PODER Y DESAPARICIÓN Los campos de concentración en Argentina.Pilar Calveiro

PODER Y DESAPARICIÓN
Los campos de concentración en Argentina.Pilar Calveiro



Calveiro, Pilar Calveiro
- 1a ed. 2a reimp. - Buenos Aires : Colihue, 2004
176 pag.18x11 cm. - (Puñaladas)
ISBN 950-581-185-3
1. Ensayo Argentino I. 1 Título CDDA864 "
Director de colección: Horacio González Diseño de colección: Estudio
Lima+Roca Ilustración de portada: detalle de la obra de Eduardo Médici
"¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?", 1995.
1a edición/ 2a reimpresión
© Ediciones Colihue S.R.L
Av. Díaz Vélez 5125
(C1405DCG) Buenos Aires - Argentina
ecolihue@colihue.com. ar www.colihue.com.ar
I.S.B.N. 950-581-185-3
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 IMPRESO EN ARGENTINA -
PRINTED 1N ARGENTINA


PRELUDIO

El 7 de mayo de 1977, un comando de Aeronáutica secuestró a Pilar Calveiro en plena calle y fue llevada a lo que se conoció como "la Mansión Seré", un centro clandestino de detención de esa fuerza instalado a dos cuadras de la estación Ituzaingó. Esa noche Pilar soñó con su familia —esposo, hijas, padres— inmóvil en una foto fija y despidiéndola con un gesto de la mano. Ese día comenzó su recorrido de año y medio por un infierno que prosiguió en otros campos de concentración: la comisaría de Castelar, la ex casa de Massera en Panamericana y Thames convertida en centro de torturas del Servicio de Informaciones Navales, la ESMA, finalmente. Y este, su libro, es un libro extraordinario.
Hay obras notables sobre la experiencia concentracionaria de sobrevivientes de campos nazis de concentración o gulags soviéticos —Primo Levi, Gustaw Herling—, escritas en primera persona, como exige el testimonio. Este libro es distinto: su autora ha recurrido a la tercera persona, la persona otra, para hablar de lo vivido. Sólo al pasar se nombra a sí misma: "Pilar Calveiro: 362 ", el número que los represores le adjudicaron en la ESMA. Desde ese alejamiento despliega un campo de reflexión rico y matizado sobre "la vida entre la muerte" de los prisioneros, la esquizofrenia de los verdugos, los cruces obligados entre unos y otros, las diferentes actitudes de los unos y los otros. No elude tema alguno, ni aun el todavía hoy urticante en la Argentina de las sospechas que se propinan a los sobrevivientes de un campo, tal como ocurrió en la Europa de posguerra. Pilar Calveiro desmonta la fácil división de los cautivos en "héroes" y "traidores "y aborda la dura complejidad de ese problema en un universo dominado por los tormentos, el silencio, la oscuridad, el corte brutal con el afuera —apenas separado por una pared—, la arbitrariedad de los victimarios, señores de la vida y la muerte, su voluntad de convertir a la víctima en animal, en cosa, en nada. También nos habla de "la virtud cotidiana" de la resistencia de los "desaparecidos", actos pequeños de valor, anónimos, que entrañaban un gran riesgo y eran ejercicios de la dignidad humana que ni el más totalizador de los poderes puede ahogar.
La rigurosa reflexión de Pilar Calveiro no se detiene ahí: profundiza en las relaciones entre el campo de concentración y la sociedad argentina —"se corresponden", dice—, convertida en habitante de un enorme territorio concentracionario manipulado por el terror militar. Advierte: "la represión consiste en actos arraigados en la cotidianidad de la sociedad, por eso es posible". Se trata de ideas sobre las que conviene meditar: la Historia está llena de repeticiones y pocas pertenecen al orden de la comedia.
En realidad, este libro es una hazaña. Pilar Calveiro atravesó la situación más extrema del horror militar y ha tenido la difícil capacidad de pensar la experiencia. Es singular que sean los sobrevivientes de los campos las víctimas que más ahondan en lo que aconteció. Salen así del lugar de víctima que quiso imponerles para siempre la dictadura militar y sólo ellas saben a qué costo. Su contribución al despeje de la verdad y la memoria cívica es inestimable para la sociedad argentina. Que algún día -espero- reconocerá esa deuda.
Este libro contiene dos relatos. El primero es el que cuaja negro sobre blanco, analítico, pensante, aparentemente despersonalizado. Aparentemente. El relato segundo, invisible a los ojos, es el que sostiene una escritura que jamás decae, alimentada por una pasión indemne a pesar de la tortura y la visión de diversos rostros de la muerte, y seguramente movida por el deseo de acabar con "el silencio que navega sobre la amnesia" social. Con el trabajo para y desde este texto, Pilar Calveiro sale airosa del campo de concentración y, con ella, vivos o muertos, todos sus compañeros de dolor. Es decir, este libro es también una victoria. Juan Gelman

CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta en el arte de encontrar resquicios y de disparar sobre el poder con dos armas de altísima capacidad de fuego: la risa y la burla.

Salvadores de la patria

"No se puede hacer ni la historia de los reyes ni la historia de los pueblos, sino la historia de lo que constituye uno frente al otro... estos dos términos de los cuales uno nunca es el infinito y el otro cero. "
MICHEL FOLCAULT

Es casi imposible comprender el fenómeno de los campos de concentración en Argentina sin hacer referencia a las características previas de algunos de los actores políticos que coexistieron en ellos, ya sea administrándolos o padeciéndolos. Me refiero, en particular, a las Fuerzas Armadas y a las organizaciones guerrilleras, como actores principales del drama.
Con respecto a ¡as Fuerzas Armadas, cabe recordar que entre 1 930 y 1976, la cercanía con el poder, la pugna por el mismo y la representación de diversos proyectos políticos de los sectores dominantes les fue dando un peso político propio y una autonomía relativa creciente. Si en 1930 el Ejército intervino simplemente para asegurar los negocios de la oligarquía en la coyuntura de la gran crisis de 1929, en 1976, en cambio, se lanzó para desarrollar una propuesta propia, concebida desde dentro mismo de la institución y a partir de sus intereses específicos.
Cuando los grupos económicamente poderosos del país perdieron la capacidad de controlar el sistema político y ganar elecciones —cosa que ocurrió desde el surgimiento del radicalismo y se profundizó con el peronismo—, las Fuerzas Armadas, y en especial el Ejército, se constituyeron en el medio para acceder al gobierno a través de las asonadas militares. Así, se convirtieron en receptáculo de los ensayos de distintas fracciones del poder por recuperar cierto consenso pero, sobre todo, por mantener el dominio.
Las Fuerzas Armadas fueron convirtiéndose en el núcleo duro y homogéneo del sistema, con capacidad para representar y negociar con los sectores decisivos su acceso al gobierno. La gran burguesía agroexportadora, la gran burguesía industrial y el capital monopólico se convirtieron en sus aliados, alternativa o simultáneamente. Toda decisión política debía pasar por su aprobación. La limitación que representaba para los sectores poderosos su falta de consenso se disimulaba ante el poder disuasivo y represivo de las armas; el alma del poder político se asentaba en el poder militar.
La capacidad de negociación de las Fuerzas Armadas con diferentes sectores sociales dio lugar a la formación de grupos internos que apoyaron a una u otra fracción del bloque en el poder. La institución en su conjunto fue capaz de reflejar en sus propias filas corrientes atomizadas pero que aceptaban, por vía de la disciplina y la jerarquía, una unidad institucional y una subordinación al sector dominante, según el proyecto de turno. Las corrientes internas pudieron articularse y encontrar consistencia por la identificación con el interés corporativo y por la existencia de una red de lealtades e influencias que sostiene la estructura: la pertenencia a una determinada arma o a una promoción, el haber compartido un destino o el conocimiento personal, anees que las inclinaciones político ideológicas, pueden ser razón de respeto y reconocimiento. Este rasgo fue de primera importancia en el marco de una nación en que las clases dominantes no habían logrado forjar una alianza estable y los partidos políticos atravesaban una profunda crisis de representación frente a una sociedad compleja y ambivalente. La atomización política y económica de la sociedad se compensaba entonces, hasta cierto punto, por la unidad disciplinaria del aparato armado y su imposición sobre la sociedad.
De esta manera, las Fuerzas Armadas concentraron la suma del poder militar y la representación de múltiples fracciones y segmentos del poder, adjudicada tácitamente. Esta conjunción explica su alta independencia con respecto a cada una de las fracciones o segmentos en particular.
El proceso conjunto de autonomía relativa y acumulación de poder crecientes las llevó a asumir con bastante nitidez el papel mismo del Estado, de su preservación y de su reproducción, como núcleo de las instituciones políticas, en el marco de una sociedad cuyos partidos eran incapaces de diseñar una propuesta hegemónica.
Así, los militares "salvaron" reiteradamente al país —o a los grupos dominantes— a lo largo de 45 años; a su vez, sectores importantes de la sociedad civil reclamaron y exigieron ese salvataje una vez tras otra. En 1976, no existía partido político en Argentina que no hubiera apoyado o participado en alguno de los numerosos golpes militares. Radicales del pueblo, radicales intransigentes, conservadores, peronistas, socialistas y comunistas se asociaron con ellos, en diferentes coyunturas.
El general Benito Reynaldo Bignone, último presidente de facto, señaló: "nunca un general se levantó una mañana y dijo: 'vamos a descabezar a un gobierno'. Los golpes de Estado son otra cosa, son algo que viene de la sociedad, que va de ella hacia el Ejército, y éste nunca hizo más que responder a ese pedido.'" El razonamiento es tramposo por ser sólo parcialmente cierto. Se podría decir, en cambio, que los golpes de Estado vienen de la sociedad y van hacia ella; la sociedad no es el genio maligno que los gesta ni tampoco su víctima indefensa. Civiles y militares tejen la trama del poder. Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder autoritario, golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad. Y sin embargo, la trama no es homogénea; reconoce núcleos duros y también fisuras, puntos y líneas de fuga, que permiten explicar la índole del poder.
Cuando se dio el golpe de 1976, por primera vez en la historia de las asonadas, el movimiento se realizó con el acuerdo activo y unánime de las tres armas. Fue un movimiento institucional, en el que participaron todas las unidades sin ningún tipo de ruptura de las estructuras jerárquicas decididas, esta vez sí, a dar una salida definitiva y drástica a la crisis. En ese momento, la historia argentina había dado una vuelta decisiva. El peronismo, ese "mal" que signara por décadas la vida nacional, amenaza y promesa constante durante casi 30 años, había hecho su prueba final con el consecuente fracaso. Se habían sucedido, sin descanso, años de violencia, la reinstalación de Perón en el gobierno y el derrumbe de su modelo de concertación, el descontrol del movimiento peronista, el caos de la sucesión presidencial y el desastroso gobierno de Isabel Perón, el rebrote de la guerrilla, la crisis económica más fuerte de la historia argentina hasta entonces; en suma, algo muy similar al caos.
Argentina parecía no tener ya cartas para jugar. La sociedad estaba harta y, en particular la clase media, clamaba por recuperar algún orden. Los militares estaban dispuestos a "salvar" una vez más al país, que se dejaba rescatar, dispuesto a cerrar los ojos con tal de recuperar la tranquilidad y la prosperidad perdidas muchos años atrás —y gracias a más de un gobierno militar.
Las tres armas asumieron la responsabilidad del proyecto de salvataje. Ahora sí, producirían todos los cambios necesarios para hacer de Argentina otro país. Para ello, era necesario emprender una operación de "cirugía mayor", así la llamaron. Los campos de concentración fueron el quirófano donde se llevó a cabo dicha cirugía -no es casualidad que se llamaran quirófanos a las salas de tortura—; también fueron, sin duda, el campo de prueba de una nueva sociedad ordenada, controlada, arenada.
Las Fuerzas Armadas asumieron el disciplinamiento de la sociedad, para modelarla a su imagen y semejanza. Ellas mismas como cuerpo disciplinado, de manera tan brutal como para internalizar, hacer carne, aquello que imprimirían sobre la sociedad. Desde principios de siglo, bajo el presupuesto del orden militar se impuso el castigo físico —virtual tortura—sobre militares y conscriptos, es decir sobre toda la población masculina del país. Cada soldado, cada cabo, cada oficial, en su proceso de asimilación y entrenamiento aprendió la prepotencia y la arbitrariedad del poder sobre su propio cuerpo y dentro del cuerpo colectivo de la institución armada.
Cuando la disciplina se ha hecho carne se convierte en obediencia, en "la sumisión a la autoridad legítima. El deber de un soldado es obedecer ya que ésta es la primera obligación y la cualidad más preciada de todo militar"'. Es decir, las órdenes no se discuten, se cumplen.
Pero vale la pena detenerse un momento en el proceso orden-obediencia, grabado a fuego en las instituciones militares. Cuanto más grave es la orden, más difusa, "eufemística", suele ser su formulación y más se difumina también el lugar del que emana, perdiéndose en la larguísima cadena de mandos.
Hay algunos mecanismos internos que facilitan el flujo de la obediencia y diluyen la responsabilidad. La orden supone, implícitamente, un proceso previo de autorización. El hecho de que un acto esté autorizado parece justificarlo de manera automática. Al provenir de una autoridad reconocida como legítima, el subordinado actúa como si no tuviera posibilidad de elección. Se antepone a todo juicio moral el deber de obedecer y la sensación de que la responsabilidad ha sido asumida en otro lugar. El ejecutor se siente así libre de cuestionamiento y se limita al cumplimiento de la orden. Los demás son cómplices silenciosos.
El miedo se une a la obligación de obedecer, reforzándola. La fuerza del castigo que sobreviene a cualquier incumplimiento, y que se ha grabado previamente en el subordinado, es el sustrato de este miedo, que se refuerza permanentemente con nuevas amenazas. La aceptación de la institución y el temor a su potencialidad destructiva no son elementos excluyentes.
A su vez, existe un proceso de burocratización que implica una cierta rutina, "naturaliza" las atrocidades y, por lo mismo, dificulta el cuestionamiento de las órdenes. En la larga cadena de mandos cada subordinado es un ejecutor parcial, que carece de control sobre el proceso en su conjunto. En consecuencia, las acciones se fragmentan y las responsabilidades se diluyen.
Las cabezas dan unas órdenes con las que no toman contacto. Los ejecutores se sienten piezas de una complicadísima maquinaria que no controlan y que puede destruirlos. El campo de concentración aparece como una máquina de destrucción, que cobra vida propia. La impresión es que ya nadie puede detenerla. La sensación de impotencia frente al poder secreto, oculto, que se percibe como omnipotente, juega un papel clave en su aceptación y en una actitud de sumisión generalizada.
Por último, la diseminación de la disciplina en la sociedad hace que la conducta de obediencia tenga un alto consenso y la posibilidad de insubordinación sólo se plantee aisladamente. Aunque el dispositivo está preparado para que los individuos obedezcan de manera automática e incondicional, esto ocurre en distintos grados, que van de la más profunda internalización a un consentimiento poco convencido, sin desechar la desobediencia que, aunque es muy eventual, existe. Aun en el centro mismo del poder, la homogeneización y el control total son sólo ilusiones.
La autonomía creciente de las Fuerzas Armadas, su vínculo con la sociedad y el papel que jugó en ellas la disciplina y el temor son sólo un apunte preliminar para recordar que sin estos elementos no hubiera sido posible la experiencia concentracionaria. No intentaré trazar aquí las características del poder en el llamado Proceso de Reconstrucción Nacional. Aparecerán a lo largo del texto a través de una de sus criaturas, quizás la más oculta, una creación periférica y medular al mismo tiempo: el campo de concentración.
Sin embargo, cabe señalar también que las características de este poder desaparecedor no eran flamantes, no constituyeron un invento.
Arraigaban profundamente en la sociedad desde el siglo XIX, favoreciendo la desaparición de lo disfuncional, de lo incómodo, de lo conflictivo.
No obstante, el Proceso tampoco puede entenderse como una simple continuación o una repetición aumentada de las prácticas antes vigentes.
Representó, por el contrario, una nueva configuración, imprescindible para la institucionalización que le siguió y que hoy rige. Ni más de lo mismo, ni un monstruo que la sociedad engendró de manera incomprensible. Es un hijo legítimo pero incómodo que muestra una cara desagradable y exhibe las vergüenzas de la familia en tono desafiante. A la vez, oculta parte de su ser más íntimo. Intentamos mirarlo aquí de frente a esa cara oculta, que se esconde, en el rostro del pretendido "exceso", verdadera norma de un poder desaparecedor que a su vez se nos desaparece también a nosotros una y otra vez.

La vanguardia iluminada

"Los muertos demandan a los vivos: recordadlo todo y contadlo; no solamente pera combatir los campos sino también para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve su sentido. "'
TZVETAN TODOROV

En los años setenta proliferaron diversos movimientos armados latinoamericanos, palestinos, asiáticos. Incluso en algunos países centrales, como Alemania, Italia y Estados Unidos se produjeron movimientos emparentados con esta concepción de la política, que ponía el acento en la acción armada como medio para crear las llamadas"condiciones revolucionarias".
No se trató de un fenómeno marginal, sino que el foquismo y, en términos más generales, el uso de la violencia, pasó a ser casi condición sine cuanon de los movimientos radicales de la época. Dentro del espectro de los círculos revolucionarios, casi exclusivamente las izquierdas estalinistas y ortodoxas se sustrajeron a la influencia de la lucha armada.
La guerrilla argentina formó parte de este proceso, sin el cual sería incomprensible. La concepción foquista adoptada por las organizaciones armadas, al suponer que del accionar militar nacería la conciencia necesaria para iniciar una revolución social, las llevó a deslizarse hacia una concepción crecientemente militar. Pero en realidad, la idea de considerar la política básicamente como una cuestión de fuerza, aunque profundizada por el foquismo, no era una "novedad" aportada por la joven generación de guerrilleros, ya fueran de origen peronista o guevarista, sino que había formado parte de la vida política argentina por lo menos desde 1930.
Los sucesivos golpes militares, entre ellos el de 1955, con fusilamiento de civiles y bombardeo sobre una concentración peronista en Plaza de Mayo; los fusilamientos de José León Suárez; la proscripción del peronismo, entre 1955 y 1973, que representaba la mayoría electoral compuesta por los sectores más desposeídos de la población; la cancelación de la democracia efectuada por la Revolución Argentina de 1966, cuya política represiva desencadenó levantamientos de tipo insurreccional en las principales ciudades del país (Córdoba, Tucumán, Rosario y Mendoza, entre 1969 y 1972), fueron algunos de los hechos violentos del contexto político netamente impositivo, en el que creció esta generación. Por eso, la guerrilla consideraba que respondía a una violencia ya instalada de antemano en la sociedad.
Al inicio de la década de los 70, muchas voces, incluidas las de políticos, intelectuales, artistas, se levantaban en reivindicación de la violencia, dentro y fuera de Argentina. Entre ellas tenía especial ascendiente en ciertos sectores de la juventud la de Juan Domingo Perón quien, aunque apenas unos años después llamaría a los guerrilleros "mercenarios", "agentes del caos' e "inadaptados", en 1 970 no vacilaba en afirmar: "La dictadura que azota a la patria no ha de ceder en su violencia sino ante otra violencia mayor.'"1 "La subversión debe progresar."'' "Lo que está entronizado es la violencia. Y sólo puede destruirse por otra violencia. Una vez que se ha empezado a caminar por ese camino no se puede retroceder un paso. La revolución tendrá que ser violenta."
Por otra parte, la práctica inicial de la guerrilla y la respuesta que obtuvo de vastos sectores de la sociedad afianzó la confianza en la lucha armada para abordar los conflictos políticos. Jóvenes, que en su mayoría oscilaban entre los 18 y los 25 años, lograron concentrar la atención del país con asaltos a bancos, secuestros, asesinatos, bombas y toda la gama de acciones armadas que, a su vez, les dieron una voz política. "Sí, sí, señores, soy terrorista; sí sí señores, de corazón..." cantaban en 1973 decenas de miles de jóvenes congregados en las columnas de la Juventud Peronista que, en realidad, nunca fueron terroristas; si acaso, algunos pocos eran militantes armados.
¿Qué pretendían? Desde la izquierda o el peronismo buscaban, básicamente, una sociedad mejor. En el lenguaje de la época, la "patria socialista" quería decir, sustancialmente, mayor justicia social, mejor distribución de la riqueza, participación política. Pretendían ser la vanguardia que abriría el camino, aun a costa de su propio sacrificio, para una Argentina más incluyente.
Durante los primeros años de actividad, entre 1970 y 1974, la guerrilla tendía a seleccionar de manera muy política los blancos del accionar armado, pero a medida que la práctica militar se intensificó, el valor efectista de la violencia multiplicó engañosamente su peso político real; la lucha armada pasó a ser la máxima expresión de la política primero, y la política misma más tarde.
La influencia del peronismo en las Organizaciones Armadas Peronistas, y su práctica de base creciente entre los años 1972 y 1974, las había llevado a una concepción necesariamente mestiza entre el foquismo y el populismo, más rica y compleja. Pero esta apertura se fue desvirtuando y empobreciendo a medida que Montoneros se distanciaba del movimiento peronista y crecía su aislamiento político general.
El proceso de militarización de las organizaciones y la consecuente desvinculación de la lucha de masas tuvieron dos vertientes principales: por una parte el intento de construir, como actividad prioritaria, un ejército popular que se pretendía con las mismas características de un ejército regular, por la otra la represión que, sobre todo en el caso de Montoneros, la fue obligando a abandonar el amplio trabajo de base desarropado entre 1972 y 1974.
La militarización, y un conjunto de fenómenos colaterales pero no menos importantes, como la falta de participación de los militantes en la toma de decisiones, el autoritarismo de las conducciones y el acallamiento del disenso —fenómenos que se registraron en muchas de las guerrillas latinoamericanas— debilitaron internamente a las organizaciones guerrilleras. Lo cierto es que su proceso de descomposición estaba bastante avanzado cuando se produjo el golpe militar de 1976. La guerrilla había comenzado a reproducir en su interior, por lo menos en parte, el poder autoritario que intentaba cuestionar.
Las armas son potencialmente "enloquecedoras": permiten matar y, por lo tanto, crean la ilusión de control sobre la vida y la muerte. Como es obvio, no tienen por sí mismas signo político alguno pero puestas en manos de gente muy joven que además, en su mayoría, carecía de una experiencia política consistente funcionaron como una muralla de arrogancia y soberbia que encubría, sólo en parte, una cierra ingenuidad política.
Frente a un Ejército tan poderoso como el argentino, en 1974 los guerrilleros ya no se planteaban ser francotiradores, debilitar, fraccionar y abrir brechas en él; querían construir otro de semejante o mayor potencia, igualmente homogéneo y estructurado. Poder contra poder. La guerrilla había nacido como forma de resistencia y hostigamiento contra la estructura monolítica militar pero ahora aspiraba a parecerse a ella y disputarle su lugar. Se colocaba así en el lugar más vulnerable; las Fuerzas Armadas respondieron con todo su potencial de violencia.
La persecución que se desató contra las organizaciones sociales y políticas de izquierda en general y contra las organizaciones armadas en particular, después de la breve "primavera democrática", partió, en primer lugar, de la derecha del movimiento peronista, ligada con importantes sectores del aparato represivo. Ya en octubre de 1973, comenzó el accionar público de la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A (AAA), dirigida por el ministro de Bienestar Social, José López Rega, y claramente protegida y vinculada con los organismos de seguridad.
A partir de la muerte de Perón, desatada la pugna por la "sucesión política" dentro del peronismo, su accionar se aceleró. Entre julio y agosto de 1974 se contabilizó un asesinato de la AAA cada 9 horas". Para septiembre de 1974 habían muerto, en atentados de esa organización, alrededor de 200 personas. Se inició entonces la práctica de la desaparición de personas.
Por su parte, durante 1974 y 1975, la guerrilla multiplicó las acciones armadas, aunque nunca alcanzó el número ni la brutalidad del accionar paramilitar—por ejemplo, jamás practicó la tortura, que fue moneda corriente en las acciones de la AAA. Se desató entonces una verdadera escalada de violencia entre la derecha y la izquierda, dentro y fuera del peronismo.
Cuando se produjo el golpe de 1976 —que implicó la represión masificada de la guerrilla y de toda oposición política, económica o de cualquier tipo, con una violencia inédita—, al desgaste interno de las organizaciones y a su aislamiento se sumaban las bajas producidas por la represión de la Triple A. Sin embargo, tanto ERP como Montoneros se consideraban a sí mismas indestructibles y concebían el triunfo final como parte de un destino histórico prefijado.
A partir del 24 de marzo, la política de desapariciones de la AAA tomó el carácter de modalidad represiva oficial, abriendo una nueva época en la lucha contrainsurgente. En pocos meses, las Fuerzas Armadas destruyeron casi totalmente al ERP y a las regionales de Montoneros que operaban en Tucumán y Córdoba. Los promedios de violencia de ese año indicaban un asesinato político cada cinco horas, una bomba cada tres y 15 secuestros por día, en el último trimestre del año. La inmensa mayoría de las bajas correspondía a los grupos militantes; sólo Montoneros perdió, en el lapso de un año, 2 mil activistas, mientras el ERP desapareció.Además, existían en el país entre 5 y 6 mil presos políticos, de acuerdo con los informes de Amnistía Internacional.
Roberto Santucho, el máximo dirigen te del ERP, comprendió demasiado tarde. En julio de 1976, pocos días antes de su muerte y de la virtual desaparición de su organización, habría afirmado: "Nos equivocamos en la política, y en subestimar la capacidad de las Fuerzas Armadas al momento del golpe. Nuestro principal error fue no haber previsto el reflujo del movimiento de masas, y no habernos replegado."
La conducción montonera, lejos de tal reflexión, realizó sus "cálculos de guerra", considerando que si se salvaba un escaso porcentaje de guerrilleros en el país (Gasparíni, calcula que unos cien) y otros tantos en el exterior, quedaría garantizada la regeneración de la organización una vez liquidado el Proceso de Reorganización Nacional. Así, por no abandonar sus territorios, entregó virtualmente a buena parte de sus militantes, que serían los pobladores principales de los campos de concentración.
La guerrilla quedó atrapada tanto por la represión como por su propia dinámica y lógica internas; ambas la condujeron a un aislamiento creciente de la sociedad. Desde un punto de vista político, se puede señalar la desinserción creciente de la que ya se habló; la militarización de lo político y la prevalencia de una lógica revolucionaria contra todo sentido de realidad partiendo, como premisa incuestionable, de la certeza absoluta del triunfo. En lo estrictamente organizativo, el predominio de lo organizacional sobre lo político, la falta de participación de los militantes en los mecanismos de promoción y en la toma de decisiones; el desconocimiento y "disciplinamiento" del desacuerdo interno y el enquistamiento de una conducción torpe ineficiente que, sin embargo, se consideraba irrevocable infalible. Todos estos Fueron factores decisivos en la derrota militar y política del proyecto guerrillero.
El incremento de la represión y las condiciones internas de las organizaciones cerraron una trampa mortal. Los militantes convivían con la muerte desde 1975; desde entonces era cada vez más próxima la posibilidad de su aniquilamiento que la de sobrevivir. Aunque muchos, en un rasgo de lucidez política o de instinto de supervivencia, abandonaron las organizaciones para salir al exterior o esconderse dentro del país —a menudo siendo apresados en el intento—, un gran número permaneció hasta el final, a pesar de lo evidente de la derrota. ¿Por qué?.
La fidelidad a los principios originarios del movimiento, para entonces bastante desvirtuados, fue una parte; la sensación de haber emprendido un camino sin retorno hizo el resto. Los militantes que siguieron hasta el fin, lo que en la mayoría de los casos significó su propio fin, estaban atrapados entre una oscura sensación de deuda moral o culpa con sus propios compañeros muertos, una construcción artificial de convicciones políticas que sólo se sostenía en la dinámica interna de las organizaciones, la situación represiva externa que no reconocía deserciones ni "arrepentimientos" y la propia represión de la organización que castigaba con la muerte a los desertores.
Estas fueron las condiciones en las que cayeron en manos de los militares para ir a dar a los numerosos campos de concentración-exterminio. Como es evidente, no se trataba de las mejores circunstancias para soportar la muerte lenta, dolorosa y siniestra de los campos, ni mucho menos la tortura indefinida e ilimitada que se practicaba en ellos.
Los militantes caían agotados. El manejo de concepciones políticas dogmáticas como la infalibilidad de la victoria, que se deshacían al primer contacto con la realidad del "chupadero"; la sensación de acorralamiento creciente vivida durante largos meses de pérdida de los amigos, de los compañeros, de las propias viviendas, de todos los puntos de referencia; la desconfianza latente en las conducciones, mayor a medida que avanzaba el proceso de destrucción; 1a soledad personal en que los sumía la clandestinidad, cada vez más dura; la persistencia del lazo político con la organización por temor o soledad más que por convicción, en buena parte de los casos; el resentimiento de quienes habían roto sus lazos con las organizaciones pero por la falta de apoyo de éstas no habían podido salir del país; las causas de la caída, muchas veces asociadas con la delación, eran sólo algunas de las razones por las que el militante caía derrotado de antemano.
Estos hechos facilitaron y posibilitaron la modalidad represiva del "chupadero". El tormento indiscriminado e ilimitado tuvo un papel importante en los niveles de eficiencia que lograron las Fuerzas Armadas en su accionar represivo, pero no es menos cierto que estos otros factores permitieron que se encontraran con un "enemigo" previamente debilitado. La guerrilla había llegado a un punto en que sabía más cómo morir que cómo vivir o sobrevivir, aunque estas posibilidades fueran cada vez más inciertas.

Notas

1 Foucault, Michel. Genealogía del racismo, Madrid, La Piqueta, 1992.
2 En Grecco, Jorge; González, Gustavo. Argentina: El Ejército que
tenemos, Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
3 General Maffrey. En Grecco, Jorge, op. cit., p. 167.
4 Todorov, Tzvetan. Frente al límite, México, Siglo XXI, 1 993.
5 Perón, Juan Domingo. Carta a las FAP, 12 de febrero de 1970. En
Gasparini, Juan, op. cit., p. 39-
6 Perón, Juan Domingo. Carta a José Hernández Arregui, 5 de noviembre
de 1970. En Gasparini. Juan, op. cit., p- i).
7 Perón, Juan Domingo. Marcha, 27 de Febrero.de 1970.
8 Graham Yooll, Andrew. En Seoane, María, op. cit., p. 242.
9 Gasparini, Juan, op. cit., p. 98.
10 Matini, Luis. En Seoane, María, op. cit., p. 303.
11 Gasparini, Juan. Montoneros. Final de cuentas, Buenos Aires, Punto sur,
1988.
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LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
"...el experimento de dominación total en los campos de concentración depende del aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del mundo de los vivos en general... Este aislamiento explica la irrealidad peculiar y la falta de credibilidad, que caracteriza a todos los relatos sobre los campos de concentración...tales campos son la verdadera institución central del poder organizado totalitario. "
"Cualquiera que hable o escriba acerca de los campos de concentración es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado por dudas con respecto a su verdadera sinceridad, como si hubiese confundido una pesadilla con la realidad."
Hannah Arent

Poder y represión

El poder, a la vez individualizante y totalitario, cuyos segmentos molares, siguiendo la imagen de Deleuze, están inmersos en el caldo molecular que los alimenta es, antes que nada, un multifacético mecanismo de represión.
Las relaciones de poder que se entretejen en una sociedad cualquiera, las que se fueron estableciendo y reformulando a lo largo de este siglo en Argentina y de las que se habló al comienzo son el conjunto de una serie de enfrentamientos, las más de las veces violentos y siempre con un fuerte componente represivo. No hay poder sin represión pero, más que eso, se podría afirmar que la represión es el alma misma del poder. Las formas que adopta lo muestran en su intimidad más profunda, aquella que, precisamente porque tiene la capacidad de exhibirlo, hacerlo obvio, se mantiene secreta, oculta, negada.
En el caso argentino, la presencia constante de la institución militar en la vida política manifiesta una dificultad para ocultar el carácter violento de la dominación, que se muestra, que se exhibe como una amenaza perpetua, como un recordatorio constante para el conjunto de la sociedad.
"Aquí estoy, con mis columnas ele hombres y mis armas; véanme", dice el poder en cada golpe pero también en cada desfile patriótico.
Sin embargo, los uniformes, el discurso rígido y autoritario de los militares, los fríos comunicados difundidos por las cadenas de radio y televisión en cada asonada, no son más que la cara más presentable de su poder, casi podríamos decir su traje de domingo. Muestran un rostro rígido y autoritario, sí, pero también recubierto de un barniz de limpieza, rectitud y brillo del que carecen en el ejercicio cotidiano del poder, donde se asemejan más a crueles burócratas avariciosos que a los cruzados del orden y la civilización que pretenden ser.
Ese poder, cuyo núcleo duro es la institución militar pero que comprende otros sectores de la sociedad, que se ejerce en gobiernos civiles y militares desde la fundación de la nación, imitando y clonando a un tiempo, se pretende a sí mismo como total. Pero este intento de totalización no es más que una de las pretensiones del poder. "Siempre hay una hoja que se escapa y vuela bajo el sol." Las líneas de fuga, los hoyos negros del poder son innumerables, en toda sociedad y circunstancia, aun en los totalitarismos más uniformemente establecidos.
Es por eso que para describir la índole específica de cada poder es necesario referirse no sólo a su núcleo duro, a lo que él mismo acepta como constitutivo de sí, sino a lo que excluye y a lo que se le escapa, a aquello que se fuga de su complejo sistema, a la vez central y fragmentario.
Allí cobra sentido la función represiva que se despliega para controlar, apresar, incluir a todo lo que se le fuga de ese modelo pretendidamente total. La exclusión no es más que un forma de inclusión, inclusión de lo disfuncional en el lugar que se le asigna. Por eso, los mecanismos y las tecnologías de la represión revelan la índole misma del poder, la forma en que éste se concibe a sí mismo, la manera en que incorpora, en que refuncionaliza y donde pretende colocar aquello que se le escapa, que no considera constitutivo.
La represión, el castigo, se inscriben dentro de los procedimientos del poder y reproducen sus técnicas, sus mecanismos. Es por ello que las formas de la represión se modifican de acuerdo con la índole del poder. Es allí donde pretendo indagar.
Si ese núcleo duro exhibe una parte de sí, la "mostrable" que aparece en los desfiles, en el sistema penal, en el ejercicio legítimo de la violencia, también esconde otra, la "vergonzante", que se desaparecen el control ilícito de correspondencias y vidas privadas, en el asesinato político, en las prácticas de tortura, en los negociados y estafas.
Siempre el poder muestra y esconde, y se revela a sí mismo tanto en lo que exhibe como en lo que oculta. En cada una de esas esferas se manifiestan aspectos aparentemente incompatibles pero entre los que se pueden establecer extrañas conexiones. Me interesa aquí hablar de la cara negada del poder, que siempre existió pero que fue adoptando distintas características.
En Argentina, su forma más tosca, el asesinato político, fue una constante; por su parte, la tortura adoptó una modalidad sistemática e institucional en este siglo, después de la Revolución del 30 para los prisioneros políticos, y fue una práctica constante e incluso socialmente aceptada como normal en relación con los llamados delincuentes comunes. El secuestro y posterior asesinato con aparición del cuerpo de la víctima se realizó, sobre todo a partir de los años setenta, aunque de una manera relativamente excepcional.
Sin embargo todas esas prácticas, aunque crueles en su ejercicio, se diferencian de manera sustancial de la desaparición de personas, que merece una reflexión aparte. La desaparición no es un eufemismo sino una alusión literal: una persona que a partir de determinado momento desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito. Puede haber testigos del secuestro y presuposición del posterior asesinato pero no hay un cuerpo material que dé testimonio del hecho.
La desaparición, como forma de represión política, apareció después del golpe de 1966. Tuvo en esa época un carácter esporádico y muchas veces los ejecutores fueron grupos ligados al poder pero no necesariamente los organismos destinados a la represión institucional.
Esta modalidad comenzó a convertirse en un uso a partir de 1974, durante el gobierno peronista, poco después de la muerte de Perón. En ese momento las desapariciones corrían por cuenta de la AAA y el Comando Libertadores de América, grupos que se podía definir como parapoliciales o paramilitares. Estaban compuestos por miembros de las fuerzas represivas, apoyados por instancias gubernamentales, como el Ministerio de Bienestar Social, pero operaban de manera independiente de esas instituciones. Estaban sostenidos por y coludidos con el poder institucional pero también se podían diferenciar de él.
No obstante, ya entonces, cuando en febrero de 1975 por decreto del poder ejecutivo se dio la orden de aniquilar la guerrilla, a través del Operativo Independencia se inició en Tucumán una política institucional de desaparición de personas, con el silencio y el consentimiento del gobierno peronista, de la oposición radical y de amplios sectores de la sociedad. Otros, como suele suceder, no sabían nada; otros más no querían saber. En ese momento aparecieron las primeras instituciones ligadas indisolublemente con esta modalidad represiva: los campos de concentración y exterminio.
Es decir que la figura de la desaparición, como tecnología del poder instituido, con su correlato institucional, el entripo de concentración exterminio hicieron su aparición estando en vigencia las llamadas instituciones democráticas y dentro de la administración peronista de Isabel Martínez. Sin embargo, eran entonces apenas una de las tecnologías de lo represivo.
El golpe de 1976 representó un cambio sustancial: la desaparición y el campo de concentración-exterminio dejaron de ser una de las formas de la represión para convertirse en la modalidad represiva del poder, ejecutada de manera directa desde las instituciones militares. Desde entonces, el eje de la actividad represiva dejó de girar alrededor de las cárceles para pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de personas, que se montó desde y dentro de las Fuerzas Armadas.
¿Qué representó esta transformación? Las nuevas modalidades de lo represivo nos hablan también de modificaciones en la índole del poder.
Parto de la idea de que el Proceso de Reorganización Nacional no fue una extraña perversión, algo ajeno a la sociedad argentina y a su historia, sino que forma parte de su trama, está unido a ella y arraiga en su modalidad y en las características del poder establecido.
Sin embargo, afirmo también que el Proceso no representó una simple diferencia de grado con respecto a elementos preexistentes, sino una reorganización de los mismos y la incorporación de otros, que dio lugar a nuevas formas de circulación del poder dentro de la sociedad. Lo hizo con una modalidad represiva: los campos de concentración-exterminio.
Los campos de concentración, ese secreto a voces que todos temen, muchos desconocen y unos cuantos niegan, sólo es posible cuando el intento totalizador del Estado encuentra su expresión molecular, se sumerge profundamente en la sociedad, permeándola y nutriéndose de ella. Por eso son una modalidad represiva específica, cuya particularidad no se debe desdeñar. No hay campos de concentración en todas las sociedades. Hay muchos poderes asesinos, casi se podría afirmar que todos lo son en algún sentido. Pero no todos los poderes son concentracionarios. Explorar sus características, su modalidad específica de control y represión es una manera de hablar de la sociedad misma y de las características del poder que entonces se instauró y que se ramifica y reaparece, a veces idéntico y a veces mutado, en el poder que hoy circula y se reproduce.
No existen en la historia de los hombres paréntesis inexplicables. Y es precisamente en los periodos de "excepción", en esos momentos molestos y desagradables que las sociedades pretenden olvidar, colocar entre paréntesis, donde aparecen sin mediaciones ni atenuantes, los secretos y las vergüenzas del poder cotidiano. El análisis del campo de concentración, como modalidad represiva, puede ser una de las claves para comprender las características de un poder que circuló en todo el tejido social y que no puede haber desaparecido. Si la ilusión del poder es su capacidad para desaparecerlo disfuncional, no menos ilusorio es que la sociedad civil suponga que el poder desaparecedor desaparezca, por arte de una magia inexistente.

Somos compañeros, amigos, hermanos

Entre 1976 y 1982 funcionaron en Argentina 340 campos de concentración-exterminio, distribuidos en todo el territorio nacional. Se registró su existencia en 11 de las 23 provincias argentinas, que concentraron personas secuestradas en todo el país. Su magnitud fue variable, tanto por el número de prisioneros como por el tamaño de las instalaciones.
Se estima que por ellos pasaron entre 15 y 20 mil personas, de las cuales aproximadamente el 90 por ciento fueron asesinadas. No es posible precisar el número exacto de desapariciones porque, si bien la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas recibió 8960 denuncias, se sabe que muchos de los casos no fueron registrados por los familiares. Lo mismo ocurre con un cierto número de sobrevivientes que, por temor u otras razones, nunca efectuaron la denuncia de su secuestro.
Según los testimonios de algunos sobrevivientes, Juan Carlos Scarpatti afirma que por Campo de Mayo habrían pasado 3500 personas entre 1976 y 1977; Graciela Geuna dice que en La Perla hubo entre 2 mil y 1500 secuestrados; Martín Grass estima que la Escuela de Mecánica de la Armada alojó entre 3 mil y 4500 prisioneros de 1976 a 1979; el informe de Conadep indicaba que El Atlético habría alojado más de 1 500 personas. Sólo en estos cuatro lugares, ciertamente de los más grandes, los testigos directos hacen un cálculo que, aunque parcial por el tiempo de detención, en el más optimista de los casos, asciende a 9500 prisioneros. No parece descabellado, por lo tanto, hablar de 1 5 o 20 mil víctimas a nivel nacional y durante todo el periodo. Algunas entidades de defensa de los derechos humanos, como las Madres de Plaza de Mayo, se refieren a una cifra total de 30 mil desaparecidos.
Diez, veinte, treinta mil Torturados, muertos, desaparecidos... En estos rangos las cifras dejan de tener una significación humana. En medio de los grandes volúmenes los hombres se transforman en números constitutivos de una cantidad, es entonces cuando se pierde la noción de que se está hablando de individuos. La misma masificación del fenómeno actúa deshumanizándolo, convirtiéndolo en una cuestión estadística, en un problema de registro. Como lo señala Todorov, "un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información"'. Las larguísimas listas de desaparecidos, financiadas por los organismos de derechos humanos, que se publicaban en los periódicos argentinos a partir de 1980, eran un recordatorio de que cada línea impresa, con un nombre y un apellido representaba a un hombre de carne y hueso que había sido asesinado. Por eso eran tan impactantes para la sociedad. Por eso eran tan irritativas para el poder militar.
También por eso, en este texto intentaré centrarme en las descripciones que hacen los protagonistas, en los testimonios de las víctimas específicas que, con un nombre y un apellido, con una historia política concreta hablan de estos campos desde «/lugar en ellos. Cada testimonio es un universo completo, un hombre completo hablando de sí y de los otros.
Sería suficiente tomar uno solo de ellos para dar cuenta de los fenómenos a los que me quiero referir. Sin embargo, para mostrar la vivencia desde distintos sexos, sensibilidades, militancias, lugares geográficos y captores, aunque haré referencia a otros testimonios, tomaré básicamente los siguientes: Graciela Geuna (secuestrada en el campo de concentración de La Perla, Córdoba, correspondiente al III Cuerpo de Ejército), Martín Grass (secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada, Capital Pederal, correspondiente a la Armada de la República Argentina), Juan Carlos Scarparti (secuestrado y fugado de Campo de Mayo, Provincia de Buenos Aires, campo de concentración correspondiente al I Cuerpo de Ejército), Claudio Tamburrini (secuestrado y fugado de la Mansión Seré, provincia de Buenos Aires, correspondiente a la Fuerza Aérea), Ana María Careaga (secuestrada en El Atlético, Capital Federal, correspondiente a la Policía Federal). Todos ellos fugaron en más de un sentido.
La selección también pretende ser una muestra de otras dos circunstancias: la participación colectiva de las tres Fuerzas Armadas y de 17 la policía, es decir de las llamadas Fuerzas de Seguridad, y su involucramiento institucional, desde el momento en que la mayoría de los campos ele concentración-exterminio se ubicó en dependencias de dichos organismos de seguridad, controlados y operados por su personal.
No abundaré en estas afirmaciones, ampliamente demostradas en el juicio que se siguió a las juntas militares en 1985. Sólo me interesa resaltar que en ese proceso quedó demostrada la actuación institucional de las Fuerzas de Segundad, bajo comando conjunto de las Fuerzas Armadas y siguiendo la cadena de mandos. Es decir que el accionar "antisubversivo" se realizó desde y dentro de la estructura y la cadena jerárquica de las Fuerzas Armadas. "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los comandos superiores", afirmó en Washington el general Santiago Ornar Riveros, por si hubiera alguna duda'. En suma, fue la modalidad represiva del Estado, no un hecho aislado, no un exceso de grupos fuera de control, sino una tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente.
Los sobrevivientes, e incluso testimonios de miembros del aparato represivo que declararon contra sus pares, dan cuenta de numerosos enfrentamientos entre las distintas armas y entré sectores internos de cada una de ellas. Geuna habla del desprecio de la oficialidad de La Perla hacia el personal policial y sus críticas al II Cuerpo de Ejército, al que consideraban demasiado "liberal". Grass menciona las diferencias de la Armada con el Ejército y de la Escuela de Mecánica con el propio Servicio de Inteligencia Naval. Ejército y Armada despreciaban a los "panqueques", la Fuerza Aérea, que como panqueques se daban vuelta en el aire; es decir, eran incapaces de tener posturas consistentes. Sin embargo, aunque tuvieran diferencias circunstanciales, tocios coincidieron en lo fundamental: mantener y alimentar el aparato desaparecedor, la máquina de concentración-exterminio. Porque la característica de estos campos fue
que todos ellos, independientemente de qué fuerza los controlara, llevaban como destino final a la muerte, salvo en casos verdaderamente excepcionales.
Durante el juicio de 1985, la defensa del brigadier Agosti, titular de la Fuerza Aérea, argumentó: "¿Cómo puede salvarse la contradicción que surge del alegato acusatorio del señor fiscal, donde palmariamente se demuestra que fue la Fuerza Aérea comandada por el brigadier Agosti la menos señalada en las declaraciones testimoniales y restante prueba colectada en el juicio, sea su comandante el acusado a quien se le imputen mayor número de supuestos hechos delictuosos?" Efectivamente, había menos pruebas en contra de la Fuerza Aérea, pero este hecho que la defensa intentó capitalizar se debía precisamente a que casi no quedaban sobrevivientes. El índice de exterminio de sus prisioneros había sido altísimo. Por cierto Tamburrini, un testigo de cargo fundamental, sobrevivió gracias a una fuga de prisioneros torturados, rapados, desnudos y esposados que reveló la desesperación de los mismos y la torpeza militar del personal aeronáutico. Otro testigo clave, Miriam Lewin, había logrado sobrevivir como prisionera en otros campos a los que fue trasladada con posterioridad a su secuestro por parte de la Aeronáutica.
En síntesis, la máquina de torturar, extraer información, aterrorizar y matar, con más o menos eficiencia, funcionó y cumplió inexorablemente su ciclo en el Ejército, la Marina, la Aeronáutica, las policías. No hubo diferencias sustanciales en los procedimientos de unos y otros, aunque cada uno, a su vez, se creyera más listo y se jactara de mayor eficacia que los demás.
Dentro de los campos de concentración se mantenía la organización jerárquica, basada en las líneas de mando, pero era una estructura que se superponía con la preexistente. En consecuencia, solía suceder que alguien con un rango inferior, por estar asignado a un grupo de tareas, tuviera más información y poder que un superior jerárquico dentro de la cadena de mando convencional. No obstante, se buscó intencionalmente una extensa participación de los cuadros en los trabajos represivos para ensuciar las manos de todos de alguna manera y comprometer personalmente al conjunto con la política institucional. En la Armada, por ejemplo, si bien hubo un grupo central de oficiales y suboficiales encargados de hacer funcionar sus campos de concentración, entre ellos la Escuela de Mecánica de la Armada, todos los oficiales participaron por lo menos seis meses en los llamados grupos de tareas. Asimismo, en el caso de la Aeronáutica se hace mención del personal rotativo. También hay constancia de algo semejante en La Perla, donde se disminuyó el número de personas que se fusilaban y se aumentó la frecuencia de las ejecuciones para hacer participar a más oficiales en dichas "ceremonias".
Pero aquí surge de inmediato una serie de preguntas: ¿cómo es posible que unas Fuerzas Armadas, ciertamente reaccionarias y represivas, pero dentro de los límites de muchas instituciones armadas, se hayan convertido en una máquina asesina?, ¿cómo puede ocurrir que hombres que ingresaron a la profesión militar con la expectativa de defender a su Patria o, en todo caso, de acceder a los círculos privilegiados del poder como profesionales de las armas, se hayan transformado en simples ladrones muchas veces de poca monta, en secuestradores y torturadores especializados en producir las mayores dosis de dolor posibles? ¿cómo un aviador formado para defender la soberanía nacional, y convencido de que esa era su misión en la vida, se podía dedicar a arrojar hombres vivos al mar?
No creo que los seres humanos sean potencialmente asesinos, controlados por las leyes de un Estado que neutraliza a su "lobo" interior. No creo que la simple inmunidad de la que gozaron los militares entonces los haya transformado abruptamente en monstruos, y mucho menos que todos ellos, por el hecho de haber ingresado a una institución armada, sean delincuentes en potencia. Creo más bien que fueron parte de una maquinaria, construida por ellos mismos, cuyo mecanismo los llevó a una dinámica de burocratización, rutinización y naturalización de la muerte, que aparecía como un dato dentro cié una planilla de oficina. La sentencia de muerte de un hombre era sólo la leyenda "QTH fijo", sobre el legajo de un desconocido.
¿Cómo se llegó a esta rutinización, a este "vaciamiento" de la muerte? Casi todos los testimonios coinciden en que la dinámica de los campos reconocía, desde la perspectiva del prisionero, diferentes grupos y funciones especializadas entre los captores. Veamos cómo se distribuían.

Las patotas

La patota era el grupo operativo que "chupaba" es decir j que realizaba la operación de secuestro de los prisioneros, ya fuera en la calle, en su domicilio o en su lugar de trabajo.
Por lo regular, el "blanco" llegaba definido, de manera que el grupo operativo sólo recibía una orden que indicaba a quién debía secuestrar y dónde. Se limitaba entonces a planificar y ejecutar una acción militar corriendo el menor riesgo posible. Como podía ser que el "blanco" estuviera armado y se defendiera, ante cualquier situación dudosa, la patota disparaba "en defensa propia".
Si en cambio se planteaba un combate abierto podía pedir ayuda y entonces se producían los operativos espectaculares con camiones del Ejercito, helicópteros y decenas de soldados saltando y apostándose en las azoteas. En este caso se ponía en juego la llamada "superioridad táctica" de las fuerzas conjuntas. Pero por lo general realizaba tristes secuestros en los que entre cuatro, seis u ocho hombres armados "reducían" a uno, rodeándolo sin posibilidad de defensa y apaleándolo de inmediato para evitar todo nesgo, al más puro estilo de una auténtica patota.
Si ocupaban una casa, en recompensa por el riesgo que habían corrido, cobraban su "botín de guerra", es decir saqueaban y rapiñaban cuanto encontraban.
En general, desconocían la razón del operativo, la supuesta importancia del "blanco" y su nivel de compromiso real o hipotético con la subversión. Sin embargo, solían exagerar la "peligrosidad" de la víctima porque de esa manera su trabajo resultaba más importante y justificable. Según el esquema, según su propia representación, ellos se limitaban a detener delincuentes peligrosos y cometían "pequeñas infracciones" como quedarse con algunas pertenencias ajenas. "(Nosotros) entrábamos, pateábamos las mesas, agarrábamos de las mechas a alguno, lo metíamos en el auto y se acabó. Lo que ustedes no entienden es que la policía hace normalmente eso y no lo ven mal."6 El señalamiento del cabo Vilariño, miembro de una de estas patotas, es exacto; la policía realizaba habitualmente esas prácticas contra los delincuentes y prácticamente nadie lo veía mal...porque eran delincuentes, otros. Era "normal".


