PULPERÍAS -UNA APROXIMACIÓN- por Liliana Giammarino


1. Introducción
La historia regional tradicional ha puesto especial atención en el “surgimiento” de los pueblos, en un intento por encontrar ese hito fundacional del comienzo de una historia de “progreso” y “modernización”. En ese sentido, todos los procesos anteriores a esos hechos fundacionales, quedaron sepultados en la más completa de las oscuridades y todos esos procesos sociales, políticos y económicos, permanecieron marginados del estudio de la historia regional.

La imagen fundante de la historiografía argentina sufrió una “política de la historia” que por mucho años sepultó ese pasado que no debía ser contado o deformado como folklorismo, de esta forma se perdieron en el cada vez más lejano pasado procesos en que intervinieron indios, gauchos y negros.

La historia escrita desde las clase dominantes, nos describen el pasado de los “propietarios de las tierras”, me propongo rescatar el lugar social que significó “La Pulpería” como encuentro de distintas clases y castas sociales. Todo lo que tenemos es, a lo sumo, una sucesión de propietarios. Poco sabemos acerca de los complicados mecanismos de socialización de pulperías urbanas y la relación de la pulpería en la frontera, sus conflictos sociales o la función dentro de la economía regional.

Algunos datos aislados nos permiten reconstruir, en torno a los orígenes del poblamiento de nuestra región, una imagen que, aunque todavía difusa, intenta acercarse a la realidad histórica. Esos datos, como “huellas” o “indicios”, nos permiten inferir hipótesis más contrastables que los clásicos supuestos.

La pulpería nos deja huellas concreta de la vida en el campo, la vida de esas gentes que poblaron un extenso desierto verde, que en realidad expresaba la ideología que tanto fascina a nuestros círculos tradicionalistas, ya que esa pampa tenía antiguos dueños que fueron poco a poco desplazados y creo que la pulpería cumplió el objetivo de ser una avanzada donde todo era posible y donde todo se arriesgaba.

2. Las pulperías
El origen de la voz pulpería se divide en dos corrientes que se sintetizan así:

Un grupo que puede denominarse "americanista" encuentra su génesis en la voz mejicana "pulque" o en la proveniente del mapuche "pulcu", polcú y pulcuy con las que designaban los araucanos al aguardiente, bebida que consumían principalmente los indios pampeanos y que se despachaba en aquellos negocios

un segundo grupo sostiene que se origina en la voz latina pulpa, pudiendo ser denominado hispanista.

La descripción de la ley 37 de Indias parece ser consecuencia de la carta que Hernán Cortés envió a Carlos V, y el verdadero mal se debió producir en los españoles y no en los aztecas, pues este pueblo no era bebedor, ya que su abuso –el de la bebida– les estaba prohibido.
Siglos después de dictarse la ley 37, en la Ordenanza General de Instrucción de Intendentes 13, en el artículo 142 se observa:

Siendo el pulque una bebida regional que la Ley 37, Título 1, Libro IV de la Recopilación permite a los indios de Nueva España que estando en lo antiguo estancada por muy justas causas, se administran y cobran en la aduana de México y la de Puebla los derechos que adeuda a su entrada, y la contribución que pagan las pulquerías donde se vende.

Estos sitios, muy comunes en nuestro país, constituían centros sociales y se reconocieron dos tipos; fijas y estables.

Todos creernos saber qué era una pulpería pero definirla en términos precisos no es tarea fácil, sobre todo cuando se la examina de cerca. Para el Cabildo de Buenos Aires, todo estaba muy claro; según él había una nítida división del trabajo entre las tiendas y la: pulperías a los efectos del cobro de derechos. Las tiendas se dedicaban a la venta de géneros de Castilla y las pulperías a géneros de abasto. La función específica de la segunda era, pues, la venta de provisiones para el abasto de la población. Así las define mucho, años más tarde el Almanaque de Blondel de 1826: "casa de abasto en que se vende de todo lo que sea relativo a los comestibles y bebidas por menor". La complejidad de las pulperías porteñas se refleja, mejor en la caracterización que hizo de ellas el propio gremio de lo: pulperos de la ciudad. Para éste las pulperías de Buenos Aires tenían algo de taberna, algo de "abastería" (almacén) y aun de tienda: combinaban los tres tipos de negocio.

