que el Sindicalismo es columna vertebral de la Nación, es porque pensamos en térmi¬nos nacionales, es decir de totalidad, de comunidad”. La Nación es, pues, de una vez y para siempre la estructu¬ra actual, con sus opresores y sus oprimidos. La comu¬nidad incluye de una vez y para siempre a los propieta¬rios y los desposeídos. Esa estructura no debe ser al¬terada ni atacada mediante planteos clasistas y secta¬rios: “La Paz Social no sólo es posible sino necesaria”.
Se trata de reformar “la antigua sociedad liberal e individualista”, de convertirla en una “verdadera co¬munidad nacional”. Para ello el sindicalismo debe “ins¬titucionalizarse”, ser factor de poder, “parte integran¬te” del poder: “Pienso que la única forma en que las relaciones entre el Sindicalismo y el Poder Público adquieren carácter permanente, es con la participación del Sindicalismo en este último”.
El modelo ideal de esa participación es, naturalmen¬te, el período de gobierno peronista, concebido no como un paso adelante para la clase trabajadora, sino como el paso definitivo, el nivel último de ascenso, el no-va-más de la historia. En ese período “El Sindicalismo... es parte integrante del gobierno e interviene en todas las decisiones que hacen a la vida nacional”. Este modelo de relación entre los sindicatos y el Estado es, al pare¬cer, eterno, independiente de la naturaleza de ese Es¬tado y de las fuerzas económicas que expresa. La pro¬posición aceptada por un estado burgués nacionalista, que traduce la expansión de las fuerzas productivas internas, puede formularse al Estado frondizista que re¬fleja el retroceso de esas fuerzas, reformularse ante el Estado de Onganía que sanciona la definitiva penetra¬ción de los monopolios. Se trata de “participar” con cualquiera: basta que a uno lo dejen.
Si el modelo peronista es el ideal, el frondizista me¬rece un disimulado homenaje: “La institucionalización debe producirse dentro de un estado que impulse un verdadero desarrollo económico..., está ligada a una planificación de desarrollo económico e industrial... Se habla de planificar para todos los argentinos”. Cabe, en fin, un saludo a las pretensiones cesaristas de Onganía: “La era de la ficción y de los intermediarios tiene que terminar”, una reverencia a sus veleidades comunita¬rias: “Aun en la coyuntura más desfavorable, nuestro Sindicalismo ha probado su notable voluntad comunita¬ria... Policlínicos, servicios sociales en general, turis¬mo, planes de vivienda, campos de deporte, bancos sin¬dicales..., son la prueba...”
Como un corte geológico o el tronco de un árbol, este documento de la ideología vandorista exhibe las sucesivas etapas de la transacción, los estratos históri¬cos en que se volvió a negociar lo ya negociado, todas las variables del oportunismo que acusaba Olmos.
Este conjunto de ideas y proposiciones han aparecido reiteradamente en las solicitadas de la UOM, en los reportajes a Vandor. Citaremos solamente uno, publi¬cado a comienzos de 1968 en la revista “Siete Días”. Allí Vandor refirma: “Lo que hay que rescatar es la revolución, no interesa quién la haga..., todos los sec¬tores sociales sin prejuicios de clase... Yo no soy parti¬dario del movimiento clasista”. Incidentalmente, el no clasismo de Vandor se ha revelado en cada momento crítico como macartismo auténtico.
Como se ve, la burguesía no tiene nada que temer de Vandor. Lo que él pretende es que las cosas mejoren dentro del Sistema, “discutir y decidir en un pie de igualdad”, llegar a un arreglo “permanente”. ¿Discutir con quién, arreglar con quién? Con los empresarios, na¬turalmente, y con el ejército, que “es una realidad”. Esto conviene a todos. “A mayor consumo de la clase traba¬jadora, mayores inversiones de capital” y “mayor des¬arrollo industrial”. La relación, en suma, se define como “decidida participación en el desarrollo”.
La comunidad capitalista no aparece cuestionada, la lucha de clases no es reconocida, la “paz social” debe mantenerse, se quiere ser “factor de poder” y no tomar el poder.
Discutir el vandorismo desde la perspectiva de una teoría revolucionaria de la clase obrera es reencontrar uno por uno los viejos lugares comunes del reformismo, del sindicalismo burgués. En todo caso Vandor es de¬rrotado por los hechos, además de la teoría. Si los tra¬bajadores lo juzgan hoy duramente es por los resultados de su acción, por lo que él ha conseguido con sus nego¬ciaciones, sus maniobras y sus pactos: destruir el gre¬mio metalúrgico convirtiéndolo en simple aparato, divi¬dir la CGT, quebrar la confianza de los trabajadores en sus dirigentes, retrotraer el movimiento obrero a 1943.
Es bueno, sin embargo, que los trabajadores apren¬dan a reconocer las ideas que conducen a esos hechos, y que sepan también que las ideas no son inocentes, que el desprecio por la ideología de la clase obrera es una promesa segura de traiciones, y que las traiciones no se consuman porque sí, sino en pago de algo. Bien lo dijo Amado Olmos, refiriéndose no sólo a Vandor, sino al grupo de jerarcas enriquecidos, de burócratas compla¬cientes que lo han acompañado en sus aventuras:
“Estos dirigentes han adoptado las formas de vida, los automóviles, las inversiones, las casas, los gustos de la oligarquía a la que dicen combatir. Desde luego con una actitud de ese tipo no pueden encabezar a la clase obrera”.