Los grupos de inteligencia

Por otra parte, estaba el grupo de inteligencia, es decir los que manejaban la información existente y de acuerdo con ella orientaban el "interrogatorio" (tortura) para que fuera productivo, o sea, arrojara información de utilidad.
Este grupo recibía al prisionero, al "paquete", ya reducido, golpeado y sin posibilidad de defensa, y procedía a extraerle los datos necesarios para capturar a otras personas, armamento o cualquier tipo de bien útil en las tareas de contrainsurgencia. Justificaba su trabajo con el argumento de que el funcionamiento armado, clandestino y compartimentado de la guerrilla hacía imposible combatirla con eficiencia por medio de los métodos de represión convencionales; era necesario "arrancarle" la información que permitiría "salvar otras vidas".
Como ya se señaló, la práctica de la tortura, primero sobre los delincuentes comunes y luego sobre los prisioneros políticos, ya estaba para entonces profundamente arraigada. No constituía una novedad puesto que se había realizado a partir de los años 30 y de manera sistemática y uniforme desde la década del sesenta. La policía, que tenía larga experiencia en la práctica de la picana, enseñan las técnicas; a su vez, los cursos de contrainsurgencia en Panamá instruyeron a algunos oficiales en los métodos eficientes y novedosos de "interrogatorio".
"Yo capturo a un guerrillero, sé que pertenece a una organización (se podría agregar, o presumo y quiero confirmarlo, o pertenece a la periferia de esa organización, o es familiar de un guerrillero, o...) que está operando y preparando un atentado terrorista en, por ejemplo, un colegio (jamás los guerrilleros argentinos hicieron atentados en colegios)... Mi obligación es obtener rápidamente la información para impedirlo... Hay que hacer hablar al prisionero de alguna forma. Ese es el tema y eso es lo que se debe enfrentar. La guerra subversiva es una guerra especial. No hay ética. El tema es si yo permito que el guerrillero se ampare en los derechos constitucionales u obtengo rápida información para evitar un daño mayor", señala Aldo Rico, perpetuo defensor de la "guerra sucia". Por su parte, los mandos dicen: "Nadie dijo que aquí había que torturar. Lo efectivo era que se consiguiera la información. Era lo que a mí me importaba."
Como resultado, después de hacer hablar al prisionero, los oficiales de inteligencia producían un informe que señalaba los datos obtenidos, la información que podía conducir a la "patota" a nuevos "blancos" y su estimación sobre el grado de peligrosidad y "colaboración" del "chupado".
También ellos eran un eslabón, si no aséptico, profesional, de especialistas eficientemente entrenados.

Los guardias

Entonces, ya desposeído de su nombre y con un número de identificación, el detenido pasaba a ser uno más de los cuerpos que el aparato de vigilancia y mantenimiento del campo debía controlar. Las guardias internas no tenían conocimiento de quiénes eran los secuestrados ni por qué estaban allí. Tampoco tenían capacidad alguna de decisión sobre su suerte. Las guardias, generalmente constituidas por gente muy joven y de bajo nivel jerárquico, sólo eran responsables de hacer cumplir unas normas que tampoco ellas habían establecido, "obedecían órdenes".
La rigidez de la disciplina y la crueldad de) trato se "justificaba" por la alta peligrosidad de los prisioneros, de quienes muchas veces no llegaban a conocer ni siquiera sus rostros, eternamente encapuchados. Es interesante observar que todos ellos necesitaban creer que los "chupados" eran subversivos, es decir menos que hombres (según palabras del general Camps "no desaparecieron personas sino subversivos'"'), verdadera amenaza pública que era preciso exterminaren aras de un bien común incuestionable; sólo así podían convalidar su trabajo y desplegar en él la ferocidad de que dan cuenta los testimonios.
También hay que señalar que esta lógica se repetía punto por punto, en amplios sectores de la sociedad; la prensa de la época da cuenta de la "imperiosa necesidad" de erradicar la "amenaza subversiva" con métodos "excepcionales" de los que esos guardias eran parte. Un día, llegaba la orden de traslado con una lista, a veces elaborada incluso hiera del campo de concentración como en el caso de La Perla, y el guardia se limitaba a organizar una fila y entregar los "paquetes".

Los desaparecedores de cadáveres

Aquí los testimonios tienen lagunas. El secreto que rodeaba a los procedimientos de traslado hace que sea una de las partes del proceso que más se desconocen. Se sabe que estaban rodeados de una enorme tensión y violencia. En unos casos, se transportaba a los prisioneros lejos del campo, se los fusilaba, atados y amordazados, y se procedía al entierro y cremación de los cadáveres, o bien a tirar los cuerpos en lugares públicos simulando enfrentamientos.
Pero el método que aparentemente se adoptó de manera masiva consistía en que el personal del campo inyectaba a los prisioneros con somníferos y los cargaba en camiones, presumiblemente manejados por personal ajeno al funcionamiento interno. La aplicación del somnífero arrebataba al prisionero su última posibilidad de resistencia pero también sus rasgos más elementales de humanidad: la conciencia, el movimiento. Los "bultos" amordazados, adormecidos, maniatados, encapuchados, los "paquetes" se arrojaban vivos al mar. En suma, el dispositivo de los campos se encargaba de fraccionar, segmentarizar su funcionamiento para que nadie se sintiera finalmente responsable. "Mientras mayor sea la cantidad de personas involucradas en una acción, menor será la probabilidad de que cualquiera de ellas se considere un agente causal con responsabilidad moral."1" La fragmentación del trabajo "suspende" la responsabilidad moral, aunque en los hechos siempre existen posibilidades de elección, aunque sean mínimas.
La autorización por parte ele los superiores jerárquicos "legalizaba" los procedimientos, parecía justificarlos de manera automática, dejando al subordinado sin otra alternativa aparente que la obediencia. El hecho de formar parte de un dispositivo del cual se es sólo un engranaje creaba una sensación de impotencia que además de desalentar una resistencia virtualmente inexistente fortalecía la sensación de falta de responsabilidad. Los mecanismos para despojar a las víctimas de sus atributos humanos facilitaban la ejecución mecánica y rutinaria de las órdenes. En suma, un dispositivo montado para acallar conciencias, previamente entrenadas para el silencio, la obediencia y la muerte.
Todo adoptaba la apariencia de un procedimiento burocrático: información que se recibe, se procesa, se recicla; formularios que indican lo realizado; legajos que registran nombres y números; órdenes que se reciben y se cumplen; acciones autorizadas por el comando superior; turnos de guardia "24 por 48"; vuelos nocturnos ordenados por una superioridad vaga, sin nombre ni apellido. Todo era impersonal, la víctima y el victimario, órdenes verbales, "paquetes" que se reciben y se entregan, "bultos" que se arrojan o se entierran. Cada hombre como la simple pieza de un mecanismo mucho más vasto que no puede controlar ni detener, que disemina el terror y acalla las conciencias.
La fragmentación de la maquinaria asesina no fue un invento di los campos de concentración argentinos. En realidad es asombroso ver qué poco inventó la Junta Militar y hasta qué punto sus procedimientos se asemejan a las demás experiencias concentracionarias de este siglo. No creo que ello se deba a que "copiaron" o se "inspiraron" en los campos de concentración nazis o stalinistas, sino más bien en la similitud de los poderes totalizantes y, por lo mismo, en la semejanza que existe en sus formas de castigo, represión y normalización.
Aunque los asesinos de guerra nazis, como Eichman o Hoess, participaron en la ejecución de millones de personas, lo hicieron ocupándose también de un pequeño eslabón de la cadena. Por eso no se sentían responsables de sus actos. Eichman se defendió durante el juicio que se le siguió afirmando: "Yo no tenía nada que ver con la ejecución de judíos, no he matado ni a uno solo."
De manera semejante, en Argentina existieron 172 niños desaparecidos y consta, por denuncias realizadas a la Conadep, la tortura de algunos de ellos así como el asesinato de otros. Un caso demostrado, por la aparición de los cadáveres, es el de la familia de Matilde Lanuscou, cuyos hijos de seis y cuatro años fueron asesinados con sus padres, militantes Montoneros, en un operativo realizado por el Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires en 1976. No obstante, el general Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires en esa fecha, respondió durante una entrevista: "Personalmente no eliminé a ningún niño"12, como si ese hecho lo eximiera de la responsabilidad.
Para ver cómo opera la fragmentación desde adentro, es ilustrativa una entrevista realizada por La Semana a Raúl David Vilariño, cabo de la Marina que prestó servicios en los grupos operativos de la Escuela de Mecánica de la Armada. En ella se desarrolló el siguiente diálogo:
"—Una vez que ustedes entregaban a las personas secuestradas a la Jefatura del Grupo de Tareas, ¿qué sucedía?
"—Bueno, eso era parte de otro grupo.
"—Qué otro grupo?
"—El Grupo de Tareas estaba dividido en dos subgrupos: los que salían a la calle y los que hacían el denominado “trabajo sucio”.
"-¿Usted a qué grupo pertenecía? "—Yo? Al que salía a la calle...Nosotros sólo llevábamos al individuo a la Escuela de Mecánica de la Armada...Siempre esperé que me tiraran antes de tirar yo... Yo, por mi parte, entiendo por asesino a aquel que mata a sangre fría. Yo, gracias a Dios, eso no lo hice nunca... los chupadores deteníamos al tipo y lo entregábamos. Y perdíamos el contacto con el tipo... lo dejabas allí. Lo más peligroso para el detenido comenzaba allí... nunca me iba a tocar torturar. Porque a eso se dedicaban otras personas... No está dentro de mí el torturar. No lo siento..." (Sigue Vilariño)... Allá por el 78 (se van las patotas y) se quedan los torturadores, los que habían matado, los que habían quemado... Veo cómo se había perdido sensibilidad... Noté que faltaba sensibilidad, delicadeza... O que ya estaban tan, tan, tan rutinarios con eso que ya era normal que... No sé cómo explicarle: se les había hecho carne. "-¿Qué era lo que se había hecho rutina?"-El torturar, el no sentir sensibilidad, el no importar los gritos, el no tener delicadeza cuando uno comía: contaban herejías.""
Aunque parezca extraño, también los oficiales de inteligencia, los torturadores, el alma de todo el dispositivo, descargaban su responsabilidad de alguna manera. Cuenta Graciela Geuna, sobreviviente de La Perla:
"Barreiro es un buen representante de los torturadores, porque tenía lucidez y conciencia de su participación en las tareas represivas. Su pensamiento era circular en ese sentido: su propia responsabilidad personal la transfería a los militantes populares y, fundamentalmente, a las direcciones partidarias, porque no cedían. Es decir, la tortura era necesaria ante la resistencia de la gente. Si la gente no resistía él no tenía que torturar."1
Por el secreto que los envuelve, no hay testimonios directos de los desaparecedores de cuerpos pero se puede suponer que tendrían justificaciones similares y la misma sensación de carecer de responsabilidad. En última instancia ellos sólo ponían el punto final de un proceso irreversible; arrojaban "paquetes" al mar.
Es significativo el uso del lenguaje, que evitaba ciertas palabras reemplazándolas por otras: en los campos no se tortura, se "interroga", luego los torturadores son simples "interrogadores". No se mata, se "manda para arriba" o "se hace la boleta". No se secuestra, se "chupa". No hay picanas, hay "máquinas"; no hay asfixia, hay "submarino". No hay masacres colectivas, hay "traslados", "cochecitos", "ventiladores". También se evita toda mención a la humanidad del prisionero. Por lo general no se habla de personas, gente, hombres, sino de bultos, paquetes, a lo sumo subversivos, que se arrojan, se van para arriba, se quiebran. El uso de palabras sustitutas resulta significativo porque denota intenciones bastante obvias, como la deshumanización de las víctimas, pero cumple también un objetivo "tranquilizador" que inocentiza las acciones más penadas por el código moral de la sociedad, como matar y torturar. Ayuda, en este sentido a "aliviar" la responsabilidad del personal militar. Por eso, la furia del personal de La Perla cuando Geuna los llamó asesinos, "...se reiniciaron los golpes, deteniéndose en el castigo sólo para decirme 'Decí asesino...' y cuando yo lo hacía ellos volvían a castigarme."
En suma, el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos incluye, por medio de la fragmentación y la burocratización, mecanismos para diluir la responsabilidad, igualarla y, en última instancia, desaparecerla. Es muy significativo que las Fuerzas Armadas hayan negado la existencia de los campos como una tecnología gubernamental de represión, como una instancia en la que el Estado se convirtió en el perseguidor y exterminador institucional. Al soslayar este hecho se ignora la responsabilidad fundamental que le cabe al aparato del Estado en la metodología concentracionaria, en tanto que los campos de concentración-exterminio sólo son posibles desde y a partir de él.
Dentro de las Fuerzas Armadas, la política de involucramiento general también tendía a un compartir responsabilidades, cuyo objetivo era la disolución de ¡as mismas. Dentro del trabajo que fuera, se trataba de que todos los niveles y un buen número de efectivos tuviera una participación directa, aunque fuera circunstancial. Sus funciones podían ser distintas pero todos debían estar implicados. Dar consistencia y cohesión a las Fuerzas Armadas en torno a la necesidad de exterminar a una parte de la población por medio de la metodología de la desaparición era un objetivo prioritario, que se cumplió en forma cabal. Es un hecho que, si hubo un punto en que las Fuerzas Armadas fueron monolíticas después de 1976, fue la defensa de la "guerra sucia", la reivindicación de su necesidad y lo inevitable de la metodología empleada. Desde los carapintadas hasta los sectores más legalistas lo declararon públicamente. Esto es efecto de una auténtica cohesión política interna que no reside tanto en la adscripción a determinada doctrina sino más bien en la certeza del rol político dirigente que le cabe a las Fuerzas Armadas y en su autoadjudicado derecho de "salvar" la sociedad cada vez que lo consideren necesario y con la metodología ad hoc para tan noble empresa.
Sin embargo, así como en la cerrada defensa que la institución hace de su actuación se puede detectar un alto grado de cohesión interna, también se adivina el compromiso de la complicidad. La convicción ideológica se entrelaza con la culpa, la recubre, atenuándola y encubriéndola. Al mismo tiempo, impide el deslinde de responsabilidades que el dispositivo desaparecedor se encargó de enmarañar, igualar y esfumar.

La vida entre la muerte

Intentaré describir aquí cómo eran los campos de concentración y cómo era la vida del prisionero dentro de ellos, para mirar el rimbombante poder militar desde ese lugar oculto y negado.
En general funcionaban disimulados dentro de una dependencia militar o policial. A pesar de que se sabía de su existencia, los movimientos de las patotas se trataban de disimular como parte de la dinámica ordinaria de dichas instituciones. No obstante se trataba de un secreto en el que no se ponía demasiado empeño. Los vecinos de la Mansión Seré cuentan que oían los gritos y veían "movimientos extraños". La Aeronáutica hizo funcionar un centro clandestino de detención en el policlínico Alejandro Posadas. Los movimientos ocurrían a la vista tanto de los empleados como de las personas que se atendían en el establecimiento, "ocasionando un generalizado terror que provocó el silencio de todos". En efecto, es preciso mostrar una fracción de lo que permanece oculto para diseminar el terror, cuyo efecto inmediato es el silencio y la inmovilidad.
Para el funcionamiento del campo de concentración no se requerían grandes instalaciones. Se habilitaba alguna oficina para desarrollar las actividades de inteligencia, uno o varios cuartos para torturar a los que solían llamar "quirófanos", a veces un cuarto que funcionaba como enfermería y una cuadra o galerón donde se hacinaba a los prisioneros.
La población masiva de los campos estaba conformada por militantes de las organizaciones armadas, por sus periferias, por activistas políticos de la izquierda en general, por activistas sindicales y por miembros de los grupos de derechos humanos. Pero cabe señalar que, si en la búsqueda de estas personas las fuerzas de seguridad se cruzaban con un vecino, un hijo o el padre de alguno de los implicados que les pudiera servir, que les pudiera perjudicar o que simplemente fuera un testigo incómodo, ésta era razón suficiente para que dicha persona, cualquiera que fuera su edad, pasara a ser un "chupado" más, con el mismo destino final que el resto.
Existieron incluso casos de personas secuestradas simplemente por presenciar un operativo que se pretendía mantener en secreto, y que luego fueron asesinados con sus compañeros casuales de cautiverio.
Si bien el grupo mayoritario entre los prisioneros estaba formado por militantes políticos y sindicales, muchos de ellos ligados a las organizaciones armadas, y si bien las víctimas casuales constituían la excepción (aunque llegaron a alcanzar un número absoluto considerable), también se registraron casos en donde el dispositivo concentracionario sirvió para canalizar intereses estrictamente delictivos de algunos sectores militares, que "desaparecían" personas para cobrar un rescate o consumar una venganza personal.
Aunque el grupo de víctimas casuales fuera minoritario en términos numéricos, desempeñaba un papel importante en la diseminación del terror tanto dentro del campo como fuera de él. Eran la prueba irrefutable de la arbitrariedad del sistema y de su verdadera omnipotencia. Es que además del objetivo político de exterminio de una fuerza de oposición, los militares buscaban la demostración de un poder absoluto, capaz de decidir sobre la vida y la muerte, de arraigar la certeza de que esta decisión es una función legítima del poder. Recuerda Grass que los militares "sostenían que el exterminio y la desaparición definitiva tenían una finalidad mayor: sus efectos 'expansivos', es decir el terror generalizado. Puesto que, si bien el aniquilamiento físico tenía cómo objetivo central la destrucción de las organizaciones políticas calificadas como 'subversivas', la represión alcanzaba al mismo tiempo a una periferia muy amplia de personas directa o indirectamente vinculadas a los reprimidos (familiares, amigos, compañeros de trabajo, etc.), haciendo sentir especialmente sus erectos al conjunto de estructuras sociales consideradas en sí como 'subversivas por el nivel de infiltración del enemigo' (sindicatos, universidades, algunos estamentos profesionales)."
Si los campos sólo hubieran encerrado a militantes, aunque igualmente monstruosos en términos éticos, hubieran respondido a otra lógica de poder. Su capacidad para diseminar el terror consistía justamente en esta arbitrariedad que se erigía sobre la sociedad como amenaza constante, incierta y generalizada. Una vez que se ponía en funcionamiento el dispositivo desaparecedor, aunque se dirigiera inicialmente a un objetivo preciso, podía arrastrar en su mecanismo virtualmente a cualquiera.
Desde ese momento, el dispositivo echaba a andar y ya no se podía detener.
Cuando el "chupado" llegaba al campo de concentración, casi invariablemente era sometido a tormento. Una vez que concluía el periodo de interrogatorio-tortura, que analizaré más adelante, el secuestrado, generalmente herido, muy dañado física, psíquica y espiritualmente, pasaba a incorporarse a la vida cotidiana del campo.
De los testimonios se desprende un modelo de organización física del espacio, con dos variables fundamentales para el alojamiento de los presos: el sistema de celdas y el de cuchetas, generalmente llamadas cuchas. Las cuchetas eran compartimentos de madera aglomerada, sin techo, de unos 80 centímetros de ancho por 200 centímetros de largo, en las que cabía una persona acostada sobre un colchón de goma espuma.
Los tabiques laterales tenían alrededor de 80 centímetros de alto, de manera que impedían la visibilidad de la persona que se alojaba en su interior, pero permitían que el guardia estando parado o sentado pudiera verlas a todas simultáneamente, símil de un pequeño panóptico. Dejaban una pequeña abertura al frente por la que se podía sacar al prisionero.
Por su parte, las celdas podían ser para una o dos personas, aunque solían alojar a más. Sus dimensiones eran aproximadamente de 2.50 x 1.50 metros y también estaban provistas de un colchón semejante, una puerta y, en la misma, una mirilla por la que se podía ver en cualquier momento el interior. En otros lugares, como la Mansión Seré, los prisioneros permanecían sencillamente tirados en el piso de una habitación, con su correspondiente trozo de goma espuma. En suma, un sistema de compartimentos o contenedores, ya fueran de material o madera, para guardar y controlar cuerpos, no hombres, cuerpos.
Desde la llegada a la cuadra en La Perla, a los pabellones en Campo de Mayo, a la capucha en la Escuela de Mecánica, a las celdas en El Atlético o como se llamara al depósito correspondiente, el prisionero perdía su nombre, su más elemental pertenencia, y se le asignaba un número al que debía responder. Comenzaba el proceso de desaparición de la identidad, cuyo punto final serían los NN (Lila Pastoriza: 348; Pilar Calveiro: 362; Oscar Alfredo González: X 51). Los números reemplazaban a nombres y apellidos, personas vivientes que ya habían desaparecido del mundo de los vivos y ahora desaparecerían desde dentro de sí mismos, en un proceso de "vaciamiento" que pretendía no dejar la menor huella. Cuerpos sin identidad, muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos. Como en el sueño nazi, supresión de la identidad, hombres que se desvanecen en la noche y la niebla.
Los detenidos estaban permanentemente encapuchados o "tabicados", es decir con los ojos vendados, para impedir toda visibilidad. Cualquier transgresión a esa norma era severamente castigada. También estaban esposados, o con grilletes, como en la Escuela de Mecánica de la Armada y La Perla, o arados por los pies a una cadena que sujetaba a todos los presos, corno en Campo de Mayo. Esto variaba de acuerdo con el campo, pero la idea era que existiera algún dispositivo que limitara su movilidad.
En la Mansión Seré, además de esposar y atar a los prisioneros los mantenían desnudos, para evitar las fugas. Al respecto relata Tamburrini: "...nos hacían dormir con las esposas puestas, pero desnudos; nos habían sacado la ropa hacía un mes o un mes y medio y nos ataban los pies con unas correas de cuero para que durmiéramos casi en una posición de cuclillas."
Los prisioneros permanecían acostados y en silencio; estaba absolutamente prohibido hablar entre ellos. Sólo podían moverse para ir al baño, cosa que sucedía una, dos o tres veces por día, según el campo y la época. Los guardias formaban a los presos y los llevaban colectivamente al baño o también podían hacer circular un balde en donde todos hacían sus necesidades.
Los testimonios de cualquier campo coinciden en la oscuridad, el silencio y la inmovilidad. En El Atlético: "No nos imaginábamos cómo íbamos a poder contar hasta qué punto vivíamos constantemente encerrados en una celda, a oscuras, sin poder ver, sin poder hablar, sin poder caminar."
En Campo de Mayo: "Este tipo de tratamiento consistía en mantener al prisionero todo el tiempo de su permanencia en el campo encapuchado, sentado y sin hablar ni moverse. Tal vez esta frase no sirva para graficar lo que significaba en realidad, porque se puede llegar a imaginar que cuando digo todo el tiempo sentado y encapuchado esto es una forma de decir, pero no es así, a los prisioneros se los obligaba a permanecer sentados sin respaldo y en el suelo, es decir sin apoyarse a la pared, desde que se levantaban a las 6 horas, hasta que se acostaban, a las 20 horas, en esa posición, es decir 14 horas. Y cuando digo sin hablar y sin moverse significa exactamente eso, sin hablar, es decir sin pronunciar palabra durante todo el día, y sin moverse, quiere decir sin siquiera girar la cabeza... Un compañero dejó de figurar en la lista de los interrogadores por alguna causa y de esta forma 'quedó olvidado'... Este compañero estuvo sentado, encapuchado, sin hablar, y sin moverse durante seis meses, esperando la muerte."20
En La Perla: "Para nosotros fue la oscuridad total... No encuentro en mi memoria ninguna imagen de luz. No sabía dónde estaba. Todo era noche y silencio. Silencio sólo interrumpido por los gritos de los prisioneros torturados y los llantos de dolor... También tenía alterado el sentido de la distancia... Vivíamos 70 personas en un recinto de 60 metros de largo, siempre acostados..."
En la Escuela de Mecánica de la Armada: "En el tercer piso se encontraba el sector destinado a alojar a los prisioneros... también en el tercer piso estaba ubicado el pañol grande, lugar destinado al almacenamiento del botín de guerra (ropas, zapatos, heladeras, cocinas, estufas, muebles, etc.)."22 Hombres, objetos, almacenamientos semejantes.
Depósito de cuerpos ordenados, acostados, inmóviles, sin posibilidad de ver, sin emitir sonido, como anticipo de la muerte. Como si ese poder, que se pretendía casi divino precisamente por su derecho de vida y de muerte, pudiera matar antes de matar; anular selectivamente a su antojo prácticamente todos los vestigios de humanidad de un individuo, preservando sus funciones vitales para una eventual necesidad de uso posterior (alguna información no arrancada, alguna utilidad imprevisible, la mayor rentabilidad de un traslado colectivo).
La comida era sólo la imprescindible para mantener la vida hasta el momento en que el dispositivo lo considerara necesario; en consecuencia, era escasa y muy mala. Se repartía dos veces al día y constituía uno de los pocos momentos de cierto relajamiento. Sin embargo, en algunos casos, podía faltar durante días enteros; por cierto, muchos testimonios dan cuenta del hambre como uno de los tormentos que se agregaban a la vida dentro de los campos. "La comida era desastrosa, o muy cruda o hecha un masacote de tan cocinada, sin gusto... Estábamos tan hambrientos, habíamos aprendido tan bien a agudizar el oído, que apenas empezaban los preparativos, allá lejos, en la entrada, nos desesperábamos por el ruido de las cucharas y los platos de metal y del carrito que traía la comida. Se puede decir, casi, que vivíamos esperando la comida... la hora del almuerzo era la mejor, por eso apenas terminábamos y cerraban la puerta, comenzábamos a esperar la cena.”
Por la escasez de alimento, por la posibilidad de realizar algunos movimientos para comer, por el nexo obvio que existe entre la comida y la vida, el momento de comer es uno de los pocos que se registra como agradable: "...poco a poco, comencé a esperar la hora de la comida con ansiedad, porque con la comida volvía la vida a través del ruido de las ollas, con el ruido de la gente. Parecía que la cuadra donde estábamos los prisioneros despertaba entonces a la existencia."24
Si la comida era uno de los pocos momentos deseados, el más temido, el más oscuro era el traslado, la experiencia final. Se realizaba con una frecuencia variable. Casi siempre, los desaparecedores ocultaban cuidadosamente que los traslados llevaban a la muerte para evitar así toda posible oposición de los condenados al ordenado cumplimiento del destino que les imponía la institución. La certeza de la propia muerte podía provocar una reacción de mayor "endurecimiento" en los prisioneros durante la tortura, durante su permanencia en el campo o en la misma circunstancia de traslado. Ante todo, la maquinaria debía funcionar según las previsiones; es decir, sin resistencia.
Prácticamente en todos los campos se ocultaba, al tiempo que se sugería,29 que el destino final era la muerte. Los testimonios de los sobrevivientes demuestran la existencia de muchos secuestrados que prefirieron "desconocer" la suerte que les aguardaba; la negación de una realidad difícil de asumir se sumaba a los mensajes contradictorios del campo provocando un aferramiento de ciertos prisioneros a las versiones más optimistas e increíbles que circulaban 50 dentro de los campos como la existencia de centros secretos de reeducación, la legalización de los desaparecidos y otros finales felices.
Muchos desaparecidos se fueron al traslado con cepillos de dientes y objetos personales, con una sensación de alivio que no intuía la muerte inmediata. Otros no; salieron de los campos despidiéndose de sus compañeros y conscientes de su final, como Graciela Doldán, quien pidió morir sin que le vendaran los ojos y se dedicó a pensar un rato antes de que la trasladaran "para no desperdiciar" los últimos minutos de su vida. Aunque no supieran exactamente cómo, sin embargo, los prisioneros sabían. También ellos sabían y negaban, pero las conjeturas, lo que se veía por debajo de las vendas y las capuchas, las amenazas proferidas durante la tortura ("Vas a dormir en el fondo del mar", "Acá al que se haga el loco, le ponemos un Pentonaval y se va para arriba"), las infidencias de guardias que no soportaban la presión a la que ellos mismos estaban sometidos, el clima que rodeaba a los traslados les permitía saber.
Estos son relatos de lo que se sabía: en la Escuela de Mecánica de la Armada, "los días de traslado se adoptaban medidas severas de seguridad y se aislaba el sótano. Los prisioneros debían permanecer en sus celdas en silencio. Aproximadamente a las 17 horas de cada miércoles se procedía a designar a quienes serían trasladados, que eran conducidos uno por uno a la enfermería, en la situación en que estuviesen, vestidos o semidesnudos, con frío o con calor." "El día del traslado reinaba un clima muy tenso. No sabíamos si ese día nos iba a tocar o no... se comenzaba a llamar a los detenidos por número... Eran llevados a la enfermería del sótano, donde los esperaba el enfermero que les aplicaba una inyección para adormecerlos, pero que no los mataba. Así, vivos, eran sacados por la puerta lateral del sótano e introducidos en un camión. Bastante adormecidos eran llevados al Aeroparque, introducidos en un avión que volaba hacia el sur, mar adentro, donde eran tirados vivos... El capitán Acosta prohibió al principio toda referencia al tema 'traslados'."26
En La Perla, "cada traslado era precedido por una serie de procedimientos que nos ponían en tensión. Se controlaba que la gente estuviera bien vendada, en su respectiva colchoneta y se procedía a seleccionar a los trasladados mencionando en voz alta su nombre (cuando éramos pocos) o su número (cuando la cantidad de prisioneros era mayor). A veces, simplemente se tocaba al seleccionado para que se incorporara sin hablar... Los prisioneros que iban a ser trasladados eran amordazados...
Luego se procedía a llevar a los prisioneros seleccionados hasta un camión marca Mercedes Benz, que irónicamente llamábamos Menéndez Benz, por alusión al apellido del general que comandaba el III Cuerpo... Antes de 30 descender del vehículo los prisioneros eran maniatados. Luego se los bajaba y se los obligaba a arrodillarse delante del pozo y se los fusilaba... Luego, los cuerpos acribillados a balazos, ya en los pozos, eran cubiertos con alquitrán e incinerados..."27
Los traslados eran el recuerdo permanente de la muerte inminente. Pero no cualquier muerte "sino esa muerte que era como morir sin desaparecer, o desaparecer sin morir. Una muerte en la que el que iba a morir no tenía ninguna participación; era como morir sin luchar, como morir estando muerto o como no morir nunca"28. Por su parte, la permanencia en la mayoría de los campos representaba el peligro constante de retornar a la tortura. Esta posibilidad nunca quedaba excluida. Muerte y tortura: los disparadores del terror, omnipresente en la experiencia concentracionaria.
Los campos, concebidos como depósitos de cuerpos dóciles que esperaban la muerte, fueron posibles por la diseminación del terror... "un espacio de terror que no era ni de aquí, ni de allá, ni de parte alguna conocida... donde no estaban vivos ni tampoco muertos... Y también allí quedaban atrapados los espíritus apenados de los parientes, los vecinos, los amigos."2' Un terror que se ejercía sobre toda la sociedad, un terror que se había adueñado de los hombres desde antes de su captura y que se había inscrito en sus cuerpos por medio de la tortura y el arrasamiento de su individualidad. El hermano gemelo del terror es la parálisis, el "anonadamiento''del que habla Schreer. Esa parálisis, efecto del mismo dispositivo asesino del campo, es la que invade tanto a la sociedad frente al fenómeno de la desaparición de personas como al prisionero dentro del campo. Las largas filas de judíos entrando sin resistencia a los crematorios de Auschwitz, las filas de "trasladados" en los campos argentinos, aceptando dócilmente la inyección y la muerte, sólo se explican después del arrasamiento que produjo en ellos el terror. El campo es efecto y foco de diseminación del terror generalizado de los Estados totalizantes.

La pretensión de ser "dioses"

El poder de los burócratas concentracionarios, no obstante constituirse como simple dispositivo asesino, como fría maquinaria de desaparición, como "servicio público criminal", tomando la expresión de Finkielkraut, al disponer del derecho de decisión de muerte sobre millares de hombres se concebía a sí mismo con una omnipotencia virtualmente divina.
Aunque resulta irrisoria la sola formulación, El Olimpo, campo de concentración ubicado en dependencias de la Policía Federal, llevaba este nombre porque, según el personal que lo manejaba, era "el lugar de los dioses".
La recurrente referencia de los desaparecedores a su condición "divina", aunque supongo que con un dejo irónico, merece algún análisis. A Norberto Liwsky, en la Brigada de Investigaciones de San Justo, al tiempo que lo golpeaban, sus captores le decían: "Nosotros somos todo para vos. La justicia somos nosotros. Nosotros somos Dios.' !1 También Jorge Reyes relata que "cuando las víctimas imploraban por Dios, los guardias repetían con un mesianismo irracional: acá Dios somos nosotros”. Graciela Geuna refiere que un guardia encontró una hoja de afeitar que ella había guardado para suicidarse, entonces le dijo: "aquí dentro nadie es dueño de su vida, ni de su muerte. No podrás morirte porque lo quieras. Vas a vivir todo el tiempo que se nos ocurra. Aquí adentro somos Dios.”
Las referencias a la condición divina asociada a este derecho de muerte, que aparece como un derecho de vida y muerte puesto que el prisionero tampoco puede poner fin a su existencia, se reiteran en los testimonios.
Prolongar una vida más allá del deseo de quien la vive; segar otra que pugna por permanecer; adueñarse de las vidas. Cuando la misma Graciela Geuna, ya sin la menor esperanza, sufriendo en la cuadra del campo de concentración, pide a Barreiro por su muerte, no por su vida, es quizás el momento en que sella su sobrevivencia. Hay un placer especial del poder concentracionarío en ese adueñarse de las vidas. La muerte se administra a voluntad, haciendo exhibición de una arbitrariedad intencional. De hecho, la muerte alcanza a víctimas casuales, niños, familiares de los perseguidos, posibles testigos. Es en esta arbitrariedad donde el poder se afirma como absoluto e inapelable. Esta arbitrariedad no es irracional sino que su racionalidad reside en la validación de la inapelabilidad y la arbitrariedad del poder.
Así como la máquina asesina mata a millares, así también le impone la vida a otros. El esfuerzo que se realizaba en la Escuela de Mecánica de la Armada para "sacar" del cianuro a personas apresadas tiene que ver con algo más que con su potencial utilidad en términos de la información que posteriormente se les pudiera arrancar. Muchos prisioneros de la Escuela de Mecánica sobrevivieron a la ingestión de la pastilla de cianuro que portaban los militantes montoneros gracias a un cuidadoso procedimiento que habían descubierto los marinos para arrancarlos rápidamente de la muerte. El caso de Norma Arrostito, dirigente de la organización Montoneros, es particularmente significativo. Arrostito fue "salvada" dos veces del cianuro, ya que intentó suicidarse en dos oportunidades consecutivas; no brindó ninguna información útil durante la tortura y luego fue asesinada por uno de los médicos de la marina, curiosamente, con una inyección también de veneno. El mensaje parece claro: Tú no te envenenas; nosotros lo haremos cuando queramos. Suspender la vida; suspender la muerte; atributos divinos ejercidos no desde los cielos sino desde los sótanos de los campos de concentración.
Desde este punto de vista se puede comprender porqué los campos impedían la posibilidad de suicidio, aun de aquellos que ya estaban como material de depósito esperando la muerte. El ejercicio de un poder que se pretende total y absoluto debe ejercerse sobre la vida misma de los hombres. En este sentido, el suicidio enfurecía a los desaparecedores; la existencia de la pastilla de cianuro entre los montoneros era concebida por ellos como una abominación, no por un supuesto código moral cristiano que se funda en el hecho de que sólo Dios tiene la autoridad para dar y quitar la vida, sino porque precisamente el suicidio, como un último acto de voluntad, les arrebataba la posibilidad de manifestar ese derecho de muerte que los convertía en "dioses". En este caso la muerte representaba la limitación y el fin de su poder.
Una vez más, el hecho encuentra paralelo con los campos nazis. Cuando los guardianes descubrieron que Filip Müller se había introducido voluntariamente en la cámara de gas para que su muerte tuviera, al menos, una brizna de elección personal, lo sacaron brutalmente gritándole: "Pedazo de mierda, maldito endemoniado, aprende que somos nosotros y no tú quienes decidimos si debes vivir o morir." Para el poder concentracionario es tan importante adueñarse de la vida de otros como adueñarse de su muerte.
Por su parte, cuando los militantes de las organizaciones guerrilleras presentaban combate en el momento de su captura, no sólo tomaban una decisión sobre su muerte sino que además amenazaban la vida de los desaparecedores, esfumando de un golpe su pretendida divinidad. Geuna relata que la muerte de uno de los "dioses" de La Perla, el sargento Elpidio Rosario Tejeda, en un enfrentamiento armado, impactó mucho al personal de inteligencia del campo porque "todos temieron en realidad la muerte propia. Estaban asustados: había muerto su mito y, por tanto, ellos también podían morir". Desde la perspectiva de los desaparecedores de La Perla, este hombre, que permanentemente hacía alusión a la muerte de los otros, que se complacía en llamar a los prisioneros "muertos que caminan", podía administrar la muerte pero no padecerla.
Probablemente el orgullo que producían al capitán Acosta sus instalaciones para las embarazadas, que se reducían a un simple cuarto con camas y una mesa, de las que se jactaba denominándolas "su Sarda" (la maternidad pública más importante de Buenos Aires), se relacionara con la contraparte del poder de muerte, que lo completa y cierra el círculo haciéndolo total: el ejercicio de un supuesto "poder de vida". No ya la simple capacidad asesina de decidir quién muere, cuándo muere y cómo muere sino más aún, determinar quién sobrevive e incluso quién nace, porque muchas mujeres embarazadas murieron en la tortura, pero otras no. Otras tuvieron sus hijos y los desaparecedores decidieron la vida del hijo y la muerte de la madre. Otras más, sobrevivieron ellas y sus hijos.
Esto es lo que subyace más directamente a la afirmación "Aquí adentro nosotros somos Dios", o a esta otra: "Sólo Dios da y quita la vida. Pero Dios está ocupado en otro lado, y somos nosotros quienes debemos ocuparnos de esa tarea en la Argentina""; subyace la pretensión de dar muerte y dar vida.
Casi todos los sobrevivientes reconocen un captor al que le "deben" la vida, alguien que los protegió y les "concedió" la vida. Estos "dadores de vida" son los mismos que aparecen torturando y asesinando, arrojando cadáveres al mar o quemándolos, ya sea en otros o en los mismos testimonios. El general Galtieri le dijo a Adriana Arce que él "era la única persona que podía decidir sobre mi vida"; y se la dio al tiempo que se la quitó a tantísimos otros, como la familia Valenzuela. Dadores de vida y dadores de muerte coinciden; ellos son los dioses de los campos de concentración. Sin duda, se podría leer este hecho como un humano acto de compensación individual para mantener cierto equilibrio psicológico pero, al mismo tiempo, se completaba así el ejercicio de un poder total, "divino". Dar y quitar la vida.
La afirmación del capitán Acosta, que refieren muchos de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica, cuando repetía con orgullo:
"Esto no tiene límites", o la de uno de los militares de La Perla: "Aquí nadie se quiebra a medias. Esto es total", también se asocian con atributos divinos: el carácter ilimitado de Dios, su omnipotencia. La contraparte de este poder que, en su potencia absoluta, se despliega ilimitado y omnipotente es precisamente la sensación de impotencia total que registraba la víctima del campo de concentración. Sin embargo, tanto la omnipotencia del secuestrador como la impotencia absoluta del secuestrado son ilusorias. Todo poder reconoce un límite y frente a todo poder hay alguna posibilidad de resistencia.
¿De dónde provenía la pretensión de los torturadores de ser dioses? Sin duda de esta convicción de ser amos de la vida y la muerte; de hecho tenían la capacidad de decidir la muerte de muchísimas personas, casi de cualquiera en el marco de una sociedad en que todos los derechos habían sido suprimidos. Podían ser dadores de muerte y, más que de vida, de no muerte. En verdad, como ya lo señaló Foucault, el poder de vida y muerte es solamente un poder de muerte, que se ejerce o se resigna.
El suplicio en la Edad Media y el derecho soberano de matar de los reyes, que a primera vista podría parecer semejante a lo que aquí se describió, implicaba "determinada mecánica del poder: de un poder que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos sino que se exalta y se refuerza en sus manifestaciones físicas; de un poder que se afirma como poder armado y cuyas funciones de orden, en todo caso, no están separadas de las funciones de guerra".
Por el contrario, el poder militar en Argentina corresponde más a una estructura burocrático represiva que a un aparato de guerra. Su ineptitud y desconcierto frente a la única circunstancia de guerra real que debió enfrentaren este siglo, la de las Malvinas, así lo demuestra Astiz, uno de los protagonistas destacados de la represión concentracionaria, se rindió sin combatir frente a los ingleses; estaba más preparado para combatir contra un peronista que contra un oficial británico. Ese fue sólo el más publicitado de los casos, pero la investigación de los sucesos llevó a mostrar la incapacidad militar y política del Ejército, la Armada y la Aeronáutica. Mario Benjamín Menéndez, comandante de las fuerzas militares en Malvinas, el mismísimo jefe del III Cuerpo de Ejército que fusilaba prisioneros amordazados en La Perla, además de mostrar su incapacidad militar, según sus propias declaraciones "No encontraba la manera de decir, ¿esto se podrá parar?, razonamiento inverso al de un guerrero que se pregunta más bien si "esto" se podrá ganar. Las Fuerzas Armadas resultaron más aptas para una sangrienta represión interior que para una guerra frontal entre ejércitos.
En lo que se refiere al ejercicio interno del poder, asesinaron y torturaron de manera institucional pero manteniéndolo en secreto, de manera subterránea y vergonzante, efectivizando un derecho de muerte que la sociedad nunca les reconoció explícitamente. Destrozaron los cuerpos, hicieron exhibición de ellos en algunos casos, pero nunca asumieron la responsabilidad de estos actos. El rey vengaba una ofensa a su persona en el cuerpo de los condenados. La Junta Militar castigaba y mataba como un exterminador clandestino, que al decir "Yo no fui", negaba él mismo la legitimidad de sus actos.
La exhibición de un poder arbitrario y total en la administración de la vida y la muerte pero, al mismo tiempo, negado y subterráneo, emitía un mensaje: toda la población estaba expuesta a un derecho de muerte por parte del Estado. Un derecho que se ejercía con una única racionalidad: la omnipotencia de un poder que quería parecerse a Dios. Vidas de hombres y mujeres, destinos de niños e incluso de seres que aún no habían nacido, nada podía escapar a él.
Utilizó su derecho arbitrario de muerte como forma de diseminación social del terror para disciplinar, controlar y regular una sociedad cuya diversidad y alto nivel de conflicto impedían su establecimiento hegemónico.
El antiguo derecho de vida y muerte latente sobre toda la población se superponía y hacía posible las funciones disciplinadoras y reguladoras manifiestas. Morir, pero esperar la muerte sentado y en determinada posición. Morir, pero antes de ello, contestar "Sí, señor", cuando se habla con un oficial. Morir sin combatir, en una fila de presos ordenados y amordazados, esas "procesiones de seres humanos caminando como muñecos hacia su muerte"''8, que ya habían existido en los campos nazis.
No hay espacio aquí para el condenado "que insulta a sus perseguidores; no hay espacio para la muerte heroica; no hay espacio para el suicidio en el seno de este poder burocrático.
El poder de vida y muerte es uno con el poder disciplinario, normalizador y regulador. Un poder disciplinario asesino, un poder burocrático-asesino, un poder que se pretende total, que articula la individualización y la masificación, la disciplina y la regulación, la normalización, el control y el castigo, recuperando el derecho soberano de matar. Un poder de burócratas ensoberbecidos con su capacidad de matar, que se confunden a sí mismos con Dios. Un poder que se dirige al cuerpo individual y social para someterlo, uniformarlo, amputarlo, desaparecerlo.