Dice Carlos Mayo: “Quizá la mejor manera de entender en qué consistían nuestra, pulperías es examinar de cerca los productos que vendían. Pero antes echemos un vistazo al local tal como escueta pero elocuente mente lo describen los inventarios. Lo primero que mencionan e el "armazón", esa sencilla estructura de tablas, mostrador y estantes que conformaba la infraestructura básica del local. El mostrador podía ser o no rebatible, hecho de tablas viejas, como el de 1, pulpería de Domingo Muñoz, y podía tener además cajón y cerradura, como el de Antonio Cuello. No faltaban sillas de paja, de baqueta o bancos para sentarse y a veces un par de mesas. Hasta: aquí la imagen que nos devuelven los inventarios reitera la tradicional. ¿Y la reja? Si la hubo, no fue en la mayoría de las pulpería estudiadas -que a veces mencionan la existencia de rejillas que podrían remedarla-, como esa puerta de rejilla para la trastienda d, la pulpería de María de Posa. Más habituales eran las rejillas para pan o para frascos y la presencia de cajones para las menestras o para el azúcar. Inesperada, en cambio, era la presencia en muchas de las pulperías relevadas de vidrieras interiores, que parecen haber sido vitrinas donde se exhibían dulces, tortas y otros comestibles para tentar al parroquiano. Estas vidrieras podían o no tener cajón añadido y hasta ocho cristales. Algunas pulperías tenían, además, cortinas para ocultar, aseguraba el Cabildo, a los que jugaban en su interior” .

Roberto B. Cunninghame Graham es testigo directo de la vida en la pulpería y describe: “Delante de la puerta había una fila de palenques enclavados en el suelo para atar los caballos; allí se veían, a todas las horas del día, caballos atados que pestañeaban al sol. Los cojinillos estaban doblados hacia adelante sobre las cabezadas de las sillas, para mantenerlas frescas cuando hacía calor y secas si llovía; las riendas estaban cogidas por un tiento, para que no cayeran a tierra y fueran pisoteadas. Algunas veces salía un hombre de la pulpería con una botella de ginebra en la mano, o con algún saco de yerba que colocaba en su maleta, y luego soltando cuidadosamente del cabestro, apoyaba el pie contra el costado del caballo y se encaramaba, arreglándose las bombachas o el chiripá, y emprendía camino hacia el campo, al trotecito corto, que a eso de las cien varas se convertía en el galope lento de las llanuras. Algunos de los caballos atados a los palenques estaban ensillados con recados viejos, cubiertos con pieles de carnero; otros relucían con encha¬pados de plata; a veces, algún caballo redomón, con ojos asustados, resoplaba y saltaba hacia atrás si algún incauto extraño se acercaba más de lo mandado. De la pulpería salían, en ocasiones, tres o cuatro hombres juntos, algunos de ellos medio borrachos. En un momento, todos estaban a caballo con presteza, y por decirlo así, tendían el ala como si fueran pájaros. Nada de embestidas infructuosas para agarrar el estribo ni de tirones de rienda, ni de entiesamientos del cuerpo en posiciones desairadas al hallarse ya a caballo, ni fuerte golpear de la pierna del otro lado de montar, según el estilo de los europeos, se veía jamás entre aquellos centauros que lentamente comenzaban a cabalgar. Ocurría que algún hombre que había bebido demasiado generosamente Carlón o cachaza, coronándolo todo con un poco de ginebra, se mecía en la silla de un lado a otro, pero el caballo parecía agarrarlo a cada balanceo, manteniéndolo en perfecto equilibrio merced al firme agarre de los muslos del jinete. La puerta de la casa daba a un cuarto de techo bajo, con un mostrador en medio, de muro a muro, sobre el cual se alzaba una reja de madera con una portezuela o abertura, a través de la cual el patrón o propietario pasaba las bebidas, las cajas de sardinas y las libras de pasas o de higos que constituían los principales artículos de comercio. Por el lado de afuera del mostrador, haraganeaban los parroquianos. En aquellos días, la pulpería era una especie de club, al cual acudían todos los vagos de las cercanías a pasar el rato. El rastrilleo de las espuelas sonaba como chasquido de grillos en el suelo, y de día y de noche gangueaba una guitarra desvencijada que, a veces, tenía las cuerdas de alambre o de tripa de gato, remendadas con tiras de cuero. Si algún payador se hallaba presente, tomaba la guitarra, de derecho, y después de templarla, lo que siempre requería algún tiempo, tocaba callado algunos compases, generalmente acordes muy sencillos, y luego prorrumpía en un canto bravío, entonado en alto falsete, prolongando las vocales finales en la nota más alta que le era posible dar. Invariablemente estas canciones eran de amor y de estructura melancólica, que se ajustaba extrañamente con el aspecto rudo y agreste del cantor y los torvos visajes de los oyentes. Llegaban transeúntes que saludaban al entrar, bebían en silencio y volvían a irse, tocándose el ala del sombrero al salir; otros se engolfaban al punto con conversación sobre alguna revolución que parecía inevitable u otros temas del campo. En ocasiones sobrevenían riñas a consecuencia de alguna disputa, o bien sucedía que dos reconocidos valientes se retaran a primera sangre, tocándole pagar el vino o cosa parecida al que perdiera. Pero a veces surgía alguna tempestad furiosa: por el mucho beber o por cualquier otra causa, algún hombre empezaba a vociferar como loco y sacaba a relucir el facón” .