7. CONCLUSIÓN





Hasta aquí la historia del caso Rosendo García, con algunas, no todas, sus implicaciones. No quiero cerrarla sin decir lo que a mi juicio significa.
Hace años, al tratar casos similares, confié en que algún género de sanción caería sobre los culpables : que el coronel Fernández Suárez sería castigado, que el general Quaranta sería castigado.
Era una ingenuidad en la que hoy no incurriré. Sin¬ceramente no espero que el asesino de Zalazar vaya a la cárcel; que el asesino de Blajaquis declare ante el juez; que el matador de Rosendo García sea siquiera molestado por la divulgación de estos hechos.
El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene. Y Augusto Vandor es un hombre del sistema.
Eso explica que en tres años la policía bonaerense no haya podido aclarar el triple homicidio que nosotros aclaramos en un mes; que los servicios de informacio¬nes, tan hábiles para descubrir conspiradores, no hayan desentrañado esta conspiración; que dos jueces en tres años no hayan averiguado los ocho nombres que falta¬ban y que yo descubrí en quince minutos de conversación, sin ayuda oficial, sin presionar a nadie ni usar la picana.
No se trata, por supuesto, que el sistema, el gobierno, la justicia sean impotentes para esclarecer este triple homicidio. Es que son cómplices de este triple homicidio, es que son encubridores de los asesinos. Sin duda ellos disponen de la misma evidencia que yo he publicado y que en otras circunstancias servirían para encarcelar a Vandor y sus guardaespaldas. Si no lo hacen es porque Vandor les sirve. Y si Vandor les sirve es, entre otras cosas, porque esa amenaza está pendiente sobre él. El poder real de Vandor es hoy el poder de Onganía, el poder de San Sebastián. El vandorismo es una pieza necesaria del sistema.
Ya hemos visto que esa complicidad entre Vandor y el sistema no se reduce al caso Rosendo García, que dentro del mecanismo general de corrupción y violencia, de acuerdos y traiciones que en mínima parte reseña¬mos, el caso Rosendo García es, en efecto, una “anécdo¬ta”, pero una anécdota que desnuda la esencia del van¬dorismo: ningún otro factor aislado ha contribuido tan¬to a quebrar la resistencia del movimiento obrero y en¬tregarlo atado de pies y manos al gobierno de los mo¬nopolios.
Esto fue posible porque efectivamente Vandor y mu¬chos de los hombres que lo rodean habían luchado en su momento, y al defeccionar provocaron en los trabaja¬dores esa tremenda quiebra de confianza que sólo es comparable a la que produjo en el país entero el frondizismo. La traición de un líder es más difícil de superar que la oposición de un enemigo abierto. Por eso pudo decir con legítimo derecho uno de los sobrevivientes de la matanza de La Real: “Vandor es peor que los pa¬trones”.
Los ríos de tinta que en mayo y junio de 1966 pre¬sentaron a los agresores como víctimas y a los atacados como asesinos, no han desandado su curso hoy que el “misterio” está aclarado. La prensa del régimen no ha retirado una coma de lo que falsamente dijo. No espe¬raba yo otra cosa. Esta denuncia ha transcurrido en el mismo silencio en que transcurrió “Operación Masacre”. No es la única semejanza. Tanto en un caso como en otro se asesinó cobardemente a trabajadores desarmados como Rodríguez, Carranza y Garibotti, como Blajaquis y Zalazar. En mayor o menor grado estos hombres re¬presentaban una vanguardia obrera y revolucionaria. Tanto en un caso como en otro los verdugos fueron hom¬bres que gozaron o compartieron el poder oficial: esa es la afinidad que al fin podemos señalar entre el coro¬nel fusilador Desiderio Fernández Suárez, y el ejecutor de La Real, Augusto Timoteo Vandor.
Ese silencio de arriba no importa demasiado. Tanto en aquélla oportunidad como en ésta me dirigí a los lectores de más abajo, a los más desconocidos. Aquello no se olvidó, y esto tampoco se olvidará. En las paredes de Avellaneda, de Gerli, de Lanús, ha empezado a apa¬recer un nombre que hace mucho tiempo que no apare¬cía. Sólo que ahora va acompañado de la palabra: Ase¬sino.