El tormento

Fue la ceremonia iniciativa en cada uno de los campos de concentración-exterminio. La llegada a ellos implicaba automáticamente el inicio de la tortura, instrumento para "arrancar" la confesión, método por excelencia para producir la verdad que se esperaba del prisionero, criterio de verdad para producir el quiebre del sujeto. Su duración y las características que adoptara dependían del campo de concentración del que se tratara, de las características del prisionero, de su tenacidad en ocultar la información y de un sinnúmero de imponderables. No obstante, por su centralidad en el dispositivo concentracionario, estuvo pautada por criterios generales y adquirió características básicas comunes en todos los campos.
La aplicación de tormentos tenía una función principal: la obtención de información operativamente útil. Es decir, lograr que el prisionero entregara datos que permitieran la captura de personas o equipos vinculados con la llamada subversión, que comprendía todo tipo de oposición política pero preferentemente a la guerrilla y su entorno. La tortura era el mecanismo para "alimentar" el campo con nuevos secuestrados.
Dentro de las organizaciones guerrilleras existían mecanismos de control de sus militantes, generalmente cada 24 o 48 horas, de manera que, al momento de la captura, el dispositivo del campo contaba con un día, dos, a veces un poco más, para extraer de cada hombre información inmediatamente útil. Una vez que vencía el plazo, las organizaciones "desactivaban" todas las citas y desalojaban las casas y los militantes que la persona capturada conocía.
A partir de entonces, los secuestradores podían obtener otro tipo de datos que a veces conducían también a la captura de personas o armamento, como el reconocimiento de fotos o información que, unida a otra, llevaba indirectamente a ubicar una persona, una casa, una base operativa, un depósito de armas. Además, el prisionero tenía un conocimiento precioso: las caras de otros militantes. Si se lograba "trabajar" sobre él de tal manera que estuviera dispuesto a identificarlos en lugares públicos, "marcarlos", se podía capturar a muchas personas. Cada militante que accedía a esta práctica podía provocar decenas de muertes y detenciones.
Por último, cada preso era una muestra viviente del "enemigo", de su forma de actuar, pensar, razonar política y militarmente. También esto representaba una información valiosa.
La tortura perseguía, por lo tanto, toda la información que sirviera de inmediato, pero necesitaba también arrasar toda resistencia en los sujetos para modelarlos y procesarlos en el dispositivo concentracionario, para "chupar", succionar de ellos todo conocimiento útil que pudieran esconder; en este sentido hacerlos transparentes. El eje del mecanismo desaparecedor era obtener la información necesaria para multiplicar las desapariciones hasta acabar con el "enemigo" (más adelante se verá la vastedad que alcanzaba el termina). En consecuencia, la tortura era la clave, el eje sobre el que giraba toda la vida del campo.
En tanto ceremonia iniciática, el tormento marcaba un fin y un comienzo; para el recién llegado el mundo quedaba atrás y adelante se abría la incertidumbre del campo de concentración: "...una hora antes tenían vida.
Al desaparecer ya no tenían vida", así explicaría el suboficial Vilariño la realidad de estos "muertos que caminan"39.
La desnudez, la capucha que escondía el rostro, las ataduras y mordazas, el dolor y la pérdida de toda pertenencia personal eran los signos de la iniciación en este mundo en donde todas las propiedades, normas, valores, lógicas del exterior parecen canceladas y en donde la propia humanidad entra en suspenso. La desnudez del prisionero y la capucha aumentan su indefensión pero también expresan una voluntad de hacer transparente al hombre, violar su intimidad, apoderarse de su secreto, verlo sin que pueda ver, que subyace a la tortura, y constituye una de "las normas de la casa". La capucha y la consecuente pérdida de la visión aumentan la inseguridad y la desubicación pero también le quitan al hombre su rostro, lo borran; es parte del proceso de deshumanización que va minando al desaparecido y, al mismo tiempo, facilita su castigo. Los torturadores no ven la cara de su víctima; castigan cuerpos sin rostro; castigan subversivos, no hombres. Hay aquí una negación de la humanidad de la víctima que es doble: frente a sí misma y frente a quienes lo atormentan.
La tortura, como "procedimiento de ingreso o admisión", despoja al recién llegado de todos sus apoyos anteriores, entre otros, cualquier contacto personal que pueda fortalecerlo; es la forma en que se lo procesa para aceptar las reglas del campo". Señala el antes y el después. De hecho, casi todos los testimonios pasan del relato del secuestro que corresponde al "afuera", al de la tortura, primer paso del "adentro". Los testimonios también señalan que durante el periodo de tortura, se mantenía a los prisioneros aislados en los cuartos cié interrogatorio, separados del resto; por lo general sólo cuando esta etapa inicial, de asimilación y si es posible de quiebre concluía, se los integraba a la cuadra, al lugar de depósito. En el testimonio de Geuna resulta evidente este antes y después, como un abismo que se abre frente a la persona, en su caso agudizado por la muerte de su marido en el momento de la detención. Al día siguiente de su captura, después de la tortura, "estaba a kilómetros de distancia de la militante que era el día anterior. Ahora mi esposo estaba muerto y yo sentía que no tenía fuerzas para resistir."41
Como ya se señaló, la tortura se había aplicado sistemáticamente en el país desde muchos años antes, pero los campos daban una nueva posibilidad: usarla de manera irrestricta e ilimitada. Es decir, no importaba dejar huellas, no importaba dejar secuelas o producir lesiones; no importaba siquiera matar al prisionero. En todo caso, si se evitaba su muerte era para no "desperdiciar" la información que pudiera tener. Lo ilimitado de los métodos se unía a su uso por un tiempo también ilimitado.
Grass señala que los oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada afirmaban que eran necesarias formas "no convencionales" de respuesta a la acción subversiva, de las cuales, el "instrumento central era la tortura aplicada en forma irrestricta e ilimitada en el tiempo". Decían: "No hay otra forma de identificar a este enemigo oculto si no es mediante la información obtenida por la tortura y ésta, para ser eficaz, debe ser ilimitada."42 También Geuna lo registra de la siguiente manera: "Si no te quebraban en horas, disponían de días, semanas, meses. 'Nosotros no tenemos apuro', nos advertían. 'Aquí subrayaban—el tiempo no existe.”
Lo ilimitado suponía también que la tortura, una vez terminada, se podía reiniciar. En muchos campos, como La Perla o la Mansión Seré, se registró el hecho de que por detectar que el prisionero no había dado determinada información o por represalia ante una actitud de desobediencia se reiniciara la tortura. Aun en lugares como la Escuela de Mecánica de la Armada, en donde no se acostumbraba volver a torturar al prisionero una vez concluida la etapa de interrogatorio, sin embargo la amenaza permanecía latente para el secuestrado que convivía con los instrumentos, los objetos y los sujetos de tortura durante toda su permanencia en el campo.
¿En qué consistía la tortura? El método de tormento "universal" de los campos de concentración argentinos, por el que pasaron prácticamente todos los secuestrados fue la picana eléctrica. Es natural; se trata de un instrumento nacional, "vernáculo", inventado por un argentino. Consiste en provocar descargas; cuanto más alto es el voltaje, mayor es el daño. Su aplicación es particularmente dolorosa en las mucosas, por lo que éstas se convierten en el lugar preferido de los "técnicos". Puede y suele provocar paros cardiacos; de esta manera se mató a muchos prisioneros; en algunos casos porque "se les fue la mano", en otros de manera intencional.
La picana, ya mencionada, tuvo variantes; una fue la picana doble que consistía en lo mismo pero multiplicado por dos; otra fue la picana automática. Esta se ponía a funcionar sin que hubiera ningún interrogador, ninguna pregunta. Sufrir para sufrir, sin otro fin que el propio sufrimiento, como castigo y la domesticación del hombre al campo, como ablande. Quebrar la voluntad de resistencia frente al vacío, frente a ninguna pregunta, frente a la sola manifestación ele poder del secuestrador.
No describiré los distintos métodos utilizados pero sí haré mención de los más frecuentes. Es importante saber qué se le hace a un hombre para entender cómo se lo aterroriza y se lo procesa. El terror corresponde a un registro diferente que el miedo.
Mientras uno está sentado, leyendo, el terror es apenas un concepto que se asocia vagamente con una especie de miedo grande, tal vez con un género cinematográfico, pero basta seleccionar cualquiera de estas técnicas, la que personalmente pueda parecer más tolerable, y pensar en su aplicación sobre el propio cuerpo, de manera irrestricta e ilimitada, repetida e interminablemente, para tener una aproximación a cómo se produce el terror. Interminablemente quiere decir exactamente sin fin, hasta la muerte o hasta un fin arbitrario que no depende de uno.
Para obtenerla información necesaria, los interrogadores "se vieron obligados" a usar técnicas de asfixia, ya fuera por inmersión en agua o por carencia de aire. Aplicaron golpes con todo tipo de objetos, palos, látigos, varillas, golpes de karate y práctica, sobre los prisioneros, de golpes mortales, así como palizas colectivas. Practicaron el colgamiento de los seres humanos por las extremidades dentro de ¡os campos y también desde helicópteros. Hicieron atacar gente con perros entrenados. Quemaron a las personas con agua hirviendo, alambres al rojo, cigarros y les practicaron cortaduras de todo tipo. También despellejaron personas, como Norberto Liwsky en la Brigada de Investigaciones de San Justo. En muchos campos, en particular en los que dependían de la Fuerzas Aérea y la policía, los interrogadores se valieron de todo cipo de abuso sexual. Desde violaciones múltiples a mujeres y a hombres, hasta más de 20 veces consecutivas, así como vejámenes de todo tipo combinados con los métodos ya mencionados de tortura, como la introducción en el ano y la vagina de objetos metálicos y la posterior aplicación de descargas eléctricas a través de los mismos. En estos lugares también era frecuente que a una prisionera "le dieran a elegir" entre la violación y la picana 44. De ahí en más hicieron todo lo que una imaginación perversa y sádica pueda urdir sobre cuerpos totalmente inermes y sin posibilidad de defensa. Lo hicieron sistemáticamente hasta provocar la muerte o la destrucción del hombre, amoldándolo al universo concentracionario, aunque no siempre lo lograron. El abuso con fines informativos, el abuso para modelar y producir sujetos, el abuso arbitrario, todos atributos principales del poder pretendidamente total: saber todo, modelar todo, incluso la vida y la muerte, ser inapelable.
La práctica de estas formas de tortura de manera irrestricta, reiterada e ilimitada se ejerció en todos los campos de concentración y fue clave para la diseminación del terror entre los secuestrados. Una vez que el prisionero pasaba por semejante tratamiento pretería literalmente morir que regresar a esa situación; son muchos los testimonios que así lo afirman. La muerte podía aparecer como una liberación. De hecho, los torturadores usaban la expresión "se nos fue" para designar a alguien que se /«había muerto durante la tortura. Y sin embargo, decidir la propia muerte era una de las cosas que estaba vedada para el desaparecido, que descubría entonces no ya la dificultad de vivir sino la de morir. Morir no era fácil dentro de un campo, Teresa Meschiati, Susana Burgos y muchos otros sobrevivientes relatan intentos a veces absurdos pero desesperados para encontrar la muerte: tomar agua podrida, dejar de respirar, intentar suspender voluntariamente cualquier función vital. Pero no era tan simple.
La máquina inexorable se había apropiado celosamente de la vida y la muerte de cada uno.
No obstante estos denominadores comunes, existieron modalidades diferentes. En algunos casos, relatados por sobrevivientes de campos de la Fuerza Aérea y la policía, el tormento tomaba las características de un ritual purificador. Más que centrarse en la información operativamente valiosa buscaba el castigo de las víctimas, su desmembramiento físico, una especie de venganza que se concretaba en signos visibles sobre los cuerpos. En esos lugares se usaba mucho el castigo con palos y latigazos, que deja huellas. El tratamiento se acompañaba con tortura sexual, fundamentalmente denigrante; eran frecuentes, por ejemplo, las violaciones de hombres. Toda la sesión, desde que iban a buscar al prisionero, tenía un ritmo de excitación ascendente, mientras que, por ejemplo en la Mansión Seré, no faltaba un torturador cristiano que rezaba y "confortaba" a la víctima instándola a que tuviera fe en Dios, mientras era atormentada. También en ese centro, uno de los miembros de la "patota", "al grito de hijos del diablo, hijos del diablo, agarró un látigo y empezó a pegarnos. Son todos judíos, decía, hay que matarlos"4''.
En la Brigada de Investigaciones de San Justo: "Cuando me venían a 39 buscar para una nueva sesión lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente. Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba." A continuación sigue un relato espeluznante, que incluye el despellejamiento del prisionero.
En la Delegación de la Policía Federal: "Allí me golpearon ferozmente por espacio de una hora aproximadamente, lo hicieron con total sadismo y crueldad pues ni siquiera me interrogaban, sólo se reían a carcajadas y me insultaban.''
En la mansión Seré: "...entra la patota en la pieza haciendo mucho escándalo, como ellos hacían, con el fin de crear un clima de terror y pánico a su alrededor... me sacan entre comentarios jocosos y risotadas, me anuncian que me van a dar un baño; me hundían cada vez más frecuentemente y por espacios más prolongados de tiempo, a punto tal de, digamos, de terminar por provocarme asfixia...nos atan a los dos juntos... nos torturan con picana alternativamente a uno y a otro...se me introdujo un objeto metálico en el ano y se me transmitía corriente eléctrica por él; se me torturó en los genitales y en la boca, en las órbitas de los ojos..."/48
En estos campos crecía el número de víctimas casuales. En la misma Mansión Seré, secuestraron y torturaron a un levantador de quiniela y, en mayo de 1977, buscando a un militante, "la patota" se equivocó de dirección y registró los cuartos de una pensión. En uno de ellos encontraron fotos que consideraron pornográficas, en las que se veía a menores, por lo que dedujeron que la persona que allí habitaba era un perverso sexual. Así que procedieron a esperar su llegada y a secuestrar a aquel hombre. Así lo hicieron, lo llevaron hasta la Mansión Seré y allí lo torturaron hasta su muerte, que se produjo esa misma noche. Habían consumado un acto de "purificación". Cruzados del "bien y la moralidad", castigaban el mal, entre rezos, risas y vejámenes.
En este tipo de rituales murieron muchas personas. La duración era indeterminada; la reiteración de la tortura imprevisible y el sentido se asemejaba más a una ceremonia de venganza y locura, entre risas, gritos y golpes, que a un acto de inteligencia militar. A pesar de la aparente irracionalidad, estos campos cobraron un importantísimo número de víctimas y cumplieron un papel fundamental en la destrucción física de toda oposición política, sin discriminación alguna, y de la diseminación del terror. Fueron funcionales para el proyecto militar y dejaron muy pocos sobrevivientes, algunos de ellos lo suficientemente aterrados como para no relatar jamás lo que sufrieron.
Las prácticas de tortura en otros campos, como la Escuela de Mecánica de la Armada o La Perla, tenían diferencias considerables con respecto a lo que acabo de describir, al menos a partir de la existencia de sobrevivientes.
En esos lugares la tortura era enérgica, con un fin "profesional": obtener información operativamente valiosa. Durante el periodo "útil" del prisionero se le aplicaban picana, submarino (asfixia por inmersión) y golpes, como tratamiento regular, y la promesa de respetar su vida en caso de que colaborara, es decir que proporcionara información suficiente para capturar a otras personas.
Para dar credibilidad a la oferta de vida, antes de torturarlo se exhibían ante el preso otros secuestrados, preferentemente militantes conocidos, que en el exterior se daban por muertos. La idea era inducir en el recién llegado la suposición de que estas personas conservaban la vida porque estaban colaborando activamente con los desaparecedores (lo que no necesariamente era verdad). A ello se sumaba el hecho de que, en muchos casos, la detención de la persona se había producido por la delación de un compañero de militancia, a veces con más experiencia o responsabilidades políticas que él mismo. Esto reforzaba la idea que trataba de generar el campo de concentración de que "todos" colaboraban; nadie podía contra su poder y era mejor no intentarlo. La exhibición de omnipotencia que creaba en el secuestrado una sensación de impotencia también total.
La oferta de vida y la prueba "palpable" de que así era, (unos meses de vida en esas circunstancias parecían una promesa de inmortalidad) rompía la lógica con que los militantes llegaban al campo de concentración: enfrentar la propia muerte. Se trataba de producir en el secuestrado un shock psíquico primero y físico después, mediante una tortura intensiva, que lo desestructurara lo suficiente como para dar una "punta del hilo", un dato más para desenredar la madeja de las organizaciones políticas y sindicales. Después de ello, manteniendo la presión, se podía esperar una colaboración más abierta.
El procedimiento se caracterizaba por una cierta asepsia; el objetivo era obtener información útil, pero además, quebrar-A individuo, romper ú militante anulando en él toda línea de fuga o resistencia, modelando un nuevo sujeto adecuado a la dinámica del campo, un cuerpo sumiso que se dejara incorporar a la maquinaria, cualquiera que fuera el lugar que se le asignara. Este quiebre era el producto más preciado de la tortura; alcanzarlo era el mayor desafío para el dispositivo concentracionario y la prueba evidente, insoslayable del poder del interrogador.
Para lograr el quiebre, valían todos los medios, pero siempre conservaban esa racionalidad, la búsqueda de información operativamente valiosa. Pasado el periodo de utilidad del preso, éste dejaba de ser un cuerpo atormentado para producir la verdad ser un cuerpo de desecho, material en depósito hasta la decisión de su destino final: la eliminación o, muy eventualmente, la liberación. La posibilidad de reiniciar la tortura siempre estaba presente pero era relativamente excepcional. Desde el momento en que cesaba la tortura física directa, iniciaba la tortura sorda, la de la incertidumbre sobre la vida, la oscuridad y el aislamiento permanentes, la desconfianza hacia todos, la mala alimentación, el maltrato y la humillación.
En algunos casos, la decisión final sobre la suerte del preso se difería, pasando por un periodo intermedio en el que se lo incorporaba al régimen de capucha o cuadra pero se pretendía, ganar al prisionero, sacarle algo o algo más; la lógica concentracionaria es avariciosa, intenta chupar todo lo 41 vital que hay en el hombre. Se trataba entonces de obtener algún tipo de colaboración voluntaria, operacional, técnica, política, al cabo de la cual, e independientemente de lo que hubiera proporcionado, el destino último también era incierto.
Así pues, aparecen por lo menos dos mecanismos posibles en la tortura: el tormento que llamaré inquisitorial y el tormento como tecnología eficaz, fría, aséptica y eficiente de "chupar". Los dos pretenden producir la verdad, producir un culpable y arrasar al sujeto pero lo hacen de maneras diferentes. Ambas formas implican el procesamiento de los cuerpos, la extracción de lo que sirve y el desecho del hombre. Sin embargo, la modalidad inquisitorial destruye más los cuerpos, es más brutal, arroja más sufrimiento directo sobre sus víctimas, pero es menos eficiente para extraer, está menos preparada para aprovechar hasta la última gota útil de un hombre.
También es probable que la modalidad "aséptica" produzca un menor deterioro personal en los hombres que la aplican y les permita concebirse a sí mismos como simple personal técnico. Finalmente, en términos institucionales, cabe pensar que en nuestra época es más fácil mantener el espíritu de cuerpo y la adhesión ideológica de una fuerza profesional y clase mediera por vía de un discurso técnico-aséptico que por vía de uno fanático-inquisitorial. Este último es psíquica e institucionalmente desquiciante.
Los oficiales de inteligencia que ejecutaron la tortura, sobre todo en el modelo aséptico, eran hombres comunes y corrientes, las más délas veces insignificantes, como Juan Carlos Rolón, cuyo ascenso salió a defender el Presidente Menem en 1994. También ellos, pequeños engranajes que no correspondían a un único patrón. Geuna los describe uno por uno; la diversidad comprende tontos e inteligentes, audaces y cobardes, religiosos y ateos, vanidosos, arrogantes, pusilánimes, de todo; hombres como cualquier otro, que caminan por la calle. Muchos se preguntaban, con auténtica curiosidad, si los prisioneros los consideraban "torturadores". Como si la condición de torturador fuera parte de una esencia que no poseían, como si su práctica cotidiana se debiera a una función circunstancial que se vieron obligados a cumplir; como si hubiera "otros", no ellos, que sí eran torturadores porque disfrutaban haciendo sufrir. Estos hombres sólo trabajaban y "cumplían órdenes".
El cumplimiento de órdenes fue la fórmula más burda de descargo del torturador. Otra muy usual, de acuerdo a los testimonios, fue responsabilizara las conducciones de las organizaciones armadas porque "mandaban a matar" a su gente, "obligándolos" a ellos a hacerlo. También era común que descargaran la culpa sobre la propia víctima, que por su tozudez, los "obligaba" a torturarla. La expresión que se registra es "no te hagas dar", es decir que la víctima "se hacía dar', se hacía torturar. Si para detener a alguien habían torturado a otras personas, el responsable de tales castigos era el buscado, o el que daba la información o cualquier otro que no fuera el torturador. "Vos sos la culpable de que haya hecho cagar a esos infelices", le decía un torturador de la policía federal a Mirtha 42 Gladys Rosales, para justificar que había golpeado salvajemente a su padre y a otras personas'1'''.
Sin embargo, y por más desplazamientos que pueda hacer, hay algo que se agita internamente en un hombre que destroza a otro. Hay algo que reclama la afirmación de su propia humanidad, porque en el intento de despersonalización de la víctima él mismo se despersonaliza, se deshumaniza. En muchísimos relatos aparece el intento de "reparación" del torturador sobre la propia víctima, como si pudiera escindir su. condición de torturador frente a un cuerpo sin rostro de su condición humana frente a la persona del torturado. Cuenta una sobreviviente: "Después de esas 'sesiones' (de tortura) me hacían vestir, y con buenos modos y palabras de consuelo me llevaban al dormitorio e indicaban a otra prisionera que se acercara y me consolara."51' Ana María Careaga relata: "El hombre que había dirigido la tortura, que me había torturado personalmente, ahora me hablaba de una manera paternal.'"1' Otro testimonio dice: "El domingo por la noche, el hombre que me había violado estuvo de guardia obligándome a jugar a las cartas con él."" Un relato casi idéntico de la Mansión Seré señala que la patota secuestró a una maestra muy joven por haber escrito en el pizarrón de su clase "Las Montoneras recorren el país", como frase de ejercitación gramatical y en obvia referencia a las Montoneras del siglo pasado. Después de haber sido torturada "preventivamente", fue presionada con insistencia por uno de sus torturadores a jugar a las cartas con él. La muchacha, que primero se negó, al cabo de un rato jugaba al chin-chón con un hombre poco mayor que ella y que la había sometido a tormento minutos antes. La figura de estas dos personas jugando a los naipes dentro de un campo de exterminio es la viva imagen de una suerte de perversión de la realidad que se opera en el dispositivo concentracionario, cuyo eje es la tortura. En ella se conjugan el poder, la arbitrariedad, la culpa y la necesidad de crear una "ilusión de reparación", que persiguió a buena parte de los torturadores.
Mediante el tormento se arrancaba al hombre información y su misma humanidad, hasta dejarlo vacío. La sala de torturas, el "quirófano" en la jerga concentracionaria, era el lugar donde se operaba sobre la persona para producir ese vaciamiento. Era un largo proceso que duraba días, semanas, meses hasta lograr la producción de un nuevo sujeto, completamente sumiso a los designios del campo: "Ya uno no tiene nada que darles, ni ellos quieren nada de mí. Tenía un gran cansancio y sólo quería que todo terminara de inmediato."53
El campo logró la sumisión. El "Sí, señor" del lenguaje militar en boca de los prisioneros fue un signo de esa sumisión. "Se ensañaron mucho más porque no les había dicho que estaba embarazada... Me decían: '¿Por qué no lo dijiste, pelotuda? ¿Querés que te lo saque ahora?' (al hijo) ¡No! 'No, qué pelotuda.' No, señor. 'Ah, así está mejor.'"5
Sin embargo, la sumisión nunca es toral; el campo intentó arrasar la personalidad y toda forma de resistencia a través de la tortura sistemática, ilimitada, irrestricta, produciendo dolor, terror, parálisis, pero 43 no necesariamente lo logró. No hay técnicas infalibles, y la tortura tampoco lo fue. A pesar de los interrogadores, frente a ella había hombres, no masilla moldeable. Seres humanos que reaccionaron de las más diversas maneras. Existió la resistencia abierta de quienes, poseyendo información, desafiaron con éxito la tortura. Geuna relata el de una madre que dirigiéndose a su hija, mientras las torturaban a ambas en La Perla, le gritaba "No hables, nena; a estos hijos de puta ni una palabra". Aquí, el campo de concentración y la tortura se enfrentan a su zona de impotencia: la resistencia interna del hombre. En este caso sólo pueden funcionar como máquina asesina, y matar.
Hay otros que simularon colaborar, dando datos falsos que pudieran pasar por verdaderos, y en realidad no entregaron algo útil para "alimentar" y reproducir el mecanismo.
Intentaban así detener la tortura y ganar tiempo. En este caso, la tortura tampoco logró su objetivo. No sólo no produjo la "verdad", sino que el prisionero la contabilizó internamente como una batalla ganada al campo de concentración; se fortaleció, aunque le costara la vida. Es el caso de Fernández Samar que se relata también en el testimonio de Geuna, quien mientras agonizaba a causa de los tormentos padecidos, en los que había ocultado la información clave, repetía "Los jodí; los jodí"'°. Entre los sobrevivientes hay mucha gente que resistió la tortura y seguramente esta primera victoria los rearmó para tolerar la capucha, el aislamiento, las presiones y todo lo que padecieron después hasta su liberación. La resistencia a la tortura es una de las formas más claras de la limitación del poder del campo.
Otros más no aguantaron la presión y brindaron información útil pero no entregaron todo; guardaron cuidadosamente aquello que consideraban más importante; ese era su último bastión de resistencia, su secreto. Estas personas, aunque hubieran sido arrasadas por el dispositivo, solían recuperara. Es decir, pasada la presión directa, recobraban las nociones de solidaridad y compromiso con sus compañeros de cautiverio, recuperaban alguna capacidad de resistencia. Este grupo fue muy importante en términos cuantitativos y cualitativos ya que fue numeroso y permitió la reproducción del dispositivo, alimentándolo y generando más secuestros. Desde este punto de vista, la tortura irrestricta e ilimitada demostró su eficacia. Mucha de esa gente podía estar dispuesta a morir, pero sencillamente no soportó las condiciones de tormento y "entregó" algo, o mucho.
Hubo otros prisioneros que una vez que comenzaron a dar información bajo tortura ya no se detuvieron, y se fueron desplazando progresivamente de la categoría de víctimas a la de victimarios. Esta gente, que existió en La Perla, en el ministaff de la Escuela de Mecánica y en otros lugares de manera aislada, se convirtió en una especie de presos intermediarios entre los desaparecedores y los desaparecidos. Fueron quebrados por la tortura, muchas veces espantosa, y se desintegraron. No se sentían presos. Suzzara, una secuestrada de este tipo, decía de sus compañeros presos: "Les tengo asco". Algunos de ellos realizaban 44 operativos militares con sus propios captores; otros llegaron incluso a torturar. Estas personas eran un enemigo de los presos igual o peor que los guardias. Necesitaban que todos se desintegraran como ellos, que dejaran de ser, para encontrar su propia justificación; por eso vigilaban meticulosamente a los otros prisioneros, "certificaban" los "quiebres"; temían la sobrevivencia de quienes no estuvieran en su misma situación porque eran testigos de su vergüenza. En general, los militares sentían un profundo desprecio por esta gente. Sobre ellos el campo de concentración funcionó, alcanzó su objetivo; aunque numéricamente representaron algo así como el uno por mil fueron muy útiles al dispositivo. Cada uno de ellos fue responsable de muchas decenas de secuestros. Además orientaron el trabajo de los interrogadores; les permitieron aumentar su eficiencia; saber qué preguntar, cómo hacerlo, cuáles eran las debilidades de una persona. En fin, fueron de gran utilidad y constituyen el tipo de sujeto que produce el campo de concentración y la tortura: temerosos, sumisos, autoritarios, inestables. Muchos de ellos permanecieron ligados a las fuerzas de seguridad y siguieron trabajando para ellas una vez clausurados los campos de concentración.
Por último existieron personas que "negociaron" su captura. Es decir, aquellos que sin ofrecer resistencia alguna, sin ¡atentar siquiera presentar batalla, "se pasaron" aparentemente de bando y se prestaron a trabajar para las fuerzas de seguridad como lo habían hecho para organizaciones políticas opositoras. Llegaron a los campos de concentración con maletas y jamás les tocaron un pelo. De estos casos se registran el de Pinchevsky en La Perla y el de Máximo Nicoletti y su mujer, María Emilia Peuriot, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Estas personas no se pueden considerar como éxitos del dispositivo concentracionario; son otra cosa. No fueron quebrados puesto que no había nada que romper, que opusiera resistencia.
En síntesis, la tortura como eje del trabajo de inteligencia fue altamente productiva y eficiente. Logró la información suficiente para destruir las organizaciones guerrilleras y sus entornos, asesinar a los dirigentes sindicales no conciliadores, arrasar toda organización popular, golpear y dificultar la acción de los organismos de derechos humanos. Lo hizo gracias a la existencia de los campos de concentración con los supuestos de una práctica irrestricta e ilimitada del tormento. Consiguió obtener información parcial significativa; logró la colaboración total de un pequeño grupo de gente que logró modelar, desintegrar y reordenar según la lógica del poder autoritario. En suma fue el método que permitió obtener la información necesaria para destruir una generación de militantes políticos y sindicales que desaparecieron en los campos de concentración. Para quienes deseaban este resultado, el método parece haber sido el adecuado. En todo caso se abren otras preguntas: ¿Debía la sociedad argentina desaparecer una generación de molestos activistas sindicales y políticos? ¿Hay posibilidad de separar medios y fines? Desaparecer, borrar del mapa, ¿no lleva casi irremediablemente a esto?

Una lógica perversa, una realidad tabicada y compartimentada

El campo es un lugar de contrarios que coexisten, de ambivalencia y conflicto superpuesto, no resuelto, en donde la confrontación se resuelve por la separación, clasificación y eliminación de lo disfuncional. Al tiempo que es un centro de retiñan de prisioneros, es donde el hombre encuentra el mayor grado de aislamiento posible. Prisioneros concentrados en una barraca, cuidadosamente separados entre sí por tabiques, celdas, cuchetas. Compartimentos que separan lo que está profundamente interconectado.
Los planos de los campos de concentración parecen graficar esta idea de la compartimentación como antídoto del conflicto, que permea todo el proceso. Largas secuencias de compartimentos; depósitos ordenados y separados en la arquitectura, en las etapas del proceso desaparecedor (captura, tortura, asesinato, desaparición de los cuerpos), entre los servicios que obtienen y procesan la información (Armada, Ejército, Aeronáutica), del campo mismo como un compartimento separado de la realidad.
También los hombres aparecen fragmentados, compartimentados interna y externamente: "subversivos" a los que se despoja de identidad, cuerpos sin sujeto, torturadores que ostentan una ideología liberal, cristianos que se confunden a sí mismos con Dios. Todo sin entrar en colisión aparente, subsistiendo gracias a una separación cuidadosa, esquizofrénica, que atraviesa a la sociedad, al campo de concentración y a los sujetos.
Los compartimentos estancos son la condición de posibilidad de coexistencia de elementos sustancialmente inconsistentes y contradictorios.
Salta a la vista que precisamente fuerzas legales, como se identificaban a sí mismas las fuerzas represivas, operaran con una estructura, un funcionamiento y una tecnología "por izquierda", es decir ilegal. El secuestro, la tortura ilimitada y el asesinato eran claves para lograr el exterminio de toda oposición política y diseminar el terror al que ya se hizo referencia. Dichas "técnicas" no se hubieran podido aplicar desde la legalidad existente y, de hecho, el gobierno militar, a diferencia de los nazis, nunca creó leyes que respaldaran la existencia de los campos de concentración; antes bien optó por negar su existencia. Las "fuerzas legales" eran los GT clandestinos mientras que toda acción legal, como la presentación de hábeas Corpus, denuncias, búsqueda de personas, juicios, era considerada "subversiva".
Extraña coexistencia de lo legal y lo ilegal, pérdida de los referentes, inversión constante y sucesiva de los términos, confusión de los contrarios que impide reconocer desde la sociedad por dónde pasa la distinción entre uno y otro. La ilegalidad de los campos, en coexistencia con su inserción perfectamente institucional, aunque parezca contradictorio, fue una de las claves de su éxito como modalidad represiva del Estado.
Directamente vinculado con la legalidad aparece el problema del secreto. El secreto, lo que se esconde, lo subterráneo, es parte de la centralidad del poder. Durante el Proceso de Reorganización Nacional se sancionaron leyes de carácter secreto. El general Tomás Sánchez de Bustamante declaró: "En este tipo de lucha (la antisubversiva) el secreto que debe envolver las operaciones especiales hace que no deba divulgarse a quién se ha capturado y a quién se debe capturar. Debe existir una nube de silencio que rodee todo..."bíl También existían sanciones legales de carácter secreto y decisiones secretas que inhabilitaban políticamente a ciertos ciudadanos. Los campos de concentración eran secretos y las inhumaciones de cadáveres NN en los cementerios, también. Sin embargo, para que funcionara el dispositivo desaparecedor debían ser secretos a voces; era preciso que «'supiera para diseminar el terror. La nube de silencio ocultaba los nombres, las razones específicas, pero todos sabían que se llevaban a los que "andaban en algo", que las personas "desaparecían", que los coches que iban con gente armada pertenecían a las fuerzas de seguridad, que los que se llevaban no volvían a aparecer, que existían los campos de concentración. En suma, un secreto con publicidad incluida; mensajes contradictorios y ambivalentes. Secretos que se deben saber; lo que es preciso decir como si no se dijera, pero que todos conocen.
La manera en que se fraccionó el dispositivo concentracionario, separando trabajos y diluyendo responsabilidades es otra manifestación de esta misma esquizofrenia social, y tuvo lugar dentro mismo de los campos. El mecanismo por el cual los desaparecedores concebían su participación personal como un simple paso dentro de una cadena que nadie controlaba es otra forma de fraccionar un proceso básicamente único. Cada uno de los actores concebía la responsabilidad como algo ajeno; fragmentaba el proceso global de la desaparición y tomaba sólo su parte, escindiéndola y justificándola, al tiempo que condenaba a otros, como si su participación tuviera algún sentido por fuera de la cadena y no coadyuvara de manera directa al dispositivo asesino y desaparecedor. Recuérdense en este sentido las declaraciones de Vilariño.
De manera semejante, los grupos operativos se concebían como diferentes y enfrentados, se retaceaban la información unos a otros, entre las distintas armas y aun dentro de una misma arma. Cada uno se creía, o bien más eficiente, o bien menos brutal que los otros. Grass se refiere a las diferencias entre el grupo operativo de la Escuela de Mecánica y el del Servicio de Inteligencia Naval; Cetina narra el terrible enfrentamiento entre la policía y el Ejército; Graciela Dellatorre cuenta la competencia que existía entre los tres grupos operativos de El Vesubio5 . Cada uno era un compartimento del dispositivo concentracionario, con sus hombres, sus armas, su información, sus secuestrados. Su seguridad podía depender de mantener esta separación; el incremento de su poder también. Es decir, el mecanismo favorecía la compartimentación y la competencia, al tiempo que imponía su totalidad sobre el conjunto. Es importante señalar que cuanto mayor sea la fragmentación, más necesidad existirá de una instancia totalizadora. Lo fragmentario no se opone a lo totalizante; por el contrario, se combinan y superponen, sin encontrar consistencia ni coherencia alguna.
Para el secuestrado, la incoherencia entre unas acciones y otras creaba un desquiciamiento de la lógica dentro de los campos, otra lógica que no alcanzaba a comprender, pero que sin embargo es constitutiva del poder, de su parte más íntima, de su racionalidad no admitida, negada, subterránea. Una racionalidad que incorpora lo esquizofrénico como sustancial. La incongruencia entre las acciones de los secuestradores fue una de sus manifestaciones que se hizo particularmente patente en los campos que correspondieron a la modalidad técnico-aséptica.
Por ejemplo, la posibilidad de supervivencia no aumentó para quienes brindaron información útil ni para las víctimas producto de la casualidad, del error, o que después de los interrogatorios hubieran demostrado tener muy poca o nula vinculación con la guerrilla. Por el contrario, en muchos casos fue exactamente al revés; los militantes de cierta trayectoria podían ser más útiles a largo plazo, lo que aumentó inicialmente su sobrevida y luego la posibilidad de "reaparecer". El procedimiento no carecía de lógica pero al mismo tiempo parecía incomprensible; pertenecía a otra lógica que el secuestrado no podía comprender. Por un lado, la existencia de lógicas incomprensibles, por otro, la ruptura y la esquizofrenia dentro de la lógica concentracionaria desquiciaban a los prisioneros e incrementaban la sensación de locura.
La visita casi diaria en la Escuela de Mecánica de la Armada de un médico que atendía a los prisioneros era un dato aparentemente contradictorio con la suposición de que los traslados implicaban la muerte. Geuna también relata que: "se interesaban por mi salud, por mis heridas, por mi debilidad (había adelgazado diez kilos en veinte días).
Me trajeron vendas y vitaminas. Me cuidaban y al mismo tiempo me decían que me iban a matar."58 ¿Para qué se curaba de anginas o se administraba vitaminas a alguien que se iba a asesinar? La incongruencia llevaba al preso a pensar que o bien era cierta una cosa o la otra y, dado que efectivamente le llevaban vitaminas, no lo iban a matar, lo cual era falso. Esta "lógica perversa" o falta aparente de lógica tan terriblemente a los secuestrados.
Se puede pensar, aunque Hannah Arendt discutiría la supuesta finalidad productiva de los campos de concentración nazis, que en ellos, a pesar del exterminio que se reservaba a los prisioneros, la existencia del médico tenía un sentido: mantener al hombre con cierta capacidad de trabajo, ya que se lo usaba en tareas productivas. Pero éste no era el caso de los campos argentinos, en que los secuestrados permanecían tirados en el piso, sin hacer nada a veces durante meses. ¿Qué lógica podía tener la presencia del médico en esas circunstancias?
No es claro, pero probablemente se jugaba un cierto sentido de humanidad manteniendo al hombre en condiciones relativamente aceptables hasta su muerte. Esta hipótesis, la menos congruente con el resto del funcionamiento del campo, es quizás la más probable; hay que recordar que la preservación de la vida de algunos niños en el vientre de su madre respondía a una lógica semejante que no sería más que otro de los tantos mecanismos de auto-humanización que debieron usar los desaparecedores para justificarse a sí mismos. Desde una concepción más consistentemente utilitarista se podría suponer que prevenían epidemias que pudieran afectar a prisioneros todavía útiles o al propio personal.
También es probable; en algunos sentidos el campo funcionaba como una fría y no muy selectiva máquina de matar; en otros irrumpían estas rupturas de la lógica, estas compartimentaciones incomprensibles a primera vista. Lo cierto es que la atención médica era uno de los elementos que lograba dificultar la comprensión del prisionero de que sería ejecutado, por la aparente contradicción entre una acción y otra. Esa confusión, alimentada por el campo y multiplicada por el temor y la negación de los prisioneros, creaba una "predisposición" para interpretar la lógica perversa que desataba el campo como auténticos indicios de la posibilidad de supervivencia, lodo ello confluyó para desalentar las formas de resistencia más desesperadas.
Algo semejante ocurrió con la atención a las mujeres embarazadas que llegaron a dar a luz, en la "Sarda" de la Escuela de Mecánica. A partir de cierto momento del embarazo, esas prisioneras pasaban a ocupar un cuarto con camas, una mesa con sillas, ropa, y podían permanecer allí con los ojos descubiertos y hablar. Días antes del alumbramiento, los marinos le hacían llegar a la madre un ajuar completo, a veces muy hermoso, para su bebé. El parto se atendía con un médico y respetando ciertos requerimientos de asepsia, anestesia y cuidados generales. La madre le ponía nombre a su hijo y daba las indicaciones para que lo entregaran a la familia. Este trato dificultaba la comprensión del destino final de madre e hijo. Las atenciones hacían presuponer que ambos vivirían o que, cuando menos, el bebé sería respetado. La realidad era muy otra: la madre solía ser ejecutada pocos días después del alumbramiento y el bebé se enviaba a un orfanato, se daba en adopción o, eventualmente, se entregaba a la familia. Quedaba así limpia la conciencia de los desaparecedores: mataban a quien debían matar; preservaban la otra vida, le evitaban un hogar subversivo y se desentendían de su responsabilidad. No es que no existiera una racionalidad; sencillamente no era una lógica total y perfectamente congruente sino fraccionada y contradictoria.
Muchas de las inconsistencias de los campos estuvieron ligadas a la participación de médicos y psicólogos, cuyas profesiones se asocian, precisamente, con evitar el dolor y preservar la vida. En los campos, estos profesionales cumplieron las funciones exactamente inversas. Los médicos de los campos (los hubo en todos), que se dedicaban también a curar gente fuera de ellos, ayudaron a señalar cómo provocar más dolor, cómo prolongarlo, cómo evitar la muerte cuando el preso era potencialmente "útil" y cómo matarlo sin que ofreciera resistencia. Uno de los casos más abrumadores fue el de Jorge Vázquez, médico, prisionero que pertenecía a lo organización Montoneros, que asesoraba en la tortura y que autorizó continuar con el tormento de Víctor Melchor Basterra después de que éste padeciera un paro cardiaco. Estos hombres sólo pueden haber convivido con sus funciones reparadoras y sus funciones asesinas haciendo coexistir lo antagónico por medio de la compartimentación, la separación de sus funciones. Como señaló Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka: "No podía vivir si no compartimentaba mi pensamiento."'
Los sacerdotes tampoco estuvieron ausentes de los campos de concentración y de su lógica esquizofrénica. Además de que muchos de ellos, así como religiosas católicas, los padecieron y fueron sus víctimas, otros se dedicaron a tranquilizar las conciencias de los desaparecedores y a atormentar a los secuestrados. Un miembro de los grupos represivos, Julio Alberto Emmed, relató que después ele asesinar a tres hombres con inyecciones de veneno aplicadas directamente al corazón, en presencia del sacerdote Christian von Wernich, "el cura Von Wernich me habla de una forma especial por la impresión que me había causado lo ocurrido; me dice que lo que habíamos hecho era necesario, que era un acto patriótico y que Dios sabía que era para bien del país. Estas fueron sus palabras textuales". A su vez, el R. P. Felipe Pelanda López, capellán del batallón 141 de ingenieros de La Rioja, le dijo a un detenido apaleado: "¡Y bueno, mi hijo, si no quiere que le peguen, hable!"62 Abundan estos testimonios que, como en el caso de los médicos, dan cuenta de una "inversión" de la misión que se supone cumple un sacerdote. En lugar de reprobar el asesinato, convalidarlo; en lugar de confortar al que sufre, agredirlo. Estos hombres, al mismo tiempo, celebraban misa y leían cada domingo los Evangelios.
Los intentos de reparación que realizaban los torturadores sobre sus propias víctimas, y la extraña convivencia de la crueldad con la clemencia, sin solución de continuidad, aparecen en muchísimos testimonios, en una suerte de mosaico "enloquecido"; "lo normal eran las categorías demenciales" diría Geuna. Un mismo hombre podía hacer macar a decenas de prisioneros y compadecerse de otro. Los responsables de decenas de muertes, casi siempre, "salvaron" a alguien. El capitán Acosta, después de exhibir frente a los prisioneros el cadáver acribillado de Maggio, seleccionó a un grupo y lo obligó a cenar con él como si nada hubiera ocurrido. El comandante Quijano, que amaba a los animales, después de secuestrar a Geuna y participar en el asesinato de su esposo le dijo que ya se había encargado de colocar al gato y al perro, así que se quedara tranquila por los animales. ¿Actos de reparación? Bondad y maldad, superpuestas y separadas, sin posibilidad de una mínima congruencia.
Rupturas brutales entre el discurso y la práctica o entre dos momentos del discurso o de la práctica, es indiferente, nos muestran a oficiales de inteligencia que afirman con convicción que "el fin no justifica los medios" (Escuela de Mecánica); corcuradores y asesinos que reprochan la utilización de palabras soeces a los secuestrados (La Perla); torturadores que se niegan a violar el secreto del voto (Cuerpo 1 de Ejército); militares que desean "Feliz Navidad" y brindan con los prisioneros (Escuela de Mecánica). Todos estos elementos coexistiendo sin contradicción aparente, en una atmósfera de locura, que resulta increíble, que "enloquece". Blanca Buda, militante del Partido Intransigente, hace un relato desopilante. Dice que después de esas torturas comenzó un interrogatorio más tranquilo. "-¿Estás completamente segura de que no sabes por quién votó tu gente? -Señor, no puedo decirle por quién votaron ellos, pero -acoté- ¿quiere que le diga por quién voté yo? Saltaron dos o tres al mismo tiempo. No supe si me tomaban el pelo o si los atacaba una reacción “legalista” cuando los oí gritar indignados: -¡No, eso no! ¡E) voto es secreto! Al principio no entendí. Cuando mi confundido cerebro captó el verdadero sentido de la frase no pude contenerme y lancé una carcajada... Me torturaron bestialmente pretendiendo saber los íntimos detalles de mi vida, la filiación política de mis vecinos, cuántas ollas populares habíamos impulsado, la capacidad organizativa de los partidos políticos de la localidad y ahora salían con que el voto era secreto."'64
La locura y lo ilimitado que exaltaba el capitán Acosta se manifiestan hasta el absurdo en este relato o en el hecho de secuestrar un loro e ingresarlo a La Perla con el número de prisionero 428.
La fragmentación, que permitía "funcionar" a los desaparecedores, se iba adueñando también del prisionero. De hecho, el quiebre en sí mismo implicaba esta ruptura y la necesidad de acondicionar en compartimentos separados lo que correspondía a un mismo sujeto. Cuanto mayor arrasamiento, mayor fragmentación, escondida bajo un discurso "total".
Este es el caso de los prisioneros que creían haberse pasado de bando, y en consecuencia hablaban y actuaban como si fueran militares, como si no notaran que... permanecían secuestrados.
La rotura física que provoca la tortura puede ser también una rotura interior, que el prisionero registra, al mismo tiempo que tiende a ver el campo como una totalidad congruente aunque incomprensible. Le cuesta mucho más percibir el fraccionamiento de sus captores que el propio. Sin embargo, la fragmentación es constitutiva del campo y se proyecta sobre el preso. Dice Geuna: "La realidad de La Perla era una realidad absoluta, total, con sus propias reglas. Y esa realidad comienza a imponerse con la venda y el proceso de aislamiento que desata: uno va encerrándose en sí mismo, se retrae y penetra cada vez más adentro de su conciencia. En esa situación uno se encuentra todo roto... La venda te lleva a tu interior y tu interior está destrozado y cada vez se fragmenta más hasta entrar en un mundo de categorías demenciales, irreales, donde todo lo que puede ser la vida está falseado y la propia vida es otra cosa."65
En efecto, la vida sin ver ni oír, la vida sin moverse, la vida sin los afectos, la vida en medio del dolor es casi como la muerte y sin embargo, el hombre está vivo; es la muerte antes de la muerte; es la vida entre la muerte. Otra superposición enloquecida, la de estos "muertos que caminan".
Todos estos contrarios coexistiendo con total "naturalidad" refuerzan la sensación de locura. "Unos iban hacia la libertad, otros a la muerte; un grupo se vestía como para una fiesta, la mayoría estaba semidesnuda.
Oíamos los gritos de los torturados y las risas de los militares. Festejaron con chocolate el cumpleaños de Di Monte. Al día siguiente, otro traslado.
La superposición de contrarios de una manera incomprensible, el hecho de estar dentro de una especie de útero cerrado por fuera de las leyes, del tiempo y del espacio, acentúa la sensación de que el campo constituye una realidad aparte y total. "Todo comenzaba y terminaba en La Perla"67, diría Geuna. Sin embargo, el campo está perfectamente instalado en el centro de la sociedad; se nutre de ella y se derrama sobre ella. Quizás es el hecho de permanecer tan apartado, al mismo tiempo que está en medio, lo que más enloquecedor resulta para el prisionero, lo que produce la sensación de irrealidad.
Cuenta Careaga: "Un día viví una sensación de irrealidad, que en ese momento creí que iba a perder, o que había perdido ya la razón. Estaba en la enfermería, cerca de la calle, de la gente, y nadie sabía que yo estaba allí. Ese día había habido un partido de fútbol; había ganado Boca, yo escuchaba las bocinas, los gritos de la hinchada festejando. Adentro, al lado de la enfermería, los verdugos jugaban al truco ¡y escuchaban un cásete con los discursos de Hitler! Tuve que cerrar los ojos y taparme los oídos!'' También el extraordinario testimonio de Geuna lo señala: "Yo creía en un principio que La Perla estaba ubicada en algún paraje remoto... Casi enfrente nuestro se levantaba la fábrica de cemento Corcemar, a sólo 14 kilómetros de la ciudad de Córdoba, a unos cien metros de una de las principales rutas de la provincia, que tiene una densidad de tránsito importante. Vi pasar varios coches y pensé si no nos verían. ¡Estábamos tan caray sin embargo tan lejos .
El hecho de que el campo es una realidad aparte constituye una ilusión. El poder intenta colocarlo aparte pero este no es más que otro de los múltiplescompartimentos que se pretenden separar, acotar. Como las cuchetas que separan presos, como las cabezas que separan ideas, como los hombres que separan sentimientos porque no los pueden conciliar, así se separa al campo de la sociedad. La esquizofrenia social que separa lo que resulta contradictorio para permitir su coexistencia con "naturalidad" es la que se expresa en la propia existencia del campo y en las dinámicas internas a él. La eliminación del conflicto se puede hacer por su negación (la desaparición), por su eliminación (el asesinato), por su separación *compartimentación para evitar que contamine (la cárcel). sin campo de concentración fue una extraña combinación de todos estos mecanismos.
Es cierto que formó, efectivamente, una red propia, pero esa red estuvo perfectamente entretejida con el entramado social.

Un universo binario

Las lógicas totalitarias son lógicas binarias que conciben el mundo como dos grandes campos enfrentados-, el propio y el ajeno. Pero además de creer que todo lo que no es idéntico a sí mismo es parte de otro amenazante, el pensamiento autoritario y totalizador entiende que lo diferente constituye un peligro inminente o latente que es preciso conjurar. La reducción de la realidad a dos grandes esferas pretende finalmente la eliminación de las diversidades y la imposición de una realidad tínica y total representada por el núcleo duro del poder, el Estado.
Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a los términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La concepción de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques amenazantes y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica binaria que en América Latina se articuló en torno a la doctrina de la seguridad nacional. Como ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la macropolítica de la seguridad que se corresponde con la micro política del terror.
Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra contra la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras nacionales. Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla recogió el guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares, pensar la cuestión en términos bélicos los ponía en una situación "profesional", apartándolos de las funciones meramente represivas, destinadas históricamente a la policía, al tiempo que alimentaba esta visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos la guerra doctrina en mano y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás tuvimos necesidad, como se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra capacidad y nuestra organización legal son más que suficientes para combatir contra fuerzas irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70 La noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro modo, deberían verse como vulgares represores.
Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que desafiaba a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con cierta capacidad de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se encontraba militarmente, mayor énfasis ponía en la resolución armada del conflicto y en su estructura regular, con grados militares, estados mayores y órdenes cerrados completamente desvinculados de su realidad de fuerza irregular con un mediano o escaso poder de fuego. Prefirió mostrarse a sí misma como un ejército en guerra para aumentar su importancia y su aparente peligrosidad. En este sentido, propició la lógica militar y ayudó conscientemente a extender la ficción de una guerra popular contra un ejército imperialista.
Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese otro, que comprende tocio aquello que no es como yo; otro amenazante, peligroso. La lógica binaria es una lógica paranoica, en donde el Otro pretende mi destrucción y es lo suficientemente fuerte como para lograrla. Intenta ejercer sobre mí una dominación total, por ello su persecución también debe ser total.
Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel que potencialmente considere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es otro extraño, preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso, perfectamente diferente a mí, a quien puedo reconocer de inmediato porque está desprovisto de cualidades humanas. El general Camps, como siempre, lo dijo con gran claridad: "Aquí libramos una guerra... No desaparecieron personas sino subversivos." Los atributos sub humanos del Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por sus características despreciables. Vergés, uno de los militares de La Perla, le dijo a Graciela, Geuna: “A tu marido lo agarré yo, y lo detecté por el olor, por el olor a sucio, a montonero sucio que tenía.
El olor, podría haber sido la nariz, la avaricia o cualquiera de los atributos que se asigna a ese Otro temido y temible. El racismo, como concepción binaria, ofrece muestras variadas de la construcción arbitraria, amenazante y, a la vez, denigrante del Otro. Rasgos tan poco significativos, como la barba, pueden llegar a identificar al Otro. El general Aquel, haciendo gala de su liberalidad, le dijo a dos periodistas que no tenía problemas para "hablar con personas de pensamiento diferente al mío. Incluso —acotó yo los recibo a ustedes sin ninguna dificultad, aunque tengan barba."7' Es digna de señalar la sorprendente relación entre una forma de pensamiento y la posesión de barba.
El Otro que construyeron los militares argentinos, que era preciso encerrar en los campos de concentración y luego eliminar, era el subversivo. Subversivo era una categoría verdaderamente incierta. Comprendía, en primer lugar, a los miembros de las organizaciones armadas y sus entornos, es decir militantes políticos y sindicales vinculados de cualquier manera que fuese con la guerrilla. Inmediatamente se pasaba a incluir en una categoría de subversivo a todo grupo político o partido opositor, así como a cualquier organismo de defensa de los derechos humanos, todos ellos dedicados, por una conspiración internacional, a desprestigiar al gobierno. Por ejemplo, el torturador de Norberto Liwsky "manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor"7'.
Cualquier tipo de militancia popular entraba dentro del rango de subversivo. Al sacerdote Orlando Virgilio Yorio, la persona que lo interrogaba le dijo: "Vos no sos un guerrillero, no estás en la violencia, pero vos no te das cuenta que al irte a vivir allí (a la villa de emergencia) con tu cultura, unís a la gente, unís a los pobres, y unir a los pobres es subversión."'
También existía la subversión fabril que según el ministro de Trabajo, Horacio Tomás Liendo, comprendía "el adoctrinamiento individual", levantar "falsas reivindicaciones", desprestigiar a los "auténticos dirigentes obreros', con la advertencia de que "aquellos que se apartan del normal desarrollo del Proceso... se convierten en cómplices de esa subversión que
debemos destruir"76.
Subversión económica, subversión sindical, subversión política; en todos los órdenes aparecía ese terrible enemigo, tan vasto, tan inapresable, conformado por todos los que se oponían "de alguna manera" al proyecto militar. La amistad o el parentesco con un subversivo podían ameritar la inclusión en el grupo. Así, el ex presidente Héctor J. Cámpora, por haber concedido la amnistía de 1973; el periodista Jacobo Timerman, por publicar en su periódico pedidos de babeas corpus; el abogado radical Pisarello, por haber defendido alguna vez a presos políticos; el sindicalista Di Pasquale, por estar vinculado al gremialismo independiente de la burocracia sindical; todos entraron en la categoría de subversivos, y lo pagaron caro.
La amplitud del concepto "subversivo" queda perfectamente expresada en las siguientes declaraciones del general Videla: "Por encima de todo está Dios. El hombre es criatura de Dios, creado a su imagen. Su deber sobre la tierra es crear una familia, piedra angular de la sociedad, y de vivir dentro del respeto del trabajo y de la propiedad del prójimo. Todo individuo que pretenda trastornar estos valores fundamentales es un subversivo, un enemigo potencial de la sociedad y es indispensable impedirle que haga daño."77 Otra: "El terrorista no sólo es considerado real por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana."7S En suma, dada la vaguedad del concepto, cualquiera podía entrar en la categoría de subversivo e, incluso, en la de terrorista.
Así pues, declarada la guerra y definido el enemigo, procedía su eliminación inmediata, y para ello se crearon los campos. Grass afirma haber escuchado en reiteradas oportunidades a los marinos de la Escuela de Mecánica que las Fuerzas Armadas dieron el golpe militar de 1 976"para asumir el control de la totalidad del aparato del Estado y ponerlo a servicio de una. política de exterminio de los activistas de las organizaciones populares, tanto políticos como sindicales, estudiantiles y de los distintos estratos de la sociedad que expresaran su adhesión a proyectos de transformación social, calificados por las Fuerzas Armadas como 'contrarios al ser nacional y al orden social natural"' 9.
Los campos de concentración fueron el dispositivo ideado para concretar la política de exterminio, producto de esta concepción binaria de lo político y lo social. La política concentracionaria como concepción pertenece a este universo binario que separa amigos de enemigos; el campo de concentración, como el cuartel o el psiquiátrico, son instituciones totales, también de carácter binario. Su objetivo es constituir un universo cerrado que "normaliza" a las personas internadas en ellas, y funcionan a partir de dos grandes grupos: los internos, que se someten al proceso de transformación o cura, y el personal, responsable de producir esa mutación. En el caso de los campos de concentración se registra una primera ruptura entre un adentro y un afuera de la sociedad, imagen invertida del adentro y afuera del campo, como si éste perteneciera a otra realidad, separada y escindida. A su vez, los internos o prisioneros, perfectamente diferenciados del personal militar que maneja el campo, son objeto del tratamiento o procesamiento que realiza la institución.
Goffman señala que las instituciones totales son "invernaderos donde se transforma a las personas"80. Si bien el objetivo final de los campos de concentración era el exterminio, para completar su circuito y obtener la información que alimentaba el dispositivo, los campos necesitaban transformar a las personas antes de matarlas. Era una transformación que consistía básicamente en deshumanizarlas y vaciarlas, procesarlas por medio de la tortura para que aceptaran los mecanismos del campo y colaboraran con ellos. Una parte central de esta transformación consistía en borrar en el hombre toda capacidad de resistencia.
Los dos universos escindidos, que dentro del campo de concentración forman los presos y los guardianes, se conciben como mundos sin contacto humano alguno. Las técnicas que ya mencionamos, como la capucha, son parre de una disciplina que intenta mantener perfectamente compartimentadas estas dos esferas. Sin embargo, la realidad que se produjo fue algo diferente. El mundo de los-captores estaba constituido por diferentes rangos, con una relación jerárquica entre sí. En primer lugar estaba la alta oficialidad que tomaba las decisiones políticas y militares pero tenía un contacto esporádico con los prisioneros, apenas el suficiente para "ensuciarse las manos".
En segunda instancia, se encontraba Ja oficialidad del campo, de baja y mediana graduación, que ejecutaba los secuestros, las torturas y se encontraba en contacto directo con los prisioneros. Era el mando concreto y operativo del campo y a ella pertenecían los célebres Astiz, Acosta, Barreiro; también Rico y Seíneldín.
Por último, estaban los suboficiales, que se encargaban básicamente de las funciones de guardia de los presos y el establecimiento, mantenimiento de la infraestructura, logística y constituían la tropa de las "patotas". También participaban de ¡as torturas y eran los que organizaban los traslados, aunque obviamente bajo las órdenes de un oficial.
El mundo de los secuestrados era aparentemente homogéneo, como ya lo señalamos, cuerpos y capuchas. Un universo de enemigos peligrosos, los subversivos, el Otro que era preciso exterminar, aniquilar, cuya condición menos que humana, justificaba que se le diera un trato también inhumano. Veamos cómo se construyó ese Otro, en particular para los rangos más bajos y que estaban en contacto más estrecho con los presos.
El arquetipo del guerrillero, eje de la subversión, que construyeron los militares lo mostraban como alguien que servía a intereses extranjeros, generalmente comunistas, un extraño. Supuestamente también era muy peligroso, arriesgado y cruel como combatiente, en virtud de entrenamientos especiales que había recibido, algunos de los cuales consistían incluso en métodos para soportar la tortura. En su vida privada no poseía pautas morales de ningún tipo; no valoraba la familia, abandonaba a sus hijos, sus parejas eran inestables, no se casaban legalmente y se separaban con frecuencia. Se suponía que no podía ser sinceramente religioso y buena parte de ellos eran comunistas, encubiertos o no y, los más peligrosos, también judíos. Las mujeres ostentaban una enorme liberalidad sexual, eran malas amas de casa, malas madres, malas esposas y particularmente crueles. En la relación de pareja eran dominantes y tendían a involucrarse con hombres menores que ellas para manipularlos. El prototipo construido correspondía perfectamente con la descripción que hizo un suboficial chileno, ex alumno de la Escuela de las Américas, como muchos militares argentinos: "...cuando una mujer era guerrillera, era muy peligrosa: en eso insistían mucho (los instructores de la Escuela), que las mujeres eran extremadamente peligrosas. Si empran apasionadas y prostitutas, y buscaban hombres."Si Los militares, que detestaban casi tanto a Freud como a Marx, suponían que los subversivos tenían estas características porque provenían de familias desintegradas, con padres separados. Por eso, sus padres siempre eran responsables, en última instancia, y sospechosos en potencia.
Cabe hacer una mención especial a la ubicación de lo judío (que no es el "problema judío") dentro de este arquetipo. El racismo, y el antisemitismo en particular, han sido formas privilegiadas en nuestro siglo para la circulación del pensamiento binario. Los nazis "cargaron" al pueblo judío con los más variados e ignominiosos atributos y se escudaron en mil falsedades para justificar su exterminio. Después de ello, muchos demócratas criticaron el holocausto pero, esquizofrénicamente, siguieron propagando el prejuicio y atribuyendo a los hombres, a cada individuo, unas supuestas características innatas que lo configuran como un Otro, siempre peligroso y muchas veces poco humano (frío, avaricioso, calculador). Los militares argentinos no escaparon a esta forma de lo binario, antes bien lo incentivaron en sus filas. Abundan los testimonios que dan cuenta de cómo se maltrataba especialmente a los judíos y se los sometía a tratos humillantes, por el hecho de serlo. Graciela Cetina, Ana María Careaga, Miriam Levvin, Nora Stejilevich, Juan Ramón Nazar y muchísimos más, judíos y no judíos, denunciaron la concepción y las prácticas antisemitas en los campos de concentración. Por su parte, la guerrilla y buena parre de la militancia política había construido también su arquetipo: los militares eran el brazo armado de una oligarquía cipaya, a la que estaban ligados y al luchar contra la "subversión no hacían más que defender cínicamente sus propios privilegios económicos y políticos". En cuanto a su ideología, encarnaban de manera homogénea al "gorila" represor facistoide. Militarmente, eran cobardes y se escudaban en su superioridad numérica y técnica para entrar en combate. Su moralidad . era exclusivamente formal, de apariencias, por lo que eran capaces de hacer cualquier cosa cuando contaban con la impunidad; por principio eran gente cruel y corrupta. No podían ser jóvenes, lindos, inteligentes ni cultos, porque eran parte de ese Otro, cuyos atributos no pueden corresponder con los que se asume como propios. En términos religiosos, practicaban un catolicismo rígido y convencional.
Estas dos imágenes construidas del Otro entraron en colisión dentro de los campos; los universos escindidos donde uno elimina al otro alcanzaron realidad. Pero así como el campo concentra y aísla a un tiempo, así también separa y une simultáneamente. El campo fue un espacio en el que, al acercar los dos polos del mundo binario, el blanco y el negro, las fuerzas legales y los subversivos, perfectamente separados y diferenciados en un espacio que los coloca en compartimentos estancos en tanto víctima y victimario, sin embargo los obligó a tomar contacto. Los presos que sobrevivieron meses, en particular los que se sometió a procesos de "recuperación", entraron en contacto con la oficialidad que atendía sus casos. Ese contacto fue muchas veces prolongado. De la misma manera, los guardias que llegaban turno tras turno a cuidar una cuadra, una capucha, comenzaron, a su pesar, a identificar los bultos como personas, a ver caras, a aprender nombres. Lo mismo sucedió con los secuestrados. Sin proponérselo, el campo, dispositivo binario por excelencia, muchas veces ofreció un cierto espacio de gris.
Muchos militares podían responder al prototipo, pero también los había convencidos, que no perseguían ningún interés personal o económico. Existían valientes y cobardes, listos y tontos, jóvenes y viejos, lindos y feos. Extrañamente, también los había liberales y ateos. Por su parte, los secuestrados, más que feroces subversivos, correspondían a una imagen menos amenazante. Eran en general jóvenes (el 70 por ciento tenía entre 20 y 35 años), muchos de ellos de clase media, como la oficialidad, otros de estratos populares muy semejantes a aquellos de los que provenían los suboficiales de los campos, a veces idealistas, otras, simples aventureros, pero por lo regular con una moralidad de matices diferentes a la militar aunque profundamente judeo cristiana, como la de sus captores. Es decir, unos y otros tenían elementos en común.
La convivencia de hecho entre captores y prisioneros que, de acuerdo con los relatos, muchos detenidos supieron entender y aprovechar, minaron parte de la "convicción antiguerrillera", en distintos niveles. El testimonio de Tamburrini registra que, cuando él y sus compañeros lograron fugarse, dejaron escrita en una pared la leyenda "Gracias Lucas". Lucas era un guardia que había tenido con ellos una conducta humana. También señala Geuna el caso del sargento Manzanelli, quien fue trasladado porque "mantuvo una relación bastante cercana a un grupo de prisioneros que lo influyeron"82. Son muchos los testimonios que registran cómo, a pesar de estar dentro mismo de los campos, hubo casos en los que se rompió el tabicamiento binario y uno pudo reconocer al ser humano que había en el Otro, y al hacerlo, reivindicó su propia humanidad.
Al humanizarse las relaciones, el Otro se hace más real, aunque no por eso menos enfrentado. Es decir, se desintegra el carácter demoniaco del oponente y, por lo tanto, cuesta más "quemarlo vivo". En la relación secuestrador-secuestrado, la "humanización" del Otro afecta sustancialmente al secuestrador, debilita su poder porque desmonta el sostén del campo de concentración, que es la noción de guerra contra un enemigo infrahumano que hay que destruir. Al "recuperar" su humanidad, el secuestrado deja de ser el demonio primero y el enemigo después, para pasar a ser un oponente; al relativizar su peligrosidad, tambalea la lógica de la desaparición.
La humanización del captor, a su vez, permite al secuestrado desihitificar su poder, relativizarlo, para buscar y encontrar resquicios. Por ejemplo, para algunos secuestrados de la Escuela de Mecánica, descubrir las ansias desmedidas de poder del capitán Acosta, les permitió darse un plan de supervivencia que aprovechara esta característica, ofreciéndole una simulación de poder que se basaba en la sobrevida de un grupo importante de prisioneros.
En suma, las fisuras del dispositivo binario por las que los enemigos entraron en contacto, las vinculaciones que lograron atravesar la línea divisoria entre secuestrados y secuestradores beneficiaron sustancialmente a los prisioneros ya que al romper una de las bases de la lógica concentracionaria, debilitaron el poder de los desaparecedores.
Desde este punto de vista, la teoría de los dos demonios no es más que otra forma de reproducir el pensamiento binario. Según esa explicación, se pretende que la sociedad argentina fue agredida por dos "engendros", extraños y ajenos, crueles e inhumanos, Otros (dos en lugar de uno), una vez más perfectamente diferentes e incomprensibles, "locos", que es preciso desaparecer. Como se puede ver, exactamente los mismos elementos y la misma solución: la desaparición.
Una posibilidad de alternativa al pensamiento binario lo constituye la idea de que en la lucha política no hay enfrentamientos entre blancos y negros sino sucesivas gamas de gris; por cierto, ésta es una imagen que aparece en distintos testimonios. Desde este punto de vista, que es el que intento sustentar en este trabajo, ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto los campos de concentración constituyeron algo ajeno a la sociedad en su conjunto. Tampoco resultan incomprensibles sino que son parte de la trama y el tejido social, lo que no es decir que todo es lo mismo ni que todas las responsabilidades se reparten simétricamente.