Por lo menos tres pulperías, las de Jerónimo Montes, Pascual Vega y Juan Gregorio Guerrero, estaban iluminadas por arañas de hierro, y una tenía una imagen de San Miguel. La balanza romana o de cruz no podía faltar, y tampoco los barriles, las pipas, las tercerolas, los sacos y frascos. Hasta aquí el local.

Mayo dice: “Pero para tener una idea cabal de nuestras pulperías lo mejor es detenerse a examinar los productos que vendían al público. Cuando lo hacemos comprobamos de inmediato la extraordinaria e inesperada variedad de mercancías que ofrecían a sus clientes. Un relevamiento minucioso de 38 inventarios de pulperías efectuados entre 1758 y 1824 arroja una lista de 240 productos (más de 590 items). No todos tenían la misma salida, es cierto, ni se encontraban en los estantes con la misma frecuencia. Hemos agrupado los productos en doce rubros: bebidas, alimentos, telas y artículos de mercería, ropa y otros artículos de vestir, artículos de tocador, tabaco y cigarrillos, lumbre y combustible, vajilla y cuchillos, aperos de montar, artículos de ferretería y aperos agrícolas, papel y otros” .

Las bebidas, especialmente las alcohólicas, constituían la inversión más importante de la mayoría de las pulperías estudiadas y podemos por ello mismo suponer que era la más rentable de todas. El rubro bebidas, en efecto, con no más de veinticuatro items representó entre el 11,5 y el 56 por ciento del capital invertido, situándose por lo común por encima del 20 por ciento de aquél. Entre ellas los aguardientes y los vinos suponían, de lejos, la inversión más abultada dentro del rubro y el total del capital de la pulpería. Ello no puede sorprendernos, pues el consumo de aguardiente entre las clases populares de Buenos Aires llegaba casi al medio litro por día por persona y el de vino se ha estimado en un litro y medio. Los aguardientes en venta eran de caña o de uva; se los importaba de España, Cuba y Holanda –tradicional centro productor– o llegaba de San Juan. Los vinos que expedían nuestras pulperías provenían de España –Málaga en particular–, Canarias, de San Juan y Mendoza, y los había blancos, secos y dulces. El carlón rara vez faltaba


En 1831, bajo la administración de Juan Manuel de Rosas, quedan prohibidas especialmente las "volantes" en Santa Fe. Estas pulperías recorrían bastas regiones comercializando productos ganaderos, plumas de aves silvestres y algunas cosas más de escasa importancia.