EPÍLOGO DEL EDITOR





Desde mayo de 1966, los protagonistas de esta historia encontraron la forma de continuar participando de la ar¬dua militancia sindical y hasta hubo alguno que logró esca¬lar posiciones en la política.
A los hermanos Villaflor la tragedia los envolvió sin piedad.
Raimundo, de quien Walsh escribió el cálido retrato que ocupa el primer capítulo de este libro, desapareció en agosto de 1979, cuando seguía siendo un militante de base del gremio metalúrgico. Junto con él desapareció su compañera, Elsa Martínez. Y un día antes fueron secues¬trados Josefina Villaflor, la otra hermana de Raimundo, y su esposo, José Luis Hassan. La larga mano de la represión militar se cebó con los Villaflor, esa familia de activistas que en Avellaneda representaban una tradición de hom¬bres y mujeres a los que se podía matar, pero no comprar. Josefina Villaflor era asesora gremial de la Federación Grá¬fica Bonaerense cuando desapareció, en los tristes días de 1979. Y otra Villaflor, la Azucena Villaflor que las Ma¬dres de Plaza de Mayo levantaron como bandera de todas ellas, madre de un muchacho que desapareció acompa¬ñado por su novia, también fue secuestrada en septiembre de 1977, en Sarandí, a dos cuadras del puente. De los Villaflor sobrevivió Rolando, a quien Walsh dedica el tercer capítulo de este libro, que sigue siendo obrero metalúrgi¬co, cuida a los hijos de Raimundo y, apartado temporariamente de la vida sindical, con su sola presencia recuerda el pasado combatiente de una Avellaneda de fábricas que ya no existen y de obreros que han emigrado. Y un primo de Raimundo y Rolando, el gráfico Osvaldo Villaflor, después de ocho años de exilio en Perú y México, al cabo de casi un año de prisión, es la presencia viva de una leyenda fa¬miliar señalada por el coraje y la persecución.
Otros, por el contrario, hicieron carrera política. Nor¬berto Imbelloni, cuya confesión permitió a Walsh recons¬truir lo que había pasado en La Real de Avellaneda, es real¬mente el mismo diputado Norberto Imbelloni elegido en 1983.
La pista de otros testigos y protagonistas se ha perdido en la historia de la ciudad, en los relatos de la represión y del exilio. Es posible que algunos cayeran sin nombre, cuando las dos vertientes del sindicalismo peronista, que Walsh revisó de cerca en este libro, se enfrentaron con vio¬lencia.
Escribir la historia de los Villaflor después de La Real es un tema que hubiera apasionado a Walsh. El Editor so¬lamente desea dejar impresa la noticia de la suerte diversa que acompañó a algunos de estos hombres a quienes un aparente hecho policial introdujo para siempre en la his¬toria de la literatura política argentina contemporánea.

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