El hombre

Al ser capturados, los militantes políticos y sindicales j caían derrotados. La izquierda del peronismo había pasado por una lucha interna muy desgastante dentro de su| movimiento; Perón, antes de morir, había desconocido a la Tendencia y con ella a todo el llamado peronismo revolucionario, minando su base de sustentación política. La izquierda no peronista estaba en una situación semejante; su aislamiento había comenzado de manera más temprana y era bastante más profundo, como ya se señaló.
El avance de la derecha peronista, que incluía a la burocracia sindical, fue político y militar. Desde 1974 la AAA había cobrado muchísimas vidas de peronistas y no peronistas y arrinconaba de manera creciente a las organizaciones populares. A partir del golpe de 1976 se multiplicaron las detenciones pero sobre todo los secuestros, como política represiva institucional. La tecnología de la desaparición de personas, seguida de la tortura irrestricta e ilimitada dio sus frutos; la delación se incrementó, y con ella la persecución. Militares políticos y sindicales huían de una casa a otra, de una región a otra, intentaban salir del país siendo capturados en las fronteras. La derrota política de sus proyectos ya era un hecho si no inexorable, previsible; la muerte una alternativa mucho más cercana que la victoria. Al ser capturados, los hombres tenían un gran cansancio vital y un agotamiento político que favorecía la actitud de "entrega"; su energía para oponerse y resistir a la dinámica del campo ya estaba dañada. El poder del captor era tan inmenso, tan aplastante, y la sensación de derrota tan fuerte que, con frecuencia, el prisionero era absorbido por la dinámica del campo, sin lograr oponerse a ella.
Cuando el secuestrado se encontraba allí con otros presos que habían provocado su detención, que brindaban información sobre él, o peor aún, que lo instaban a rendirse . sin resistir, o le demostraban o incluso fingían su propia colaboración, la sensación de derrota crecía y colocaba al prisionero en una situación de mayor desprotección para encararla tortura. Cualquiera de estas circunstancias era aprovechada por los secuestradores para inducir la idea de que "todos lo hacían", que era imposible resistir y que era preferible que colaborara desde el primer momento para evitar sufrimientos innecesarios y asegurar su supervivencia. Ficciones que el campo alimentaba precisamente porque existía la resistencia y porque cualquiera de sus formas trababa el funcionamiento óptimo del dispositivo.
Los militantes caían agotados política y psíquicamente; por medio de la tortura se produciría su agotamiento físico hasta intentar desintegrarlos, desaparecerlos, "quebrar" toda posibilidad de "fuga" o resistencia, arrasar en ellos al hombre para dejar un cuerpo desechable o reprocesable, en el mejor de los casos. En ese "procesamiento", el dolor era imprescindible pero no suficiente. Hay una auténtica labor del campo de concentración para destruir al hombre; para eso usa la tortura, el terror y un conjunto de mecanismos de deshumanización y despersonalización que, corno ya se señaló, tienen una doble función: destruir a la víctima y facilitar el trabajo del victimario.
Las capuchas que ocultaban los rostros, los números que negaban los nombres, el hacinamiento y depósito de las personas en calidad de bultos fueron formas de escamotear la humanidad del prisionero. Pero hubo otras, de igual poder destructivo, que tomaron la forma de la humillación y la animalización de los sujetos, como manera de negarles su condición humana.
Obligar a las personas a exhibirse y permanecer desnudas ante extraños, como lo hacían en todos los campos; hacerlas adoptar posturas ridículas y humillantes, como correr estando encapuchados o atarlos del cuello como si fueran perros (La Perla y Escuela de Mecánica); sumirlos en un terror que los haga temblar (Mansión Seré); forzarlos a pelear entre sí estando encapuchados (Campo de Mayo); llevarlos hasta la desesperación por el hambre para que sólo piensen en la comida y luego devoren el alimento como bestias (comisaria de Castelar); hacer que una mujer desnuda y con los ojos vendados tenga un parto en medio de insultos (Brigada de Investigaciones de Banfield) son sólo algunas de las prácticas que constan en los testimonios y que se usaron para inducir un comportamiento aparentemente animal que justificara el tratamiento posterior de esos seres humanos como si en verdad no fueran hombres. Los secuestradores de la Mansión Seré decían en tono de superioridad que los presos olían como bestias, a adrenalina, después de que ellos los habían torturado hasta aterrarlos. Pero el hecho de que operan como bestias les ayudaba a "creer" que lo eran y por eso merecían el trato que ellos suponían se le debía dar a una bestia.
Antonio Horacio Miño describió de una manera muy gráfica esta suerte de "animalización" en que intencionalmente se coloca a los prisioneros. Refiere que después de una golpiza colectiva: "Nos dejaron todos apiñados, temblando, mojados, tiritantes, acercándonos unos a otros para darnos calor"8'. Bajo el influjo del terror, cuando se orilla a un ser humano a una precariedad tal que sólo puede sentir frío, hambre, sed, ganas de ir al baño, dolor, es decir deseos de satisfacer las necesidades más básicas, retrayéndolo a su núcleo primario, entonces la inteligencia, los valores culturales, la sensibilidad, la complejidad psíquica no desaparecen, pero como los mismos sentidos, entran en un estado de carencia. La intención es clara: destruir al sujeto y retraerlo a una existencia casi exclusivamente animal como si realmente se pudiera "animalizar" al hombre. Colocara las personas en situaciones, posturas, actitudes que se asocian con la conducta animal tiende a reforzar una muy dudosa superioridad del poder y a resaltar su indefensión, denigrándolas.
La cosificación del prisionero, del paquete que "pertenece" a una fuerza o a un secuestrador no es más que otra modalidad de lo mismo. Uno de los oficiales de La Perla le decía a Graciela Doldán: "Gorda, decíle que sos nuestra". Muchos relatos registraron esta supuesta pertenencia de los prisioneros, como cosas, a un oficial, a un campo, a una fuerza. De hecho, los campos de concentración "se prestaban" prisioneros o se los "regalaban", cuando transferían a alguien sobre el que cedían todos sus derechos. También, en la misma línea de cosificación, señala Grass que en la Escuela de Mecánica los prisioneros con vida se mostraban "como piezas de caza" a otros militares que llegaban "de visita" al campo de concentración.
Una de las formas más crueles y eficientes de la humillación fue obligar a las personas a presenciar el castigo de otras, sin tener reacción alguna, sumiéndolas en la más brutal impotencia. Los desaparecidos escuchaban la tortura de los recién llegados en casi todos los campos, sin poder hacer otra cosa que replegarse en su interior. Muchos de ellos fueron obligados a presenciar el tormento de sus padres, esposos, hermanos, amigos. Además, se los forzaba a presenciar actos crueles o denigrantes para con sus compañeros de cautiverio, sin acusar la menor reacción, como relata Miriam Lewin, o a renegar de la importancia de alguien muy cercano afectivamente para ellos, como lo refiere Mario Villani, provocándolos a reaccionar pero sabiendo que cualquier indicio de ello sería razón para su traslado inmediato. La explicación de estas acciones debe buscarse precisamente en este intento de humillar al hombre frente a sí mismo, sumir al castigado en la más absoluta soledad e indefensión y acrecentar frente a ambos la imagen de la autoridad para paralizarlos.
También la delación de otros militantes fue una de las formas de la humillación, que degradan al que la realiza pero también a sus compañeros: por eso toda delación se publicita y se exagera dentro del campo, porque debilita colectivamente. En el testimonio de Geunadice: "Muchos compañeros murieron sin hablar, sin humillar»^." ¿Error de mecanografía? Tal vez no; sin duda, la humillación de un hombre alcanza a sus compañeros.
Desde otro punto de vista y pensando por un momento en los desaparecedores, denigrar y denigrarse son parte de una misma acción. En este sentido, la dinámica del campo, al buscar la humillación de los secuestrados encontró el denigramiento de su propio personal. Máquina deshumanizadora de la víctima y del victimario, el campo de concentración reclama de todos conductas menos que humanas, los fuerza a ocupar el lugar de simples piezas, cuerpos o engranajes.
La existencia de una lógica esquizofrénica que percibe como desquiciada; el enfrentamiento a una realidad diferente de la que esperaba (estas sorpresas que el campo tiene para el recién llegado como la posibilidad de una sobrevida incierta antes que la muerte inmediata, la presencia de una persona que creía muerta, o la suposición de la traición de alguien que consideraba un héroe); la pérdida de la propia humanidad y toda capacidad de elección, y la aparición del registro del terror crean una sensación de irrealidad y un efecto de deslumbramiento o anonadamiento en el ser humano.
Esta sensación domina al secuestrado durante un tiempo. Aunque el campo es una realidad perfectamente arraigada en el mundo que lo rodea, el secuestrado siente que, al entrar en él, se ha despedido para siempre de la realidad de que formó parte hasta ese momento. El campo se presenta como una "realidad irreal", en relación con los valores del sujeto que ingresa.
Por otra parte, y pese a todos los mecanismos de negación que se pueden desplegar, cada persona sabe, siente, intuye o sospecha que es, efectivamente, una especie de muerto que camina. Este hecho de tener sellada la suerte y seguir comiendo, durmiendo y teniendo sensaciones y sentimientos también tiene algo de fantástico, de increíble.
A todas estas sensaciones se suma la perpetua oscuridad, la pérdida de la noción del tiempo, regulado por otros. incluso los tiempos biológicos se encuentran distorsionados; el baño, la comida, el sueño, la vigilia se violentan en forma permanente y arbitraria.
Pero lo verdaderamente fantástico es que el hombre sigue viviendo a pesar de la ruptura con su entorno y consigo mismo como sujeto. La vida humana es algo más que un hecho biológico. La vida del hombre cobra sentido en su relación con otros hombres. Cuando se rompen todas las referencias personales, afectivas, intelectuales y... se sigue viviendo, la existencia cobra un carácter irreal. El campo presuponía la ruptura absoluta con el mundo que, sin embargo, estaba apenas del otro lado de la pared.
Todos estos elementos crearon ese efecto "anonadante" sobre el hombre. Lo que llamo anonadamiento es como un deslumbramiento que no permite ver y, al enceguecer, paraliza. En realidad, paraliza la voluntad, la capacidad de elección, sumiendo al sujeto en una relación hipnótica con respecto al poder. Sólo puede reaccionar "en piloto automático", como si no fuera dueño de sí. En este punto, el campo funciona como un agujero negro que atrae hacia sí para desintegrar, que "chupa" al hombre para desaparecerlo, tratando de que no ofrezca la menor resistencia. Pero también como señala Scheer, "aunque no puede salir nada de los agujeros negros, ni siquiera la luz, se constata sin embargo que ciertas partículas se escapan"8'.
La parte que es atraída por el agujero negro, que queda atrapada en la lógica del campo, resulta arrasada. Cuando digo arrasada me refiero a la desintegración de la personalidad y la asimilación automática del hombre al dispositivo concentracionario y sus mecánicas. El prisionero que se integra al campo sin ofrecer resistencia, cualquiera que sea el lugar desde el que lo haga, ha sido arrasado.
Las conductas pueden ser muy diferentes. Sin embargo, toda sumisión total a las reglas conlleva la autodestrucción y la reproducción del aparato represor-asesino. Los prisioneros que creyeron haber cambiado de bando y ser parte del poder militar, fueron arrasados. Los que se convirtieron en verdugos de sus propios compañeros, también.
El "quiebre" total del hombre que le impide toda reacción, inmovilizándolo, es otra de las formas de lo que llamo arrasamiento de la personalidad. Cuando el hombre resulta arrasado, el campo cobra su victoria: la voluntad de resistir se extingue; el sujeto está aterrorizado, se entrega y sólo quiere terminar. El "quiebre" de un hombre frente a la tortura puede significar un arrasamiento del sujeto, y sin embargo, éste suele ser un efecto parcial, que pasado un tiempo permite la recomposición. Después del quiebre puede existir una reestructuración del sujeto, a veces más apta para enfrentar la realidad concentracionaria. Quiero insistir en esto. Contrariamente a las creencias que circulaban en los medios militantes, los testimonios muestran que aun cuando la gente hubiera sido"quebrada", este efecto podía ser transitorio. Considerar cualquier tipo de claudicación como el inicio de una caída interminable, que conduciría a la entrega lisa y llana del hombre, no permitiría explicar la conducta de buena parte de los prisioneros, tal vez la mayoría, en la que coexistieron, de maneras sutiles, la claudicación y la resistencia. Es que a pesar de la eficiencia de la tecnología concentracionaria, casi siempre hay una parte del hombre que es devastada y otras que resisten; esas son las partícula que se escapan.
El olvido, que el campo promueve en la sociedad para que admita sin más la "desaparición" de su gente, el mismo olvido que promueve en los secuestrados para que acepten la realidad del campo como única es, sin embargo, un mecanismo que favorece la dinámica concentracionaria y, al mismo tiempo, la sabotea. Porque el campo también requiere de la "memoria" del preso; esa memoria es el receptáculo de todo lo que importa, la información que el individuo posee y que se intentará arrancar de el, para vaciarlo y grabar en su lugar otro conocimiento: el de un poder omnipotente e inapelable.
El campo no es exactamente una máquina de olvido sino una máquina que reformatea la memoria, la amolda a sus necesidades. Su objetivo es borrar, vaciar y re grabar. Cuando el militante es capturado, no solamente simula no saber, sino que auténticamente olvida; olvida la información que puede hacer peligrar a otras personas; olvida nombres, domicilios e incluso caras. El haber perdido la capacidad de recordar información precisa, sobre todo la relacionada con nombres y direcciones, es un dato recurrente entre los sobrevivientes. Hay "olvidos" que salvan a otros hombres y a aquél que posee la información lo protegen de una enorme dosis de angustia. En estos casos, el olvido es un mecanismo que sabotea la dinámica del campo.
Hay otra clase de olvido; la del mundo del exterior, el afuera. La distancia enorme y, al mismo tiempo, la cercanía, que ya se describió como uno de los aspectos desquiciantes del campo, también crean la sensación de que el mundo externo ha "olvidado" al preso, es decir que se ha consumado la lógica concentracionaria. En la medida en que el prisionero cree en este olvido, resulta atrapado.
La clausura del mundo exterior, su cancelación, es uno de los mecanismos que el campo promueve para lograr la desintegración. Es significativo que el prisionero busque las ventanas, los hoyos que le permiten ver el exterior o bien cuando recién llega al campo o bien cuando ha pasado la etapa de "acosamiento" inicial y vislumbra alguna posibilidad de reintegración, es decir, cuando logra escapar a la idea del campo como única realidad. En este caso, ha ganado una parte de la batalla. La cercanía-distancia del afuera, y su connotación de aceptación-sumisión al poder concentracionario, es demasiado dolorosa para asomarse a ella si no existe la esperanza de una reintegración. Pero, al mismo tiempo, es la única posibilidad de escapar física y psicológicamente a la realidad del campo.
El recuerdo y la referencia al mundo exterior, la existencia de verdaderos vínculos con él, fundamentalmente los afectos, es doloroso para el sectiestrado pero también es la condición de posibilidad para que sea capaz de romper el aislamiento real y falso a un tiempo que le propone el campo de concentración. Por el contrario, el abandono del hombre a la realidad concentracionaria como única y total fue el camino casi seguro para la desintegración de los sujetos.
El vínculo con el exterior, con algo que no perteneciera al mundo del campo, solía ser la fuente de la fuerza vital necesaria para resistir, no digo para vivir sino para resistir, es decir para preservar la humanidad y luchar dignamente por la vida. En algunos testimonios este lugar lo ocuparon los hijos, los padres o bien la pareja; los afectos parecen tener un lugar de privilegio con respecto a otros elementos más racionales, como los ideológicos o políticos. Ana María Careaga, capturada a los 17 años en estado de gravidez, lo relata así: "Un día, sentí por primera vez que la criatura se movía en mi vientre. Fue una alegría enorme; sentí que vivía, que había resistido... Fue la criatura la que me dio fuerzas para sobrevivir. Hablaba con ella todo el tiempo, le hacía poesías y le contaba cuentos... Ella había resistido a la muerte; eso era una forma de respuesta a la barbarie; yo tenía que resistir con ella y por ella."8''
En la medida en que cede el terror inicial, el ser humano rescata sus nexos afectivos con el exterior, así como tina racionalidad y una moralidad propias. La convicción religiosa parece haber jugado un papel importante, probablemente porque lo religioso pertenece a un universo al que no llega el poder concentracionario, porque constituye una instancia de "apelación" superior a ese poder que se pretende absoluto. La existencia de creencias religiosas, en este sentido, preservó al hombre. Muchos prisioneros, con los elementos más precarios se fabricaban una pequeña cruz que llevaban al cuello. Esta primera recomposición del hombre, casi siempre asociada con los referentes externos, al permitir "fugar" de la realidad concentracionaria como dispositivo inexorable y perfecto, también permite insertarse en ella construyendo una sociabilidad distinta a la que impone la institución.
¿Cómo se puede hablar de construir una sociabilidad en medio del silencio y la inmovilidad? Por más que se lo proponga, el campo no puede constituirse como una realidad sin fisuras, de vigilancia total y permanente. En medio de la aparente parálisis ocurren muchísimas cosas. Las personas aprenden a mirar por abajo de la capucha y entre las vendas; reconocen las voces de sus guardias porque los oyen hablar entre sí; saben quiénes son, cómo se llaman; los espían y les conocen suscaras; desarrollan una extraordinaria habilidad para comunicarse con gestos, pequeños sonidos, para saber en qué momento pueden burlar la vigilancia. Los seres humanos, reducidos a la inmovilidad y el silencio, aguzan los sentidos, distinguen los olores, los más pequeños ruidos, encuentran señales que los orientan en el laberinto (la hora de la comida, la hora del cambio de guardia, la hora en que entra un rayo de luz por cierta rendija). Ahora son ellos, los prisioneros, los que "disponen de todo el tiempo" para hacerlo. A su vez, el dispositivo encuentra sus propias grietas y sus propios cansancios. Junto a los guardias que pegan para sentirse poderosos o que castigan por gusto, hay guardias que se "humanizan" a sí mismos permitiendo cierto relajamiento de la disciplina aun cuando ello pueda perjudicarlos, otros lo hacen siempre que no los comprometa, otros más, sencillamente se duermen. Son los turnos "buenos" de los que hablan los testimonios. Pero, dentro de la lógica esquizofrénica del campo, también puede haber, muy eventualmente guardias que roben dulce de leche para convidar a los presos, que dejen hablar, repartir la comida, circular un libro y hasta que organicen "peñas" con los secuestrados, como consta en los testimonios de Graciela Geuna y Blanca Buda.
Estas circunstancias explican que, aun cuando las condiciones de vida eran tal y como las describen los testimonios, las pequeñas "fugas" de autoridad, ya fuera por una transgresión de la disciplina que partiera del preso o del guardián, permitieran que sin embargo los presos supieran tanto. Cuanto mayor era el tiempo de permanencia, más conocimiento alcanzaba el prisionero. Además, algunos de los sobrevivientes que testimoniaron fueron incluidos en programas de "recuperación", lo que les permitió alcanzar un conocimiento mucho más profundo sobre el personal y las costumbres de su lugar de cautiverio.
Así pues, mal que les pese a los desaparecedores, debajo de las capuchas, había ojos que miraban todo lo que podían ver y hombres que se resistían a ser reducidos tan fácilmente a la condición de bultos. Entre una cucheta y otra, en un levísimo susurro y cuando había ruido de platos, se decían los nombres, las militancias, se contaban verdaderas historias en poquísimas palabras. Los presos se cruzaban unos con otros cuando iban al baño y se reconocían por un pie, una voz que llamaba al guardia. Cuando la disciplina se relajaba, lo primero que fluía era la información: dónde estaban, quiénes habían sido capturados, cómo fue la propia detención, qué personas eran más o menos confiables. "Estaba totalmente prohibido hablar, ya sea con el compañero de celda, en el baño o con los presos de las otras celdas. Nosotros lo hacíamos igual, cuando podíamos, incluso con las otras celdas, a través de los ventiluces, subiéndonos a-1 camastro superior... Si pescaban a alguien hablando-b con la venda levantada, lo sacaban de la celda y lo llevaban a torturarlo, ya sea con picana eléctrica, golpes u otras formas de castigo", cuenta Ana María Careagas
A pesar de la atmósfera de desconfianza y suspicacia que invade las relaciones entre los prisioneros, a pesar de que la vida concentracionaria promueve la individualidad a ultranza, a pesar de que cualquier acción colectiva es objeto de castigo brutal, aun así los seres humanos no pueden ser despojados tan fácilmente de su humanidad ni, por ende, de su sociabilidad. En primer término, el individuo se aferra a otro ser humano, que le permite reconocerse como tal. Cada uno es el espejo del otro; cada uno recupera y ofrece la condición humana para sí y para el otro. Cuando esto ocurre, la hipnosis concentracionaria comienza a ceder. Los relatos de sobrevivientes se refieren a "parejas" de presos, "parejas" de amigos, muchas veces del mismo sexo, que se sostienen uno a otro. El mismo hombre que pudo haber estado reducido a una conducta denigrante, humillante, resulta ahora necesario y querido para otro. Es capaz de actos de verdadera generosidad y entrega hacia ese otro que lo remite a su humanidad. ¿Cuál de los dos es el hombre? Ambos lo son. El ser humano, a veces el mismo sujeto, parece ser capaz de encontrar su propia degradación y, casi de inmediato, la exaltación de su humanidad, el acto que lo "salva" frente a otro y frente a sí mismo.
El reconocimiento de la humanidad, nunca perdida, se acompaña de la recuperación del nombre, en el caso de los militantes solía ser el "nombre de guerra", que los remitía no sólo a su carácter humano sino a su condición de hombres políticos. Los presos nunca se llamaban entre sí por el número y generalmente no lo hacían por su nombre legal. Se puede observar cómo las listas de prisioneros que elaboraron los primeros sobrevivientes registran más apodos (nombres de guerra) que nombreslegales. Otro paso fundamental era recuperar la individualidad; ser alguien con alguna característica específica y diferenciadora. Geuna refiere que, en su caso, la resistencia que ofreció en el momento de su captura generó una curiosidad por ella que la benefició: "...aquellos prisioneros que se constituyen en casos extraordinarios, logran ir sobreviviendo. La cuestión es tener un rostro, un nombre y no ser apenas un número más."87
Al identificarse a sí mismo, el sujeto comienza a cuidarse; el cuidado físico, el tratar de mantener un aspecto lo más limpio y lo más digno posible son asimismo formas de defensa de su humanidad amenazada. Los prisioneros tratan de bañarse toda vez que se les permite, se peinan, lavan su ropa en el poquísimo tiempo de que disponen para ir al baño, consiguen de alguna manera tener dos mudas de ropa interior, se agencian cepillos de dientes y se lavan aunque sólo sea con agua. Todos estos cuidados, terriblemente dificultosos, representan, sin embargo, una victoria contra la "animalización" que pretende el campo.
La realización de una actividad, la que sea, también es reestructurante. Permite moverse, ocuparse en algo física y mentalmente. El hombre sabe que esto es fundamental. Tamburriní, licenciado en filosofía, dice que los prisioneros más antiguos, entre los que se encontraba, gozaban de ciertas "prerrogativas", entre otras, porque "se nos proporcionaban escobas para que barriéramos el sitio". En efecto, en muchos testimonios se refiere que realizar la limpieza, hacer labores de mantenimiento, repartir la comida o prepararla eran extraordinarios privilegios que permitían moverse, ocupar la cabeza, conocer el lugar, hablar con otros presos.
Cuando existía la posibilidad, los secuestrados inventaban actividades que les permitieran usar sus manos, su cabeza, su imaginación. Según las características del campo y de las guardias, podían hacer objetos con miga de pan con la capucha puesta, los que compartían un calabozo jugaban cartas en silencio con naipes hechos en pequeños pedacitos de pípel o interminables partidas mentales de ajedrez, se relataban o enseñaban cosas unos a otros cuando podían hablar; si existía un libro, como se podía leer sin moverse ni hablar sólo era necesario esperar una guardia permisiva. En la Escuela de Mecánica los presos de capucha llegaron a fabricar pequeños libritos con chistes recortados de periódicos, como regalo de navidad en diciembre de 1977 para sus compañeros; allí mismo, Norma Arrostito pasaba horas memorizando el Romancero Gitano.
El trabajo, el juego, y con ellos la risa fueron formas de defensa del sujeto amenazado. En efecto, la risa aparece en muchos de los relatos y confirma la persistencia, la tozudez de lo humano para protegerse y subsistir.
Todas estas actividades, en un ritmo muy lento, de una manera muy disimulada, con la humildad de lo cotidiano que parece insignificante, permitieron ir construyendo la red de relaciones que existía en cada campo. No se trataba de redes estables; de hecho, los traslados la rompían permanentemente. Sin embargo, a partir de las relaciones entre dos, de los presos más antiguos que conocían las reglas de la casa, se iban estructurando ciertas dinámicas de sobrevivencia, de intercambio de información, de apoyo y también de traición. No pretendo describir un mundo de prisioneros solidarios enfrentados a sus captores, pero tampoco un espacio de soledad absoluta, carente de todo valor humano y moral. De hecho, no hay un solo sobreviviente que no haya contado con la ayuda de otros, a veces muertos; nadie salió solo ni tampoco nadie se desintegre solo.
La solidaridad es un valor que aparece en la experiencia concentracionaria, como clave para la subsistencia. Compartir la comida, cigarrillos, un dulce en condiciones de auténtica desnutrición, regalar objetos útiles y siempre preciadísimos por la carencia total de los mismos, como un lápiz, consolar o tranquilizar a otro preso para que no se descontrole y evitarle así un castigo, informar o prevenir a alguien sobre posibles peligros, coordinar acciones para distraer a los guardias y permitir cierto contacto entre prisioneros, son algunos de los muchos gestos solidarios que se encuentran en los testimonios.
En el campo, como en la vida, conviven las dimensiones de la solidaridad y la traición, sólo que ésta aparece expuesta mientras la primera es subterránea. Lo que quiero decir es que aun en condiciones tan aplastantes el poder no llega a constituirse en total. Aun en medio de un proyecto de destrucción y arrasamiento de la personalidad, el hombre busca y encuentra su dignidad. Cuando se defiende de la suciedad, cuando protege a otro ser humano, cuando se solidariza con el compañero, cuando se resiste a caer bajo los golpes, cuando aguanta la tortura hasta donde puede, cuando camina hacia la muerte con entereza, el hombre está resguardando su dignidad. Decía Jorge Semprún, sobreviviente de Buchenwald: "En los campos el hombre se convierte en ese animal capaz de robar el pan de un camara-da, de empujarlo hacia la muerte. Pero en los campos el hombre se hace también ese ser invencible capaz de compartir hasta su última colilla, hasta su último pedazo de pan, hasta su último aliento, para sostener a los camaradas."88

Resistencia y fuga

El campo de concentración argentino fue el intento más claro del poderpor apresar y desaparecer todo aquello que escapara de su control. No obstante, la realidad, y el campo como parte de ella, genera de manera constante las líneas de fuga y los dispositivos que disparan contra el núcleo duro del poder y contra sus segmentos, abriendo brechas donde quiera.
Si, como propone Deleuze: "Los centros de poder se definen por lo que se les escapa y por su impotencia más que por zona de poderes'\ es importante detenernos en las formas de resistencia y de impotencia del poder.
Ya vimos que el hombre no permanece inerme sino que desarrolla y despliega una serie de habilidades para resistir y, cuando puede, sobrevivir. Puede lograrlo o no, como en todo escape, pero su solo intento implica la capacidad de resistencia, no de sumisión. Interpretarlo de manera inversa es arrebatarle al hombre su capacidad de oponerse al poder y regalarle a éste la vana omnipotencia que pretende.
Muchas veces se ha hablado de los escasos intentos de fuga que existieron en los campos de concentración como la consumación del poder destructor y anonadante del campo. Este razonamiento es sólo parcialmente cierto. Es preciso acotar que existieron muchísimas formas de fugar del dispositivo concentracionario, no solamente el escape físico, todas ellas asociadas con la preservación de la dignidad, la ruptura de la disciplina y la transgresión de la normatividad, saboteando los objetivos del campo.
Todo ocultamiento al poder totalizante que intentaba hacer transparentes a los hombres, toda defensa de la propia memoria contra el reformateo del campo, toda burla, todo engaño fueron formas de resistencia a su poder. Tratar de sobrevivir sin "entregarse", sin dejarse arrasar, era ya un primer acto de resistencia que se oponía al mecanismo succionador y desaparecedor. De la misma manera, ampliar el círculo de los que se creía que tenían más posibilidades de sobrevivir, ya fuera por su inclusión en trabajos de mantenimiento, por recuperación del contacto con su familia o por otras razones, fue un elemento clave. Los sobrevivientes hablan de manera recurrente de una obsesión: estando dentro del campo una de las ideas más fuertes era que alguien debía salir con vida; alguien debía sobrevivir para testimoniar y contar; alguien debía construir la memoria de los campos de concentración. Esta obsesión muestra la resistencia a algunos objetivos prioritarios del campo: la desaparición de lo disfuncional, la diseminación del terror y la producción de sujetos y sociedades sumisas. De hecho, este objetivo de los prisioneros se cumplió; hubo no uno sino muchos sobrevivientes y un gran porcentaje de ellos testimonió en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1985. En el otro extremo, el suicidio. En muchos casos, la decisión de la muerte fue también una forma de resistencia y fuga que entorpeció los designios concentracionarios; en la medida en que selló de manera definitiva la información que poseía un hombre, le arrebató al campo el derecho soberano de vida y muerte, y con ello debilitó su aparente omnipotencia.
Hubo formas de fuga, terriblemente personales pero no por ello menos eficientes. En este sentido, me llamó poderosamente la atención un relato de Blanca Buda, por su carácter de experiencia extraordinaria. Buda afirma no saber si lo que le ocurrió fue una alucinación o una experiencia real, aunque ella se inclina a-pensar esto último. Sea lo que haya sido, el efecto fue claramente liberador, de fuga y burla al poder, bajo la circunstancia misma de la tortura. Refiere Buda que, en el momento en que estaba siendo atormentada, se desdobló, salió de su cuerpo y vio, sin sensación de dolor, cómo era lastimada por los "interrogadores". "En aquella dimensión me sentía absolutamente protegida por una presencia superior luminosa que me llenaba de fuerza y de paz. Algo sobrenaturales estaba aconteciendo, pues ni por un instante odié a mis verdugos... Me fui introduciendo lentamente en otra dimensión, más alta aún, mientras el tiempo y el espacio desaparecían. Todo era de color intenso y brillante. No existían límites..." Sigue un relato larguísimo de una experiencia que, sea alucinación o no, lo cierto es que sacó a Blanca Buda de la tortura y le permitió fugar de ella, de manera insospechada para sus autores. Tal vez este tipo de "fugas" haya existido en muchos otros casos, pero la índole de los testimonios, ante organismos de derechos humanos y-juzgados, no se prestaba para relatos de este tenor.
Muchos de los textos también se refieren al valor liberador de la risa. Dice Geuna: "Aun en las situaciones más trágicas el hombre es capaz de reír... surge la broma, que no es otra cosa sino la búsqueda inconsciente del Hombre para recuperar su humanidad destrozada... La capacidad humana de recuperarse es absolutamente asombrosa. Temblando de miedo, esperando el camión que puede trasladarte hasta la muerte, y riendo...Como en Navidad reíamos o como cuando Boca Juniors ganó el campeonato metropolitano, la vida se metía por La Perla, por alguna rendija descuidada, y transformaba el campo de concentración en una fiesta efímera, puntual, instantánea. Porque la vida siempre es más potente que la muerte.
La risa es una de las formas más eficientes de la resistencia del hombre porque reafirma la vida en un medio en el que se pretende que el hombre se entregue sin resistencia a la muerte. La risa fue, para el desaparecido, un elemento de afirmación de la humanidad propia y de la del secuestrador; con ella, el sarcasmo y la burla, permitían desmitificar al desaparecedor, revelarlo en una existencia muchas veces patética que desvanecía de un golpe la omnipotencia. Los hombres importantes de estos campos, con nombres de animales feroces muchos de ellos, Tigre, Puma, Pantera, solían ser terriblemente ridículos. Dice Blanca Buda que cuando sus interrogadores, que la habían castigado intentando que revelara sus más íntimos secretos, se negaron a que dijera por quién había votado aduciendo que "el voto es secreto", ella lanzó una carcajada y... "desde ese instante perdieron para mí la imagen de 'lobos feroces', de 'traga mujeres' y de 'infalibles represores'... Lo consideré una burla de bajo vuelo que me puso de buen humor"91.
Otra de las formas privilegiadas de la resistencia fue el engaño, que presupone una inversión de la situación de poder. El secuestrado engaña a su captor a pesar de estar en condiciones aparentes de indefensión total.
El engaño señala por una parte a un sujeto, el que engaña, no destruido ni arrasado ni transparente, es decir a un sujeto que no ha sido reformateado. Por otra, señala la omnipotencia del desaparecedor como generadora de su mayor impotencia. El secuestrador cree hasta tal punto en su omnipotencia que él mismo queda cegado por ella. Cuenta Ana María Careaga: "Creo que ellos pensaban en soltarme, pero dudaban. Lo que me ayudó fue eso: los convencí de que haría lo que ellos querían. Ellos estaban divididos, algunos decían que yo era una hija de puta, que si fuera por ellos, no salía. Los otros dudaban. Yo trataba de no exagerar, de mostrarme vencida, dispuesta a hacer cosas pero sin exagerar... Creo que los engañan, que me dejaron en libertad porque pensaron que yo iría a callarme o a convencer a mi familia para que se entregue. Es mi pequeña victoria sobre ellos."92 ¿Pequeña? El engaño fortalece a quien lo realiza pero también a los que lo observan. Cuando Graciela Doldán, en La Perla, logra decirle a Graciela Geuna, acerca de su supuesta colaboración: "Todo lo que te dije delante de Herrera son mentiras. No podía hacer otra cosa. Nada fue inútil. Hay que resistir", está realizando en ese momento un acto de resistencia que incluye a Geuna; así como el terror se expande, la resistencia también. Al atreverse a reconocer frente a otro preso que ha engañado al militar, Doldán invoca la dignidad y la solidaridad del otro. El acto abre una línea de fuga para Doldán, para Geuna y para Araujo, quien se sumaría a ellas en el único intento organizativo que existió en La Perla, según el relato de Geuna. Desde el momento en que el secuestrado conspira, su vida cambia, comienza a pertenecer a algo distinto del campo y opuesto a él desde dentro; lucha contra el campo, es decir lucha por su vida en contra del poder succionador. Las personas se envían mensajes, realizan acuerdos, acumulan información, la comparten, intentan entorpecer el dispositivo, sostienen a los más vencidas; crean otra sociabilidad; conspiran. "Tratábamos de poner límites. Nuestro objetivo era muy humil- de. Tratábamos de demorar el aniquilamiento." El intento de organización de La Perla fracasó pero una de las sobrevivientes fue Geuna; es muy probable que esta experiencia le haya dado la fuerza para continuar y posteriormente para testimoniar, para realizar la vieja consigna de esos días: "alguno va a sobrevivir y tendrá que informar"93.
Uno de los relatos más impresionantes cíe organización interna, resistencia y conspiración lo constituye en de la Escuela de Mecánica de la Armada, cuyos protagonistas no dudan en calificar de "doble juego". En ese campo, hacia fines de 1976, se decidió dejar con vida, probablemente en forma temporal, a unos pocos ex militantes de la organización Montoneros que habían facilitado la captura de otros y se prestaban a realizar actividades operativas y de inteligencia militar en contra de sus antiguos compañeros. Este grupo, que se dio en llamar minuta, estaba formado por alrededor de una decena de hombres y mujeres, todos ellos conversos, con más o menos convicción, a la causa militar. No vivían en las mismas condiciones que los demás prisioneros y gozaban de cierta libertad de movimiento dentro de las instalaciones. Hacia mediados de1977, salieron de la Escuela Mecánica para trabajar y vivir en "libertad", como personal naval.
Desde principios de 1977, se inició allí mismo un proceso muy diferente: la conformación del llamado staff con un grupo de prisioneros, inicialmente militantes de bastante alto nivel político de la misma organización. Muchos de ellos eran de alguna manera "notables", tenían apellidos famosos, alto nivel organizativo o relaciones de parentesco con dirigentes guerrilleros. Estos presos descubrieron el interés de algunos oficiales de la marina por mostrarlos como trofeo y aprovechar, al mismo tiempo, su formación política e intelectual en beneficio propio. Comprendieron que, en el marco de la carrera política que intentaba emprender Massera, poseían un insumo valioso para los marinos, que podían entregar a cambio de mayor sobrevida, con la expectativa de que "alguno" podía salir libre.
La Escuela comenzó por utilizar a algunos de sus prisioneros en trabajos de clasificación y análisis de la prensa nacional y extranjera, realización de estudios monográficos sobre problemas diplomáticos limítrofes y políticos, elaboración de documentos de análisis de coyuntura y otras tareas semejantes. Dice Gras: "el grupo elegido para la realización de los nuevos trabajos había comenzado a darse formas de organización interna, cuyo objetivo básico era mantener la decisión de no colaborar, y en la medida de lo posible sabotear la actividad represiva, ya que los límites fijados a la falsa colaboración consistían en no afectar a personas y organismos populares, salvar !a mayor cantidad posible de vidas y poder testimoniaren el futuro.'
Alrededor del grupo inicial se fueron congregando otras personas, según habilidades reales o inventadas por los propios prisioneros, teóricamente necesarias para la realización de los trabajos. Lo cierto es que el staff contaba, hacia mediados de 1 978, con unas 30 personas que vivían en condiciones muy privilegiadas dentro del campo. En primer lugar, se pasaban el día en una especie de oficinas construidas primero en el subsuelo de la ESMA y más adelante a un costado de la famosa "capucha", en que se alojaba el grueso de los secuestrados. Trabajar, comer razonablemente bien, tener atención médica, ropa suficiente, derecho al baño diario, acceso a la prensa y los medios de comunicación y circular con libertad dentro de las oficinas eran privilegios que permitían afrontar el secuestro desde una perspectiva muy diferente.
Se perfilaron, a partir de entonces, dos grupos de prisioneros que no eran trasladados, el staff y otro grupo que se dedicó a tareas de mantenimiento dentro del campo de concentración. Ambos trataron de atraer hacia sí la mayor cantidad de prisioneros posible, con la idea de que el tiempo, en este caso, corría a favor de los secuestrados; es decir, a mayor sobrevida, mayor posibilidad de salir de allí.
Es difícil explicar con certeza las razones de la existencia del staff, cuya creación coincidió con el "lanzamiento" político del almirante Massera. La ambición política de la marina, que pretendía disputar el lugar rector que hasta ese momento había ocupado el ejército dentro de las Fuerzas Armadas, acompañada de la ineptitud, la inexperiencia y el arribismo político de Massera, les permitió concebir la idea de utilizar el "capital político" que habían capturado en beneficio de sus propios objetivos.
En consonancia, la oficialidad de la Escuela de Mecánica estructuró lo que llamaba una política de "reeducación", por la cual supuestamente lograba "producir" de los militantes nuevos sujetos, capaces de ser reincorporados a la sociedad dentro de su proyecto. Cabe señalar que éste no fue una suerte de absurdo de invención naval; todas las instituciones totales se proponen remodelar al hombre y en verdad producen en él un cambio permanente, aunque rara vez éste coincide con lo que la institución se había propuesto. La idea de reeducar, remodelar sujetos, acrecentaba el despliegue de poder de la Armada, ya que no sólo la mostraba capaz de secuestrar a un número importante de militantes de alto nivel sino, además, de hacerlos defeccionar y trabajar para sí, de reeducarlos y modelarlos; la omnipotencia concentracionaria en acción. El proyecto de la Escuela fue admirado por muchos oficiales de la Armada, así como del Ejército y la Aeronáutica. De hecho, el general Galtieri intentó algo semejante en jurisdicción del 11 Cuerpo, y en otros campos los llamados Consejos de prisioneros tuvieron cierto parecido aunque nunca llegaron a desarrollarse de manera tan ambiciosa.
A los marinos les complacía en particular la existencia de jerarquías militares entre sus "enemigos" y les gustaba hacer tratos o tener conversaciones "de oficial a oficial" con algunos de sus secuestrados o con "sus pares", los oficiales montoneros de mayor rango. Esto les alimentaba la fantasía de que estaban librando una guerra y les permitía mostrar su "caballerosidad", cuando se encontraban frente a un enemigo "digno". Justificaban así que la "guerra sucia" los "obligaba" a ser sucios, a pesar de sus propias inclinaciones ideológicas y personales.
Sigue Gras: "Durante este proceso, Acosta comienza a comprender que si gana la voluntad de este sector de prisioneros —a quienes comienza a considerar en 'proceso de recuperación'— puede obtener una victoria política que afirme su carrera y sus ambiciones. Entre estos prisioneros, en respuesta, se opera una simulación generalizada en torno a esa 'recuperación, consistente en manifestar en cada diálogo un cambio en sus escalas de valores personales, una supuesta adecuación al medio, etc., manteniendo realmente su negativa a la delación. Esta aparente dualidad demanda a dichos prisioneros un gran esfuerzo psíquico y nervioso y alimenta una constante situación de tensión."9''
Más allá de la importancia relativa que pudieran tener, los documentos y opiniones del staff fueron de gran utilidad para dar poder y afianzar dentro del arma las posiciones de la oficialidad vinculada con la "guerra sucia", por haber logrado la colaboración de enemigos tan probados. Para aumentar su importancia, los propios oficiales se encargaron desmagnificar su influencia sobre los secuestrados, a quienes presentaban como "fuerza propia" frente a otros grupos de tareas e incluso dentro de la Armada.
Esta lógica hizo que, por razones diferentes, tanto la oficialidad del campo como los miembros del staff tuvieran un mismo interés en exagerar la importancia de las actividades políticas que allí se desarrollaban. Para los primeros implicaba aumentar sus espacios de poder interno dentro del arma y de ésta en relación con el Ejército; para los otros representaba la posibilidad de "durar", y durar podría significar en algún momento sobrevivir.
Como ya se señaló, los prisioneros del staff trabajaban manteniendo contacto unos con otros, por lo que trabaron relaciones cotidianas y personales entre sí, que les permitieron, con mucha cautela, comenzar a sobrevivir estableciendo límites precisos en su relación con los militares y rearmar relaciones de confianza colectiva, muy difíciles de establecer dentro de un campo de concentración.
Los lazos de confianza se fueron estableciendo en forma lenta y más bien interpersonal que grupal. Con el transcurso del tiempo, se formó una verdadera "red" de confianzas, complicidades y una sociabilidad con reglas propias, que precisaban qué se debía y qué no se debía hacer. Esto permitió la circulación de la información y una especie de mecanismo de acuerdo, más o menos colectivo. En este marco, se perfilaron ciertas "líneas" de actitud. Por ejemplo, los matinales escritos no debían proporcionar ningún tipo de información de utilidad operativa; era importante reforzar la idea de que sólo con el abandono del accionar represivo se abrirían posibilidades políticas para la Armada; se insistía en el costo político de las desapariciones y en la necesidad de cesar esa práctica; se exageraban las virtudes políticas de Massera y su posibilidad de convertirse en un caudillo político.
¿Cómo podían ganar espacio dentro de la Armada los oficiales más vinculados a los campos, representando posiciones que tendían a debilitar el accionar represivo? La lógica era más o nietos la siguiente: " Una oficialidad brillante había logrado la victoria militar sobre un enemigo muy peligroso; había logrado capturar buena parte de sus cuadros políticos y, mediante un trabajo de reeducación, convertirlos en sus colaboradores. Una vez ganada la lucha militar, era el momento de la confrontación política. La conducción de la misma le correspondía a los vencedores de la anterior quienes, además, habían demostrado la astucia suficiente para doblegar a sus oponentes." Este era aproximadamente el razonamiento que se impulsaba.
En consecuencia, la Marina se jactaba de tener vivos dentro de la Escuela de Mecánica cuadros guerrilleros que el ejército hubiera matado de inmediato, dejando entrever que había alcanzado un grado de colaboración altísimo por parte de ellos. Por su parte, el dejaba. correr y alimentaba estas versiones que representaban, aunque muy precariamente, una cierta protección. El mito de la Escuela de Mecánica crecía y adquiría una dinámica propia, en la que, por razones diferentes, coincidían los intereses de secuestrados y este grupo de secuestradores.
Mientras tanto, el trabajo, la comunicación, la solidaridad y formas muy precarias de organización favorecieron la recuperación paulatina de los miembros del staff. Su existencia tuvo una utilidad real para el campo de concentración, en la que es difícil precisar los límites entre usar y ser usado. Por de pronto la vida misma de los sobrevivientes, como posibilidad de inducir en otros la idea de que el campo no exterminaba y permitía la subsistencia bajo determinadas condiciones, ayudaba a diseminar la perversión de la lógica concentracionaria. Sin embargo, al mismo tiempo, el staff fue capaz de aprovechar los privilegios con que contaba dentro del campo para una verdadera tarea de resistencia que comprendía:
1. Incluir dentro de este grupo, que se suponía tenía más posibilidades de sobrevivir, a la mayor cantidad de gente posible; mejorar las condiciones de vida del resto haciendo circular comida, libros, información y los materiales a los que tenía acceso.
2. Aprovechar los privilegios de movimiento e información con que contaba para prevenir a las personas recién capturadas sobre las conductas que les convenía adoptar y sobre la información que conocían o no sus captores.
3. En virtud de ciertos contactos con el exterior, en algunas circunstancias excepcionales, dar aviso de posibles capturas.
4. Sesgar los análisis políticos para promover las posturas que
consideraban menos peligrosas.
5. Aprovechar el mayor conocimiento que tenía de sus captores, en virtud de la convivencia diaria con los oficiales que supervisaban este trabajo y el campo en general, para valorar las posibilidades de supervivencia y las formas de lograrla, aunque fuera parcialmente, de manera que quedaran por lo menos algunos que pudieran testimoniar.
6. Sobrevivir sin ser arrasado.
Dada la intencionalidad de desviar y trabar la acción represiva simulando una colaboración, los protagonistas consideran haber realizado un doble juego. De hecho refieren que dos libros que encontraron entre el material incautado por la Escuela de Mecánica, y que leyeron con gran interés, fueron La orquesta roja y El gran juego. En ellos se relata cómo hizo Leonard Trepper, agente soviético capturado por los nazis durante la Segunda Guerra, para desarrollar un doble juego que protegió a la red soviética mientras simulaba una colaboración con los alemanes que jamás prestó.
Hay un ejemplo ilustrativo de esto que los prisioneros de la Escuela de Mecánica llamaron doble juego. Una de las razones por las que los marinos comenzaron a dejar gente viva era para exhibirlos como prueba de su colaboración ante las personas recién capturadas. Esto podía inducir en los prisioneros recién llegados la idea de una traición generalizada que minara su resistencia. Sin embargo, la misma acción podía convertirse en su contrario. Solía ocurrir que el secuestrado "notable" permaneciera unos instantes solo con el recién llegado para hacer más creíble la "actuación". Esos momentos se podían usar para indicar muy someramente al otro la irrealidad de la situación, o bien para darle alguna información clave de lo que debía o no mencionar. Cuando esto se producía, el efecto era inverso al esperado; el nuevo secuestrado encontraba a un compañero, a un cómplice, dentro mismo del campo y resultaba fortalecido para enfrentar la tortura que sufriría de inmediato. Sin embargo, la acción era muy riesgosa; de ser descubierta, seguramente el responsable sería trasladado de inmediato.
La doble posibilidad que se abre, desde toda situación, de aprovecharla en un sentido o en otro permite afirmar, al mismo tiempo, que el simple prisionero que ayuda al guardia a repartir la comida dentro del campo, colabora con la funcionalidad del mismo. Pero, si al hacerlo aprovecha para hablar con otro secuestrado, para informarlo e informarse, para repartir un poco más de comida, en lugar de reproducir rompe las reglas de juego del campo, resiste.
La historia del doble juego de la Escuela de Mecánica es particularmente significativa porque muestra que el poder no es omnipotente, ni si quiera tan brillante. Es una historia de engaño y éxito. En efecto, los prisioneros del staff lograron sobrevivir y fueron liberados entre fines de 1978 y mediados de 1979; acordaron mantener silencio en torno a la experiencia hasta que quedara en libertad el último de ellos. Así lo hicieron y la mayor parte de sus miembros declararon luego ante comisiones de derechos humanos y en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1 985. En suma, aprovecharon el punto ciego del poder: su soberbia, que les hizo creerse más listos, más valientes y mejores de lo que realmente eran. Una vez más, la trampa de creer en su propia omnipotencia.
Por último, me quiero referir al escape, a la fuga en sentido literal, como la forma de resistencia más clara. La estricta vigilancia de los campos, sumada a la destrucción de los sujetos y su anonadamiento paralizante, redujo bastante la concreción de fugas físicas, ya sea individual o colectiva. Sin embargo, éstas existieron.
Se registran fugas de campos de Ejército, Armada y Aeronáutica. Deis de los testimonios que hemos tomado como centrales pertenecen a personas que se fugaron de campos de concentración. Se trata de Juan Carlos Scarpatti, que se fugó de Campo de Mayo, y de ClaudioTamburrini, que se fugó de la Mansión Seré, perteneciente a la Aeronáutica. Hubo otras fugas memorables. De la Escuela de Mecánica de la Armada se escaparon dos prisioneros, que regresaron a su antigua militancia. Se trata de Horacio Maggio, asesinado poco después, y de Jaime Dri, quien sobrevivió. Tulio Valenzuela, secuestrado por el II Cuerpo de Ejército que pretendía usarlo para asesinar a dirigentes montoneros radicados en México, protagonizó una fuga espectacular en ese país, con denuncia en los medios de prensa y un desenlace completamente desafortunado.
El caso de Scarpatti también ilustra este tipo de fugas, todas muy impresionantes, llevadas a cabo por hombres desesperados pero no inmovilizados. Sin embargo, quiero referirme a la ruga que protagonizaron Claudio Tamburrini, Guillermo Fernández, Carlos García y Daniel Ruso mano, de la Mansión Seré. Existen aquí otros elementos. En primer
lugar, se trató de una fuga colectiva, es decir fue preciso coordinar una acción entre cuatro personas, con una confianza suficiente entre sí como para organizar y ejecutar conjuntamente esta acción.
Los cuatro hombres adoptaron la decisión ante la certeza de su próximo aniquilamiento, pero fueron capaces de realizarla en las condiciones más adversas. Reconocieron el lugar aprovechando pequeñas coyunturas, como bajar a abrir la puerta cuando llegaba la comida; aprovecharon los escasísimos elementos con que contaban (un clavo, varias cobijas y el cable de una plancha); se animaron unos a otros. Por fin, escaparon
totalmente desnudos, sin documentos ni dinero, sin ningún apoyo externo, habiendo perdido todo contacto con su familia y sus compañeros desde varios meses antes.
Realizar una acción de este tipo implica la existencia de relaciones de solidaridad y confianza, la ruptura de toda hipnosis inmovilizante, la no aceptación de los designios del campo de concentración, en suma, la resistencia. No significa que lo demás no haya pasado por esos hombres, sino que pudieron conjurarlo, i n el relato de Tamburrini se refleja cómo les costó tomar la decisión, aun a pesar de que tenían la casi certeza de que los matarían. Incluso dos de las personas que fugaron dudaron seriamente en hacerlo, más bien Fernández les presentó el hecho consumado iniciando la fuga. Las dudas acerca de si los secuestradores conocían o no los preparativos también indican que probablemente la confianza entre ellos no era total. Sin embargo, a pesar de que no eran inmunes al dispositivo, lograron sobreponerse a él y fugar.
También aquí aparece el punto ciego del poder: su auto sobre dimensionamiento. El poder totalizador tiene una gran debilidad: se cree auténticamente total. En el caso de la Mansión Seré es Tino quien, al darles a los presos la noticia del asesinato de un antiguo compañero, los enfrenta con el hecho de su eliminación, poniéndolos en una situación sin salida. En definitiva, aquí es el poder que cree que puede matar sin resistencia, en otros casos el que cree que puede reformatear a su antojo, el que cree que puede atemorizar perpetuamente, el que cree que no puede ser engañado ni burlado. Ese es el poder concentracionario, que como no reconoce sus límites se cree ilimitado.
Todas las formas de fuga de que dan cuenta los distintos testimonios: el escape personal a las situaciones más dolorosas; la risa que permite recuperar la humanidad de desaparecido y desaparecedor, reinstalando cierto equilibrio; el engaño que invierte el control de la situación; la conspiración que restablece los lazos de solidaridad, cooperación y resistencia y la fuga que rompe de un golpe con el secuestro y la desaparición, son todas formas de lo que he llamado Mineas de fuga y resistencia.
Todas ellas muestran que dentro del campo, a pesar del fantástico poder de aniquilamiento que se despliega, el hombre encuentra resquicios. Hay allí un poder que se reorganiza; puede haber redes que entrelacen a los prisioneros, los sostengan y les permitan conformar una nueva sociabilidad. Aun en esas circunstancias, los hombres hacen cosas, toman decisiones, apuestan, ganan y pierden. Pensar en la víctima total y absolutamente inerme es también creer en la posibilidad del poder total, que deseaban los desaparecedores. Muchos relatos desconocen los resquicios porque los consideran excepcionales, pero ellos muestran algo fundamental: que el poder, aunque se lo proponga, nunca puede ser total; que precisamente cuando se considera omnipotente es cuando comienza a ser ingenuo o sencillamente ridículo.