Cumplían el servicio de carros o carretas, deteniéndose en las poblaciones y organizando reuniones de juego o expendio de bebidas. Se las conceptuaba como tráfico de cueros de animales robados pero, a la vez, servían de diversión a gauchos trashumantes o conchabados. Pero esta medida no fue correctora de los males que se decía, afectaban a los vecinos.

En las pulperías establecidas, los "vicios" no se diferenciaban en demasía. Era punto de reunión como lo fueron los almacenes de campaña, una atracción que convocaba gente para el esparcimiento en compañía.

Otro visitante ilustre, Charles Darwin realiza el siguiente comentario: “Pasamos la noche en una pulpería o tienda de bebidas. Un gran número de gauchos acude allí por la noche a beber licores espirituosos y a fumar. Su apariencia es chocante; son por lo regular altos y guapos, pero tienen impresos en su rostro todos los signos de su altivez y del desenfreno; usan a menudo el bigote y el pelo muy largos y éste formando bucles sobre la espalda. Sus trajes de brillantes colores, sus formidables espuelas sonando en sus talones, sus facones colocados en la faja a guisa de dagas, facones de los que hacen uso con gran frecuencia, les dan un aspecto por completo diferente del que podría hacer suponer su nombre de gauchos o simples campesinos. Son en extremo corteses; nunca beben una cosa sin invitaros a que los acompañéis; pero tanto que os hacen un gracioso saludo, puede decirse que se hallan dispuestos a acuchillaros si se presenta la ocasión” .

Este lugar de expansión al rudo espíritu de los hombres pampeanos, permaneció funcionando con el aporte anula de 200 pesos impuestos por el fisco, además de las multas creadas por los dueños en el caso de que en el local se "hiriese o matase a alguien...".

Siempre fueron el club de los pobres, centros donde el desheredado podía alegrar sus horas, echando un trago, conversando con sus iguales o jugando una partida de naipes o de dados.
Como para abrir una pulpería sólo se requería contar con un barril de vino, algo de yerba, unos frascos de aguardiente y algunos paquetes de velas, eran "muchos" los que estaban en condiciones de emprender este negocio, lucrativo y de corta inversión.

En 1799, el número en Buenos Aires ascendía a 274, otras 121 estaban desparramadas en la campaña y 47 en Montevideo que dependían de las cajas de Buenos Aires.

... [Los parroquianos] incitan unos a otros al gasto, y si hay alguno que toque la guitarrilla, ya cuentan los pulperos con una venta continuada de vino y aguardiente en todo el tiempo que dura la junta de los concurrentes, quienes a más del dinero suelen también dejar unos el poncho, otros las hebillas y algunos hasta la camisa en manos del pulpero en empeño o rematadas las prendas por precios ínfimos pagados con la misma bebida... para mejor traerlos de día usan el juego porque no celan como por la noche las patrullas y alcalde, y de noche que hay este riesgo usan de la guitarra o de la música para que atraídos de su armonía corra la bebida y la venta de sus géneros...

[En las pulperías] se observa que todos los concurrentes unos a pie y otros a caballo están de la parte de afuera de los postes o tranqueras unidas por costumbres inveteradas, porque el abastecedor o pulpero está como en una jaula con unas fuertes varas del mostrador al techo, en término que sólo puede sacarse, y a las veces con dificultad un palo, medio adoptado para la seguridad del individuo precaviendo de este modo los insultos a que está expuesto a cada momento, y de que se prevale el mal intencionado por la distancia del vecindario y las justicias que imposibilitan el pronto auxilio.

...tendamos la vista a las villas, pueblos y guardias de la jurisdicción, donde la reunión del vecindario aleja los desórdenes. En estos parajes y aun en los más poblados, como la Villa de Lujan, se nota y palpa que en las casas de abasto o pulperías, en particular en las festividades se reúnen a sus puertas doce, veinte y hasta cuarenta individuos, y de éstos es raro el que desmonta de su caballo, porque montados están conversando y bebiendo en términos que es preciso o rodear o con trabajo y riesgo hacerse paso, pero dentro de la pulpería no se verá un paisano que la costumbre de estar afuera sufriendo la ardentía del sol en el verano o bien la frialdad en el invierno .