Héroes, traidores y víctimas inocentes

El campo es una infinita gama no del gris, que supone combinación de blanco y negro, sino de distintos colores, siempre una gama en la que no aparecen tonos nítidos, puros, sino múltiples combinaciones. Si bien en la vida misma se podría afirmar la inexistencia de colores "puros" que excluyen combinaciones con otros, este hecho es particularmente cierro dentro del campo. Nadie puede permanecer en él "puro" o intocado; de ahí la falsedad de muchas versiones heroicas. Las posibilidades que se presentan pertenecen invariablemente a la noción de gama, en donde tanto la responsabilidad como el valor personal pueden y suelen ser difusos. En el mundo de los campos nadie puede atribuirse la inocencia pura
ni la culpabilidad absoluta.
Se suele manejar una aparente oposición, la que existiría entre héroes y traidores, como los dos extremos, el bueno y el malo, el blanco y el negro, que delimitan la diversidad de conductas posibles. No se trata más que de una reproducción de la lógica binaria. En efecto, "el mundo de los héroes —y ahí es, tal vez, donde reside su debilidades un mundo unidimensional que no comporta más que dos términos opuestos: nosotros y ellos, amigo y enemigo, valor y cobardía, héroe y traidor, negro y blanco"96.
El héroe es un ser dispuesto a sacrificar su vida y la de otros en pos de un ideal. Su heroicidad se realiza cuando entrega la vida en defensa de esa idea u objetivo superior que comprende hombres pero que va más allá de cualquiera de ellos en particular. Su acto se convierte en heroico al ser rescatado por una memoria colectiva que lo reivindica. En el caso argentino, los numerosos muertos en combate durante el Proceso de Reorganización Nacional podrían corresponder a esta categoría, si alguien los reivindicara. Pero ellos murieron peleando contra el poder concentracionario sin llegar nunca a los campos de concentración. Su heroicidad es externa y consiste precisamente en morir sin ser arrastrado por la corriente succionadora del chupadero.
El "desaparecido", en cambio, queda rodeado por la atmósfera difusa del campo, de manera que entra en una zona de indefinición, en la que nunca se sabe a ciencia cierta a qué categoría pertenece. Es como si el campo automáticamente salpicara al hombre desvaneciendo toda posible heroicidad. Así como desde la lógica concentracionaria, la simple sospecha de cualquier transgresión convierte en culpable al hombre y justifica el castigo que llevará a la producción de la verdad y del culpable confeso, así también desde la lógica de la heroicidad, el simple contacto con el campo, por la sombra de sospecha que proyecta sobre el individuo, desvanece la pureza necesaria del héroe. No hay héroes en los campos de concentración.
El sujeto irreductible que muere en ¿a tortura sin dar ningún tipo de colaboración es el que más se aproxima a esa noción, pero no quedan pruebas de ello, no hay exhibición del acto heroico que se pueda testimoniar sin sombra de duda. La resistencia a la tortura es una representación solitaria del torturado ante sus torturadores. Algo semejante ocurre con el fusilado, muchas veces acribillado a balazos dentro de un coche, simulando un enfrentamiento, cuyo acto final puede ser digno pero no encierra la resistencia y el espectáculo de lo heroico; no hay testigos. El campo es también un dispositivo desaparecedor de los héroes; en lugar de matar hombres que pelean, prefiere arrojar seres adormecidos desde lo alto de un avión; escamotea la posibilidad del combate heroico.
El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido contaminado por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta. El relato que hace del campo y de su fuga siempre resulta fantástico, increíble; se sospecha de su veracidad y por lo tanto de su relación y sus posibles vínculos con el Otro. Transita en una zona vaga de incredibilidad. Además, resulta amenazante ya que conoce la realidad del campo pero también la magnitud de la derrota que las dirigencias tratan de ocultar. En los medios militantes se promueve entonces su desautorización, se aduce que su óptica ha sido distorsionada por la influencia de sus captores, y ello lo convierte automáticamente en un no héroe.
En otros casos, como el de Horacio Maggio o Tulio Valenzuela, para despejar la sombra de sospecha que se cernía sobre ellos se los orilló a una autoinmolación que, ésta sí, los convirtió en héroes. Nilda Haydée Orazi y Juan Carlos Scarpatti, ambos sobrevivientes de distintos campos de concentración, señalaron con amargura: "Esta es la única organización
en el mundo (Montoneros) en laque un compañero escapa de manos del enemigo, salva a la conducción nacional, para lograrlo deja en manos del enemigo? su compañera embarazada, y en vez de felicitarlo se lo obliga a autocriticar.se por 'simular' y se lo des promueve de mayor a aspirante.'"'7 Faltó señalar que después de eso se envió a Valenzuela a Argentina, donde se suicidó al ser recapturado. En consecuencia, desde la perspectiva de blanco y el negro, no hay espacio dentro de los campos de concentración para el blanco perfecto. Si éste existe, se debí revelar antes; el acto heroico es previo a la captura. En cambio, detrás de los muros del campo tienen cabida todos los grises, hasta el negro profundo, representado por la traición de aquellos que sin la menor resistencia se ofrecieron al dispositivo concentracionario "sin luchar", en palabras de Graciela Geuna.
Pero la oposición entre el héroe y el traidor es una oposición falsa, más que por injusta, porque sencillamente resulta insuficiente para describir la complejidad del problema. No hay aquí una gama de grises sino todo un abanico de color que incluye muchos otros tonos. No se trata de combinaciones de grado entre estos dos términos, heroicidad y traición,
sino de Ja conjunción y el entramado que forman todos los elementos que confluyen para articular formas de obediencia y formas de rebelión con respecto al poder concentracionario.
Es más, como ya se señaló, cada sujeto es un complejísimo conjunto en el que se combinan aspectos variados que, en unos casos, se articulan en torno a la obediencia, en otros, en torno a la resistencia; puede propiciar fugas o parálisis hipnóticas; puede haber formas de obediencia que desemboquen en fugas (como no escapar del campo pero resistir en él) y resistencias que paralicen al hombre (como soportar la tortura pero no ser capaz de trazar una estrategia de supervivencia dentro del campo). Las posibilidades son infinitas y no se pueden reducirá los dos términos de heroicidad y la traición, insuficientes e irrelevantes,
Un aspecto importantísimo dentro de los campos fue lo que Todorov llama virtudes cotidianas. Designa de esta manera a aquellas acciones individuales que rechazan el orden concentraciortario en beneficio de una o varias personas, pero siempre de sujetos específicos, no de ideas abstractas. Las virtudes cotidianas no se practican en grandes actos públicos sino como parte de la cotidianidad; pasan desapercibidas salvo para quienes resultan beneficiados por ellas y suelen comportar un compromiso muy grave, incluso a veces ponen en juego la vida misma de quien las ejecuta. Por esta característica de "pasar desapercibidas" queda menos testimonio de ellas que de los actos heroicos.
Las virtudes cotidianas no se oponen a las heroicas, ni son mejores o peores, más o menos útiles o meritorias, son simplemente diferentes, pero si las menciono de manera especial es porque precisamente éstas fueron las que tuvieron oportunidad de manifestarse en los campos de concentración. La valentía personal de alguien podía hacer que se arriesgara a prevenir a un prisionero reciente acerca de no proporcionar determinada información, sabiendo que éste podía delatarlo poco después y provocar su muerte. Podía consistir en formas de la solidaridad y el apoyo que ayudaban a otro a resistir en el momento de mayor debilidad, en compartir con él un secreto; en ayudarlo a desobedecer. Podía manifestarse al encubrir a un compañero o al convertirlo en indispensable para un determinado trabajo y evitar su traslado. Casi siempre se asociaban con el engaño a los secuestradores.
En La Perla, cuando Geuna reconoció al Negro Lito en la calle y no lo delató, mirando sencillamente hacia otro lado, lo que estuvo a punto de costarle la vida; en la Escuela de Mecánica, cuando prisioneros que tenían contacto con el exterior avisaban de una posible captura o sacaban información, con riesgo de su integridad; en El Atlético, cuando los presos
encubrían, sufriendo castigo físico, a otros que habían estado hablando; en todos los campos, cuando se cuidaba a un compañero que había quedado destrozado por la tortura compartiendo con él lo que se tuviera y tratando de curarlo, se ponían en juego estas virtudes cotidianas. Se
practicaron en forma constante y fueron la base de la subsistencia de la mayoría de los sobrevivientes, que multiplicó su fuerza física, psíquica y espiritual. La supervivencia hubiera sido sencillamente imposible sin la circulación de estas virtudes cotidianas.
Así como se desarrollaron estas virtudes, la permanencia en el campo implicó el traspaso de la frontera entre secuestrados y secuestradores, con numerosas consecuencias, muchas de ellas de carácter desintegrador. El juego de simular colaboración, que realizaron algunos sobrevivientes fue, sin duda, un juego peligroso. Existían los riesgos de que en la simulación de la colaboración, la casualidad o más bien el hecho de estar maniobrando sobre límites muy imprecisos, llevara a la colaboración de hecho. El prisionero que, con la total decisión de no "marcar" a nadie, salía sin embargo a la calle con un grupo operativo, simulando una colaboración que no estaba dispuesto a efectivizar, corría el riesgo de ser reconocido por un viejo compañero que, desconociendo su captura, se acercara a saludarlo y fuera detenido. Como ésta, se podrían enunciar decenas de circunstancias difusas.
Por otra parte, en la simulación de la colaboración el prisionero emprendía un juego de aproximación a su captor que, de una manera u otra, lo envolvía. La repetición interminable de una mentira puede convertirla en verdad; ésta es una de las premisas de la propaganda. El secuestrado debía hacer un verdadero esfuerzo para no terminar por creer la mentira que le contaba cada día a sus captores. Esta era de por sí una mecánica desquiciante, pero sus efectos podían ser más nefastos sobre individuos que habían sufrido rupturas internas importantes dada la destrucción de su mundo de referencia.
La cercanía y la humanización del otro permitieron una cierta relativización del poder del secuestrador, pero también se desarrollaron mecanismos de internalización deslumbramiento del vencedor. Buena parte de los prisioneros entabló relaciones de proximidad con algunos de los oficiales. En la mayoría de los casos, estas relaciones no alteraba la percepción del prisionero de que el otro era su captor. Sin embargo, se crearon lazos afectivos ambiguos y lealtades ciertas.
En casos excepcionales, existieron incluso relaciones amorosas entre unos y otros. En estos espacios difusos, de fronteras imprecisas y movibles, sin embargo parece haber habido puntos de no retorno. Cada individuo parece tener un límite de tolerancia máxima, un límite de capacidad de procesamiento de sus propias roturas, traspuesto el cual, llega a una zona de "no retorno". No se puede decir cuál es este lugar y, evidentemente, depende de la estructura personal de cada uno.
Hay gente que, habiendo prestado una colaboración importante y siendo responsable de la captura de otros, una vez aflojada la presión, fue capaz de retornar sobre sí y limitar o interrumpir su colaboración. Hubo otros que una vez que dieron el primer paso ya no pudieron detenerse. Esto no ocurrió en la simulación de la colaboración. El efecto pudo ser más o menos desquiciante pero, en la medida en que los prisioneros tomaron distancia de la situación, más tarde o más temprano fueron recobrando y reformulando una visión propia de la vida del campo, independiente de su influencia hipnótica y anonadante.
Estas reflexiones pretenden discutir las nociones de héroe, traidor colaborador, como insuficientes, inútiles, pero particularmente distorsionantes, ya que pretenden atrapar en conceptos rígidos un fenómeno de características más complejas e imprecisas. Asimismo,
quiero abordar la discusión de otro aspecto no menos vidrioso y recurrido, el de las víctimas inocentes.
Los campos de concentración exterminio se crearon pata desaparecer todo un espectro de la militancia política, sindical y social que impedía el asentamiento hegemónico del ,y poder. El blanco principal de esta modalidad represiva f^ la guerrilla, pero abarcó también el vastísimo espectro la llamada subversión, del que ya se habló. Aunque la i ción desubversivo fue lo suficientemente amplia como f incluir prácticamente a cualquiera, su uso estaba destinado a facilitar una persecución precisa: la de la militancia radicalizada y todos sus puntos de apoyo.
Sin embargo, como ya se mencionó, la existencia de víctimas casuales, producto del error o desvinculadas de toda participación política, también fue parte de la racionalidad concentracionaria. Se facilitó así la diseminación del terror al mostrar un poder arbitrario e inapelable, atributos principales de los modelos totalizantes. No obstante, estas víctimas,
que sumaron un número absoluto considerable, representan un mínima proporción de las víctimas totales. El dispositivo estaba dirigido sin duda a la militancia.
Con esta afirmación no pretendo negar o restringir el problema. Familiares de militantes detenidos virtualmente como rehenes, menores asesinados como e\ caso de Floreal Avellaneda de 14 años o de una niña de 11 años secuestrada en Campo de Mayo, amigos de militantes secuestrados y asesinados por su relación con ellos, testigos de operativos que se pretendía mantener en secreto y fueron eliminados, muestran la monstruosidad de estos procedimientos.
Como todo lo que se relaciona con el dispositivo desaparecedor, el secuestro y asesinato de "inocentes" (¿de qué?) comprende una alta dosis de arbitrariedad y crueldad. Sin embargo, la recurrencia en los relatos de familiares de desaparecidos en insistir en que sus hijos no reman militancia política alguna, no pertenecían a ningún partido, eran "inocentes", me parece especialmente significativa. El texto de Eduardo Luis Duhalde que ya hemos citado, dice en relación con el secuestro de adolescentes de entre 15 y 18 años que fueron detenidos, en su mayoría, en la casa de sus respectivos padres: "No se ocultaban, circulaban normalmente, mantenían sus naturales relaciones en el ámbito familiar, laboral o en los establecimiento educacionales a que concurrían. ¿Qué peligro podían significar para el Estado terrorista estos jovencitos, casi niños, que comenzaban a despertar a la vida?'"''8 La pregunta que surge es, si se hubieran ocultado y, por ende, tuvieran militancia clandestina, si no hubieran vivido con sus padres y representaran un peligro real para el Estado terrorista, entonces, ¿no hubiera estado mal que los mataran? ¿O hubiera estado menos mal?
En la misma línea de razonamiento, Orgeira, uno de los abogados defensores de la Junta Militar, aseguró que "todos los que fueron buscados y capturados en sus casas no eran personas que nada tenían que ver con la subversión"'-", como si el hecho de ser "subversivos", es más, digamos guerrilleros activos, avalara el recurso del secuestro, robo, tortura irrestricta y asesinato con desaparición del cuerpo.
Estos razonamientos se complementan con una frase de café que cita un interesante artículo psicoanalítico100: "Y bueno, si bajaron un subversivo no importa, lo que hay que evitar es que se torture a inocentes." Un político peronista, un abogado defensor de la Junta Militar y el hombre de la calle parecen coincidir: el problema es que se torture a inocentes. Es decir, la tortura y el asesinato como forma de represión de la disidencia política tienen un valor sustancialmente diferente de si se usan contra inocentes; en el primer caso, están implícitamente admitidos. Entonces hay hombres que merecen el campo de concentración o que por lo menos lo merecen más que otros.
La reivindicación de la víctima inocente como si fuera más víctima que la víctima militante, por ejemplo, no es más que una manera de reforzar la noción de que efectivamente no se debe resistir al poder. Sólo si se es víctima inocente, es decir, no involucrada, no resistente, se es una víctima completa. Las demás de alguna manera tienen un merecimiento del castigo. Esta sola idea implica que resistir al poder conlleva y merece una sanción, tanto más dura cuanto mayor sea la resistencia.
En Argentina existió un poder totalizante, despótico y concentracionario pero la sociedad sólo puede reivindicar víctimas, más aún, víctimas inocentes, como si hubiera habido otras cuya culpabilidad explica, aunque no necesariamente justifica, la existencia de los campos.
Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social, escindirlo de allí y hacer del campo una realidad otra a la que no se pertenece, en la que se debaten dos demonios, militares y guerrilleros, ajenos a una sociedad y a su vida cotidiana. La víctima inocente es la figura perfectamente complementaria de esta explicación. Representa al "inocente" que jamás debió incluirse en el infierno porque no pertenecía a él.
Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos. Todas las víctimas son inocentes y ninguna lo es, en sentido estricto.

Ni cruzados ni monstruos

La existencia de los campos de concentración-exterminio se debe comprender como una acción institucional, no como una aberración producto de un puñado de mentes enfermas o de hombres monstruosos; no se trató de excesos ni de actos individuales sino de una política represiva perfectamente estructurada y normada desde el Estado mismo. De hecho, ya se habló del funcionamiento de los campos en medio de las instalaciones y las jerarquías militares, actuando a un tiempo como política oficial pero no reconocida, aparentemente clandestina, y entrelazando las modalidades legales y subterráneas de la represión. El intercambio de prisioneros entre campos de concentración y cárceles legales, la complicidad de la justicia y una serie de manejos que revelan la desaparición como una política de Estado, que combinó las formas legales con las clandestinas.
Por eso, cuando se realizó el juicio a la Junta Militar, Jorge Rafael Videla insistió en rechazarlo. Desde su punto de vista se estaba juzgando a las Fuerzas Armadas, es decir, no existían acciones personales que fueran objeto de análisis sino una acción estrictamente institucional. A su vez, como hombre de la institución, asumió sobre sí toda la responsabilidad, y libró de ella a sus hombres bajo la figura del acatamiento de órdenes. Salvaguardaba así un elemento clave en las instituciones armadas, la obediencia incondicional, clave de la disciplina. Al mismo tiempo, desplazaba el problema de su responsabilidad personal hacia la institución; efectivamente él no había actuado en términos individuales sino corporativos.
La metodología concentracionaria fue institucional y estuvo guiada por el principio de eficiencia en el desarrollo de una situación que las Fuerzas Armadas definieron de guerra, en la que se proponían triunfar.
Desde el razonamiento militar, la noción de guerra parecía justificar la metodología empleada. "La guerra provocada por el terrorismo que fuera derrotada en el ámbito único posible: el campo de batalla", fue uno de los argumentos usado incluso en el juicio a los comandantes por Juan Carlos Tavares, uno de sus defensores. El uso de una metodología clandestina se justificó por la necesidad de recurrir a los mismos métodos que la guerrilla, también violenta y clandestina. El fiscal Strassera redujo la argumentación con una lógica implacable: si no había habido guerra, los comandantes eran delincuentes comunes; si había habido guerra, eran delincuentes cié guerra.
Pero desde la perspectiva castrense, y de otros sectores de la sociedad, el objetivo era triunfar sobre la subversión aniquilándola, como lo había ordenado Isabel Perón, y ese objetivo se logró. El principio rector, la eficiencia en el cumplimiento de dicha meta. El medio, los campos de concentración y el terror generalizado.
Los campos fueron el dispositivo represor del Estado, la máquina succionadora, desaparecedora y asesina que una vez creada cobró vida propia y ya nadie podía controlar; funcionaba inexorablemente. Una tecnología, como ya se señaló, directamente ligada con un poder de tipo burocrático, en donde la fragmentación de las tareas desvanecía las responsabilidades.
La burocracia concentracionaria se atiborró de papeles y de registros. Muchísimos testimonios dan cuenta de la multitud de fichas, fotos, archivos en computadoras y legajos que se llevaban en los distintos campos de concentración. Se conoce la existencia de registros cuidadosos en Campo de Mayo, La Perla, Escuela de Mecánica, El Atlético, El Olimpo, El Banco, entre otros. En El Atlético "los torturadores se turnaban y mantenían un control escrito de su trabajo, Las puertas eran grises y del lado de adentro había una planilla" que se debía llenar con los siguientes datos: nombre del interrogador, grupo al que pertenecía el secuestrado, número de caso, hora de entrada, hora de salida y estado de la víctima (normal o muerto)1"1. El mismo testimonio hace referencia a otras planillas para solicitar el secuestro de alguien, para registrar el grado de peligrosidad de cada secuestrado, para asentar la resolución final del caso. Planillas que indican una responsabilidad pero que la diluyen en un dispositivo burocrático. También los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada se refieren a un cuidadoso sistema de control que incluía un legajo de cada prisionero con su foto, algunas de las cuales rescató Víctor Melchor Basterra. Según los sobrevivientes, la Aeronáutica también el abofaba legajos de sus prisioneros y les tomaba impresiones dactilares que incluía en los mismos.
Una burocracia obediente que complementaba los atributos oficinescos con la subordinación militar. Un nombre en una planilla y una orden eran suficientes para que se atormentara a alguien o se lo aniquilara. La defensa de su posición en torno al argumento de la obediencia debida, lejos de exculpar a la institución militar, muestra precisamente uno de sus aspectos más abominables: la pérdida del sujeto, la noción de que sus miembros deben resignar en otros su capacidad de elección sobre cuestiones tan sustanciales como la vida de un hombre, renunciando a toda responsabilidad sobre sus actos. No es más que la deshumanización, ahora actuando sobre su propia gente, aceptada, validada y defendida por su personal, la resignación de lo humano y lo ético como un deber ser correcto, adecuado y deseable.
En suma, la constitución de un "servicio público criminal" montado con burócratas perseverantes y capaces de una obediencia a ultranza, más allá de toda interrogación moral. Hombres que actúan sólo como engranajes de la maquinaria asesina; ni más ni menos, apenas engranajes. Desde el cabo de guardia a Videla o Massera, todos ellos hicieron posible que la máquina funcionara pero ninguno fue más que una pieza dentro de ella, que terminó también por deglutirlos.
Al afirmar que sólo fueron engranajes quiero señalar el fenómeno como institucional, la irrelevancia del hombre en su dinámica, pero en ningún momento esto equivale a reducir la responsabilidad. Por el contrario, es el dispositivo del campo el que "iguala" falsamente, ya que compromete a todos, sin asumir ninguna responsabilidad, de manera que todos parecen igualmente responsables. Esta es una de las distorsiones de la lógica concentracionaria.
El dispositivo necesita que cada hombre se comporte como un engranaje, pero en verdad la "maquinaria" está formada por hombres; cada uno de ellos tiene una función diferente y una responsabilidad delimitable. Al rescatar al ser humano en el desaparecedor no se lo absuelve; se lo excluye de lo monstruoso, de lo sobrenatural, para incluirlo en lo humano, en la escala de lo que se puede valorar y juzgar.
¿Cómo eran los hombres concretos que hicieron funcionar la maquinaria? Desde el relato de los sobrevivientes y de otros testimonios, no parecen haber sido más que hombres comunes y corrientes. Geuna hace una caracterización detallada del personal de La Perla, especialmente interesante. En su relato humaniza a los captores, quitándoles la magnificencia aterradora de los monstruos y mostrándolos más bien como seres relativamente insignificantes. Hay de todo un poco. De 22 descripciones, apenas cinco de ellos parecen sujetos más o menos conscientes del papel que jugaban, y con un grado de inteligencia aceptable. Otros cinco merecen la calificación de tontos o poco inteligentes; los demás recogen calificativos como mediocre, débil, torpe, incompetente, fanfarrón, pusilánime, cobarde, inseguro. Sin embargo, diez, casi la mitad, están catalogados como crueles o algún adjetivo semejante. También diez, algunos coinciden con los crueles, se describen como gente mediocre. Una mediocridad cruel.
Una descripción memorable, que ofrece similitudes con esta perspectiva, es la que hizo la revista La Semana, a partir de las declaraciones de Vilariño sobre el almirante Chamorro, director de la Escuela de Mecánica de la Armada. Lo muestra como un hombre "gris y feo, petiso y mediocre". Sus compañeros de promoción lo recordaban como "un tipo insignificante... tenía la habilidad suficiente para pasar desapercibido, única forma inteligente en que podía hacer carrera". Resaltan "su notoria habilidad para ubicarse la gorra en lo más alto de la coronilla, estirando además el sostén superior de la funda, de modo de obtener 5 centímetros más de estatura, un crecimiento artificial que completaba duplicando la dimensión de los tacos y la suela de sus*zapatos"102. Un auténtico ridículo.
Sin embargo, la misma declaración deja constancia de dos actos de extrema crueldad protagonizados por este mismo hombre: la voladura de cinco prisioneros y la violación, secuestro y posterior asesinato de unas jóvenes que habían sido "seducidas" por personal de la Escuela de Mecánica. Mediocridad y crueldad no parecen ser términos contrapuestos.
También el general Videla, que fue ungido por la prensa con una imagen de hombre austero, profundamente cristiano y callado durante el Proceso de Reorganización Nacional, cuando se hizo pública la acción represiva de esos años mereció otros calificativos. Una edición de La Semana de agosto de 1984 decía: "Solamente ahora —cuando los velos que ocultaban la verdad de la guerra sucia han sido descoeeidos con violencia- comienza a perfilarse la imagen de un Videla diferente.. La de un hombre mediocre, Pusilánime , cargado de temores y vacilaciones." Sin embargo, cabe pensar que las aparentes contradicciones no son excluyentes. Se puede será austero y mediocre, cristiano y pusilánime, callado y temeroso, y al mismo tiempo cruel e implacable.
En el caso de Videla, cobra especial importancia el aspecto religioso. La familia Videla parecía salida de algún semanario católico cuando, cada domingo, sonrientes y emperifollados, caminaban todos juntos para asistir a la misa de 1 0.30 en la parroquia de San Martín de Tours. La señora Hartridge de Videla declaró que su marido "comulga todos los domingos y días de guardar". Después de comulgar el domingo, ¿sería el lunes cuando el general Videla daba las órdenes de asesinar prisioneros? ¿O tal vez ya lo había hecho el viernes y se confesaba el sábado? ¿O sólo lo hizo una vez, al principio, para poder olvidar cada domingo, antes de comulgar, que estaba usurpando el lugar de Dios al disponer de vidas y muertes? Porque los 30 mil desaparecidos, o poniendo la cifra menor, los 10 mil, fueron asesinados en conocimiento de Videla y por órdenes emanadas de él, en tanto Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, responsabilidad que nunca negó.
Durante el Juicio que se le siguió en 1985, el general Videla leía Las siete palabras de Cristo, mientras se lo acusaba por delitos que, según cálculos de la fiscalía, si se hubieran sumado los cargos, lo hubieran hecho merecedor de 10248 años de cárcel. Mientras se desgranaba el relato de las atrocidades Videla leía y miraba el crucifijo que había en la sala; seguía convencido de que había cumplido con una misión altamente moral: borrar del mundo a los enemigos de Dios, la Patria y de él mismo.
Así como se puede ser burócrata y asesino, mediocre y cruel, se puede ser buen padre de familia, cristiano, moralizante y desaparecedor. Esto es lo desquiciante, los desaparecedores solían ser hombres comunes y corrientes que también podían ir a. misa los domingos. Para separar los compartimentos existe la esquizofrenia social y personal de la que ya hablamos. Ser cristiano y asesino es posible si una y otra esfera permanecen aisladas. La vida familiar y la vida profesional como depósitos independientes; ser uno en casa y otro en el cuartel o en la calle no son rasgos exclusivos de la cúpula militar, se manifiestan a diario. Finalmente Videla es igual que aquel comandante de gendarmería que tranquilizaba a Geuna por su perro después de haber matado a su marido.
Hay otros ejemplos de la mediocridad de los altos mandos y también de las jerarquías intermedias que operaron en los campos de concentración. Esta burocracia gris, con una moralidad tan mediocre como ella misma, cobijó en su seno las más diversas formas de delincuencia. Robos y negociados de todo tipo, secuestros para cobrar rescates millonarios, asesinato por razones pasionales, fueron moneda corriente, al abrigo del enorme dispositivo de arbitrariedad de los campos de concentración.
Una figura que descolló en este sentido fue la del almirante Massera, a quien no se podría tachar de mediocre sino, en todo caso, de inescrupuloso. Se lo acusó de la desaparición y asesinato de una diplomática, de asesinar al esposo de su amante, el industrial Branca, y toda clase de estafas y negociados. También el general Suárez Masón, como otros, apareció vinculado con la logia P 2 y oscuros manejos en relación con la venta de armamentos y con la industria petrolera.
Sin embargo, este tipo de delincuencia de alto vuelo fue sólo la cara más elegante de una simple práctica de "rapiña" que ejerció el dispositivo represor en todos los niveles. Vilariño cuenta cómo Chamarro y otros jefes militares depositaban en una gran bolsa el botín obtenido en un operativo. La Escuela de Mecánica guardaba en el pañol muebles, ropa y artefactos obtenidos en los operativos militares. La práctica de vender coches casas de secuestrados utilizando documentación falsa fue moneda corriente. En muchísimos testimonios, los prisioneros relatan haber visto a sus captores con ropa, relojes y todo tipo de objetos de su pertenencia o de sus familiares. También es recurrente la referencia al robo de dinero en las casas allanadas por las fuerzas de seguridad.
Vilariño dice que los famosos operativos rastrillo "no eran nada más ni nada menos que un triste mercado entre la Policía Federal, la Policía de la Provincia de Buenos Aires y las cabezas que andaban en los rastrillajes: se repartían las ganancias que obtenían, llamémosle televisores, aparatos telefónicos, vehículos que no tenían los papeles en regla, dinero de aquellas personas que no lo podían justificar; más que un operativo rastrillo era un operativo rapiña... Algunos grupos se encargaban de secuestrar a personas, más que para detenerlas, para comerciar... no era tanto que alguien era llevado por error, como a un guerrillero con cinco, seis o más, y se llevaban a todos porque se suponía que eran guerrilleros. No, no. Camps y su gente trabajaban directamente... Si sabían que había alguien que tiene plata y no tenía herederos, entonces se perdía. Ellos se quedaban, entonces, con todos sus bienes"10'. Esta actividad de pillaje es un dato constante, que muestra a nuestros burócratas ejerciendo la corruptela propia de todos los servicios públicos, en algunos casos con grandes y sonados secuestros, en otros con el simple robo del ladrón de gallinas. Esta es una cara que no se debe olvidar. Frente al discurso grandilocuente de la guerra contra la subversión, una práctica que lejos de ser guerrera se alimentó de torturas en sótanos oscuros, de administradores arbitrarios e implacables del castigo y la muerte, y de ladrones de alto vuelo o poca monta, para el caso da lo mismo.
Existen dentro del cuadro las caras monstruosas, los psicópatas sádicos. Militares que degollaban a sus víctimas, que las electrocutaban, que las sometían a todo tipo de vejámenes en un juego que, aparentemente, les resultaba placentero. Se los puede encontrar en los relatos de Geuna, Gras, Scarpatti y muchísimos otros.
De manera relativamente frecuente, los testimonios también se refieren a guardias y oficiales que llegaron a establecer una relación humana con los prisioneros. Así como muchas veces fueron precisamente los más crueles quienes se reservaron el privilegio de "salvar" a alguien, también hubo hombres de las Fuerzas Armadas que pidieron su retiro porque no estaban dispuestos a admitir ninguna complicidad con lo que ocurría, o que estando dentro de los campos se cuestionaron profundamente su papel y "quebraron" internamente, "fugaron" del dispositivo. Esta gente prestó un servicio invaluable para los prisioneros. La escasez de relatos en este sentido se relaciona con su excepcionalidad pero también con el hecho de que revelar esas circunstancias incriminaría a los protagonistas ante sus compañeros.
En suma, sería imposible trazar el perfil del desaparecedor, del torturador, del guardián; en todos estos lugares hubo hombre? Terriblemente disímiles que, en ciertos casos, facilitaron ras cosas para los secuestrados y en otros, agregaron de su propia cosecha para hacérselas más difícil aún. Y, casi siempre, estas características se mezclaron dentro de un mismo hombre que fue simultáneamente capaz de atrocidades y de compasiones difíciles de explicar
Casi siempre, los desaparecedores se despersonalizaron a sí mismos, en el ejercicio de la deshumanización ajena. Ellos fueron victimarios pero también víctimas de un dispositivo que los arrapó. Claudio Vallejos, ex integrante del Servicio de Inteligencia Naval, dijo que estuvo tres meses prácticamente secuestrado y que fue "chupado" de su casa porque se quería retirar del grupo operativo; Vilariño refirió que cuando se empezaron a desarmar los grupos de tareas, algunos de sus miembros comenzaron a tener "accidentes" y que a los que se querían "echar para atrás" les hacían algún estudio psicológico y los mandaban a Río Santiago para hacerles un "chequeo". Ser un desaparecedor era un trabajo que no tenía retorno; cualquier pieza que afectara el funcionamiento de la maquinaria debía ser desechada1"'.
No interesa hacerlo, ni se podría establecer un prototipo, pero el grueso de los hombres que hizo funcionar el dispositivo concentracionario parece haberse acercado al perfil del burócrata mediocre y cruel, capaz de cumplir cualquier orden dada su calidad de subordinado, y dispuesto a sacar ventaja personal de la situación. Un enjambre de hombres medios, de no-sujetos, perfectamente sujetados, de simples "vivillos" llenos de contradicciones, ensoberbecidos por su poder y dispuestos a usarlo, siempre que pudieran, en su beneficio personal. Carlos Levi vio a los nazis de una manera semejante. En Si que esto e un horno dice refiriéndose a los campos de concentración alemanes: "Los monstruos existen pero son demasiado poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos; los que son verdaderamente peligrosos son los hombres comunes"'"''.
Ni monstruos ni cruzados, hombres comunes, de los que hay por miles en la sociedad; esos son los hombres útiles al campo de concentración. Hombres como nosotros, esa es la verdad difícil, que no se puede admitir socialmente. Los actos de esta naturaleza, que parecen excepcionales, están perfectamente arraigados en la cotidianidad de la sociedad; por eso son posibles. Se engarzan con una "normalidad" admitida. Es la normalidad de la obediencia, la normalidad del poder absoluto, inapelable y arbitrario, la normalidad del castigo, la normalidad de la desaparición.
Al ver a los desaparecedores como parte de lo social cotidiano, no se esfuma su responsabilidad; simplemente se los ubica en un lugar que involucra y pregunta a toda la sociedad.

Campos de concentración y sociedad

Lejos de la pretensión del poder totalitario de depositar en el campo lo que desea desaparecer y, a su vez, hacer desaparecer el campo mismo de la sociedad, negarlo, campo y sociedad son parte de una misma trama.
Los campos de concentración, en tanto realidad negada sabida, en tanto secreto a voces, son eficientes en la diseminación del terror. El auténtico secreto, el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad ingenua pero nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el terror. Aterroriza lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que no se puede develar.
La sociedad que, como el mismo desaparecido, sabe y no sabe, funciona como caja de resonancia del poder concentracionario y desaparecedor, que permite la circulación de los sonidos y ecos de este poder pero, al mismo tiempo, es su destinataria privilegiada.
El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en medio de la sociedad, "del otro lado de la pared", sólo puede existir en medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una sociedad "desaparecida", tan anonadada como los secuestrados mismos. A su vez, la parálisis de la sociedad se desprende directamente de la existencia de los campos; una y otros alimentan el dispositivo concentracionario y son parte de él.
No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en cualquier momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su vez, cambia, remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se señaló, la sociedad argentina tenía una larga historia de autoritarismo previa al golpe de Estado de 1976, que había calado muy hondo en
amplios sectores de la sociedad.
En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya influencia en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por boca de monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la nación argentina." Era noviembre de 1975 y se refería a la represión desatada en Tucumán, donde ya entonces se practicaba la política de desaparición en los primeros campos de concentración del país.
El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue significativo. La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a amplísimos sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de uno y otro signo", refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la fuerza institucional del Estado. El razonamiento era muy semejante al que se utilizaría años después, en el juicio que se siguió a los comandantes, cuando amplios sectores desplegaron la teoría de los dos demonios. En ambos casos, la misma noción de que la pugna existente se libraba entre fuerzas oscuras ajenas a la sociedad, en lugar de reconocer hasta qué punto la disputa era parte de un debate arraigado profundamente en las relaciones sociales de poder.
Lo que en el discurso oficial de aquellos días aparecía como la eliminación de la violencia de ambos signos no era más que la destrucción de una de ellas como política de Estado, puesto que los sectores que asesinaban y secuestraban personas en la AAA se incorporaron de inmediato a los grupos de tareas de las Fuerzas Armadas. En muchos testimonios consta esta transferencia de personal e incluso de instalaciones. La metodología no fue detener el enfrentamiento sino usar una violencia mayor desatada desde el Estado. Gran parte de la sociedad quedó inmóvil, expectante, entendiendo a medias de qué se trataba pero sin atinar a reaccionar, aterrada.
Si había algo que no se podía aducir en ese momento era el desconocimiento. Los coches sin placas de identificación, con sirenas y hombres que hacían ostentación de armas recorrían todas las ciudades; las personas desaparecían en procedimientos espectaculares, muchas veces en la ví
a pública. Casi todos los sobrevivientes relatan haber sido secuestrados en presencia de testigos. Decenas de cadáveres mutilados de personas no reconocidas eran arrojados a las calles y plazas. Los periódicos, de gran circulación en Argentina, no hablaban de los campos de concentración pero sí de personas que desaparecían, cadáveres no identificados, enfrentamientos que arrojaban muchos muertos "guerrilleros" y ningún militar, cuerpos destrozados con cargas explosivas, calcinados, ahogados, y muchísimos tiroteos.
Un año después del golpe, Rodolfo Walsh, cuya información provenía del mismo país, señalaba en su carta abierta a la Junta Militar: "Extremistas que panfletean el campo, pintan las acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído... 70 fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la masacre del año nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó lacomisaría de Ciudadela, forman parte de 1200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos."11"'
Con ese ambiente en las calles y esta información en los periódicos nadie podía aducir desconocimiento. Por todos lados se filtraba la información. Por si esto fuera poco, había colas de familiares de desaparecidos frente al ministro del Interior, y desde 1977 el movimiento de Madres de Plaza de Mayo comenzó a denunciar las desapariciones y a manifestarse cada jueves frente a la Casa de Gobierno. Pero los ciudadanos, en lugar de escandalizarse como en 1 984 cuando comenzaron, a hacerse públicas las denuncias, se apartaban atemorizados o se indignaban. "Muchos transeúntes las interpelan (a.las Madres). '¿Qué hacen aquí? ¿Se dan cuenta de la imagen que dan del país? ¿No ven que hay periodistas extranjeros que van a aprovecharse para atacarnos? ¿Ustedes no son argentinas?'"10'
La existencia misma de los campos de concentración no era un secreto, en sentido estricto. Dice Vilariño: "Era impresionante la cantidad de gente que sabía del grupo de tareas. ¿Alguien habló? ¿Alguien dijo algo? Yo no lo recuerdo."108 Hay numerosos testimonios de médicos, jueces, sacerdotes, que tuvieron constancia de la existencia de los campos de concentración.
La alta jerarquía eclesiástica y muchos sacerdotes conocían las violaciones a los derechos humanos y se solidarizaron con la Junta, como consta en numerosas denuncias. Hay otras que muestran la complicidad de muchos jueces que estuvieron en contacto con secuestrados y conocían perfectamente la metodología de la desaparición. Incluso algunos de ellos se negaron a tomar declaración sobre apremios ilegales a prisioneros con signos evidentes de tortura, que apenas podían mantenerse en pie, provenientes de campos de concentración y que luego fueron legalizados. Prácticamente todos los políticos del país no sólo conocían la existencia de campos de concentración sino incluso las dependencias en las que funcionaban algunos de ellos, como Campo de Mayo o la Escuela de Mecánica de la Armada. Buena parte del personal de los hospitales militares, médicos, enfermeras, radiólogos, pudo ver prisioneros encapuchados y esposados, en deplorable estado de salud, así como mujeres embarazadas en idéntica situación, que eran llevados a esas instalaciones por personal militar. Los conscriptos que hacían su servicio militar en dependencias de las Fuerzas Armadas también fueron testigos de los extraños movimientos de las patotas y del ingreso y salida de prisioneros de estos lugares. Si se suma, son muchísimas las personas que formaban parte de alguno de estos grupos y su porcentaje en relación con la población total es significativo.
No obstante, una buena parte de la sociedad optó por no saber, no querer ver, apartarse de los sucesos, desapareciéndolos en un acto de voluntad. Así como entre los secuestrados y los secuestradores los mecanismos de la esquizofrenia permitían vivir con "naturalidad" la coexistencia de lo contradictorio, así la sociedad en su conjunto aceptó la incongruencia entre el discurso y la práctica política de los militares, entre la vida pública y la privada, entre los que se dice y lo que se calla, entre lo que se sabe y lo que se ignora como forma de preservación.
"Los argentinos somos derechos y humanos" fue la consigna que lanzó la Junta Militar como respuesta a la campaña internacional de denuncia. Esa consigna que hubiera podido ser repudiada consiguió, no obstante, cierta resonancia; aparecía en publicaciones y en letreros adheridos a coches y casas de la clase media. Hasta su misma estructura da cuenta de esta esquizofrenia social que optó por desconocer la gravísima y obvia violación de los derechos humanos convirtiéndolos no en un concepto sino en dos separados y diferentes. Todas estas complicidades, en unos casos y silencios en otros, hicieron posible la existencia y la multiplicación de la política desaparecedora .
El Proceso de Reorganización Nacional, sustancialmente diferente a lo que hasta entonces había ocurrido en el país, también se asentó sobre ciertas ''normalidades" internalizadas desde antes por la sociedad.
La política argentina, como se señaló en otros apartados, se basó durante décadas en una concepción de tipo binario. La noción del Otro, peligroso, al que es preciso destruir, estaba profundamente arraigada en las representaciones y prácticas políticas. Dos países, dos historias, dos campos enfrentados, cuando precisamente en el caso de Argentina, la multiplicidad es evidente. La República Argentina es un sinnúmero de nacionalidades, costumbres, religiones, culturas, superpuestas de la manera más desprolija y desconcertante. En esto residió buena parte de su originalidad.
En ese falso mundo de dos, las organizaciones populares que eran terriblemente diversas, fueron atacadas en bloque por el Estado totalizante y desaparecedor. En ese enfrentamiento perdieron. Pero no perdieron por los golpes que sufrieron durante la gran represión del Proceso; habían perdido la batalla política desde antes y fueron aniquiladas físicamente entonces.
La imposibilidad de generar una propuesta popular y nacional, ejes de la llamada izquierda peronista, en el marco de un proceso mundial que ya se orientaba a la globalización, en el que campeaba el neoliberalismo pinochetísta como la gran alternativa para los países de América Latina, en tiempos de la Trilateral, fueron claves. No menos decisivo fue el desconocimiento de Perón a esta tendencia y su negativa a indagar formas de compatibilizar las viejas banderas populistas del peronismo con los nuevos tiempos.
Desde mucho antes del golpe militar las izquierdas nacionales, peronistas y no peronistas, se habían quedado sin propuesta y sin resonancia en los sectores populares; su discurso, centrado también en la lógica amigo enemigo fue perdiendo relevancia hasta convertirse en un alegato altisonante y hueco. Su incapacidad para comprenderlo las llevó a refugiarse en una lucha armada que las encerró en un callejón sin salida. Este aislamiento político es clave para explicar la reacción de una sociedad que no sólo no se sentía identificada con "las izquierdas" sino que incluso estaba decepcionada de ellas, en un marco de definición en donde sus opciones se reducían a la calidad de amigo o enemigo. Es central comprender que la derrota política del peronismo revolucionario y del trotskismo perretista fue previa al golpe de 1976 y estuvo directamente vinculada con la reducción de lo político a categorías de corte militar.
La sociedad civil había transitado por la rigidez cursillista de la Revolución Argentina; se había liberado de ella apostando todo a un peronismo que parecía la tabla de salvación nacional. Lejos de ello, el gobierno peronista sumió al país en una crisis económica aún más grave, en la corrupción más espantosa, la ineficacia total y niveles de violencia social nunca vistos.
Cuando se produjo el golpe militar, la sociedad estaba agotada. Así como los desaparecidos llegaban a los campos de concentración con su capacidad de defensa mermada, así también la sociedad estaba extenuada. Este agotamiento facilitó uno de los objetivos del Proceso: que no opusiera resistencia.
Junto a la concepción binaria intervinieron otros factores también de larga data, que permitieron inscribir la nueva modalidad represiva en el universo de lo socialmente admitido. La normalización de la tortura en relación con los presos comunes primero y los políticos después permitió que nadie se escandalizara por algo que ya era, aunque desagradable, moneda corriente. La necesidad de exterminar a la subversión, que se inscribía en una lógica guerrera bastante difundida, también era una verdad admitida en amplios sectores de la sociedad. De allí a la admisión del secuestro había algo más que un paso, pero en todo caso no se trataba de un abismo. Recuerda Noemí Labrune que muchos "ante un secuestro se preguntaban '¿en qué andarían?' y se respondían: 'por algo será'"l0';. Al admitir que si una persona está implicada en algo es natural que "desaparezca" se naturaliza el derecho de muerte que estaba asumiendo el Estado y se justifica la arbitrariedad e ilegalidad del poder. A lo largo de los años de represión, los propios grupos operativos se encargarían de rutinizar estas desapariciones hasta incorporarlas a la vida cotidiana, aprender a vivir con ellas; también aquí fue la vida entre la muerte.
No se puede olvidar que la sociedad fue la principal destinataria del mensaje. Era sobre ella que debía deslizarse el terror generalizado, para grabar la aceptación de un poder disciplinario y asesino; para lograr que se rindiera a su arbitrariedad, su omnipotencia y su condición irrestricta e ilimitada. Sólo así los militares podrían imponer un proyecto político y económico pero, sobre todo, un proyecto que pretendía desaparecer de una vez y para siempre lo disfuncional, lo desestabilizador, lo diverso.
Por eso la sociedad sabía. A ella se dirigía en primer lugar el mensaje de terror; ella era la primera prisionera. En el campo de concentración de CotI Martínez, como en la Mansión Seré, como en la Escuela de Educación Física de Tucumán y en tantos otros, no se ocultaban las actividades. Cuentan los vecinos que "se oían gritos desgarradores, lo que daba a suponer que eran sometidas a torturas las personas que allí estaban. A menudo sacaban de allí cajones o féretros. Inclusive restos mutilados e.vxt>c,W.v=. Ae. poTietileno. Vivíamos en constante tensión como si también nosotros fuéramos prisioneros, sin poder recibir a nadie, tal era el terror que nos embargaba, y sin poder conciliar el sueño durante noches enceras"110. De manera que la sociedad sabe, ya que es parte de la misma trama. Este saber de la sociedad es usado por el poder militar como una forma de comprometer a todos. Así como todas las Fuerzas Armadas participaron de alguna manera, y con ese argumento es como si todos en ellas fueran igualmente responsables, así también en este "saber" de la sociedad se pretende imponer una complicidad y diluir las responsabilidades. Así el general Videla decía: "Una guerra que fue reclamada y aceptada como respuesta válida por la mayoría del pueblo argentino, sin cuyo concurso no hubiera sido posible la obtención del triunfo."'''
Hubo quienes reclamaron eso que Videla llamó guerra pero una gran parte de la sociedad la sufrió; hubo una enorme mayoría que la aceptó pero no tan fácilmente puesto que se debió recurrir al terror; en efecto, sin el concurso del pueblo no se hubiera obtenido el triunfo, pero ese "concurso" se obtuvo sometiendo a todo el país al poder desaparecedor.
Las mismas mecánicas que analizamos dentro de \os campos de concentración operaron en toda la sociedad. El control sobre la población fue implacable. Se prohibieron las actividades políticas y sindicales; se vigiló todo tipo de reunión; se controlaron las listas de personal de las grandes empresas; cualquier movimiento extraño en una casa, oficina o local ameritaba su allanamiento y la detención de cualquier sospechoso. Se buscaba así la más estricta sumisión, que implicaba, entre otras cosas "no ver", "no saber". No quedó el menor espacio para el disenso; cualquiera de sus formas ameritaba la calificación de subversivo con todas las secuelas que ya se explicó.
Se desconoció la identidad de la sociedad o las identidades constitutivas, pretendiendo amoldar un país de grandes al esquema occidental, cristiano, burocrático y mediocre de los administradores militares.
Así como los cuerpos de los secuestrados permanecían en la oscuridad, el silencio y la inmovilidad, en cuchetas separadas unas de otras, así se pretendía a la sociedad, fraccionada, inmóvil, silenciosa y obediente; una sociedad que se pudiera ignorar y ordenar en compartimentos estancos según la arbitraria voluntad militar. Unos hombres pasivos, una sociedad pasiva e inerte.
Para garantizar esta inmovilidad, los militares procesaron la sociedad, como los cuerpos de sus víctimas. Castigaron a quien se rebeló, con la cárcel, la desocupación, el destierro; amputaron lo que consideraron "enfermo", y en esto consistía la desaparición y el asesinato; trataron de vaciar a la sociedad de todo aquello que los inquietaba, anulando su capacidad vital y prohibiendo desde la política hasta el arte; literalmente la desmayaron, la obligaron a entrar en un estado de latencia, amenazando con matarla.
La humillación fue un mecanismo que también se usó contra la sociedad en su conjunto. El "sí, señor", que humillaba al secuestrado, también debió ser dicho, de otras maneras, por toda la sociedad. Pero sobre todo, la sociedad fue obligada a presenciar el castigo, la desaparición y la muerte de los suyos sin abrir la boca, sin oponer resistencia. Probablemente hay pocas situaciones más humillantes para un ser humano que la de obligarlo a presenciar el secuestro o el castigo de su compañero de trabajo, de su amigo, de su hijo o de su esposo sin poder salir en su defensa o sin atreverse a hacerlo. Esto debió tolerar la sociedad argentina de los militares. Presenciar el castigo de los más próximos en la más absoluta inmovilidad.
La voluntad omnipotente de procesar y adecuar la sociedad, de "quebrarla" y reformatearla, de abolir sus dinámicas más arraigadas, para anularla y sumirla en la misma parálisis hipnótica que afecta a los sujetos, fue parte del dispositivo que no se repite sino que simplemente es el mismo que está funcionando en toda la sociedad, dentro y fuera de los campos.
Desaparecer lo disfuncional, que en el campo es el cadáver y en la sociedad el opositor, mediante un terror generalizado que paraliza, inmoviliza, anonada. El anonadamiento que "deja hacer" al poder. Es un dejar hacer económico, político, cultural, cotidiano. Mientras los desaparecidos se "esfuman" en los campos de concentración, quiebra la industria nacional, el país se endeuda y los niños pasean en las autobombas por cortesía de la Policía Federal. Es una especie de parálisis, en donde la coherencia está dada por conductas y pensamientos necesariamente esquizoides.
Nada más injusto que confundir esta parálisis con la complicidad. Nada más cercano a la lógica de los desaparecedores, a su omnipotencia. El terror que tan cuidadosamente ha diseminado el dispositivo concentracionario produce en la sociedad el mismo efecto anonadante que en el desaparecido dentro de los campos. ¿Cómo afirmar que el hombre que se dirigía sin resistencia a su traslado era un cómplice? ¿Cómo hacer de la víctima un cómplice?
La sociedad sencillamente es; en efecto es muchas cosas que permiten el asentamiento de este poder desaparecedor pero también es todas aquéllas que lo obligaron a imponerse sobre ellas, como el desorden, la desobediencia y la diversidad. La sociedad es múltiple y en ella circulan las fuerzas de la sumisión y las de la resistencia.
También en la sociedad existieron los que se entregaron al poder concentracionario sin resistir y los que fueron arrasados por él. Pero junto a ello, existieron las más diversas formas de la resistencia, más o menos individual, más o menos decidida.
Poco a poco, como los prisioneros que aprendieron a ver por debajo de las capuchas, la sociedad descubrió resquicios, recuperó sus movimientos y se escudó en el trabajo, el arte, el juego como formas de reestructurarse y resistir.
Existió la fuga individual, la solidaridad, la risa y el canto. Existió el doble juego, el engaño y la simulación; todas las formas que tuvo la sociedad para sobrevivir sin ser arrasada se practicaron de una u otra manera.
La resistencia organizada tuvo una expresión central en las organizaciones de defensa de los derechos humanos y en especial en las Madres. Cuando el miedo se había adueñado de buena parte de la sociedad, las Madres fueron ese espacio de resistencia que se contagia. Su resistencia tuvo mucho de las virtudes cotidianas a las que hice referencia dentro de los campos; las solidaridades que no constituyen actos heroicos pero que ayudan a sobrevivir. Pero la acción del terror no acabó el día que cayó el gobierno militar. Hay un efecto a futuro, un efecto que perdura en la memoria de la sociedad. La desaparición, la muerte, la arbitrariedad y la omnipotencia del poder son un hecho vivido pero al mismo tiempo negado, algo que ya pasó. A medida que el efecto inmovilizante del terror comienza a desvanecerse, la
evidencia de la matanza y las formas que adoptó cobran un peso de terror que se graba con fuerza extraordinaria en toda la sociedad. Desde ese momento se sabe del poder desintegrador del Estado, de las debilidades y renunciamientos de la sociedad, de lo difícil que es sobrevivir a los embates de un poder autoritario y desaparecedor: el miedo se instala; hay una memoria colectiva que registra lo que se ha grabado en el cuerpo social. Este efecto del terror diferido, que los militares se han encargado de refrescar con cierta periodicidad, de maneras abiertas o solapadas, cuando amenazan "lo volveríamos a hacer", es quizás uno-de los mayores logros políticos del dispositivo concentracionario.
En la sociedad, como en los campos, no existieron héroes ni "inocentes". Todos fueron alcanzados de alguna manera por el poder desaparecedor. Los actores sociales fueron extrañas combinaciones de formas de obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades, a veces incomprensibles. Por eso no tiene sentido rescatar a las víctimas inocentes: todas lo fueron. Ninguna merecía la anulación de su ser, la tortura y la oscura muerte de ser arrojado desde un avión sin dejar.
Los desaparecedores eran hombres como nosotros, ni más ni menos; hombres medios de esta sociedad a la cual pertenecemos. He aquí el drama. Toda la sociedad ha sido víctima y victimaría; toda la sociedad padeció y a su vez tiene, por lo menos, alguna responsabilidad. Así es el poder concentracionario. El campo y la sociedad están estrechamente unidos; mirar uno es mirar la otra. Pensar la historia que transcurrió entre1976 y 1980 como una aberración; pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de entonces y la actual.
"La idea que nos impide pensar la realidad concentracionaria se basa en la certeza de que se trata de una aberración, de un conjunto de comportamientos producidos por situaciones que no tienen ninguna relación con el funcionamiento de nuestra sociedad.""2 Por el contrario, campo de concentración y sociedad se pertenecen, son inexplicables uno sin el otro. Se reflejan y se reproducen.

Sobrevivencia, trivialización y memoria

La sociedad sobrevivió al poder concentracionario; muchos secuestrados también. Las razones de su sobrevivencia fueron múltiples. No existió un patrón para explicarla. Incidió la casualidad en primerísimo lugar, aunada a la necesidad de los desaparecedores de salvara salvando a algún prisionero, la habilidad de algunos presos para aprovechar determinadas circunstancias de tipo excepcional, la omnipotencia del dispositivo concentracionario.
Bruno Bettelheim señala que el sobreviviente nunca sabe con certeza porqué subsistió y que aunque se atormente tratando de explicarlo nunca llega cabalmente a la respuesta; la decisión fue de sus captores. El campo de concentración y la razones para entrar o salir de él pertenecen por entero a la lógica concentracionaria de la que el sobreviviente es ajeno. Sin embargo, explicar esta cuestión se convierte en una auténtica pesadilla.
El sobreviviente siente que él vivió mientras que otros, la mayoría, murieron. Sabe que no permaneció vivo porque fuera mejor y, en muchos casos, tiende a pensar que precisamente los mejores murieron. En efecto, muchos de sus compañeros de militancia más queridos perdieron la vida. De manera que se siente usurpando una existencia que no le pertenece del todo, que tal vez debía estar viviendo otro, como si él estuviera vivo a cambio de la vida de otro.
Esto no es de ninguna manera cierto. Sobrevivieron los mejores y murieron los mejores; sobrevivieron los peores y murieron los peores. No hubo una lógica de la sobrevivencia o de la muerte que pueda explicarse con parámetros de conducta. Hubo colaboradores que murieron; hubo sobrevivientes cuya conducta fue de resistencia tenaz e inamovible. Subsistió gente ajena a las organizaciones guerrilleras, otros que tenían una relación lateral con las mismas y otros más que eran dirigentes de alto nivel. Junto a ellos, personas de las mismas características Rieron eliminadas. No hubo realmente una selección sino procesos aleatorios, en los que a veces influyó la habilidad de algunos prisioneros para aprovecharlos y su decisión de tratar de vivir, que permitieron una cierta sobrevida inicial de algunos y más tarde su liberación. También en esto el poder fue arbitrario.
Si aquél que se fuga de un campo de concentración es sospechoso, el que sobrevive lo es muchísimo más. Poco importa su resistencia, la habilidad que haya desplegado para engañar o burlar a sus captores, las solidaridades de las que haya sido capaz. La sociedad quiere entender porqué está vivo y él no puede explicarlo, de manera que casi automáticamente se lo condena a la exclusión y su vida se convierte en la prueba misma de su culpabilidad, cualquiera que ésta sea.
Una vez en libertad, el poder anonadante del campo no desaparece de inmediato. El sobreviviente aún se siente bajo el control del secuestrador; su aparente omnipotencia todavía lo alcanza. "Bastaba que nos prohibieran dejar Córdoba para que nosotros permaneciéramos allí", dice Geuna. Sin embargo, la hipnosis se va desvaneciendo poco a poco y el ser humano no recupera lo que fue sino que encuentra nuevos equilibrios y reorganiza una existencia diferente.
Inicialmente se produjo la dispersión de los sobrevivientes en distintos lugares del país y del mundo. Poco a poco comenzaron a testimoniar sobre los campos de concentración y su vida en ellos ante distintos organismos de derechos humanos. Algunos de estos testimonios son los que hemos tomado en este trabajo.
Las primeras declaraciones no fueron muy bien recibidas. Esta gente, cuya sola vida la hacía sospechosa, en un momento en que los movimientos de derechos humanos luchaban por la aparición de los desaparecidos, no hablaba de desaparecidos sino de muertos; describía las condiciones de vida de los campos de concentración y afirmaba que no había ningún ocultamiento perverso de los prisioneros sino que simplemente se los había eliminado tratando de no dejar rastro.
Se iniciaba el difícil camino de dejar memoria, aquél que se habían propuesto desde las épocas de cautiverio: la memoria que obsesionó a los que sobrevivieron y a los que murieron. Dar testimonio. La verdad, en este caso era cruel y molesta, sin embargo podría permitir simbolizar lo sucedido, reconectar lo inconexo. Podía reconstituir un tejido diseccionado y esquizofrénico.
El relato histórico recupera procesos totales y, de acuerdo a la lectura que hace de los mismos, instituye los héroes. Por el contrario, los testimonios constituyeron relatos fragmentarios, con protagonistas individuales que ni pretendían constituirse en héroes ni relatar historias heroicas. Todos estaban marcados por las tonalidades y gamas a las que ya hice mención; eran intentos para restablecer la memoria.
El campo de concentración fue un dispositivo de absorción, desaparición y olvido. Desde dentro, el olvido del sujeto, el olvido del mundo exterior, sus leyes y normas. Desde la sociedad el olvido de los desaparecidos "para siempre", del campo de concentración, de todas las formas de la resistencia. Esos y muchos otros olvidos, como el olvido del crimen y del criminal, que el poder concentracionario impuso al hombre y a la sociedad. La memoria y la memorización quedaron prohibidas.
Frente a este olvido impuesto a veces, autoimpuesto otras, voluntario casi siempre, se desarrolló una suerte de amnesia colectiva, que resultaba más cómoda para todos en la medida en que permitía dejar en paz, no hurgar en aquello que confronta en términos individuales y sociales.
Los testimonios venían a romper el silencio sobre el que navega la amnesia. Al principio, sólo fueron un rumor que circulaba en los medios politizados y en el extranjero, pero el rumor fue creciendo y filtrándose por distintos resquicios, haciéndose cada vez más audible.
Después de la caída del gobierno militar, al abrirse la información sobre los campos de concentración, fue como un aluvión que cayó sobre la "opinión pública" para aplastarla. Diarios, revistas, libros, inundaron las calles con los relatos y las imágenes monstruosas de los campos de concentración. Restos humanos exhumados, niños cuyos padres habían desaparecido, rostros de familiares angustiados hasta las lágrimas eran la prueba visible de una realidad tan conocida como negada. El impacto de las imágenes brutales se amortiguaba y se pervertía exhibiéndolas a vuelta de página de las modelos más cotizadas del año. Los testimonios de sobrevivientes o de torturadores arrepentidos y confesos, podía dar lo mismo, en todo caso, garantizaban un alto porcentaje de ventas.
La memoria pudo manifestarse y ser memoria colectiva gracias a los medios masivos de comunicación, pero también por su efecto se convirtió en un producto de consumo. En muchos casos, no se trataba de procesar o de integrar de alguna manera la realidad de los campos de concentración como parte de una reflexión crítica, sino de consumirla y desecharla, como cualquier otra mercancía que se lanza al mercado. La información, virtualmente arrojada sobre la población de manera tan abundante como persistente, cumplió su ciclo; e.. pocos meses saturó al "público", como cualquier producto cuya publicidad se lanza con insistencia. La gente se aburrió de oír algo tan desagradable como inquietante.
La repetición de lo aterrador lo convirtió en banal. Al trivializar lo sucedido en los campos, se apuntalaba uno de los objetivos del poder concentracionario: normalizar el asesinato y la desaparición, inscribirlos como un dato en la memoria colectiva, que los podía reprobar, pero desde el sustento explicativo de los dos demonios. Aquellos dos demonios malvados que se destruyeron entre sí y que nada tenían que ver con la sociedad argentina, la verdadera, la buena, la que está en contra de roda violencia, la que nacía entonces a la democracia.
El olvido adopta muchas formas; la trivialización es sólo una de ellas. La memoria es una forma de resistencia al olvido que, en el caso de los campos de concentración, comenzó por los testimonios de lo que había ocurrido y se ligó de inmediato con la búsqueda de los vestigios, de los restos que daban testimonio de la masacre colectiva.
Los sobrevivientes fueron claves para contar lo ocurrido pero no tenían pruebas de los asesinatos colectivos que denunciaban. Los militares habían hecho un gran esfuerzo por ocultar o hacer desaparecer los restos de sus víctimas. No sólo habían desaparecido a las personas sino que después desaparecieron a los desaparecidos.
El dispositivo concentracionano dedicó un gran esfuerzo al ocultamiento y destrucción de los restos humanos; una de sus consignas fue "Los cadáveres no se entregan". Para ello recurrió a la voladura de cuerpos con explosivos de manera de hacerlos irreconocibles, a arrojarlos en alta mar, donde las corrientes no los trajeran a la costa, a calcinarlos en los centros clandestinos o a incinerarlos en los cementerios. Muchos de ellos, también, fueron enterrados como NN, es decir, necio, o no sé.
Los NN no son el epílogo, sino uno de los capítulos centrales de esta historia. Si el eje de la política represiva fue la desaparición, precisamente para que "no se supiera", una de las formas de consumarla fueron las técnicas de desaparición y desintegración de los cuerpos. Pero los entierros de NN son parte de la prueba, de los restos humanos que dan testimonio de que los desaparecidos no se esfumaron sino que fueron ultimados. Esqueletos que se pueden identificar y permiten reconstruir una historia, de una persona con nombre y apellido, que desapareció un día determinado de un lugar específico y cuyo cadáver se encuentra con un cierto número de impactos de bala que provocaron su muerte. Los restos de NN son la prueba del delito y donde hay delito hay delincuente; es decir, los restos remiten a la conciencia colectiva, sorteando la amnesia, hacia los campos de concentración en tanto delito instituido, en tanto servicio público criminal que reclama un castigo.
El difícil trabajo de rastrear esos restos, los restos NN que se encuentran inhumados principalmente en los cementerios, fue muchas veces desconocido por la sociedad. El Equipo Argentino de Antropología Forense se hizo cargo de este trabajo de manera minuciosa y perseverante. En primera instancia, la recolección de huesos enterrados parece un ejercicio macabro. Cuando en su informe de actividades de 1992 señalan "se recuperaron 278 esqueletos. Dentro de esta cifra se incluyen los restos esqueletarios ele 19 fetos y neonatos, algunos asociados a esqueletos adultos en distintas fosas", se puede pensar que es un detalle interesante pero de una crueldad inútil. Sin embargo, el objetivo que se proponen es muy claro y aparece enunciado con toda precisión: "devolver un nombre y una historia a quienes fueron despojados de ambos."1
"La búsqueda de los huesos y la reconstrucción de las historias que cuentan esos restos provocó horror, muchas veces incluso en los familiares de los desaparecidos. As! como habían sido capaces, en los momentos de mayor represión de resistir, negándose al olvido que les imponía el gobierno militar y reclamando por sus desaparecidos, la aparición de los cadáveres cerraba toda ilusión y colocaba la historia en su verdadero lugar: el exterminio masivo de una generación de militantes políticos y sindicales.
Porque aquí hay otro aspecto que no se puede soslayar y que ya he mencionado. Los desaparecidos eran, en su inmensa mayoría, militantes.Negar esto, negarles esa condición es otra de las formas de ejercicio ele la amnesia, es una manera más de desaparecerlos, ahora en sentido político. La corrección o incorrección de sus concepciones políticas es otra cuestión,
pero lo cierto es que el fenómeno de los desaparecidos no es el de la masacre de "víctimas inocentes" sino el del asesinato y el intento de desaparición y desintegración total de una forma de resistencia y oposición: la lucha armada y las concepciones populistas radicales dentro del peronismo y la izquierda.
Los antropólogos forenses se propusieron hacer el "desentierro", la arqueología de esta historia. Reaparecer los cadáveres desaparecidos; reaparecer los desaparecidos en sus restos, cómo hombres que no se esfumaron sino que fueron asesinados; reaparecer la historia y rastrear quiénes secuestraron y quiénes enterraron, para identificar culpables.
Exponer, desenterrar lo subterráneo es lesivo para el poder desaparecedor, que se asienta precisamente en esta subterraneidad. Reconstruir y recordar interrumpe la amnesia colectiva que se ha instalado. Encontrar responsables rompe la dinámica de diluir los hechos en una acción colectiva y autorizada, y permite deslindar responsabilidades y culpables. Todos estos mecanismos disparan contra la totalización, la lógica concentracionaria y el poder desaparecedor.
No obstante, algunos familiares se resistieron a encontrar los restos. "Yo los huesos no los quiero", dijo uno. "Yo vivo con la puerta de mí casa abierta, esperándola. Si me dicen que ésos son los restos de mí hija ya no la puedo esperar más", dijo otro. "Yo sé que ustedes pueden identificar los restos de mi hijo pero eso destrozaría a mi mujer. Yo siempre voy a negar una identificación", afirmó un tercero"'1. Restos que fueron encontrados, restos que se identificaron y que, a veces, ¡a familia renuncia a reconocer o no quiso retirar. Restos a los que se les negó su historia. He aquí el drama en su verdadera dimensión. Desaparecidos que se esfuman desde distintos lugares porque no se puede reconocer su muerte. Por diversas razones se coincide en no querer ver o sencillamente en no poder hacerlo, en olvidar, en desconocer, en no saber. Y sin embargo, "todos sabemos que todos sabemos". Exactamente la lógica del poder desaparecedor, re- produciéndose, reverberando, rebrotando.
La recuperación y la identificación de los restos ha sido uno de los ejercicios de memoria más importantes acerca de los campos de concentración. Permitió recuperar cuerpos, nombres, historias, militancias, culpables.
El juicio a los comandantes fue otro gran ejercicio de recuperación de la memoria. Más allá de la limitación de las condenas; más allá de que sólo se juzgó a las juntas; más allá de las posteriores leyes de punto final y de amnistía; más allá de que todos los protagonistas son hombres en actividad dentro de las Fuerzas Armadas, que continúan su carrera como si nada hubiera pasado, el juicio fue el golpe más seno que sufrió el poder desaparecedor.
Los campos de concentración alcanzaron éxitos signifi- cativos: exterminaron lo que llamaban subversión (aunque menos de lo que hubieran deseado), imprimieron la omnipotencia y arbitrariedad del poder en la sociedad de manera generalizada con efectos muy posteriores a la finalización del gobierno militar, disciplinaron y atemorizaron de diversas maneras dificultando por mucho tiempo la organización y la desobediencia; acentuaron los mecanismos de desaparición de lo disfuncional. En fin, podríamos seguir mencionando éxitos del dispositivo concentmcionario.
Sin embargo, el solo hecho de que los comandantes todopoderosos, que se creían dioses, debieran responder a un juicio, en donde ni siquiera aparecieron como grandes asesinos sino como un hato de burócratas, mediocres, vivillos y rateros, fue un golpe extraordinario a ese halo de omnipotencia. Se juzga a los criminales a los que alcanza la justicia, no a los dioses, ni al poder. El poder no se somete a juicio; no hay prueba más palpable de la limitación de su poder, que ellos intentaron mostrar ilimitado, que el haber sido sometidos a juicio. Quizás a eso se debía la consternación de Massera cuando en su descargo dijo: "Aquí estamos protagonizando todos algo que es casi una travesura histórica: los vencedores son acusados por los vencidos.""''
La lógica de vencedores y vencidos remite una vez más al pensamiento bélico, pero más allá de ello, los juicios mostraron que si bien los comandantes impusieron el proyecto político y económico que prevaleció y que subsiste con Menem, su poder no era absoluto y su intento desaparecedor había resultado Vano. Es decir, los juicios mostraron que aun contra un poder totalizante la sociedad tiene formas de defenderse, resistir, y resquicios por los cuales deslizarse para disparar contra el núcleo duro del poder. Los juicios fueron este tipo de hostigamiento, que no destruyó el poder militar, pero lo debilitó, desnudó públicamente su faz oculta y lo exhibió en sus facetas más miserables.
Los juicios fueron un ejercicio de memoria colectiva. Buena parte de los sobrevivientes testimonió, lo que también fue prueba de los límites de lo pretendidamente irrestricto, del efecto parcial y temporario del terror, de la capacidad de resistencia como contraparte de la sumisión. En este sentido contrapesaron el terror generalizado que la sociedad había padecido.
A partir del juicio, tampoco se pudo aducir desconocimiento. Los militares transitaron por la negación de los hechos, luego el desconocimiento y, por último, la obediencia a las órdenes. Desde ese momento quedaron reconocidos sus delitos de manera pública. Nadie puede decir, desde su condena, que los hechos no sucedieron, o bien que los desconoció.
Sin embargo puede permanecer otro recurso, de la mayor eficiencia: el olvido, la amnesia. A partir de los juicios, la mejor forma para desconocer que la realidad de los campos de concentración estuvo estrechamente ligada con la sociedad de entonces y con la de nuestros días es olvidarlos, decidir que el mundo y el país han dado suficiente cantidad de vueltas como para estar en otro lado. Amnistía, como amnesia, proviene de amnesis, olvido. Es cierto, a mediados de la década del 90 han pasado algunas cosas y parecemos estar más inmersos en una posmodernidad que rechaza las estructuras uniformes. Nuestro mundo computarizado tiende a generar sistemas personalizados y descentralizados que parecen poco compatibles con la modalidad represiva concentracionaria. La neutralización de los conflictos de clase o su reinscripción en otros contextos y el desencanto por lo político nos ubican en un escenario muy diferente al de la Plaza de Mayo de marzo de 1 973.
En términos de vida cotidiana, la liberalización de las costumbres, la desestandardización en todos los órdenes, incluidas la moda y la diversificación religiosa y la proliferación esotérica (al uso del consumidor) nos remiten a un predominio de la diversidad y la permisividad que aparentemente serían inversos a las totalizaciones y disciplinamientos que promovió la lógica concentracionaria.
¿Quiere decir esto que las formas del poder han murado y estamos en un punto totalmente diferente? Sí y no. Siempre estamos en un punto diferente y los cambios que se han producido en los últimos 15 años no son insignificantes.
Sin embargo, el poder muta y reaparece, distinto y el mismo cada vez. Sus formas se subsumen, se hacen subterráneas para volver a aparecer y rebrotar. Creo que un ejercicio interesante sería intentar comprender cómo se recicla el poder desaparecedor. Cuáles son sus desintegraciones y sus amnesias en esta posmodernidad. Cómo reprime y totaliza, aunque se manifieste en el individualismo más radical. Cuáles son sus esquizofrenias, y cómo se nutre de las falsas separaciones entre lo individual y lo social. Cómo conservar la memoria, encontrarlos resquicios y sobrevivir a él.

Notas

Arendt, Hannah. Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alian/.;», 1987,
pp. 653-654,
2 Delcuze, Gilíes; Guattari, Félix. Mil mesetas. Valencia, Pre-textos, 1988.
1 Todorov, Tzvcran. o/>. cit., p. 189.
' Declaraciones del general de división Santiago Ornar Riveras, en
Washington, el 24 de enero de 1980.
5 Carona, losé Ignacio. Ahogado defensor del brigadier Agosti. El Diario
del Juicio, N" 21, Buenos Aires, 1985.
'' Vilariño, Raúl David. La Semana, "Yo secuestré, maté y vi torturar en la
Escuela de Mecánica de la Armada", N" 370, 5-1-84.
Rico, Aldo. En Grecco, Jorge; González, Gustavo. Ar-




Calveiro, C
- 1a ed. 2a reimp. - Buenos Aires : Colihue, 2004
176 pag.18x11 cm. - (Puñaladas)
ISBN 950-581-185-3
1. Ensayo Argentino I. 1 Título CDDA864 "
Director de colección: Horacio González Diseño de colección: Estudio
Lima+Roca Ilustración de portada: detalle de la obra de Eduardo Médici
"¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?", 1995.
1a edición/ 2a reimpresión
© Ediciones Colihue S.R.L
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PRELUDIO

El 7 de mayo de 1977, un comando de Aeronáutica secuestró a Pilar Calveiro en plena calle y fue llevada a lo que se conoció como "la Mansión Seré", un centro clandestino de detención de esa fuerza instalado a dos cuadras de la estación Ituzaingó. Esa noche Pilar soñó con su familia —esposo, hijas, padres— inmóvil en una foto fija y despidiéndola con un gesto de la mano. Ese día comenzó su recorrido de año y medio por un infierno que prosiguió en otros campos de concentración: la comisaría de Castelar, la ex casa de Massera en Panamericana y Thames convertida en centro de torturas del Servicio de Informaciones Navales, la ESMA, finalmente. Y este, su libro, es un libro extraordinario.
Hay obras notables sobre la experiencia concentracionaria de sobrevivientes de campos nazis de concentración o gulags soviéticos —Primo Levi, Gustaw Herling—, escritas en primera persona, como exige el testimonio. Este libro es distinto: su autora ha recurrido a la tercera persona, la persona otra, para hablar de lo vivido. Sólo al pasar se nombra a sí misma: "Pilar Calveiro: 362 ", el número que los represores le adjudicaron en la ESMA. Desde ese alejamiento despliega un campo de reflexión rico y matizado sobre "la vida entre la muerte" de los prisioneros, la esquizofrenia de los verdugos, los cruces obligados entre unos y otros, las diferentes actitudes de los unos y los otros. No elude tema alguno, ni aun el todavía hoy urticante en la Argentina de las sospechas que se propinan a los sobrevivientes de un campo, tal como ocurrió en la Europa de posguerra. Pilar Calveiro desmonta la fácil división de los cautivos en "héroes" y "traidores "y aborda la dura complejidad de ese problema en un universo dominado por los tormentos, el silencio, la oscuridad, el corte brutal con el afuera —apenas separado por una pared—, la arbitrariedad de los victimarios, señores de la vida y la muerte, su voluntad de convertir a la víctima en animal, en cosa, en nada. También nos habla de "la virtud cotidiana" de la resistencia de los "desaparecidos", actos pequeños de valor, anónimos, que entrañaban un gran riesgo y eran ejercicios de la dignidad humana que ni el más totalizador de los poderes puede ahogar.
La rigurosa reflexión de Pilar Calveiro no se detiene ahí: profundiza en las relaciones entre el campo de concentración y la sociedad argentina —"se corresponden", dice—, convertida en habitante de un enorme territorio concentracionario manipulado por el terror militar. Advierte: "la represión consiste en actos arraigados en la cotidianidad de la sociedad, por eso es posible". Se trata de ideas sobre las que conviene meditar: la Historia está llena de repeticiones y pocas pertenecen al orden de la comedia.
En realidad, este libro es una hazaña. Pilar Calveiro atravesó la situación más extrema del horror militar y ha tenido la difícil capacidad de pensar la experiencia. Es singular que sean los sobrevivientes de los campos las víctimas que más ahondan en lo que aconteció. Salen así del lugar de víctima que quiso imponerles para siempre la dictadura militar y sólo ellas saben a qué costo. Su contribución al despeje de la verdad y la memoria cívica es inestimable para la sociedad argentina. Que algún día -espero- reconocerá esa deuda.
Este libro contiene dos relatos. El primero es el que cuaja negro sobre blanco, analítico, pensante, aparentemente despersonalizado. Aparentemente. El relato segundo, invisible a los ojos, es el que sostiene una escritura que jamás decae, alimentada por una pasión indemne a pesar de la tortura y la visión de diversos rostros de la muerte, y seguramente movida por el deseo de acabar con "el silencio que navega sobre la amnesia" social. Con el trabajo para y desde este texto, Pilar Calveiro sale airosa del campo de concentración y, con ella, vivos o muertos, todos sus compañeros de dolor. Es decir, este libro es también una victoria. Juan Gelman

CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta en el arte de encontrar resquicios y de disparar sobre el poder con dos armas de altísima capacidad de fuego: la risa y la burla.

Salvadores de la patria

"No se puede hacer ni la historia de los reyes ni la historia de los pueblos, sino la historia de lo que constituye uno frente al otro... estos dos términos de los cuales uno nunca es el infinito y el otro cero. "
MICHEL FOLCAULT

Es casi imposible comprender el fenómeno de los campos de concentración en Argentina sin hacer referencia a las características previas de algunos de los actores políticos que coexistieron en ellos, ya sea administrándolos o padeciéndolos. Me refiero, en particular, a las Fuerzas Armadas y a las organizaciones guerrilleras, como actores principales del drama.
Con respecto a ¡as Fuerzas Armadas, cabe recordar que entre 1 930 y 1976, la cercanía con el poder, la pugna por el mismo y la representación de diversos proyectos políticos de los sectores dominantes les fue dando un peso político propio y una autonomía relativa creciente. Si en 1930 el Ejército intervino simplemente para asegurar los negocios de la oligarquía en la coyuntura de la gran crisis de 1929, en 1976, en cambio, se lanzó para desarrollar una propuesta propia, concebida desde dentro mismo de la institución y a partir de sus intereses específicos.
Cuando los grupos económicamente poderosos del país perdieron la capacidad de controlar el sistema político y ganar elecciones —cosa que ocurrió desde el surgimiento del radicalismo y se profundizó con el peronismo—, las Fuerzas Armadas, y en especial el Ejército, se constituyeron en el medio para acceder al gobierno a través de las asonadas militares. Así, se convirtieron en receptáculo de los ensayos de distintas fracciones del poder por recuperar cierto consenso pero, sobre todo, por mantener el dominio.
Las Fuerzas Armadas fueron convirtiéndose en el núcleo duro y homogéneo del sistema, con capacidad para representar y negociar con los sectores decisivos su acceso al gobierno. La gran burguesía agroexportadora, la gran burguesía industrial y el capital monopólico se convirtieron en sus aliados, alternativa o simultáneamente. Toda decisión política debía pasar por su aprobación. La limitación que representaba para los sectores poderosos su falta de consenso se disimulaba ante el poder disuasivo y represivo de las armas; el alma del poder político se asentaba en el poder militar.
La capacidad de negociación de las Fuerzas Armadas con diferentes sectores sociales dio lugar a la formación de grupos internos que apoyaron a una u otra fracción del bloque en el poder. La institución en su conjunto fue capaz de reflejar en sus propias filas corrientes atomizadas pero que aceptaban, por vía de la disciplina y la jerarquía, una unidad institucional y una subordinación al sector dominante, según el proyecto de turno. Las corrientes internas pudieron articularse y encontrar consistencia por la identificación con el interés corporativo y por la existencia de una red de lealtades e influencias que sostiene la estructura: la pertenencia a una determinada arma o a una promoción, el haber compartido un destino o el conocimiento personal, anees que las inclinaciones político ideológicas, pueden ser razón de respeto y reconocimiento. Este rasgo fue de primera importancia en el marco de una nación en que las clases dominantes no habían logrado forjar una alianza estable y los partidos políticos atravesaban una profunda crisis de representación frente a una sociedad compleja y ambivalente. La atomización política y económica de la sociedad se compensaba entonces, hasta cierto punto, por la unidad disciplinaria del aparato armado y su imposición sobre la sociedad.
De esta manera, las Fuerzas Armadas concentraron la suma del poder militar y la representación de múltiples fracciones y segmentos del poder, adjudicada tácitamente. Esta conjunción explica su alta independencia con respecto a cada una de las fracciones o segmentos en particular.
El proceso conjunto de autonomía relativa y acumulación de poder crecientes las llevó a asumir con bastante nitidez el papel mismo del Estado, de su preservación y de su reproducción, como núcleo de las instituciones políticas, en el marco de una sociedad cuyos partidos eran incapaces de diseñar una propuesta hegemónica.
Así, los militares "salvaron" reiteradamente al país —o a los grupos dominantes— a lo largo de 45 años; a su vez, sectores importantes de la sociedad civil reclamaron y exigieron ese salvataje una vez tras otra. En 1976, no existía partido político en Argentina que no hubiera apoyado o participado en alguno de los numerosos golpes militares. Radicales del pueblo, radicales intransigentes, conservadores, peronistas, socialistas y comunistas se asociaron con ellos, en diferentes coyunturas.
El general Benito Reynaldo Bignone, último presidente de facto, señaló: "nunca un general se levantó una mañana y dijo: 'vamos a descabezar a un gobierno'. Los golpes de Estado son otra cosa, son algo que viene de la sociedad, que va de ella hacia el Ejército, y éste nunca hizo más que responder a ese pedido.'" El razonamiento es tramposo por ser sólo parcialmente cierto. Se podría decir, en cambio, que los golpes de Estado vienen de la sociedad y van hacia ella; la sociedad no es el genio maligno que los gesta ni tampoco su víctima indefensa. Civiles y militares tejen la trama del poder. Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder autoritario, golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad. Y sin embargo, la trama no es homogénea; reconoce núcleos duros y también fisuras, puntos y líneas de fuga, que permiten explicar la índole del poder.
Cuando se dio el golpe de 1976, por primera vez en la historia de las asonadas, el movimiento se realizó con el acuerdo activo y unánime de las tres armas. Fue un movimiento institucional, en el que participaron todas las unidades sin ningún tipo de ruptura de las estructuras jerárquicas decididas, esta vez sí, a dar una salida definitiva y drástica a la crisis. En ese momento, la historia argentina había dado una vuelta decisiva. El peronismo, ese "mal" que signara por décadas la vida nacional, amenaza y promesa constante durante casi 30 años, había hecho su prueba final con el consecuente fracaso. Se habían sucedido, sin descanso, años de violencia, la reinstalación de Perón en el gobierno y el derrumbe de su modelo de concertación, el descontrol del movimiento peronista, el caos de la sucesión presidencial y el desastroso gobierno de Isabel Perón, el rebrote de la guerrilla, la crisis económica más fuerte de la historia argentina hasta entonces; en suma, algo muy similar al caos.
Argentina parecía no tener ya cartas para jugar. La sociedad estaba harta y, en particular la clase media, clamaba por recuperar algún orden. Los militares estaban dispuestos a "salvar" una vez más al país, que se dejaba rescatar, dispuesto a cerrar los ojos con tal de recuperar la tranquilidad y la prosperidad perdidas muchos años atrás —y gracias a más de un gobierno militar.
Las tres armas asumieron la responsabilidad del proyecto de salvataje. Ahora sí, producirían todos los cambios necesarios para hacer de Argentina otro país. Para ello, era necesario emprender una operación de "cirugía mayor", así la llamaron. Los campos de concentración fueron el quirófano donde se llevó a cabo dicha cirugía -no es casualidad que se llamaran quirófanos a las salas de tortura—; también fueron, sin duda, el campo de prueba de una nueva sociedad ordenada, controlada, arenada.
Las Fuerzas Armadas asumieron el disciplinamiento de la sociedad, para modelarla a su imagen y semejanza. Ellas mismas como cuerpo disciplinado, de manera tan brutal como para internalizar, hacer carne, aquello que imprimirían sobre la sociedad. Desde principios de siglo, bajo el presupuesto del orden militar se impuso el castigo físico —virtual tortura—sobre militares y conscriptos, es decir sobre toda la población masculina del país. Cada soldado, cada cabo, cada oficial, en su proceso de asimilación y entrenamiento aprendió la prepotencia y la arbitrariedad del poder sobre su propio cuerpo y dentro del cuerpo colectivo de la institución armada.
Cuando la disciplina se ha hecho carne se convierte en obediencia, en "la sumisión a la autoridad legítima. El deber de un soldado es obedecer ya que ésta es la primera obligación y la cualidad más preciada de todo militar"'. Es decir, las órdenes no se discuten, se cumplen.
Pero vale la pena detenerse un momento en el proceso orden-obediencia, grabado a fuego en las instituciones militares. Cuanto más grave es la orden, más difusa, "eufemística", suele ser su formulación y más se difumina también el lugar del que emana, perdiéndose en la larguísima cadena de mandos.
Hay algunos mecanismos internos que facilitan el flujo de la obediencia y diluyen la responsabilidad. La orden supone, implícitamente, un proceso previo de autorización. El hecho de que un acto esté autorizado parece justificarlo de manera automática. Al provenir de una autoridad reconocida como legítima, el subordinado actúa como si no tuviera posibilidad de elección. Se antepone a todo juicio moral el deber de obedecer y la sensación de que la responsabilidad ha sido asumida en otro lugar. El ejecutor se siente así libre de cuestionamiento y se limita al cumplimiento de la orden. Los demás son cómplices silenciosos.
El miedo se une a la obligación de obedecer, reforzándola. La fuerza del castigo que sobreviene a cualquier incumplimiento, y que se ha grabado previamente en el subordinado, es el sustrato de este miedo, que se refuerza permanentemente con nuevas amenazas. La aceptación de la institución y el temor a su potencialidad destructiva no son elementos excluyentes.
A su vez, existe un proceso de burocratización que implica una cierta rutina, "naturaliza" las atrocidades y, por lo mismo, dificulta el cuestionamiento de las órdenes. En la larga cadena de mandos cada subordinado es un ejecutor parcial, que carece de control sobre el proceso en su conjunto. En consecuencia, las acciones se fragmentan y las responsabilidades se diluyen.
Las cabezas dan unas órdenes con las que no toman contacto. Los ejecutores se sienten piezas de una complicadísima maquinaria que no controlan y que puede destruirlos. El campo de concentración aparece como una máquina de destrucción, que cobra vida propia. La impresión es que ya nadie puede detenerla. La sensación de impotencia frente al poder secreto, oculto, que se percibe como omnipotente, juega un papel clave en su aceptación y en una actitud de sumisión generalizada.
Por último, la diseminación de la disciplina en la sociedad hace que la conducta de obediencia tenga un alto consenso y la posibilidad de insubordinación sólo se plantee aisladamente. Aunque el dispositivo está preparado para que los individuos obedezcan de manera automática e incondicional, esto ocurre en distintos grados, que van de la más profunda internalización a un consentimiento poco convencido, sin desechar la desobediencia que, aunque es muy eventual, existe. Aun en el centro mismo del poder, la homogeneización y el control total son sólo ilusiones.
La autonomía creciente de las Fuerzas Armadas, su vínculo con la sociedad y el papel que jugó en ellas la disciplina y el temor son sólo un apunte preliminar para recordar que sin estos elementos no hubiera sido posible la experiencia concentracionaria. No intentaré trazar aquí las características del poder en el llamado Proceso de Reconstrucción Nacional. Aparecerán a lo largo del texto a través de una de sus criaturas, quizás la más oculta, una creación periférica y medular al mismo tiempo: el campo de concentración.
Sin embargo, cabe señalar también que las características de este poder desaparecedor no eran flamantes, no constituyeron un invento.
Arraigaban profundamente en la sociedad desde el siglo XIX, favoreciendo la desaparición de lo disfuncional, de lo incómodo, de lo conflictivo.
No obstante, el Proceso tampoco puede entenderse como una simple continuación o una repetición aumentada de las prácticas antes vigentes.
Representó, por el contrario, una nueva configuración, imprescindible para la institucionalización que le siguió y que hoy rige. Ni más de lo mismo, ni un monstruo que la sociedad engendró de manera incomprensible. Es un hijo legítimo pero incómodo que muestra una cara desagradable y exhibe las vergüenzas de la familia en tono desafiante. A la vez, oculta parte de su ser más íntimo. Intentamos mirarlo aquí de frente a esa cara oculta, que se esconde, en el rostro del pretendido "exceso", verdadera norma de un poder desaparecedor que a su vez se nos desaparece también a nosotros una y otra vez.

La vanguardia iluminada

"Los muertos demandan a los vivos: recordadlo todo y contadlo; no solamente pera combatir los campos sino también para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve su sentido. "'
TZVETAN TODOROV

En los años setenta proliferaron diversos movimientos armados latinoamericanos, palestinos, asiáticos. Incluso en algunos países centrales, como Alemania, Italia y Estados Unidos se produjeron movimientos emparentados con esta concepción de la política, que ponía el acento en la acción armada como medio para crear las llamadas"condiciones revolucionarias".
No se trató de un fenómeno marginal, sino que el foquismo y, en términos más generales, el uso de la violencia, pasó a ser casi condición sine cuanon de los movimientos radicales de la época. Dentro del espectro de los círculos revolucionarios, casi exclusivamente las izquierdas estalinistas y ortodoxas se sustrajeron a la influencia de la lucha armada.
La guerrilla argentina formó parte de este proceso, sin el cual sería incomprensible. La concepción foquista adoptada por las organizaciones armadas, al suponer que del accionar militar nacería la conciencia necesaria para iniciar una revolución social, las llevó a deslizarse hacia una concepción crecientemente militar. Pero en realidad, la idea de considerar la política básicamente como una cuestión de fuerza, aunque profundizada por el foquismo, no era una "novedad" aportada por la joven generación de guerrilleros, ya fueran de origen peronista o guevarista, sino que había formado parte de la vida política argentina por lo menos desde 1930.
Los sucesivos golpes militares, entre ellos el de 1955, con fusilamiento de civiles y bombardeo sobre una concentración peronista en Plaza de Mayo; los fusilamientos de José León Suárez; la proscripción del peronismo, entre 1955 y 1973, que representaba la mayoría electoral compuesta por los sectores más desposeídos de la población; la cancelación de la democracia efectuada por la Revolución Argentina de 1966, cuya política represiva desencadenó levantamientos de tipo insurreccional en las principales ciudades del país (Córdoba, Tucumán, Rosario y Mendoza, entre 1969 y 1972), fueron algunos de los hechos violentos del contexto político netamente impositivo, en el que creció esta generación. Por eso, la guerrilla consideraba que respondía a una violencia ya instalada de antemano en la sociedad.
Al inicio de la década de los 70, muchas voces, incluidas las de políticos, intelectuales, artistas, se levantaban en reivindicación de la violencia, dentro y fuera de Argentina. Entre ellas tenía especial ascendiente en ciertos sectores de la juventud la de Juan Domingo Perón quien, aunque apenas unos años después llamaría a los guerrilleros "mercenarios", "agentes del caos' e "inadaptados", en 1 970 no vacilaba en afirmar: "La dictadura que azota a la patria no ha de ceder en su violencia sino ante otra violencia mayor.'"1 "La subversión debe progresar."'' "Lo que está entronizado es la violencia. Y sólo puede destruirse por otra violencia. Una vez que se ha empezado a caminar por ese camino no se puede retroceder un paso. La revolución tendrá que ser violenta."
Por otra parte, la práctica inicial de la guerrilla y la respuesta que obtuvo de vastos sectores de la sociedad afianzó la confianza en la lucha armada para abordar los conflictos políticos. Jóvenes, que en su mayoría oscilaban entre los 18 y los 25 años, lograron concentrar la atención del país con asaltos a bancos, secuestros, asesinatos, bombas y toda la gama de acciones armadas que, a su vez, les dieron una voz política. "Sí, sí, señores, soy terrorista; sí sí señores, de corazón..." cantaban en 1973 decenas de miles de jóvenes congregados en las columnas de la Juventud Peronista que, en realidad, nunca fueron terroristas; si acaso, algunos pocos eran militantes armados.
¿Qué pretendían? Desde la izquierda o el peronismo buscaban, básicamente, una sociedad mejor. En el lenguaje de la época, la "patria socialista" quería decir, sustancialmente, mayor justicia social, mejor distribución de la riqueza, participación política. Pretendían ser la vanguardia que abriría el camino, aun a costa de su propio sacrificio, para una Argentina más incluyente.
Durante los primeros años de actividad, entre 1970 y 1974, la guerrilla tendía a seleccionar de manera muy política los blancos del accionar armado, pero a medida que la práctica militar se intensificó, el valor efectista de la violencia multiplicó engañosamente su peso político real; la lucha armada pasó a ser la máxima expresión de la política primero, y la política misma más tarde.
La influencia del peronismo en las Organizaciones Armadas Peronistas, y su práctica de base creciente entre los años 1972 y 1974, las había llevado a una concepción necesariamente mestiza entre el foquismo y el populismo, más rica y compleja. Pero esta apertura se fue desvirtuando y empobreciendo a medida que Montoneros se distanciaba del movimiento peronista y crecía su aislamiento político general.
El proceso de militarización de las organizaciones y la consecuente desvinculación de la lucha de masas tuvieron dos vertientes principales: por una parte el intento de construir, como actividad prioritaria, un ejército popular que se pretendía con las mismas características de un ejército regular, por la otra la represión que, sobre todo en el caso de Montoneros, la fue obligando a abandonar el amplio trabajo de base desarropado entre 1972 y 1974.
La militarización, y un conjunto de fenómenos colaterales pero no menos importantes, como la falta de participación de los militantes en la toma de decisiones, el autoritarismo de las conducciones y el acallamiento del disenso —fenómenos que se registraron en muchas de las guerrillas latinoamericanas— debilitaron internamente a las organizaciones guerrilleras. Lo cierto es que su proceso de descomposición estaba bastante avanzado cuando se produjo el golpe militar de 1976. La guerrilla había comenzado a reproducir en su interior, por lo menos en parte, el poder autoritario que intentaba cuestionar.
Las armas son potencialmente "enloquecedoras": permiten matar y, por lo tanto, crean la ilusión de control sobre la vida y la muerte. Como es obvio, no tienen por sí mismas signo político alguno pero puestas en manos de gente muy joven que además, en su mayoría, carecía de una experiencia política consistente funcionaron como una muralla de arrogancia y soberbia que encubría, sólo en parte, una cierra ingenuidad política.
Frente a un Ejército tan poderoso como el argentino, en 1974 los guerrilleros ya no se planteaban ser francotiradores, debilitar, fraccionar y abrir brechas en él; querían construir otro de semejante o mayor potencia, igualmente homogéneo y estructurado. Poder contra poder. La guerrilla había nacido como forma de resistencia y hostigamiento contra la estructura monolítica militar pero ahora aspiraba a parecerse a ella y disputarle su lugar. Se colocaba así en el lugar más vulnerable; las Fuerzas Armadas respondieron con todo su potencial de violencia.
La persecución que se desató contra las organizaciones sociales y políticas de izquierda en general y contra las organizaciones armadas en particular, después de la breve "primavera democrática", partió, en primer lugar, de la derecha del movimiento peronista, ligada con importantes sectores del aparato represivo. Ya en octubre de 1973, comenzó el accionar público de la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A (AAA), dirigida por el ministro de Bienestar Social, José López Rega, y claramente protegida y vinculada con los organismos de seguridad.
A partir de la muerte de Perón, desatada la pugna por la "sucesión política" dentro del peronismo, su accionar se aceleró. Entre julio y agosto de 1974 se contabilizó un asesinato de la AAA cada 9 horas". Para septiembre de 1974 habían muerto, en atentados de esa organización, alrededor de 200 personas. Se inició entonces la práctica de la desaparición de personas.
Por su parte, durante 1974 y 1975, la guerrilla multiplicó las acciones armadas, aunque nunca alcanzó el número ni la brutalidad del accionar paramilitar—por ejemplo, jamás practicó la tortura, que fue moneda corriente en las acciones de la AAA. Se desató entonces una verdadera escalada de violencia entre la derecha y la izquierda, dentro y fuera del peronismo.
Cuando se produjo el golpe de 1976 —que implicó la represión masificada de la guerrilla y de toda oposición política, económica o de cualquier tipo, con una violencia inédita—, al desgaste interno de las organizaciones y a su aislamiento se sumaban las bajas producidas por la represión de la Triple A. Sin embargo, tanto ERP como Montoneros se consideraban a sí mismas indestructibles y concebían el triunfo final como parte de un destino histórico prefijado.
A partir del 24 de marzo, la política de desapariciones de la AAA tomó el carácter de modalidad represiva oficial, abriendo una nueva época en la lucha contrainsurgente. En pocos meses, las Fuerzas Armadas destruyeron casi totalmente al ERP y a las regionales de Montoneros que operaban en Tucumán y Córdoba. Los promedios de violencia de ese año indicaban un asesinato político cada cinco horas, una bomba cada tres y 15 secuestros por día, en el último trimestre del año. La inmensa mayoría de las bajas correspondía a los grupos militantes; sólo Montoneros perdió, en el lapso de un año, 2 mil activistas, mientras el ERP desapareció.Además, existían en el país entre 5 y 6 mil presos políticos, de acuerdo con los informes de Amnistía Internacional.
Roberto Santucho, el máximo dirigen te del ERP, comprendió demasiado tarde. En julio de 1976, pocos días antes de su muerte y de la virtual desaparición de su organización, habría afirmado: "Nos equivocamos en la política, y en subestimar la capacidad de las Fuerzas Armadas al momento del golpe. Nuestro principal error fue no haber previsto el reflujo del movimiento de masas, y no habernos replegado."
La conducción montonera, lejos de tal reflexión, realizó sus "cálculos de guerra", considerando que si se salvaba un escaso porcentaje de guerrilleros en el país (Gasparíni, calcula que unos cien) y otros tantos en el exterior, quedaría garantizada la regeneración de la organización una vez liquidado el Proceso de Reorganización Nacional. Así, por no abandonar sus territorios, entregó virtualmente a buena parte de sus militantes, que serían los pobladores principales de los campos de concentración.
La guerrilla quedó atrapada tanto por la represión como por su propia dinámica y lógica internas; ambas la condujeron a un aislamiento creciente de la sociedad. Desde un punto de vista político, se puede señalar la desinserción creciente de la que ya se habló; la militarización de lo político y la prevalencia de una lógica revolucionaria contra todo sentido de realidad partiendo, como premisa incuestionable, de la certeza absoluta del triunfo. En lo estrictamente organizativo, el predominio de lo organizacional sobre lo político, la falta de participación de los militantes en los mecanismos de promoción y en la toma de decisiones; el desconocimiento y "disciplinamiento" del desacuerdo interno y el enquistamiento de una conducción torpe ineficiente que, sin embargo, se consideraba irrevocable infalible. Todos estos Fueron factores decisivos en la derrota militar y política del proyecto guerrillero.
El incremento de la represión y las condiciones internas de las organizaciones cerraron una trampa mortal. Los militantes convivían con la muerte desde 1975; desde entonces era cada vez más próxima la posibilidad de su aniquilamiento que la de sobrevivir. Aunque muchos, en un rasgo de lucidez política o de instinto de supervivencia, abandonaron las organizaciones para salir al exterior o esconderse dentro del país —a menudo siendo apresados en el intento—, un gran número permaneció hasta el final, a pesar de lo evidente de la derrota. ¿Por qué?.
La fidelidad a los principios originarios del movimiento, para entonces bastante desvirtuados, fue una parte; la sensación de haber emprendido un camino sin retorno hizo el resto. Los militantes que siguieron hasta el fin, lo que en la mayoría de los casos significó su propio fin, estaban atrapados entre una oscura sensación de deuda moral o culpa con sus propios compañeros muertos, una construcción artificial de convicciones políticas que sólo se sostenía en la dinámica interna de las organizaciones, la situación represiva externa que no reconocía deserciones ni "arrepentimientos" y la propia represión de la organización que castigaba con la muerte a los desertores.
Estas fueron las condiciones en las que cayeron en manos de los militares para ir a dar a los numerosos campos de concentración-exterminio. Como es evidente, no se trataba de las mejores circunstancias para soportar la muerte lenta, dolorosa y siniestra de los campos, ni mucho menos la tortura indefinida e ilimitada que se practicaba en ellos.
Los militantes caían agotados. El manejo de concepciones políticas dogmáticas como la infalibilidad de la victoria, que se deshacían al primer contacto con la realidad del "chupadero"; la sensación de acorralamiento creciente vivida durante largos meses de pérdida de los amigos, de los compañeros, de las propias viviendas, de todos los puntos de referencia; la desconfianza latente en las conducciones, mayor a medida que avanzaba el proceso de destrucción; 1a soledad personal en que los sumía la clandestinidad, cada vez más dura; la persistencia del lazo político con la organización por temor o soledad más que por convicción, en buena parte de los casos; el resentimiento de quienes habían roto sus lazos con las organizaciones pero por la falta de apoyo de éstas no habían podido salir del país; las causas de la caída, muchas veces asociadas con la delación, eran sólo algunas de las razones por las que el militante caía derrotado de antemano.
Estos hechos facilitaron y posibilitaron la modalidad represiva del "chupadero". El tormento indiscriminado e ilimitado tuvo un papel importante en los niveles de eficiencia que lograron las Fuerzas Armadas en su accionar represivo, pero no es menos cierto que estos otros factores permitieron que se encontraran con un "enemigo" previamente debilitado. La guerrilla había llegado a un punto en que sabía más cómo morir que cómo vivir o sobrevivir, aunque estas posibilidades fueran cada vez más inciertas.