El paisano la reconocía desde la distancia, con su ojo (avizor, por un detalle que si bien no prevaleció como símbolo o característica, sirvió, también, para reconocerle en la inmensidad del desierto: la banderita. Ya lo anunciaba en su trabajo Emeric Essex Vidal , que registró una pulpería con "...un trapo de género colorado, enarbolado al tope de una caña de bamboo a manera de señal...". Sin embargo, Vidal no asevera que el sentido de la banderola fuera el de avisar al viajero cuando en la pulpería había carne o vino; blanca si no había más que bebida, o roja si sólo había carne, como lo afirma Leopoldo Lugones .

"Una bandera enastada en una larga caña revelaba a los ojos del viajero el lugar donde se encontraba una pulpería en la soledad melancólica ,del campo oriental..." , refirma Aníbal Barrios Pinto en notable coincidencia con el relato de Essex Vidal. Al parecer, debemos otorgar validez a lo expresado por Lugones, pues no otra razón tuvo la presencia de dos colores en las diferentes enseñas que ostentaban las pulperías:, rojas sí había carne, blanca si había bebida.

El viajero inglés William Mac Cann afirma que: “Llegamos después a una pulpería, donde nos detuvimos para tomar un refrigerio. La pulpería es una combinación de taberna y almacén adonde acude la gente de campo. La parte posterior de la casa daba sobre el camino y tenía un cuadrado abierto en la pared, protegido por barras de madera, a través del cual el propietario despachaba a sus clientes. Estos quedaban protegidos por un cobertizo. El enrejado de madera cerrá¬base por medio de una contraventana durante la noche. Tal es el aspecto que ofrecen por lo general las pulperías en todo el término de estas pampas. Los dueños de pulperías, residentes en lugares apartados de todo centro de población, viven —al parecer— sin ninguna protección ni garantía en cuanto a sus personas y bienes, siendo de admirar la confianza con que dichos mercaderes sobrellevan una vida de peligros, expuestos a los ataques de merodeadores y ladrones” .

El espacio de sociabilidad que era la pulpería (y más tarde, también la "esquina") a veces asociada a una capilla. Almacén de ramos generales, despacho de bebidas, ámbito de reunión y de juegos: naipes –el truco, la biscambra–, más raramente el billar. La guitarra "de la casa" estaba siempre a disposición de quien quisiera entonar alguna estrofa que le recordara su lejano pago de origen, allí en Santiago del Estero o en el valle de Calamuchita, y que le permitiera desafiar a otro paisano. Improvisar una carrera "de parejas" en sus entornos era algo habitual. Si bien la presencia masculina es dominante, las mujeres no desdeñan en acudir cuando la ocasión lo permite: bailes, fiestas cívicas.

El pulpero era –con cierta frecuencia– un personaje local de relevancia –ocasionalmente era también tahonero, es decir, molinero– y podía cumplir diversas funciones, como prestamista (muchas veces adelantando unos pesos a cambio de cueros, trigo y otros productos), como escribiente en alguna carta de amor desesperado y como puntero político. No había pago que no albergara su pulpería: hacia 1815 había más de cuatrocientos cincuenta en toda la campaña (esto quiere decir, una pulpería cada noventa habitantes) y eran especialmente abundantes en las áreas agrícolas, como Lobos, Morón, San José de Flores o San Isidro .

Naipes, guitarras y bailes solían ser entonces la compañía indispensable en estas reuniones campesinas. Casamientos y "velorios del angelito" solían también ser la ocasión para reunir a los vecinos y hacer música, después de haber compartido la mazamorra, el locro o un puchero. Tampoco faltaría el paisano que relatase junto al fogón alguna de las innumerables aventuras de "Juan" el Zorro.