Notas

1 Foucault, Michel. Genealogía del racismo, Madrid, La Piqueta, 1992.
2 En Grecco, Jorge; González, Gustavo. Argentina: El Ejército que
tenemos, Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
3 General Maffrey. En Grecco, Jorge, op. cit., p. 167.
4 Todorov, Tzvetan. Frente al límite, México, Siglo XXI, 1 993.
5 Perón, Juan Domingo. Carta a las FAP, 12 de febrero de 1970. En
Gasparini, Juan, op. cit., p. 39-
6 Perón, Juan Domingo. Carta a José Hernández Arregui, 5 de noviembre
de 1970. En Gasparini. Juan, op. cit., p- i).
7 Perón, Juan Domingo. Marcha, 27 de Febrero.de 1970.
8 Graham Yooll, Andrew. En Seoane, María, op. cit., p. 242.
9 Gasparini, Juan, op. cit., p. 98.
10 Matini, Luis. En Seoane, María, op. cit., p. 303.
11 Gasparini, Juan. Montoneros. Final de cuentas, Buenos Aires, Punto sur,
1988.
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LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
"...el experimento de dominación total en los campos de concentración depende del aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del mundo de los vivos en general... Este aislamiento explica la irrealidad peculiar y la falta de credibilidad, que caracteriza a todos los relatos sobre los campos de concentración...tales campos son la verdadera institución central del poder organizado totalitario. "
"Cualquiera que hable o escriba acerca de los campos de concentración es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado por dudas con respecto a su verdadera sinceridad, como si hubiese confundido una pesadilla con la realidad."
Hannah Arent

Poder y represión

El poder, a la vez individualizante y totalitario, cuyos segmentos molares, siguiendo la imagen de Deleuze, están inmersos en el caldo molecular que los alimenta es, antes que nada, un multifacético mecanismo de represión.
Las relaciones de poder que se entretejen en una sociedad cualquiera, las que se fueron estableciendo y reformulando a lo largo de este siglo en Argentina y de las que se habló al comienzo son el conjunto de una serie de enfrentamientos, las más de las veces violentos y siempre con un fuerte componente represivo. No hay poder sin represión pero, más que eso, se podría afirmar que la represión es el alma misma del poder. Las formas que adopta lo muestran en su intimidad más profunda, aquella que, precisamente porque tiene la capacidad de exhibirlo, hacerlo obvio, se mantiene secreta, oculta, negada.
En el caso argentino, la presencia constante de la institución militar en la vida política manifiesta una dificultad para ocultar el carácter violento de la dominación, que se muestra, que se exhibe como una amenaza perpetua, como un recordatorio constante para el conjunto de la sociedad.
"Aquí estoy, con mis columnas ele hombres y mis armas; véanme", dice el poder en cada golpe pero también en cada desfile patriótico.
Sin embargo, los uniformes, el discurso rígido y autoritario de los militares, los fríos comunicados difundidos por las cadenas de radio y televisión en cada asonada, no son más que la cara más presentable de su poder, casi podríamos decir su traje de domingo. Muestran un rostro rígido y autoritario, sí, pero también recubierto de un barniz de limpieza, rectitud y brillo del que carecen en el ejercicio cotidiano del poder, donde se asemejan más a crueles burócratas avariciosos que a los cruzados del orden y la civilización que pretenden ser.
Ese poder, cuyo núcleo duro es la institución militar pero que comprende otros sectores de la sociedad, que se ejerce en gobiernos civiles y militares desde la fundación de la nación, imitando y clonando a un tiempo, se pretende a sí mismo como total. Pero este intento de totalización no es más que una de las pretensiones del poder. "Siempre hay una hoja que se escapa y vuela bajo el sol." Las líneas de fuga, los hoyos negros del poder son innumerables, en toda sociedad y circunstancia, aun en los totalitarismos más uniformemente establecidos.
Es por eso que para describir la índole específica de cada poder es necesario referirse no sólo a su núcleo duro, a lo que él mismo acepta como constitutivo de sí, sino a lo que excluye y a lo que se le escapa, a aquello que se fuga de su complejo sistema, a la vez central y fragmentario.
Allí cobra sentido la función represiva que se despliega para controlar, apresar, incluir a todo lo que se le fuga de ese modelo pretendidamente total. La exclusión no es más que un forma de inclusión, inclusión de lo disfuncional en el lugar que se le asigna. Por eso, los mecanismos y las tecnologías de la represión revelan la índole misma del poder, la forma en que éste se concibe a sí mismo, la manera en que incorpora, en que refuncionaliza y donde pretende colocar aquello que se le escapa, que no considera constitutivo.
La represión, el castigo, se inscriben dentro de los procedimientos del poder y reproducen sus técnicas, sus mecanismos. Es por ello que las formas de la represión se modifican de acuerdo con la índole del poder. Es allí donde pretendo indagar.
Si ese núcleo duro exhibe una parte de sí, la "mostrable" que aparece en los desfiles, en el sistema penal, en el ejercicio legítimo de la violencia, también esconde otra, la "vergonzante", que se desaparecen el control ilícito de correspondencias y vidas privadas, en el asesinato político, en las prácticas de tortura, en los negociados y estafas.
Siempre el poder muestra y esconde, y se revela a sí mismo tanto en lo que exhibe como en lo que oculta. En cada una de esas esferas se manifiestan aspectos aparentemente incompatibles pero entre los que se pueden establecer extrañas conexiones. Me interesa aquí hablar de la cara negada del poder, que siempre existió pero que fue adoptando distintas características.
En Argentina, su forma más tosca, el asesinato político, fue una constante; por su parte, la tortura adoptó una modalidad sistemática e institucional en este siglo, después de la Revolución del 30 para los prisioneros políticos, y fue una práctica constante e incluso socialmente aceptada como normal en relación con los llamados delincuentes comunes. El secuestro y posterior asesinato con aparición del cuerpo de la víctima se realizó, sobre todo a partir de los años setenta, aunque de una manera relativamente excepcional.
Sin embargo todas esas prácticas, aunque crueles en su ejercicio, se diferencian de manera sustancial de la desaparición de personas, que merece una reflexión aparte. La desaparición no es un eufemismo sino una alusión literal: una persona que a partir de determinado momento desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito. Puede haber testigos del secuestro y presuposición del posterior asesinato pero no hay un cuerpo material que dé testimonio del hecho.
La desaparición, como forma de represión política, apareció después del golpe de 1966. Tuvo en esa época un carácter esporádico y muchas veces los ejecutores fueron grupos ligados al poder pero no necesariamente los organismos destinados a la represión institucional.
Esta modalidad comenzó a convertirse en un uso a partir de 1974, durante el gobierno peronista, poco después de la muerte de Perón. En ese momento las desapariciones corrían por cuenta de la AAA y el Comando Libertadores de América, grupos que se podía definir como parapoliciales o paramilitares. Estaban compuestos por miembros de las fuerzas represivas, apoyados por instancias gubernamentales, como el Ministerio de Bienestar Social, pero operaban de manera independiente de esas instituciones. Estaban sostenidos por y coludidos con el poder institucional pero también se podían diferenciar de él.
No obstante, ya entonces, cuando en febrero de 1975 por decreto del poder ejecutivo se dio la orden de aniquilar la guerrilla, a través del Operativo Independencia se inició en Tucumán una política institucional de desaparición de personas, con el silencio y el consentimiento del gobierno peronista, de la oposición radical y de amplios sectores de la sociedad. Otros, como suele suceder, no sabían nada; otros más no querían saber. En ese momento aparecieron las primeras instituciones ligadas indisolublemente con esta modalidad represiva: los campos de concentración y exterminio.
Es decir que la figura de la desaparición, como tecnología del poder instituido, con su correlato institucional, el entripo de concentración exterminio hicieron su aparición estando en vigencia las llamadas instituciones democráticas y dentro de la administración peronista de Isabel Martínez. Sin embargo, eran entonces apenas una de las tecnologías de lo represivo.
El golpe de 1976 representó un cambio sustancial: la desaparición y el campo de concentración-exterminio dejaron de ser una de las formas de la represión para convertirse en la modalidad represiva del poder, ejecutada de manera directa desde las instituciones militares. Desde entonces, el eje de la actividad represiva dejó de girar alrededor de las cárceles para pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de personas, que se montó desde y dentro de las Fuerzas Armadas.
¿Qué representó esta transformación? Las nuevas modalidades de lo represivo nos hablan también de modificaciones en la índole del poder.
Parto de la idea de que el Proceso de Reorganización Nacional no fue una extraña perversión, algo ajeno a la sociedad argentina y a su historia, sino que forma parte de su trama, está unido a ella y arraiga en su modalidad y en las características del poder establecido.
Sin embargo, afirmo también que el Proceso no representó una simple diferencia de grado con respecto a elementos preexistentes, sino una reorganización de los mismos y la incorporación de otros, que dio lugar a nuevas formas de circulación del poder dentro de la sociedad. Lo hizo con una modalidad represiva: los campos de concentración-exterminio.
Los campos de concentración, ese secreto a voces que todos temen, muchos desconocen y unos cuantos niegan, sólo es posible cuando el intento totalizador del Estado encuentra su expresión molecular, se sumerge profundamente en la sociedad, permeándola y nutriéndose de ella. Por eso son una modalidad represiva específica, cuya particularidad no se debe desdeñar. No hay campos de concentración en todas las sociedades. Hay muchos poderes asesinos, casi se podría afirmar que todos lo son en algún sentido. Pero no todos los poderes son concentracionarios. Explorar sus características, su modalidad específica de control y represión es una manera de hablar de la sociedad misma y de las características del poder que entonces se instauró y que se ramifica y reaparece, a veces idéntico y a veces mutado, en el poder que hoy circula y se reproduce.
No existen en la historia de los hombres paréntesis inexplicables. Y es precisamente en los periodos de "excepción", en esos momentos molestos y desagradables que las sociedades pretenden olvidar, colocar entre paréntesis, donde aparecen sin mediaciones ni atenuantes, los secretos y las vergüenzas del poder cotidiano. El análisis del campo de concentración, como modalidad represiva, puede ser una de las claves para comprender las características de un poder que circuló en todo el tejido social y que no puede haber desaparecido. Si la ilusión del poder es su capacidad para desaparecerlo disfuncional, no menos ilusorio es que la sociedad civil suponga que el poder desaparecedor desaparezca, por arte de una magia inexistente.

Somos compañeros, amigos, hermanos

Entre 1976 y 1982 funcionaron en Argentina 340 campos de concentración-exterminio, distribuidos en todo el territorio nacional. Se registró su existencia en 11 de las 23 provincias argentinas, que concentraron personas secuestradas en todo el país. Su magnitud fue variable, tanto por el número de prisioneros como por el tamaño de las instalaciones.
Se estima que por ellos pasaron entre 15 y 20 mil personas, de las cuales aproximadamente el 90 por ciento fueron asesinadas. No es posible precisar el número exacto de desapariciones porque, si bien la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas recibió 8960 denuncias, se sabe que muchos de los casos no fueron registrados por los familiares. Lo mismo ocurre con un cierto número de sobrevivientes que, por temor u otras razones, nunca efectuaron la denuncia de su secuestro.
Según los testimonios de algunos sobrevivientes, Juan Carlos Scarpatti afirma que por Campo de Mayo habrían pasado 3500 personas entre 1976 y 1977; Graciela Geuna dice que en La Perla hubo entre 2 mil y 1500 secuestrados; Martín Grass estima que la Escuela de Mecánica de la Armada alojó entre 3 mil y 4500 prisioneros de 1976 a 1979; el informe de Conadep indicaba que El Atlético habría alojado más de 1 500 personas. Sólo en estos cuatro lugares, ciertamente de los más grandes, los testigos directos hacen un cálculo que, aunque parcial por el tiempo de detención, en el más optimista de los casos, asciende a 9500 prisioneros. No parece descabellado, por lo tanto, hablar de 1 5 o 20 mil víctimas a nivel nacional y durante todo el periodo. Algunas entidades de defensa de los derechos humanos, como las Madres de Plaza de Mayo, se refieren a una cifra total de 30 mil desaparecidos.
Diez, veinte, treinta mil Torturados, muertos, desaparecidos... En estos rangos las cifras dejan de tener una significación humana. En medio de los grandes volúmenes los hombres se transforman en números constitutivos de una cantidad, es entonces cuando se pierde la noción de que se está hablando de individuos. La misma masificación del fenómeno actúa deshumanizándolo, convirtiéndolo en una cuestión estadística, en un problema de registro. Como lo señala Todorov, "un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información"'. Las larguísimas listas de desaparecidos, financiadas por los organismos de derechos humanos, que se publicaban en los periódicos argentinos a partir de 1980, eran un recordatorio de que cada línea impresa, con un nombre y un apellido representaba a un hombre de carne y hueso que había sido asesinado. Por eso eran tan impactantes para la sociedad. Por eso eran tan irritativas para el poder militar.
También por eso, en este texto intentaré centrarme en las descripciones que hacen los protagonistas, en los testimonios de las víctimas específicas que, con un nombre y un apellido, con una historia política concreta hablan de estos campos desde «/lugar en ellos. Cada testimonio es un universo completo, un hombre completo hablando de sí y de los otros.
Sería suficiente tomar uno solo de ellos para dar cuenta de los fenómenos a los que me quiero referir. Sin embargo, para mostrar la vivencia desde distintos sexos, sensibilidades, militancias, lugares geográficos y captores, aunque haré referencia a otros testimonios, tomaré básicamente los siguientes: Graciela Geuna (secuestrada en el campo de concentración de La Perla, Córdoba, correspondiente al III Cuerpo de Ejército), Martín Grass (secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada, Capital Pederal, correspondiente a la Armada de la República Argentina), Juan Carlos Scarparti (secuestrado y fugado de Campo de Mayo, Provincia de Buenos Aires, campo de concentración correspondiente al I Cuerpo de Ejército), Claudio Tamburrini (secuestrado y fugado de la Mansión Seré, provincia de Buenos Aires, correspondiente a la Fuerza Aérea), Ana María Careaga (secuestrada en El Atlético, Capital Federal, correspondiente a la Policía Federal). Todos ellos fugaron en más de un sentido.
La selección también pretende ser una muestra de otras dos circunstancias: la participación colectiva de las tres Fuerzas Armadas y de 17 la policía, es decir de las llamadas Fuerzas de Seguridad, y su involucramiento institucional, desde el momento en que la mayoría de los campos ele concentración-exterminio se ubicó en dependencias de dichos organismos de seguridad, controlados y operados por su personal.
No abundaré en estas afirmaciones, ampliamente demostradas en el juicio que se siguió a las juntas militares en 1985. Sólo me interesa resaltar que en ese proceso quedó demostrada la actuación institucional de las Fuerzas de Segundad, bajo comando conjunto de las Fuerzas Armadas y siguiendo la cadena de mandos. Es decir que el accionar "antisubversivo" se realizó desde y dentro de la estructura y la cadena jerárquica de las Fuerzas Armadas. "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los comandos superiores", afirmó en Washington el general Santiago Ornar Riveros, por si hubiera alguna duda'. En suma, fue la modalidad represiva del Estado, no un hecho aislado, no un exceso de grupos fuera de control, sino una tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente.
Los sobrevivientes, e incluso testimonios de miembros del aparato represivo que declararon contra sus pares, dan cuenta de numerosos enfrentamientos entre las distintas armas y entré sectores internos de cada una de ellas. Geuna habla del desprecio de la oficialidad de La Perla hacia el personal policial y sus críticas al II Cuerpo de Ejército, al que consideraban demasiado "liberal". Grass menciona las diferencias de la Armada con el Ejército y de la Escuela de Mecánica con el propio Servicio de Inteligencia Naval. Ejército y Armada despreciaban a los "panqueques", la Fuerza Aérea, que como panqueques se daban vuelta en el aire; es decir, eran incapaces de tener posturas consistentes. Sin embargo, aunque tuvieran diferencias circunstanciales, tocios coincidieron en lo fundamental: mantener y alimentar el aparato desaparecedor, la máquina de concentración-exterminio. Porque la característica de estos campos fue
que todos ellos, independientemente de qué fuerza los controlara, llevaban como destino final a la muerte, salvo en casos verdaderamente excepcionales.
Durante el juicio de 1985, la defensa del brigadier Agosti, titular de la Fuerza Aérea, argumentó: "¿Cómo puede salvarse la contradicción que surge del alegato acusatorio del señor fiscal, donde palmariamente se demuestra que fue la Fuerza Aérea comandada por el brigadier Agosti la menos señalada en las declaraciones testimoniales y restante prueba colectada en el juicio, sea su comandante el acusado a quien se le imputen mayor número de supuestos hechos delictuosos?" Efectivamente, había menos pruebas en contra de la Fuerza Aérea, pero este hecho que la defensa intentó capitalizar se debía precisamente a que casi no quedaban sobrevivientes. El índice de exterminio de sus prisioneros había sido altísimo. Por cierto Tamburrini, un testigo de cargo fundamental, sobrevivió gracias a una fuga de prisioneros torturados, rapados, desnudos y esposados que reveló la desesperación de los mismos y la torpeza militar del personal aeronáutico. Otro testigo clave, Miriam Lewin, había logrado sobrevivir como prisionera en otros campos a los que fue trasladada con posterioridad a su secuestro por parte de la Aeronáutica.
En síntesis, la máquina de torturar, extraer información, aterrorizar y matar, con más o menos eficiencia, funcionó y cumplió inexorablemente su ciclo en el Ejército, la Marina, la Aeronáutica, las policías. No hubo diferencias sustanciales en los procedimientos de unos y otros, aunque cada uno, a su vez, se creyera más listo y se jactara de mayor eficacia que los demás.
Dentro de los campos de concentración se mantenía la organización jerárquica, basada en las líneas de mando, pero era una estructura que se superponía con la preexistente. En consecuencia, solía suceder que alguien con un rango inferior, por estar asignado a un grupo de tareas, tuviera más información y poder que un superior jerárquico dentro de la cadena de mando convencional. No obstante, se buscó intencionalmente una extensa participación de los cuadros en los trabajos represivos para ensuciar las manos de todos de alguna manera y comprometer personalmente al conjunto con la política institucional. En la Armada, por ejemplo, si bien hubo un grupo central de oficiales y suboficiales encargados de hacer funcionar sus campos de concentración, entre ellos la Escuela de Mecánica de la Armada, todos los oficiales participaron por lo menos seis meses en los llamados grupos de tareas. Asimismo, en el caso de la Aeronáutica se hace mención del personal rotativo. También hay constancia de algo semejante en La Perla, donde se disminuyó el número de personas que se fusilaban y se aumentó la frecuencia de las ejecuciones para hacer participar a más oficiales en dichas "ceremonias".
Pero aquí surge de inmediato una serie de preguntas: ¿cómo es posible que unas Fuerzas Armadas, ciertamente reaccionarias y represivas, pero dentro de los límites de muchas instituciones armadas, se hayan convertido en una máquina asesina?, ¿cómo puede ocurrir que hombres que ingresaron a la profesión militar con la expectativa de defender a su Patria o, en todo caso, de acceder a los círculos privilegiados del poder como profesionales de las armas, se hayan transformado en simples ladrones muchas veces de poca monta, en secuestradores y torturadores especializados en producir las mayores dosis de dolor posibles? ¿cómo un aviador formado para defender la soberanía nacional, y convencido de que esa era su misión en la vida, se podía dedicar a arrojar hombres vivos al mar?
No creo que los seres humanos sean potencialmente asesinos, controlados por las leyes de un Estado que neutraliza a su "lobo" interior. No creo que la simple inmunidad de la que gozaron los militares entonces los haya transformado abruptamente en monstruos, y mucho menos que todos ellos, por el hecho de haber ingresado a una institución armada, sean delincuentes en potencia. Creo más bien que fueron parte de una maquinaria, construida por ellos mismos, cuyo mecanismo los llevó a una dinámica de burocratización, rutinización y naturalización de la muerte, que aparecía como un dato dentro cié una planilla de oficina. La sentencia de muerte de un hombre era sólo la leyenda "QTH fijo", sobre el legajo de un desconocido.
¿Cómo se llegó a esta rutinización, a este "vaciamiento" de la muerte? Casi todos los testimonios coinciden en que la dinámica de los campos reconocía, desde la perspectiva del prisionero, diferentes grupos y funciones especializadas entre los captores. Veamos cómo se distribuían.

Las patotas

La patota era el grupo operativo que "chupaba" es decir j que realizaba la operación de secuestro de los prisioneros, ya fuera en la calle, en su domicilio o en su lugar de trabajo.
Por lo regular, el "blanco" llegaba definido, de manera que el grupo operativo sólo recibía una orden que indicaba a quién debía secuestrar y dónde. Se limitaba entonces a planificar y ejecutar una acción militar corriendo el menor riesgo posible. Como podía ser que el "blanco" estuviera armado y se defendiera, ante cualquier situación dudosa, la patota disparaba "en defensa propia".
Si en cambio se planteaba un combate abierto podía pedir ayuda y entonces se producían los operativos espectaculares con camiones del Ejercito, helicópteros y decenas de soldados saltando y apostándose en las azoteas. En este caso se ponía en juego la llamada "superioridad táctica" de las fuerzas conjuntas. Pero por lo general realizaba tristes secuestros en los que entre cuatro, seis u ocho hombres armados "reducían" a uno, rodeándolo sin posibilidad de defensa y apaleándolo de inmediato para evitar todo nesgo, al más puro estilo de una auténtica patota.
Si ocupaban una casa, en recompensa por el riesgo que habían corrido, cobraban su "botín de guerra", es decir saqueaban y rapiñaban cuanto encontraban.
En general, desconocían la razón del operativo, la supuesta importancia del "blanco" y su nivel de compromiso real o hipotético con la subversión. Sin embargo, solían exagerar la "peligrosidad" de la víctima porque de esa manera su trabajo resultaba más importante y justificable. Según el esquema, según su propia representación, ellos se limitaban a detener delincuentes peligrosos y cometían "pequeñas infracciones" como quedarse con algunas pertenencias ajenas. "(Nosotros) entrábamos, pateábamos las mesas, agarrábamos de las mechas a alguno, lo metíamos en el auto y se acabó. Lo que ustedes no entienden es que la policía hace normalmente eso y no lo ven mal."6 El señalamiento del cabo Vilariño, miembro de una de estas patotas, es exacto; la policía realizaba habitualmente esas prácticas contra los delincuentes y prácticamente nadie lo veía mal...porque eran delincuentes, otros. Era "normal".


Los grupos de inteligencia

Por otra parte, estaba el grupo de inteligencia, es decir los que manejaban la información existente y de acuerdo con ella orientaban el "interrogatorio" (tortura) para que fuera productivo, o sea, arrojara información de utilidad.
Este grupo recibía al prisionero, al "paquete", ya reducido, golpeado y sin posibilidad de defensa, y procedía a extraerle los datos necesarios para capturar a otras personas, armamento o cualquier tipo de bien útil en las tareas de contrainsurgencia. Justificaba su trabajo con el argumento de que el funcionamiento armado, clandestino y compartimentado de la guerrilla hacía imposible combatirla con eficiencia por medio de los métodos de represión convencionales; era necesario "arrancarle" la información que permitiría "salvar otras vidas".
Como ya se señaló, la práctica de la tortura, primero sobre los delincuentes comunes y luego sobre los prisioneros políticos, ya estaba para entonces profundamente arraigada. No constituía una novedad puesto que se había realizado a partir de los años 30 y de manera sistemática y uniforme desde la década del sesenta. La policía, que tenía larga experiencia en la práctica de la picana, enseñan las técnicas; a su vez, los cursos de contrainsurgencia en Panamá instruyeron a algunos oficiales en los métodos eficientes y novedosos de "interrogatorio".
"Yo capturo a un guerrillero, sé que pertenece a una organización (se podría agregar, o presumo y quiero confirmarlo, o pertenece a la periferia de esa organización, o es familiar de un guerrillero, o...) que está operando y preparando un atentado terrorista en, por ejemplo, un colegio (jamás los guerrilleros argentinos hicieron atentados en colegios)... Mi obligación es obtener rápidamente la información para impedirlo... Hay que hacer hablar al prisionero de alguna forma. Ese es el tema y eso es lo que se debe enfrentar. La guerra subversiva es una guerra especial. No hay ética. El tema es si yo permito que el guerrillero se ampare en los derechos constitucionales u obtengo rápida información para evitar un daño mayor", señala Aldo Rico, perpetuo defensor de la "guerra sucia". Por su parte, los mandos dicen: "Nadie dijo que aquí había que torturar. Lo efectivo era que se consiguiera la información. Era lo que a mí me importaba."
Como resultado, después de hacer hablar al prisionero, los oficiales de inteligencia producían un informe que señalaba los datos obtenidos, la información que podía conducir a la "patota" a nuevos "blancos" y su estimación sobre el grado de peligrosidad y "colaboración" del "chupado".
También ellos eran un eslabón, si no aséptico, profesional, de especialistas eficientemente entrenados.

Los guardias

Entonces, ya desposeído de su nombre y con un número de identificación, el detenido pasaba a ser uno más de los cuerpos que el aparato de vigilancia y mantenimiento del campo debía controlar. Las guardias internas no tenían conocimiento de quiénes eran los secuestrados ni por qué estaban allí. Tampoco tenían capacidad alguna de decisión sobre su suerte. Las guardias, generalmente constituidas por gente muy joven y de bajo nivel jerárquico, sólo eran responsables de hacer cumplir unas normas que tampoco ellas habían establecido, "obedecían órdenes".
La rigidez de la disciplina y la crueldad de) trato se "justificaba" por la alta peligrosidad de los prisioneros, de quienes muchas veces no llegaban a conocer ni siquiera sus rostros, eternamente encapuchados. Es interesante observar que todos ellos necesitaban creer que los "chupados" eran subversivos, es decir menos que hombres (según palabras del general Camps "no desaparecieron personas sino subversivos'"'), verdadera amenaza pública que era preciso exterminaren aras de un bien común incuestionable; sólo así podían convalidar su trabajo y desplegar en él la ferocidad de que dan cuenta los testimonios.
También hay que señalar que esta lógica se repetía punto por punto, en amplios sectores de la sociedad; la prensa de la época da cuenta de la "imperiosa necesidad" de erradicar la "amenaza subversiva" con métodos "excepcionales" de los que esos guardias eran parte. Un día, llegaba la orden de traslado con una lista, a veces elaborada incluso hiera del campo de concentración como en el caso de La Perla, y el guardia se limitaba a organizar una fila y entregar los "paquetes".

Los desaparecedores de cadáveres

Aquí los testimonios tienen lagunas. El secreto que rodeaba a los procedimientos de traslado hace que sea una de las partes del proceso que más se desconocen. Se sabe que estaban rodeados de una enorme tensión y violencia. En unos casos, se transportaba a los prisioneros lejos del campo, se los fusilaba, atados y amordazados, y se procedía al entierro y cremación de los cadáveres, o bien a tirar los cuerpos en lugares públicos simulando enfrentamientos.
Pero el método que aparentemente se adoptó de manera masiva consistía en que el personal del campo inyectaba a los prisioneros con somníferos y los cargaba en camiones, presumiblemente manejados por personal ajeno al funcionamiento interno. La aplicación del somnífero arrebataba al prisionero su última posibilidad de resistencia pero también sus rasgos más elementales de humanidad: la conciencia, el movimiento. Los "bultos" amordazados, adormecidos, maniatados, encapuchados, los "paquetes" se arrojaban vivos al mar. En suma, el dispositivo de los campos se encargaba de fraccionar, segmentarizar su funcionamiento para que nadie se sintiera finalmente responsable. "Mientras mayor sea la cantidad de personas involucradas en una acción, menor será la probabilidad de que cualquiera de ellas se considere un agente causal con responsabilidad moral."1" La fragmentación del trabajo "suspende" la responsabilidad moral, aunque en los hechos siempre existen posibilidades de elección, aunque sean mínimas.
La autorización por parte ele los superiores jerárquicos "legalizaba" los procedimientos, parecía justificarlos de manera automática, dejando al subordinado sin otra alternativa aparente que la obediencia. El hecho de formar parte de un dispositivo del cual se es sólo un engranaje creaba una sensación de impotencia que además de desalentar una resistencia virtualmente inexistente fortalecía la sensación de falta de responsabilidad. Los mecanismos para despojar a las víctimas de sus atributos humanos facilitaban la ejecución mecánica y rutinaria de las órdenes. En suma, un dispositivo montado para acallar conciencias, previamente entrenadas para el silencio, la obediencia y la muerte.
Todo adoptaba la apariencia de un procedimiento burocrático: información que se recibe, se procesa, se recicla; formularios que indican lo realizado; legajos que registran nombres y números; órdenes que se reciben y se cumplen; acciones autorizadas por el comando superior; turnos de guardia "24 por 48"; vuelos nocturnos ordenados por una superioridad vaga, sin nombre ni apellido. Todo era impersonal, la víctima y el victimario, órdenes verbales, "paquetes" que se reciben y se entregan, "bultos" que se arrojan o se entierran. Cada hombre como la simple pieza de un mecanismo mucho más vasto que no puede controlar ni detener, que disemina el terror y acalla las conciencias.
La fragmentación de la maquinaria asesina no fue un invento di los campos de concentración argentinos. En realidad es asombroso ver qué poco inventó la Junta Militar y hasta qué punto sus procedimientos se asemejan a las demás experiencias concentracionarias de este siglo. No creo que ello se deba a que "copiaron" o se "inspiraron" en los campos de concentración nazis o stalinistas, sino más bien en la similitud de los poderes totalizantes y, por lo mismo, en la semejanza que existe en sus formas de castigo, represión y normalización.
Aunque los asesinos de guerra nazis, como Eichman o Hoess, participaron en la ejecución de millones de personas, lo hicieron ocupándose también de un pequeño eslabón de la cadena. Por eso no se sentían responsables de sus actos. Eichman se defendió durante el juicio que se le siguió afirmando: "Yo no tenía nada que ver con la ejecución de judíos, no he matado ni a uno solo."
De manera semejante, en Argentina existieron 172 niños desaparecidos y consta, por denuncias realizadas a la Conadep, la tortura de algunos de ellos así como el asesinato de otros. Un caso demostrado, por la aparición de los cadáveres, es el de la familia de Matilde Lanuscou, cuyos hijos de seis y cuatro años fueron asesinados con sus padres, militantes Montoneros, en un operativo realizado por el Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires en 1976. No obstante, el general Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires en esa fecha, respondió durante una entrevista: "Personalmente no eliminé a ningún niño"12, como si ese hecho lo eximiera de la responsabilidad.
Para ver cómo opera la fragmentación desde adentro, es ilustrativa una entrevista realizada por La Semana a Raúl David Vilariño, cabo de la Marina que prestó servicios en los grupos operativos de la Escuela de Mecánica de la Armada. En ella se desarrolló el siguiente diálogo:
"—Una vez que ustedes entregaban a las personas secuestradas a la Jefatura del Grupo de Tareas, ¿qué sucedía?
"—Bueno, eso era parte de otro grupo.
"—Qué otro grupo?
"—El Grupo de Tareas estaba dividido en dos subgrupos: los que salían a la calle y los que hacían el denominado “trabajo sucio”.
"-¿Usted a qué grupo pertenecía? "—Yo? Al que salía a la calle...Nosotros sólo llevábamos al individuo a la Escuela de Mecánica de la Armada...Siempre esperé que me tiraran antes de tirar yo... Yo, por mi parte, entiendo por asesino a aquel que mata a sangre fría. Yo, gracias a Dios, eso no lo hice nunca... los chupadores deteníamos al tipo y lo entregábamos. Y perdíamos el contacto con el tipo... lo dejabas allí. Lo más peligroso para el detenido comenzaba allí... nunca me iba a tocar torturar. Porque a eso se dedicaban otras personas... No está dentro de mí el torturar. No lo siento..." (Sigue Vilariño)... Allá por el 78 (se van las patotas y) se quedan los torturadores, los que habían matado, los que habían quemado... Veo cómo se había perdido sensibilidad... Noté que faltaba sensibilidad, delicadeza... O que ya estaban tan, tan, tan rutinarios con eso que ya era normal que... No sé cómo explicarle: se les había hecho carne. "-¿Qué era lo que se había hecho rutina?"-El torturar, el no sentir sensibilidad, el no importar los gritos, el no tener delicadeza cuando uno comía: contaban herejías.""
Aunque parezca extraño, también los oficiales de inteligencia, los torturadores, el alma de todo el dispositivo, descargaban su responsabilidad de alguna manera. Cuenta Graciela Geuna, sobreviviente de La Perla:
"Barreiro es un buen representante de los torturadores, porque tenía lucidez y conciencia de su participación en las tareas represivas. Su pensamiento era circular en ese sentido: su propia responsabilidad personal la transfería a los militantes populares y, fundamentalmente, a las direcciones partidarias, porque no cedían. Es decir, la tortura era necesaria ante la resistencia de la gente. Si la gente no resistía él no tenía que torturar."1
Por el secreto que los envuelve, no hay testimonios directos de los desaparecedores de cuerpos pero se puede suponer que tendrían justificaciones similares y la misma sensación de carecer de responsabilidad. En última instancia ellos sólo ponían el punto final de un proceso irreversible; arrojaban "paquetes" al mar.
Es significativo el uso del lenguaje, que evitaba ciertas palabras reemplazándolas por otras: en los campos no se tortura, se "interroga", luego los torturadores son simples "interrogadores". No se mata, se "manda para arriba" o "se hace la boleta". No se secuestra, se "chupa". No hay picanas, hay "máquinas"; no hay asfixia, hay "submarino". No hay masacres colectivas, hay "traslados", "cochecitos", "ventiladores". También se evita toda mención a la humanidad del prisionero. Por lo general no se habla de personas, gente, hombres, sino de bultos, paquetes, a lo sumo subversivos, que se arrojan, se van para arriba, se quiebran. El uso de palabras sustitutas resulta significativo porque denota intenciones bastante obvias, como la deshumanización de las víctimas, pero cumple también un objetivo "tranquilizador" que inocentiza las acciones más penadas por el código moral de la sociedad, como matar y torturar. Ayuda, en este sentido a "aliviar" la responsabilidad del personal militar. Por eso, la furia del personal de La Perla cuando Geuna los llamó asesinos, "...se reiniciaron los golpes, deteniéndose en el castigo sólo para decirme 'Decí asesino...' y cuando yo lo hacía ellos volvían a castigarme."
En suma, el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos incluye, por medio de la fragmentación y la burocratización, mecanismos para diluir la responsabilidad, igualarla y, en última instancia, desaparecerla. Es muy significativo que las Fuerzas Armadas hayan negado la existencia de los campos como una tecnología gubernamental de represión, como una instancia en la que el Estado se convirtió en el perseguidor y exterminador institucional. Al soslayar este hecho se ignora la responsabilidad fundamental que le cabe al aparato del Estado en la metodología concentracionaria, en tanto que los campos de concentración-exterminio sólo son posibles desde y a partir de él.
Dentro de las Fuerzas Armadas, la política de involucramiento general también tendía a un compartir responsabilidades, cuyo objetivo era la disolución de ¡as mismas. Dentro del trabajo que fuera, se trataba de que todos los niveles y un buen número de efectivos tuviera una participación directa, aunque fuera circunstancial. Sus funciones podían ser distintas pero todos debían estar implicados. Dar consistencia y cohesión a las Fuerzas Armadas en torno a la necesidad de exterminar a una parte de la población por medio de la metodología de la desaparición era un objetivo prioritario, que se cumplió en forma cabal. Es un hecho que, si hubo un punto en que las Fuerzas Armadas fueron monolíticas después de 1976, fue la defensa de la "guerra sucia", la reivindicación de su necesidad y lo inevitable de la metodología empleada. Desde los carapintadas hasta los sectores más legalistas lo declararon públicamente. Esto es efecto de una auténtica cohesión política interna que no reside tanto en la adscripción a determinada doctrina sino más bien en la certeza del rol político dirigente que le cabe a las Fuerzas Armadas y en su autoadjudicado derecho de "salvar" la sociedad cada vez que lo consideren necesario y con la metodología ad hoc para tan noble empresa.
Sin embargo, así como en la cerrada defensa que la institución hace de su actuación se puede detectar un alto grado de cohesión interna, también se adivina el compromiso de la complicidad. La convicción ideológica se entrelaza con la culpa, la recubre, atenuándola y encubriéndola. Al mismo tiempo, impide el deslinde de responsabilidades que el dispositivo desaparecedor se encargó de enmarañar, igualar y esfumar.

La vida entre la muerte

Intentaré describir aquí cómo eran los campos de concentración y cómo era la vida del prisionero dentro de ellos, para mirar el rimbombante poder militar desde ese lugar oculto y negado.
En general funcionaban disimulados dentro de una dependencia militar o policial. A pesar de que se sabía de su existencia, los movimientos de las patotas se trataban de disimular como parte de la dinámica ordinaria de dichas instituciones. No obstante se trataba de un secreto en el que no se ponía demasiado empeño. Los vecinos de la Mansión Seré cuentan que oían los gritos y veían "movimientos extraños". La Aeronáutica hizo funcionar un centro clandestino de detención en el policlínico Alejandro Posadas. Los movimientos ocurrían a la vista tanto de los empleados como de las personas que se atendían en el establecimiento, "ocasionando un generalizado terror que provocó el silencio de todos". En efecto, es preciso mostrar una fracción de lo que permanece oculto para diseminar el terror, cuyo efecto inmediato es el silencio y la inmovilidad.
Para el funcionamiento del campo de concentración no se requerían grandes instalaciones. Se habilitaba alguna oficina para desarrollar las actividades de inteligencia, uno o varios cuartos para torturar a los que solían llamar "quirófanos", a veces un cuarto que funcionaba como enfermería y una cuadra o galerón donde se hacinaba a los prisioneros.
La población masiva de los campos estaba conformada por militantes de las organizaciones armadas, por sus periferias, por activistas políticos de la izquierda en general, por activistas sindicales y por miembros de los grupos de derechos humanos. Pero cabe señalar que, si en la búsqueda de estas personas las fuerzas de seguridad se cruzaban con un vecino, un hijo o el padre de alguno de los implicados que les pudiera servir, que les pudiera perjudicar o que simplemente fuera un testigo incómodo, ésta era razón suficiente para que dicha persona, cualquiera que fuera su edad, pasara a ser un "chupado" más, con el mismo destino final que el resto.
Existieron incluso casos de personas secuestradas simplemente por presenciar un operativo que se pretendía mantener en secreto, y que luego fueron asesinados con sus compañeros casuales de cautiverio.
Si bien el grupo mayoritario entre los prisioneros estaba formado por militantes políticos y sindicales, muchos de ellos ligados a las organizaciones armadas, y si bien las víctimas casuales constituían la excepción (aunque llegaron a alcanzar un número absoluto considerable), también se registraron casos en donde el dispositivo concentracionario sirvió para canalizar intereses estrictamente delictivos de algunos sectores militares, que "desaparecían" personas para cobrar un rescate o consumar una venganza personal.
Aunque el grupo de víctimas casuales fuera minoritario en términos numéricos, desempeñaba un papel importante en la diseminación del terror tanto dentro del campo como fuera de él. Eran la prueba irrefutable de la arbitrariedad del sistema y de su verdadera omnipotencia. Es que además del objetivo político de exterminio de una fuerza de oposición, los militares buscaban la demostración de un poder absoluto, capaz de decidir sobre la vida y la muerte, de arraigar la certeza de que esta decisión es una función legítima del poder. Recuerda Grass que los militares "sostenían que el exterminio y la desaparición definitiva tenían una finalidad mayor: sus efectos 'expansivos', es decir el terror generalizado. Puesto que, si bien el aniquilamiento físico tenía cómo objetivo central la destrucción de las organizaciones políticas calificadas como 'subversivas', la represión alcanzaba al mismo tiempo a una periferia muy amplia de personas directa o indirectamente vinculadas a los reprimidos (familiares, amigos, compañeros de trabajo, etc.), haciendo sentir especialmente sus erectos al conjunto de estructuras sociales consideradas en sí como 'subversivas por el nivel de infiltración del enemigo' (sindicatos, universidades, algunos estamentos profesionales)."
Si los campos sólo hubieran encerrado a militantes, aunque igualmente monstruosos en términos éticos, hubieran respondido a otra lógica de poder. Su capacidad para diseminar el terror consistía justamente en esta arbitrariedad que se erigía sobre la sociedad como amenaza constante, incierta y generalizada. Una vez que se ponía en funcionamiento el dispositivo desaparecedor, aunque se dirigiera inicialmente a un objetivo preciso, podía arrastrar en su mecanismo virtualmente a cualquiera.
Desde ese momento, el dispositivo echaba a andar y ya no se podía detener.
Cuando el "chupado" llegaba al campo de concentración, casi invariablemente era sometido a tormento. Una vez que concluía el periodo de interrogatorio-tortura, que analizaré más adelante, el secuestrado, generalmente herido, muy dañado física, psíquica y espiritualmente, pasaba a incorporarse a la vida cotidiana del campo.
De los testimonios se desprende un modelo de organización física del espacio, con dos variables fundamentales para el alojamiento de los presos: el sistema de celdas y el de cuchetas, generalmente llamadas cuchas. Las cuchetas eran compartimentos de madera aglomerada, sin techo, de unos 80 centímetros de ancho por 200 centímetros de largo, en las que cabía una persona acostada sobre un colchón de goma espuma.
Los tabiques laterales tenían alrededor de 80 centímetros de alto, de manera que impedían la visibilidad de la persona que se alojaba en su interior, pero permitían que el guardia estando parado o sentado pudiera verlas a todas simultáneamente, símil de un pequeño panóptico. Dejaban una pequeña abertura al frente por la que se podía sacar al prisionero.
Por su parte, las celdas podían ser para una o dos personas, aunque solían alojar a más. Sus dimensiones eran aproximadamente de 2.50 x 1.50 metros y también estaban provistas de un colchón semejante, una puerta y, en la misma, una mirilla por la que se podía ver en cualquier momento el interior. En otros lugares, como la Mansión Seré, los prisioneros permanecían sencillamente tirados en el piso de una habitación, con su correspondiente trozo de goma espuma. En suma, un sistema de compartimentos o contenedores, ya fueran de material o madera, para guardar y controlar cuerpos, no hombres, cuerpos.
Desde la llegada a la cuadra en La Perla, a los pabellones en Campo de Mayo, a la capucha en la Escuela de Mecánica, a las celdas en El Atlético o como se llamara al depósito correspondiente, el prisionero perdía su nombre, su más elemental pertenencia, y se le asignaba un número al que debía responder. Comenzaba el proceso de desaparición de la identidad, cuyo punto final serían los NN (Lila Pastoriza: 348; Pilar Calveiro: 362; Oscar Alfredo González: X 51). Los números reemplazaban a nombres y apellidos, personas vivientes que ya habían desaparecido del mundo de los vivos y ahora desaparecerían desde dentro de sí mismos, en un proceso de "vaciamiento" que pretendía no dejar la menor huella. Cuerpos sin identidad, muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos. Como en el sueño nazi, supresión de la identidad, hombres que se desvanecen en la noche y la niebla.
Los detenidos estaban permanentemente encapuchados o "tabicados", es decir con los ojos vendados, para impedir toda visibilidad. Cualquier transgresión a esa norma era severamente castigada. También estaban esposados, o con grilletes, como en la Escuela de Mecánica de la Armada y La Perla, o arados por los pies a una cadena que sujetaba a todos los presos, corno en Campo de Mayo. Esto variaba de acuerdo con el campo, pero la idea era que existiera algún dispositivo que limitara su movilidad.
En la Mansión Seré, además de esposar y atar a los prisioneros los mantenían desnudos, para evitar las fugas. Al respecto relata Tamburrini: "...nos hacían dormir con las esposas puestas, pero desnudos; nos habían sacado la ropa hacía un mes o un mes y medio y nos ataban los pies con unas correas de cuero para que durmiéramos casi en una posición de cuclillas."
Los prisioneros permanecían acostados y en silencio; estaba absolutamente prohibido hablar entre ellos. Sólo podían moverse para ir al baño, cosa que sucedía una, dos o tres veces por día, según el campo y la época. Los guardias formaban a los presos y los llevaban colectivamente al baño o también podían hacer circular un balde en donde todos hacían sus necesidades.
Los testimonios de cualquier campo coinciden en la oscuridad, el silencio y la inmovilidad. En El Atlético: "No nos imaginábamos cómo íbamos a poder contar hasta qué punto vivíamos constantemente encerrados en una celda, a oscuras, sin poder ver, sin poder hablar, sin poder caminar."
En Campo de Mayo: "Este tipo de tratamiento consistía en mantener al prisionero todo el tiempo de su permanencia en el campo encapuchado, sentado y sin hablar ni moverse. Tal vez esta frase no sirva para graficar lo que significaba en realidad, porque se puede llegar a imaginar que cuando digo todo el tiempo sentado y encapuchado esto es una forma de decir, pero no es así, a los prisioneros se los obligaba a permanecer sentados sin respaldo y en el suelo, es decir sin apoyarse a la pared, desde que se levantaban a las 6 horas, hasta que se acostaban, a las 20 horas, en esa posición, es decir 14 horas. Y cuando digo sin hablar y sin moverse significa exactamente eso, sin hablar, es decir sin pronunciar palabra durante todo el día, y sin moverse, quiere decir sin siquiera girar la cabeza... Un compañero dejó de figurar en la lista de los interrogadores por alguna causa y de esta forma 'quedó olvidado'... Este compañero estuvo sentado, encapuchado, sin hablar, y sin moverse durante seis meses, esperando la muerte."20
En La Perla: "Para nosotros fue la oscuridad total... No encuentro en mi memoria ninguna imagen de luz. No sabía dónde estaba. Todo era noche y silencio. Silencio sólo interrumpido por los gritos de los prisioneros torturados y los llantos de dolor... También tenía alterado el sentido de la distancia... Vivíamos 70 personas en un recinto de 60 metros de largo, siempre acostados..."
En la Escuela de Mecánica de la Armada: "En el tercer piso se encontraba el sector destinado a alojar a los prisioneros... también en el tercer piso estaba ubicado el pañol grande, lugar destinado al almacenamiento del botín de guerra (ropas, zapatos, heladeras, cocinas, estufas, muebles, etc.)."22 Hombres, objetos, almacenamientos semejantes.
Depósito de cuerpos ordenados, acostados, inmóviles, sin posibilidad de ver, sin emitir sonido, como anticipo de la muerte. Como si ese poder, que se pretendía casi divino precisamente por su derecho de vida y de muerte, pudiera matar antes de matar; anular selectivamente a su antojo prácticamente todos los vestigios de humanidad de un individuo, preservando sus funciones vitales para una eventual necesidad de uso posterior (alguna información no arrancada, alguna utilidad imprevisible, la mayor rentabilidad de un traslado colectivo).
La comida era sólo la imprescindible para mantener la vida hasta el momento en que el dispositivo lo considerara necesario; en consecuencia, era escasa y muy mala. Se repartía dos veces al día y constituía uno de los pocos momentos de cierto relajamiento. Sin embargo, en algunos casos, podía faltar durante días enteros; por cierto, muchos testimonios dan cuenta del hambre como uno de los tormentos que se agregaban a la vida dentro de los campos. "La comida era desastrosa, o muy cruda o hecha un masacote de tan cocinada, sin gusto... Estábamos tan hambrientos, habíamos aprendido tan bien a agudizar el oído, que apenas empezaban los preparativos, allá lejos, en la entrada, nos desesperábamos por el ruido de las cucharas y los platos de metal y del carrito que traía la comida. Se puede decir, casi, que vivíamos esperando la comida... la hora del almuerzo era la mejor, por eso apenas terminábamos y cerraban la puerta, comenzábamos a esperar la cena.”
Por la escasez de alimento, por la posibilidad de realizar algunos movimientos para comer, por el nexo obvio que existe entre la comida y la vida, el momento de comer es uno de los pocos que se registra como agradable: "...poco a poco, comencé a esperar la hora de la comida con ansiedad, porque con la comida volvía la vida a través del ruido de las ollas, con el ruido de la gente. Parecía que la cuadra donde estábamos los prisioneros despertaba entonces a la existencia."24
Si la comida era uno de los pocos momentos deseados, el más temido, el más oscuro era el traslado, la experiencia final. Se realizaba con una frecuencia variable. Casi siempre, los desaparecedores ocultaban cuidadosamente que los traslados llevaban a la muerte para evitar así toda posible oposición de los condenados al ordenado cumplimiento del destino que les imponía la institución. La certeza de la propia muerte podía provocar una reacción de mayor "endurecimiento" en los prisioneros durante la tortura, durante su permanencia en el campo o en la misma circunstancia de traslado. Ante todo, la maquinaria debía funcionar según las previsiones; es decir, sin resistencia.
Prácticamente en todos los campos se ocultaba, al tiempo que se sugería,29 que el destino final era la muerte. Los testimonios de los sobrevivientes demuestran la existencia de muchos secuestrados que prefirieron "desconocer" la suerte que les aguardaba; la negación de una realidad difícil de asumir se sumaba a los mensajes contradictorios del campo provocando un aferramiento de ciertos prisioneros a las versiones más optimistas e increíbles que circulaban 50 dentro de los campos como la existencia de centros secretos de reeducación, la legalización de los desaparecidos y otros finales felices.
Muchos desaparecidos se fueron al traslado con cepillos de dientes y objetos personales, con una sensación de alivio que no intuía la muerte inmediata. Otros no; salieron de los campos despidiéndose de sus compañeros y conscientes de su final, como Graciela Doldán, quien pidió morir sin que le vendaran los ojos y se dedicó a pensar un rato antes de que la trasladaran "para no desperdiciar" los últimos minutos de su vida. Aunque no supieran exactamente cómo, sin embargo, los prisioneros sabían. También ellos sabían y negaban, pero las conjeturas, lo que se veía por debajo de las vendas y las capuchas, las amenazas proferidas durante la tortura ("Vas a dormir en el fondo del mar", "Acá al que se haga el loco, le ponemos un Pentonaval y se va para arriba"), las infidencias de guardias que no soportaban la presión a la que ellos mismos estaban sometidos, el clima que rodeaba a los traslados les permitía saber.
Estos son relatos de lo que se sabía: en la Escuela de Mecánica de la Armada, "los días de traslado se adoptaban medidas severas de seguridad y se aislaba el sótano. Los prisioneros debían permanecer en sus celdas en silencio. Aproximadamente a las 17 horas de cada miércoles se procedía a designar a quienes serían trasladados, que eran conducidos uno por uno a la enfermería, en la situación en que estuviesen, vestidos o semidesnudos, con frío o con calor." "El día del traslado reinaba un clima muy tenso. No sabíamos si ese día nos iba a tocar o no... se comenzaba a llamar a los detenidos por número... Eran llevados a la enfermería del sótano, donde los esperaba el enfermero que les aplicaba una inyección para adormecerlos, pero que no los mataba. Así, vivos, eran sacados por la puerta lateral del sótano e introducidos en un camión. Bastante adormecidos eran llevados al Aeroparque, introducidos en un avión que volaba hacia el sur, mar adentro, donde eran tirados vivos... El capitán Acosta prohibió al principio toda referencia al tema 'traslados'."26
En La Perla, "cada traslado era precedido por una serie de procedimientos que nos ponían en tensión. Se controlaba que la gente estuviera bien vendada, en su respectiva colchoneta y se procedía a seleccionar a los trasladados mencionando en voz alta su nombre (cuando éramos pocos) o su número (cuando la cantidad de prisioneros era mayor). A veces, simplemente se tocaba al seleccionado para que se incorporara sin hablar... Los prisioneros que iban a ser trasladados eran amordazados...
Luego se procedía a llevar a los prisioneros seleccionados hasta un camión marca Mercedes Benz, que irónicamente llamábamos Menéndez Benz, por alusión al apellido del general que comandaba el III Cuerpo... Antes de 30 descender del vehículo los prisioneros eran maniatados. Luego se los bajaba y se los obligaba a arrodillarse delante del pozo y se los fusilaba... Luego, los cuerpos acribillados a balazos, ya en los pozos, eran cubiertos con alquitrán e incinerados..."27
Los traslados eran el recuerdo permanente de la muerte inminente. Pero no cualquier muerte "sino esa muerte que era como morir sin desaparecer, o desaparecer sin morir. Una muerte en la que el que iba a morir no tenía ninguna participación; era como morir sin luchar, como morir estando muerto o como no morir nunca"28. Por su parte, la permanencia en la mayoría de los campos representaba el peligro constante de retornar a la tortura. Esta posibilidad nunca quedaba excluida. Muerte y tortura: los disparadores del terror, omnipresente en la experiencia concentracionaria.
Los campos, concebidos como depósitos de cuerpos dóciles que esperaban la muerte, fueron posibles por la diseminación del terror... "un espacio de terror que no era ni de aquí, ni de allá, ni de parte alguna conocida... donde no estaban vivos ni tampoco muertos... Y también allí quedaban atrapados los espíritus apenados de los parientes, los vecinos, los amigos."2' Un terror que se ejercía sobre toda la sociedad, un terror que se había adueñado de los hombres desde antes de su captura y que se había inscrito en sus cuerpos por medio de la tortura y el arrasamiento de su individualidad. El hermano gemelo del terror es la parálisis, el "anonadamiento''del que habla Schreer. Esa parálisis, efecto del mismo dispositivo asesino del campo, es la que invade tanto a la sociedad frente al fenómeno de la desaparición de personas como al prisionero dentro del campo. Las largas filas de judíos entrando sin resistencia a los crematorios de Auschwitz, las filas de "trasladados" en los campos argentinos, aceptando dócilmente la inyección y la muerte, sólo se explican después del arrasamiento que produjo en ellos el terror. El campo es efecto y foco de diseminación del terror generalizado de los Estados totalizantes.