Pero, además, esta población campesina se relacionaba también con una red de pequeños pueblos en donde muchas de esas funciones de sociabilidad se hacían más intensas al darse en un espacio más limitado. La iglesia parroquial, las pulperías, la tienda, más raramente algún "café" o billar, la casa de los vecinos más prestigiosos, eran todos ámbitos de sociabilidad. En el pueblo vivían el alcalde de la Hermandad y desde 1821, el juez de Paz –la máxima autoridad civil, política y policial–, el cura párroco, el maestro de la escuela; allí se realizaban la mayor parte de las fiestas religiosas y cívicas de importancia. La elite lugareña de hacendados solía mantener una casa "urbana". Muchas veces, esta casa era ocupada siguiendo un patrón, casi inmutable hasta nuestros días, que está relacionado con el ciclo de vida del grupo doméstico: los jóvenes a trabajar al campo, ocupando la vieja casa familiar, o si los hermanos eran varios, levantando la propia al hacer pareja; y más tarde, con los años, regreso de algunas de esas parejas al pueblo, corridas por los fríos del último invierno, para dejar el paso a la nueva generación, que a su vez viviría en el campo.

Leyendo la documentación de los archivos criminales –papeles privilegiados para conocer muchos aspectos de lo cotidiano y de la privacidad en esta sociedad rural poco literaria– nos sorprende la seguridad con que todos parecen conocer la vida y milagros de sus vecinos. A un testigo se le pregunta si vio al acusado el día del crimen y puede contestar muy seguro de sí, "Que lo vio a lo lejos cabalgando hacia lo de don Fulano"; el funcionario del juzgado repregunta "¿Y cómo sabe que era el acusado si él estaba tan lejos?". El paisano, con un dejo de asombro e ironía ante la pregunta de tamaño ignaro pueblerino, afirma "Que conoce muy bien el rosillo oscuro y el poncho balandrón del acusado" y hasta podría decir "Que conoce perfectamente la forma de cabalgar del acusado" y agregaría incluso "Que le llamó la atención que el acusado estuviese a deshoras por el campo" .

Cuando un gaucho buscaba trabajo era normal, entonces, que se acercara a preguntar en donde tenía conocidos. Con mucha frecuencia, este paisano, bien montado y arreando su pequeña tropilla amadrinada por su yegua, volvía año a año a engancharse en la misma estancia o en las vecinas, sea para la yerra como para la siega, las dos tareas máximas del ciclo agropecuario (se agregaría más tarde, desde los años 1830/1840, la esquila de las ovejas). Recién llegado de sus lejanos pagos en Córdoba o la Banda Oriental y habiendo hecho el viaje con un hermano o un primo, ambos entraban juntos a trabajar en la misma chacra o estancia.

3. Conclusión
Pudimos ver como el espacio pulpería tuvo su desarrollo –1780-1850– como espacio de sociabilidad de nuestros gauchos (sean criollos, indios o negros) sin importancia de casta, sino de función económica dentro de capitalismo agrario (ganadería y agricultura) y dentro del imaginario social de aquella época era “el lugar” privilegiado donde se distraían las clases más pobres, pero cumplía a la vez, con distintos objetivos de esa socialización información, comercio, relaciones interpersonales se daban lugar en aquel ámbito.

Creemos que la muerte de la pulpería (todavía existen, en Florencio Varela está la pulpería “El Tropezón”) se debe fundamentalmente a la muerte del gaucho, el avance del espacio industrial urbano y el retroceso de las tareas de campo, como así también la tecnificación que necesita menos mano de obra, significó el deterioro de las pulpería como lugares privilegiados del gaucho.

Esta aproximación a las pulperías tiene sentido por cuanto como símbolo de la identidad del hombre de campo, supo expresar las formas de relación de la cultura popular como expresión de las clases subalternas. Hoy son lugares mágicos para el turismo, pero en todo el siglo XIX y parte del XX tuvieron un protagonismo en aquella Argentina donde Buenos Aires (ciudad-puerto) estaba rodeada de pulperías.



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