La pretensión de ser "dioses"

El poder de los burócratas concentracionarios, no obstante constituirse como simple dispositivo asesino, como fría maquinaria de desaparición, como "servicio público criminal", tomando la expresión de Finkielkraut, al disponer del derecho de decisión de muerte sobre millares de hombres se concebía a sí mismo con una omnipotencia virtualmente divina.
Aunque resulta irrisoria la sola formulación, El Olimpo, campo de concentración ubicado en dependencias de la Policía Federal, llevaba este nombre porque, según el personal que lo manejaba, era "el lugar de los dioses".
La recurrente referencia de los desaparecedores a su condición "divina", aunque supongo que con un dejo irónico, merece algún análisis. A Norberto Liwsky, en la Brigada de Investigaciones de San Justo, al tiempo que lo golpeaban, sus captores le decían: "Nosotros somos todo para vos. La justicia somos nosotros. Nosotros somos Dios.' !1 También Jorge Reyes relata que "cuando las víctimas imploraban por Dios, los guardias repetían con un mesianismo irracional: acá Dios somos nosotros”. Graciela Geuna refiere que un guardia encontró una hoja de afeitar que ella había guardado para suicidarse, entonces le dijo: "aquí dentro nadie es dueño de su vida, ni de su muerte. No podrás morirte porque lo quieras. Vas a vivir todo el tiempo que se nos ocurra. Aquí adentro somos Dios.”
Las referencias a la condición divina asociada a este derecho de muerte, que aparece como un derecho de vida y muerte puesto que el prisionero tampoco puede poner fin a su existencia, se reiteran en los testimonios.
Prolongar una vida más allá del deseo de quien la vive; segar otra que pugna por permanecer; adueñarse de las vidas. Cuando la misma Graciela Geuna, ya sin la menor esperanza, sufriendo en la cuadra del campo de concentración, pide a Barreiro por su muerte, no por su vida, es quizás el momento en que sella su sobrevivencia. Hay un placer especial del poder concentracionarío en ese adueñarse de las vidas. La muerte se administra a voluntad, haciendo exhibición de una arbitrariedad intencional. De hecho, la muerte alcanza a víctimas casuales, niños, familiares de los perseguidos, posibles testigos. Es en esta arbitrariedad donde el poder se afirma como absoluto e inapelable. Esta arbitrariedad no es irracional sino que su racionalidad reside en la validación de la inapelabilidad y la arbitrariedad del poder.
Así como la máquina asesina mata a millares, así también le impone la vida a otros. El esfuerzo que se realizaba en la Escuela de Mecánica de la Armada para "sacar" del cianuro a personas apresadas tiene que ver con algo más que con su potencial utilidad en términos de la información que posteriormente se les pudiera arrancar. Muchos prisioneros de la Escuela de Mecánica sobrevivieron a la ingestión de la pastilla de cianuro que portaban los militantes montoneros gracias a un cuidadoso procedimiento que habían descubierto los marinos para arrancarlos rápidamente de la muerte. El caso de Norma Arrostito, dirigente de la organización Montoneros, es particularmente significativo. Arrostito fue "salvada" dos veces del cianuro, ya que intentó suicidarse en dos oportunidades consecutivas; no brindó ninguna información útil durante la tortura y luego fue asesinada por uno de los médicos de la marina, curiosamente, con una inyección también de veneno. El mensaje parece claro: Tú no te envenenas; nosotros lo haremos cuando queramos. Suspender la vida; suspender la muerte; atributos divinos ejercidos no desde los cielos sino desde los sótanos de los campos de concentración.
Desde este punto de vista se puede comprender porqué los campos impedían la posibilidad de suicidio, aun de aquellos que ya estaban como material de depósito esperando la muerte. El ejercicio de un poder que se pretende total y absoluto debe ejercerse sobre la vida misma de los hombres. En este sentido, el suicidio enfurecía a los desaparecedores; la existencia de la pastilla de cianuro entre los montoneros era concebida por ellos como una abominación, no por un supuesto código moral cristiano que se funda en el hecho de que sólo Dios tiene la autoridad para dar y quitar la vida, sino porque precisamente el suicidio, como un último acto de voluntad, les arrebataba la posibilidad de manifestar ese derecho de muerte que los convertía en "dioses". En este caso la muerte representaba la limitación y el fin de su poder.
Una vez más, el hecho encuentra paralelo con los campos nazis. Cuando los guardianes descubrieron que Filip Müller se había introducido voluntariamente en la cámara de gas para que su muerte tuviera, al menos, una brizna de elección personal, lo sacaron brutalmente gritándole: "Pedazo de mierda, maldito endemoniado, aprende que somos nosotros y no tú quienes decidimos si debes vivir o morir." Para el poder concentracionario es tan importante adueñarse de la vida de otros como adueñarse de su muerte.
Por su parte, cuando los militantes de las organizaciones guerrilleras presentaban combate en el momento de su captura, no sólo tomaban una decisión sobre su muerte sino que además amenazaban la vida de los desaparecedores, esfumando de un golpe su pretendida divinidad. Geuna relata que la muerte de uno de los "dioses" de La Perla, el sargento Elpidio Rosario Tejeda, en un enfrentamiento armado, impactó mucho al personal de inteligencia del campo porque "todos temieron en realidad la muerte propia. Estaban asustados: había muerto su mito y, por tanto, ellos también podían morir". Desde la perspectiva de los desaparecedores de La Perla, este hombre, que permanentemente hacía alusión a la muerte de los otros, que se complacía en llamar a los prisioneros "muertos que caminan", podía administrar la muerte pero no padecerla.
Probablemente el orgullo que producían al capitán Acosta sus instalaciones para las embarazadas, que se reducían a un simple cuarto con camas y una mesa, de las que se jactaba denominándolas "su Sarda" (la maternidad pública más importante de Buenos Aires), se relacionara con la contraparte del poder de muerte, que lo completa y cierra el círculo haciéndolo total: el ejercicio de un supuesto "poder de vida". No ya la simple capacidad asesina de decidir quién muere, cuándo muere y cómo muere sino más aún, determinar quién sobrevive e incluso quién nace, porque muchas mujeres embarazadas murieron en la tortura, pero otras no. Otras tuvieron sus hijos y los desaparecedores decidieron la vida del hijo y la muerte de la madre. Otras más, sobrevivieron ellas y sus hijos.
Esto es lo que subyace más directamente a la afirmación "Aquí adentro nosotros somos Dios", o a esta otra: "Sólo Dios da y quita la vida. Pero Dios está ocupado en otro lado, y somos nosotros quienes debemos ocuparnos de esa tarea en la Argentina""; subyace la pretensión de dar muerte y dar vida.
Casi todos los sobrevivientes reconocen un captor al que le "deben" la vida, alguien que los protegió y les "concedió" la vida. Estos "dadores de vida" son los mismos que aparecen torturando y asesinando, arrojando cadáveres al mar o quemándolos, ya sea en otros o en los mismos testimonios. El general Galtieri le dijo a Adriana Arce que él "era la única persona que podía decidir sobre mi vida"; y se la dio al tiempo que se la quitó a tantísimos otros, como la familia Valenzuela. Dadores de vida y dadores de muerte coinciden; ellos son los dioses de los campos de concentración. Sin duda, se podría leer este hecho como un humano acto de compensación individual para mantener cierto equilibrio psicológico pero, al mismo tiempo, se completaba así el ejercicio de un poder total, "divino". Dar y quitar la vida.
La afirmación del capitán Acosta, que refieren muchos de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica, cuando repetía con orgullo:
"Esto no tiene límites", o la de uno de los militares de La Perla: "Aquí nadie se quiebra a medias. Esto es total", también se asocian con atributos divinos: el carácter ilimitado de Dios, su omnipotencia. La contraparte de este poder que, en su potencia absoluta, se despliega ilimitado y omnipotente es precisamente la sensación de impotencia total que registraba la víctima del campo de concentración. Sin embargo, tanto la omnipotencia del secuestrador como la impotencia absoluta del secuestrado son ilusorias. Todo poder reconoce un límite y frente a todo poder hay alguna posibilidad de resistencia.
¿De dónde provenía la pretensión de los torturadores de ser dioses? Sin duda de esta convicción de ser amos de la vida y la muerte; de hecho tenían la capacidad de decidir la muerte de muchísimas personas, casi de cualquiera en el marco de una sociedad en que todos los derechos habían sido suprimidos. Podían ser dadores de muerte y, más que de vida, de no muerte. En verdad, como ya lo señaló Foucault, el poder de vida y muerte es solamente un poder de muerte, que se ejerce o se resigna.
El suplicio en la Edad Media y el derecho soberano de matar de los reyes, que a primera vista podría parecer semejante a lo que aquí se describió, implicaba "determinada mecánica del poder: de un poder que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos sino que se exalta y se refuerza en sus manifestaciones físicas; de un poder que se afirma como poder armado y cuyas funciones de orden, en todo caso, no están separadas de las funciones de guerra".
Por el contrario, el poder militar en Argentina corresponde más a una estructura burocrático represiva que a un aparato de guerra. Su ineptitud y desconcierto frente a la única circunstancia de guerra real que debió enfrentaren este siglo, la de las Malvinas, así lo demuestra Astiz, uno de los protagonistas destacados de la represión concentracionaria, se rindió sin combatir frente a los ingleses; estaba más preparado para combatir contra un peronista que contra un oficial británico. Ese fue sólo el más publicitado de los casos, pero la investigación de los sucesos llevó a mostrar la incapacidad militar y política del Ejército, la Armada y la Aeronáutica. Mario Benjamín Menéndez, comandante de las fuerzas militares en Malvinas, el mismísimo jefe del III Cuerpo de Ejército que fusilaba prisioneros amordazados en La Perla, además de mostrar su incapacidad militar, según sus propias declaraciones "No encontraba la manera de decir, ¿esto se podrá parar?, razonamiento inverso al de un guerrero que se pregunta más bien si "esto" se podrá ganar. Las Fuerzas Armadas resultaron más aptas para una sangrienta represión interior que para una guerra frontal entre ejércitos.
En lo que se refiere al ejercicio interno del poder, asesinaron y torturaron de manera institucional pero manteniéndolo en secreto, de manera subterránea y vergonzante, efectivizando un derecho de muerte que la sociedad nunca les reconoció explícitamente. Destrozaron los cuerpos, hicieron exhibición de ellos en algunos casos, pero nunca asumieron la responsabilidad de estos actos. El rey vengaba una ofensa a su persona en el cuerpo de los condenados. La Junta Militar castigaba y mataba como un exterminador clandestino, que al decir "Yo no fui", negaba él mismo la legitimidad de sus actos.
La exhibición de un poder arbitrario y total en la administración de la vida y la muerte pero, al mismo tiempo, negado y subterráneo, emitía un mensaje: toda la población estaba expuesta a un derecho de muerte por parte del Estado. Un derecho que se ejercía con una única racionalidad: la omnipotencia de un poder que quería parecerse a Dios. Vidas de hombres y mujeres, destinos de niños e incluso de seres que aún no habían nacido, nada podía escapar a él.
Utilizó su derecho arbitrario de muerte como forma de diseminación social del terror para disciplinar, controlar y regular una sociedad cuya diversidad y alto nivel de conflicto impedían su establecimiento hegemónico.
El antiguo derecho de vida y muerte latente sobre toda la población se superponía y hacía posible las funciones disciplinadoras y reguladoras manifiestas. Morir, pero esperar la muerte sentado y en determinada posición. Morir, pero antes de ello, contestar "Sí, señor", cuando se habla con un oficial. Morir sin combatir, en una fila de presos ordenados y amordazados, esas "procesiones de seres humanos caminando como muñecos hacia su muerte"''8, que ya habían existido en los campos nazis.
No hay espacio aquí para el condenado "que insulta a sus perseguidores; no hay espacio para la muerte heroica; no hay espacio para el suicidio en el seno de este poder burocrático.
El poder de vida y muerte es uno con el poder disciplinario, normalizador y regulador. Un poder disciplinario asesino, un poder burocrático-asesino, un poder que se pretende total, que articula la individualización y la masificación, la disciplina y la regulación, la normalización, el control y el castigo, recuperando el derecho soberano de matar. Un poder de burócratas ensoberbecidos con su capacidad de matar, que se confunden a sí mismos con Dios. Un poder que se dirige al cuerpo individual y social para someterlo, uniformarlo, amputarlo, desaparecerlo.

El tormento

Fue la ceremonia iniciativa en cada uno de los campos de concentración-exterminio. La llegada a ellos implicaba automáticamente el inicio de la tortura, instrumento para "arrancar" la confesión, método por excelencia para producir la verdad que se esperaba del prisionero, criterio de verdad para producir el quiebre del sujeto. Su duración y las características que adoptara dependían del campo de concentración del que se tratara, de las características del prisionero, de su tenacidad en ocultar la información y de un sinnúmero de imponderables. No obstante, por su centralidad en el dispositivo concentracionario, estuvo pautada por criterios generales y adquirió características básicas comunes en todos los campos.
La aplicación de tormentos tenía una función principal: la obtención de información operativamente útil. Es decir, lograr que el prisionero entregara datos que permitieran la captura de personas o equipos vinculados con la llamada subversión, que comprendía todo tipo de oposición política pero preferentemente a la guerrilla y su entorno. La tortura era el mecanismo para "alimentar" el campo con nuevos secuestrados.
Dentro de las organizaciones guerrilleras existían mecanismos de control de sus militantes, generalmente cada 24 o 48 horas, de manera que, al momento de la captura, el dispositivo del campo contaba con un día, dos, a veces un poco más, para extraer de cada hombre información inmediatamente útil. Una vez que vencía el plazo, las organizaciones "desactivaban" todas las citas y desalojaban las casas y los militantes que la persona capturada conocía.
A partir de entonces, los secuestradores podían obtener otro tipo de datos que a veces conducían también a la captura de personas o armamento, como el reconocimiento de fotos o información que, unida a otra, llevaba indirectamente a ubicar una persona, una casa, una base operativa, un depósito de armas. Además, el prisionero tenía un conocimiento precioso: las caras de otros militantes. Si se lograba "trabajar" sobre él de tal manera que estuviera dispuesto a identificarlos en lugares públicos, "marcarlos", se podía capturar a muchas personas. Cada militante que accedía a esta práctica podía provocar decenas de muertes y detenciones.
Por último, cada preso era una muestra viviente del "enemigo", de su forma de actuar, pensar, razonar política y militarmente. También esto representaba una información valiosa.
La tortura perseguía, por lo tanto, toda la información que sirviera de inmediato, pero necesitaba también arrasar toda resistencia en los sujetos para modelarlos y procesarlos en el dispositivo concentracionario, para "chupar", succionar de ellos todo conocimiento útil que pudieran esconder; en este sentido hacerlos transparentes. El eje del mecanismo desaparecedor era obtener la información necesaria para multiplicar las desapariciones hasta acabar con el "enemigo" (más adelante se verá la vastedad que alcanzaba el termina). En consecuencia, la tortura era la clave, el eje sobre el que giraba toda la vida del campo.
En tanto ceremonia iniciática, el tormento marcaba un fin y un comienzo; para el recién llegado el mundo quedaba atrás y adelante se abría la incertidumbre del campo de concentración: "...una hora antes tenían vida.
Al desaparecer ya no tenían vida", así explicaría el suboficial Vilariño la realidad de estos "muertos que caminan"39.
La desnudez, la capucha que escondía el rostro, las ataduras y mordazas, el dolor y la pérdida de toda pertenencia personal eran los signos de la iniciación en este mundo en donde todas las propiedades, normas, valores, lógicas del exterior parecen canceladas y en donde la propia humanidad entra en suspenso. La desnudez del prisionero y la capucha aumentan su indefensión pero también expresan una voluntad de hacer transparente al hombre, violar su intimidad, apoderarse de su secreto, verlo sin que pueda ver, que subyace a la tortura, y constituye una de "las normas de la casa". La capucha y la consecuente pérdida de la visión aumentan la inseguridad y la desubicación pero también le quitan al hombre su rostro, lo borran; es parte del proceso de deshumanización que va minando al desaparecido y, al mismo tiempo, facilita su castigo. Los torturadores no ven la cara de su víctima; castigan cuerpos sin rostro; castigan subversivos, no hombres. Hay aquí una negación de la humanidad de la víctima que es doble: frente a sí misma y frente a quienes lo atormentan.
La tortura, como "procedimiento de ingreso o admisión", despoja al recién llegado de todos sus apoyos anteriores, entre otros, cualquier contacto personal que pueda fortalecerlo; es la forma en que se lo procesa para aceptar las reglas del campo". Señala el antes y el después. De hecho, casi todos los testimonios pasan del relato del secuestro que corresponde al "afuera", al de la tortura, primer paso del "adentro". Los testimonios también señalan que durante el periodo de tortura, se mantenía a los prisioneros aislados en los cuartos cié interrogatorio, separados del resto; por lo general sólo cuando esta etapa inicial, de asimilación y si es posible de quiebre concluía, se los integraba a la cuadra, al lugar de depósito. En el testimonio de Geuna resulta evidente este antes y después, como un abismo que se abre frente a la persona, en su caso agudizado por la muerte de su marido en el momento de la detención. Al día siguiente de su captura, después de la tortura, "estaba a kilómetros de distancia de la militante que era el día anterior. Ahora mi esposo estaba muerto y yo sentía que no tenía fuerzas para resistir."41
Como ya se señaló, la tortura se había aplicado sistemáticamente en el país desde muchos años antes, pero los campos daban una nueva posibilidad: usarla de manera irrestricta e ilimitada. Es decir, no importaba dejar huellas, no importaba dejar secuelas o producir lesiones; no importaba siquiera matar al prisionero. En todo caso, si se evitaba su muerte era para no "desperdiciar" la información que pudiera tener. Lo ilimitado de los métodos se unía a su uso por un tiempo también ilimitado.
Grass señala que los oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada afirmaban que eran necesarias formas "no convencionales" de respuesta a la acción subversiva, de las cuales, el "instrumento central era la tortura aplicada en forma irrestricta e ilimitada en el tiempo". Decían: "No hay otra forma de identificar a este enemigo oculto si no es mediante la información obtenida por la tortura y ésta, para ser eficaz, debe ser ilimitada."42 También Geuna lo registra de la siguiente manera: "Si no te quebraban en horas, disponían de días, semanas, meses. 'Nosotros no tenemos apuro', nos advertían. 'Aquí subrayaban—el tiempo no existe.”
Lo ilimitado suponía también que la tortura, una vez terminada, se podía reiniciar. En muchos campos, como La Perla o la Mansión Seré, se registró el hecho de que por detectar que el prisionero no había dado determinada información o por represalia ante una actitud de desobediencia se reiniciara la tortura. Aun en lugares como la Escuela de Mecánica de la Armada, en donde no se acostumbraba volver a torturar al prisionero una vez concluida la etapa de interrogatorio, sin embargo la amenaza permanecía latente para el secuestrado que convivía con los instrumentos, los objetos y los sujetos de tortura durante toda su permanencia en el campo.
¿En qué consistía la tortura? El método de tormento "universal" de los campos de concentración argentinos, por el que pasaron prácticamente todos los secuestrados fue la picana eléctrica. Es natural; se trata de un instrumento nacional, "vernáculo", inventado por un argentino. Consiste en provocar descargas; cuanto más alto es el voltaje, mayor es el daño. Su aplicación es particularmente dolorosa en las mucosas, por lo que éstas se convierten en el lugar preferido de los "técnicos". Puede y suele provocar paros cardiacos; de esta manera se mató a muchos prisioneros; en algunos casos porque "se les fue la mano", en otros de manera intencional.
La picana, ya mencionada, tuvo variantes; una fue la picana doble que consistía en lo mismo pero multiplicado por dos; otra fue la picana automática. Esta se ponía a funcionar sin que hubiera ningún interrogador, ninguna pregunta. Sufrir para sufrir, sin otro fin que el propio sufrimiento, como castigo y la domesticación del hombre al campo, como ablande. Quebrar la voluntad de resistencia frente al vacío, frente a ninguna pregunta, frente a la sola manifestación ele poder del secuestrador.
No describiré los distintos métodos utilizados pero sí haré mención de los más frecuentes. Es importante saber qué se le hace a un hombre para entender cómo se lo aterroriza y se lo procesa. El terror corresponde a un registro diferente que el miedo.
Mientras uno está sentado, leyendo, el terror es apenas un concepto que se asocia vagamente con una especie de miedo grande, tal vez con un género cinematográfico, pero basta seleccionar cualquiera de estas técnicas, la que personalmente pueda parecer más tolerable, y pensar en su aplicación sobre el propio cuerpo, de manera irrestricta e ilimitada, repetida e interminablemente, para tener una aproximación a cómo se produce el terror. Interminablemente quiere decir exactamente sin fin, hasta la muerte o hasta un fin arbitrario que no depende de uno.
Para obtenerla información necesaria, los interrogadores "se vieron obligados" a usar técnicas de asfixia, ya fuera por inmersión en agua o por carencia de aire. Aplicaron golpes con todo tipo de objetos, palos, látigos, varillas, golpes de karate y práctica, sobre los prisioneros, de golpes mortales, así como palizas colectivas. Practicaron el colgamiento de los seres humanos por las extremidades dentro de ¡os campos y también desde helicópteros. Hicieron atacar gente con perros entrenados. Quemaron a las personas con agua hirviendo, alambres al rojo, cigarros y les practicaron cortaduras de todo tipo. También despellejaron personas, como Norberto Liwsky en la Brigada de Investigaciones de San Justo. En muchos campos, en particular en los que dependían de la Fuerzas Aérea y la policía, los interrogadores se valieron de todo cipo de abuso sexual. Desde violaciones múltiples a mujeres y a hombres, hasta más de 20 veces consecutivas, así como vejámenes de todo tipo combinados con los métodos ya mencionados de tortura, como la introducción en el ano y la vagina de objetos metálicos y la posterior aplicación de descargas eléctricas a través de los mismos. En estos lugares también era frecuente que a una prisionera "le dieran a elegir" entre la violación y la picana 44. De ahí en más hicieron todo lo que una imaginación perversa y sádica pueda urdir sobre cuerpos totalmente inermes y sin posibilidad de defensa. Lo hicieron sistemáticamente hasta provocar la muerte o la destrucción del hombre, amoldándolo al universo concentracionario, aunque no siempre lo lograron. El abuso con fines informativos, el abuso para modelar y producir sujetos, el abuso arbitrario, todos atributos principales del poder pretendidamente total: saber todo, modelar todo, incluso la vida y la muerte, ser inapelable.
La práctica de estas formas de tortura de manera irrestricta, reiterada e ilimitada se ejerció en todos los campos de concentración y fue clave para la diseminación del terror entre los secuestrados. Una vez que el prisionero pasaba por semejante tratamiento pretería literalmente morir que regresar a esa situación; son muchos los testimonios que así lo afirman. La muerte podía aparecer como una liberación. De hecho, los torturadores usaban la expresión "se nos fue" para designar a alguien que se /«había muerto durante la tortura. Y sin embargo, decidir la propia muerte era una de las cosas que estaba vedada para el desaparecido, que descubría entonces no ya la dificultad de vivir sino la de morir. Morir no era fácil dentro de un campo, Teresa Meschiati, Susana Burgos y muchos otros sobrevivientes relatan intentos a veces absurdos pero desesperados para encontrar la muerte: tomar agua podrida, dejar de respirar, intentar suspender voluntariamente cualquier función vital. Pero no era tan simple.
La máquina inexorable se había apropiado celosamente de la vida y la muerte de cada uno.
No obstante estos denominadores comunes, existieron modalidades diferentes. En algunos casos, relatados por sobrevivientes de campos de la Fuerza Aérea y la policía, el tormento tomaba las características de un ritual purificador. Más que centrarse en la información operativamente valiosa buscaba el castigo de las víctimas, su desmembramiento físico, una especie de venganza que se concretaba en signos visibles sobre los cuerpos. En esos lugares se usaba mucho el castigo con palos y latigazos, que deja huellas. El tratamiento se acompañaba con tortura sexual, fundamentalmente denigrante; eran frecuentes, por ejemplo, las violaciones de hombres. Toda la sesión, desde que iban a buscar al prisionero, tenía un ritmo de excitación ascendente, mientras que, por ejemplo en la Mansión Seré, no faltaba un torturador cristiano que rezaba y "confortaba" a la víctima instándola a que tuviera fe en Dios, mientras era atormentada. También en ese centro, uno de los miembros de la "patota", "al grito de hijos del diablo, hijos del diablo, agarró un látigo y empezó a pegarnos. Son todos judíos, decía, hay que matarlos"4''.
En la Brigada de Investigaciones de San Justo: "Cuando me venían a 39 buscar para una nueva sesión lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente. Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba." A continuación sigue un relato espeluznante, que incluye el despellejamiento del prisionero.
En la Delegación de la Policía Federal: "Allí me golpearon ferozmente por espacio de una hora aproximadamente, lo hicieron con total sadismo y crueldad pues ni siquiera me interrogaban, sólo se reían a carcajadas y me insultaban.''
En la mansión Seré: "...entra la patota en la pieza haciendo mucho escándalo, como ellos hacían, con el fin de crear un clima de terror y pánico a su alrededor... me sacan entre comentarios jocosos y risotadas, me anuncian que me van a dar un baño; me hundían cada vez más frecuentemente y por espacios más prolongados de tiempo, a punto tal de, digamos, de terminar por provocarme asfixia...nos atan a los dos juntos... nos torturan con picana alternativamente a uno y a otro...se me introdujo un objeto metálico en el ano y se me transmitía corriente eléctrica por él; se me torturó en los genitales y en la boca, en las órbitas de los ojos..."/48
En estos campos crecía el número de víctimas casuales. En la misma Mansión Seré, secuestraron y torturaron a un levantador de quiniela y, en mayo de 1977, buscando a un militante, "la patota" se equivocó de dirección y registró los cuartos de una pensión. En uno de ellos encontraron fotos que consideraron pornográficas, en las que se veía a menores, por lo que dedujeron que la persona que allí habitaba era un perverso sexual. Así que procedieron a esperar su llegada y a secuestrar a aquel hombre. Así lo hicieron, lo llevaron hasta la Mansión Seré y allí lo torturaron hasta su muerte, que se produjo esa misma noche. Habían consumado un acto de "purificación". Cruzados del "bien y la moralidad", castigaban el mal, entre rezos, risas y vejámenes.
En este tipo de rituales murieron muchas personas. La duración era indeterminada; la reiteración de la tortura imprevisible y el sentido se asemejaba más a una ceremonia de venganza y locura, entre risas, gritos y golpes, que a un acto de inteligencia militar. A pesar de la aparente irracionalidad, estos campos cobraron un importantísimo número de víctimas y cumplieron un papel fundamental en la destrucción física de toda oposición política, sin discriminación alguna, y de la diseminación del terror. Fueron funcionales para el proyecto militar y dejaron muy pocos sobrevivientes, algunos de ellos lo suficientemente aterrados como para no relatar jamás lo que sufrieron.
Las prácticas de tortura en otros campos, como la Escuela de Mecánica de la Armada o La Perla, tenían diferencias considerables con respecto a lo que acabo de describir, al menos a partir de la existencia de sobrevivientes.
En esos lugares la tortura era enérgica, con un fin "profesional": obtener información operativamente valiosa. Durante el periodo "útil" del prisionero se le aplicaban picana, submarino (asfixia por inmersión) y golpes, como tratamiento regular, y la promesa de respetar su vida en caso de que colaborara, es decir que proporcionara información suficiente para capturar a otras personas.
Para dar credibilidad a la oferta de vida, antes de torturarlo se exhibían ante el preso otros secuestrados, preferentemente militantes conocidos, que en el exterior se daban por muertos. La idea era inducir en el recién llegado la suposición de que estas personas conservaban la vida porque estaban colaborando activamente con los desaparecedores (lo que no necesariamente era verdad). A ello se sumaba el hecho de que, en muchos casos, la detención de la persona se había producido por la delación de un compañero de militancia, a veces con más experiencia o responsabilidades políticas que él mismo. Esto reforzaba la idea que trataba de generar el campo de concentración de que "todos" colaboraban; nadie podía contra su poder y era mejor no intentarlo. La exhibición de omnipotencia que creaba en el secuestrado una sensación de impotencia también total.
La oferta de vida y la prueba "palpable" de que así era, (unos meses de vida en esas circunstancias parecían una promesa de inmortalidad) rompía la lógica con que los militantes llegaban al campo de concentración: enfrentar la propia muerte. Se trataba de producir en el secuestrado un shock psíquico primero y físico después, mediante una tortura intensiva, que lo desestructurara lo suficiente como para dar una "punta del hilo", un dato más para desenredar la madeja de las organizaciones políticas y sindicales. Después de ello, manteniendo la presión, se podía esperar una colaboración más abierta.
El procedimiento se caracterizaba por una cierta asepsia; el objetivo era obtener información útil, pero además, quebrar-A individuo, romper ú militante anulando en él toda línea de fuga o resistencia, modelando un nuevo sujeto adecuado a la dinámica del campo, un cuerpo sumiso que se dejara incorporar a la maquinaria, cualquiera que fuera el lugar que se le asignara. Este quiebre era el producto más preciado de la tortura; alcanzarlo era el mayor desafío para el dispositivo concentracionario y la prueba evidente, insoslayable del poder del interrogador.
Para lograr el quiebre, valían todos los medios, pero siempre conservaban esa racionalidad, la búsqueda de información operativamente valiosa. Pasado el periodo de utilidad del preso, éste dejaba de ser un cuerpo atormentado para producir la verdad ser un cuerpo de desecho, material en depósito hasta la decisión de su destino final: la eliminación o, muy eventualmente, la liberación. La posibilidad de reiniciar la tortura siempre estaba presente pero era relativamente excepcional. Desde el momento en que cesaba la tortura física directa, iniciaba la tortura sorda, la de la incertidumbre sobre la vida, la oscuridad y el aislamiento permanentes, la desconfianza hacia todos, la mala alimentación, el maltrato y la humillación.
En algunos casos, la decisión final sobre la suerte del preso se difería, pasando por un periodo intermedio en el que se lo incorporaba al régimen de capucha o cuadra pero se pretendía, ganar al prisionero, sacarle algo o algo más; la lógica concentracionaria es avariciosa, intenta chupar todo lo 41 vital que hay en el hombre. Se trataba entonces de obtener algún tipo de colaboración voluntaria, operacional, técnica, política, al cabo de la cual, e independientemente de lo que hubiera proporcionado, el destino último también era incierto.
Así pues, aparecen por lo menos dos mecanismos posibles en la tortura: el tormento que llamaré inquisitorial y el tormento como tecnología eficaz, fría, aséptica y eficiente de "chupar". Los dos pretenden producir la verdad, producir un culpable y arrasar al sujeto pero lo hacen de maneras diferentes. Ambas formas implican el procesamiento de los cuerpos, la extracción de lo que sirve y el desecho del hombre. Sin embargo, la modalidad inquisitorial destruye más los cuerpos, es más brutal, arroja más sufrimiento directo sobre sus víctimas, pero es menos eficiente para extraer, está menos preparada para aprovechar hasta la última gota útil de un hombre.
También es probable que la modalidad "aséptica" produzca un menor deterioro personal en los hombres que la aplican y les permita concebirse a sí mismos como simple personal técnico. Finalmente, en términos institucionales, cabe pensar que en nuestra época es más fácil mantener el espíritu de cuerpo y la adhesión ideológica de una fuerza profesional y clase mediera por vía de un discurso técnico-aséptico que por vía de uno fanático-inquisitorial. Este último es psíquica e institucionalmente desquiciante.
Los oficiales de inteligencia que ejecutaron la tortura, sobre todo en el modelo aséptico, eran hombres comunes y corrientes, las más délas veces insignificantes, como Juan Carlos Rolón, cuyo ascenso salió a defender el Presidente Menem en 1994. También ellos, pequeños engranajes que no correspondían a un único patrón. Geuna los describe uno por uno; la diversidad comprende tontos e inteligentes, audaces y cobardes, religiosos y ateos, vanidosos, arrogantes, pusilánimes, de todo; hombres como cualquier otro, que caminan por la calle. Muchos se preguntaban, con auténtica curiosidad, si los prisioneros los consideraban "torturadores". Como si la condición de torturador fuera parte de una esencia que no poseían, como si su práctica cotidiana se debiera a una función circunstancial que se vieron obligados a cumplir; como si hubiera "otros", no ellos, que sí eran torturadores porque disfrutaban haciendo sufrir. Estos hombres sólo trabajaban y "cumplían órdenes".
El cumplimiento de órdenes fue la fórmula más burda de descargo del torturador. Otra muy usual, de acuerdo a los testimonios, fue responsabilizara las conducciones de las organizaciones armadas porque "mandaban a matar" a su gente, "obligándolos" a ellos a hacerlo. También era común que descargaran la culpa sobre la propia víctima, que por su tozudez, los "obligaba" a torturarla. La expresión que se registra es "no te hagas dar", es decir que la víctima "se hacía dar', se hacía torturar. Si para detener a alguien habían torturado a otras personas, el responsable de tales castigos era el buscado, o el que daba la información o cualquier otro que no fuera el torturador. "Vos sos la culpable de que haya hecho cagar a esos infelices", le decía un torturador de la policía federal a Mirtha 42 Gladys Rosales, para justificar que había golpeado salvajemente a su padre y a otras personas'1'''.
Sin embargo, y por más desplazamientos que pueda hacer, hay algo que se agita internamente en un hombre que destroza a otro. Hay algo que reclama la afirmación de su propia humanidad, porque en el intento de despersonalización de la víctima él mismo se despersonaliza, se deshumaniza. En muchísimos relatos aparece el intento de "reparación" del torturador sobre la propia víctima, como si pudiera escindir su. condición de torturador frente a un cuerpo sin rostro de su condición humana frente a la persona del torturado. Cuenta una sobreviviente: "Después de esas 'sesiones' (de tortura) me hacían vestir, y con buenos modos y palabras de consuelo me llevaban al dormitorio e indicaban a otra prisionera que se acercara y me consolara."51' Ana María Careaga relata: "El hombre que había dirigido la tortura, que me había torturado personalmente, ahora me hablaba de una manera paternal.'"1' Otro testimonio dice: "El domingo por la noche, el hombre que me había violado estuvo de guardia obligándome a jugar a las cartas con él."" Un relato casi idéntico de la Mansión Seré señala que la patota secuestró a una maestra muy joven por haber escrito en el pizarrón de su clase "Las Montoneras recorren el país", como frase de ejercitación gramatical y en obvia referencia a las Montoneras del siglo pasado. Después de haber sido torturada "preventivamente", fue presionada con insistencia por uno de sus torturadores a jugar a las cartas con él. La muchacha, que primero se negó, al cabo de un rato jugaba al chin-chón con un hombre poco mayor que ella y que la había sometido a tormento minutos antes. La figura de estas dos personas jugando a los naipes dentro de un campo de exterminio es la viva imagen de una suerte de perversión de la realidad que se opera en el dispositivo concentracionario, cuyo eje es la tortura. En ella se conjugan el poder, la arbitrariedad, la culpa y la necesidad de crear una "ilusión de reparación", que persiguió a buena parte de los torturadores.
Mediante el tormento se arrancaba al hombre información y su misma humanidad, hasta dejarlo vacío. La sala de torturas, el "quirófano" en la jerga concentracionaria, era el lugar donde se operaba sobre la persona para producir ese vaciamiento. Era un largo proceso que duraba días, semanas, meses hasta lograr la producción de un nuevo sujeto, completamente sumiso a los designios del campo: "Ya uno no tiene nada que darles, ni ellos quieren nada de mí. Tenía un gran cansancio y sólo quería que todo terminara de inmediato."53
El campo logró la sumisión. El "Sí, señor" del lenguaje militar en boca de los prisioneros fue un signo de esa sumisión. "Se ensañaron mucho más porque no les había dicho que estaba embarazada... Me decían: '¿Por qué no lo dijiste, pelotuda? ¿Querés que te lo saque ahora?' (al hijo) ¡No! 'No, qué pelotuda.' No, señor. 'Ah, así está mejor.'"5
Sin embargo, la sumisión nunca es toral; el campo intentó arrasar la personalidad y toda forma de resistencia a través de la tortura sistemática, ilimitada, irrestricta, produciendo dolor, terror, parálisis, pero 43 no necesariamente lo logró. No hay técnicas infalibles, y la tortura tampoco lo fue. A pesar de los interrogadores, frente a ella había hombres, no masilla moldeable. Seres humanos que reaccionaron de las más diversas maneras. Existió la resistencia abierta de quienes, poseyendo información, desafiaron con éxito la tortura. Geuna relata el de una madre que dirigiéndose a su hija, mientras las torturaban a ambas en La Perla, le gritaba "No hables, nena; a estos hijos de puta ni una palabra". Aquí, el campo de concentración y la tortura se enfrentan a su zona de impotencia: la resistencia interna del hombre. En este caso sólo pueden funcionar como máquina asesina, y matar.
Hay otros que simularon colaborar, dando datos falsos que pudieran pasar por verdaderos, y en realidad no entregaron algo útil para "alimentar" y reproducir el mecanismo.
Intentaban así detener la tortura y ganar tiempo. En este caso, la tortura tampoco logró su objetivo. No sólo no produjo la "verdad", sino que el prisionero la contabilizó internamente como una batalla ganada al campo de concentración; se fortaleció, aunque le costara la vida. Es el caso de Fernández Samar que se relata también en el testimonio de Geuna, quien mientras agonizaba a causa de los tormentos padecidos, en los que había ocultado la información clave, repetía "Los jodí; los jodí"'°. Entre los sobrevivientes hay mucha gente que resistió la tortura y seguramente esta primera victoria los rearmó para tolerar la capucha, el aislamiento, las presiones y todo lo que padecieron después hasta su liberación. La resistencia a la tortura es una de las formas más claras de la limitación del poder del campo.
Otros más no aguantaron la presión y brindaron información útil pero no entregaron todo; guardaron cuidadosamente aquello que consideraban más importante; ese era su último bastión de resistencia, su secreto. Estas personas, aunque hubieran sido arrasadas por el dispositivo, solían recuperara. Es decir, pasada la presión directa, recobraban las nociones de solidaridad y compromiso con sus compañeros de cautiverio, recuperaban alguna capacidad de resistencia. Este grupo fue muy importante en términos cuantitativos y cualitativos ya que fue numeroso y permitió la reproducción del dispositivo, alimentándolo y generando más secuestros. Desde este punto de vista, la tortura irrestricta e ilimitada demostró su eficacia. Mucha de esa gente podía estar dispuesta a morir, pero sencillamente no soportó las condiciones de tormento y "entregó" algo, o mucho.
Hubo otros prisioneros que una vez que comenzaron a dar información bajo tortura ya no se detuvieron, y se fueron desplazando progresivamente de la categoría de víctimas a la de victimarios. Esta gente, que existió en La Perla, en el ministaff de la Escuela de Mecánica y en otros lugares de manera aislada, se convirtió en una especie de presos intermediarios entre los desaparecedores y los desaparecidos. Fueron quebrados por la tortura, muchas veces espantosa, y se desintegraron. No se sentían presos. Suzzara, una secuestrada de este tipo, decía de sus compañeros presos: "Les tengo asco". Algunos de ellos realizaban 44 operativos militares con sus propios captores; otros llegaron incluso a torturar. Estas personas eran un enemigo de los presos igual o peor que los guardias. Necesitaban que todos se desintegraran como ellos, que dejaran de ser, para encontrar su propia justificación; por eso vigilaban meticulosamente a los otros prisioneros, "certificaban" los "quiebres"; temían la sobrevivencia de quienes no estuvieran en su misma situación porque eran testigos de su vergüenza. En general, los militares sentían un profundo desprecio por esta gente. Sobre ellos el campo de concentración funcionó, alcanzó su objetivo; aunque numéricamente representaron algo así como el uno por mil fueron muy útiles al dispositivo. Cada uno de ellos fue responsable de muchas decenas de secuestros. Además orientaron el trabajo de los interrogadores; les permitieron aumentar su eficiencia; saber qué preguntar, cómo hacerlo, cuáles eran las debilidades de una persona. En fin, fueron de gran utilidad y constituyen el tipo de sujeto que produce el campo de concentración y la tortura: temerosos, sumisos, autoritarios, inestables. Muchos de ellos permanecieron ligados a las fuerzas de seguridad y siguieron trabajando para ellas una vez clausurados los campos de concentración.
Por último existieron personas que "negociaron" su captura. Es decir, aquellos que sin ofrecer resistencia alguna, sin ¡atentar siquiera presentar batalla, "se pasaron" aparentemente de bando y se prestaron a trabajar para las fuerzas de seguridad como lo habían hecho para organizaciones políticas opositoras. Llegaron a los campos de concentración con maletas y jamás les tocaron un pelo. De estos casos se registran el de Pinchevsky en La Perla y el de Máximo Nicoletti y su mujer, María Emilia Peuriot, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Estas personas no se pueden considerar como éxitos del dispositivo concentracionario; son otra cosa. No fueron quebrados puesto que no había nada que romper, que opusiera resistencia.
En síntesis, la tortura como eje del trabajo de inteligencia fue altamente productiva y eficiente. Logró la información suficiente para destruir las organizaciones guerrilleras y sus entornos, asesinar a los dirigentes sindicales no conciliadores, arrasar toda organización popular, golpear y dificultar la acción de los organismos de derechos humanos. Lo hizo gracias a la existencia de los campos de concentración con los supuestos de una práctica irrestricta e ilimitada del tormento. Consiguió obtener información parcial significativa; logró la colaboración total de un pequeño grupo de gente que logró modelar, desintegrar y reordenar según la lógica del poder autoritario. En suma fue el método que permitió obtener la información necesaria para destruir una generación de militantes políticos y sindicales que desaparecieron en los campos de concentración. Para quienes deseaban este resultado, el método parece haber sido el adecuado. En todo caso se abren otras preguntas: ¿Debía la sociedad argentina desaparecer una generación de molestos activistas sindicales y políticos? ¿Hay posibilidad de separar medios y fines? Desaparecer, borrar del mapa, ¿no lleva casi irremediablemente a esto?

Una lógica perversa, una realidad tabicada y compartimentada

El campo es un lugar de contrarios que coexisten, de ambivalencia y conflicto superpuesto, no resuelto, en donde la confrontación se resuelve por la separación, clasificación y eliminación de lo disfuncional. Al tiempo que es un centro de retiñan de prisioneros, es donde el hombre encuentra el mayor grado de aislamiento posible. Prisioneros concentrados en una barraca, cuidadosamente separados entre sí por tabiques, celdas, cuchetas. Compartimentos que separan lo que está profundamente interconectado.
Los planos de los campos de concentración parecen graficar esta idea de la compartimentación como antídoto del conflicto, que permea todo el proceso. Largas secuencias de compartimentos; depósitos ordenados y separados en la arquitectura, en las etapas del proceso desaparecedor (captura, tortura, asesinato, desaparición de los cuerpos), entre los servicios que obtienen y procesan la información (Armada, Ejército, Aeronáutica), del campo mismo como un compartimento separado de la realidad.
También los hombres aparecen fragmentados, compartimentados interna y externamente: "subversivos" a los que se despoja de identidad, cuerpos sin sujeto, torturadores que ostentan una ideología liberal, cristianos que se confunden a sí mismos con Dios. Todo sin entrar en colisión aparente, subsistiendo gracias a una separación cuidadosa, esquizofrénica, que atraviesa a la sociedad, al campo de concentración y a los sujetos.
Los compartimentos estancos son la condición de posibilidad de coexistencia de elementos sustancialmente inconsistentes y contradictorios.
Salta a la vista que precisamente fuerzas legales, como se identificaban a sí mismas las fuerzas represivas, operaran con una estructura, un funcionamiento y una tecnología "por izquierda", es decir ilegal. El secuestro, la tortura ilimitada y el asesinato eran claves para lograr el exterminio de toda oposición política y diseminar el terror al que ya se hizo referencia. Dichas "técnicas" no se hubieran podido aplicar desde la legalidad existente y, de hecho, el gobierno militar, a diferencia de los nazis, nunca creó leyes que respaldaran la existencia de los campos de concentración; antes bien optó por negar su existencia. Las "fuerzas legales" eran los GT clandestinos mientras que toda acción legal, como la presentación de hábeas Corpus, denuncias, búsqueda de personas, juicios, era considerada "subversiva".
Extraña coexistencia de lo legal y lo ilegal, pérdida de los referentes, inversión constante y sucesiva de los términos, confusión de los contrarios que impide reconocer desde la sociedad por dónde pasa la distinción entre uno y otro. La ilegalidad de los campos, en coexistencia con su inserción perfectamente institucional, aunque parezca contradictorio, fue una de las claves de su éxito como modalidad represiva del Estado.
Directamente vinculado con la legalidad aparece el problema del secreto. El secreto, lo que se esconde, lo subterráneo, es parte de la centralidad del poder. Durante el Proceso de Reorganización Nacional se sancionaron leyes de carácter secreto. El general Tomás Sánchez de Bustamante declaró: "En este tipo de lucha (la antisubversiva) el secreto que debe envolver las operaciones especiales hace que no deba divulgarse a quién se ha capturado y a quién se debe capturar. Debe existir una nube de silencio que rodee todo..."bíl También existían sanciones legales de carácter secreto y decisiones secretas que inhabilitaban políticamente a ciertos ciudadanos. Los campos de concentración eran secretos y las inhumaciones de cadáveres NN en los cementerios, también. Sin embargo, para que funcionara el dispositivo desaparecedor debían ser secretos a voces; era preciso que «'supiera para diseminar el terror. La nube de silencio ocultaba los nombres, las razones específicas, pero todos sabían que se llevaban a los que "andaban en algo", que las personas "desaparecían", que los coches que iban con gente armada pertenecían a las fuerzas de seguridad, que los que se llevaban no volvían a aparecer, que existían los campos de concentración. En suma, un secreto con publicidad incluida; mensajes contradictorios y ambivalentes. Secretos que se deben saber; lo que es preciso decir como si no se dijera, pero que todos conocen.
La manera en que se fraccionó el dispositivo concentracionario, separando trabajos y diluyendo responsabilidades es otra manifestación de esta misma esquizofrenia social, y tuvo lugar dentro mismo de los campos. El mecanismo por el cual los desaparecedores concebían su participación personal como un simple paso dentro de una cadena que nadie controlaba es otra forma de fraccionar un proceso básicamente único. Cada uno de los actores concebía la responsabilidad como algo ajeno; fragmentaba el proceso global de la desaparición y tomaba sólo su parte, escindiéndola y justificándola, al tiempo que condenaba a otros, como si su participación tuviera algún sentido por fuera de la cadena y no coadyuvara de manera directa al dispositivo asesino y desaparecedor. Recuérdense en este sentido las declaraciones de Vilariño.
De manera semejante, los grupos operativos se concebían como diferentes y enfrentados, se retaceaban la información unos a otros, entre las distintas armas y aun dentro de una misma arma. Cada uno se creía, o bien más eficiente, o bien menos brutal que los otros. Grass se refiere a las diferencias entre el grupo operativo de la Escuela de Mecánica y el del Servicio de Inteligencia Naval; Cetina narra el terrible enfrentamiento entre la policía y el Ejército; Graciela Dellatorre cuenta la competencia que existía entre los tres grupos operativos de El Vesubio5 . Cada uno era un compartimento del dispositivo concentracionario, con sus hombres, sus armas, su información, sus secuestrados. Su seguridad podía depender de mantener esta separación; el incremento de su poder también. Es decir, el mecanismo favorecía la compartimentación y la competencia, al tiempo que imponía su totalidad sobre el conjunto. Es importante señalar que cuanto mayor sea la fragmentación, más necesidad existirá de una instancia totalizadora. Lo fragmentario no se opone a lo totalizante; por el contrario, se combinan y superponen, sin encontrar consistencia ni coherencia alguna.
Para el secuestrado, la incoherencia entre unas acciones y otras creaba un desquiciamiento de la lógica dentro de los campos, otra lógica que no alcanzaba a comprender, pero que sin embargo es constitutiva del poder, de su parte más íntima, de su racionalidad no admitida, negada, subterránea. Una racionalidad que incorpora lo esquizofrénico como sustancial. La incongruencia entre las acciones de los secuestradores fue una de sus manifestaciones que se hizo particularmente patente en los campos que correspondieron a la modalidad técnico-aséptica.
Por ejemplo, la posibilidad de supervivencia no aumentó para quienes brindaron información útil ni para las víctimas producto de la casualidad, del error, o que después de los interrogatorios hubieran demostrado tener muy poca o nula vinculación con la guerrilla. Por el contrario, en muchos casos fue exactamente al revés; los militantes de cierta trayectoria podían ser más útiles a largo plazo, lo que aumentó inicialmente su sobrevida y luego la posibilidad de "reaparecer". El procedimiento no carecía de lógica pero al mismo tiempo parecía incomprensible; pertenecía a otra lógica que el secuestrado no podía comprender. Por un lado, la existencia de lógicas incomprensibles, por otro, la ruptura y la esquizofrenia dentro de la lógica concentracionaria desquiciaban a los prisioneros e incrementaban la sensación de locura.
La visita casi diaria en la Escuela de Mecánica de la Armada de un médico que atendía a los prisioneros era un dato aparentemente contradictorio con la suposición de que los traslados implicaban la muerte. Geuna también relata que: "se interesaban por mi salud, por mis heridas, por mi debilidad (había adelgazado diez kilos en veinte días).
Me trajeron vendas y vitaminas. Me cuidaban y al mismo tiempo me decían que me iban a matar."58 ¿Para qué se curaba de anginas o se administraba vitaminas a alguien que se iba a asesinar? La incongruencia llevaba al preso a pensar que o bien era cierta una cosa o la otra y, dado que efectivamente le llevaban vitaminas, no lo iban a matar, lo cual era falso. Esta "lógica perversa" o falta aparente de lógica tan terriblemente a los secuestrados.
Se puede pensar, aunque Hannah Arendt discutiría la supuesta finalidad productiva de los campos de concentración nazis, que en ellos, a pesar del exterminio que se reservaba a los prisioneros, la existencia del médico tenía un sentido: mantener al hombre con cierta capacidad de trabajo, ya que se lo usaba en tareas productivas. Pero éste no era el caso de los campos argentinos, en que los secuestrados permanecían tirados en el piso, sin hacer nada a veces durante meses. ¿Qué lógica podía tener la presencia del médico en esas circunstancias?
No es claro, pero probablemente se jugaba un cierto sentido de humanidad manteniendo al hombre en condiciones relativamente aceptables hasta su muerte. Esta hipótesis, la menos congruente con el resto del funcionamiento del campo, es quizás la más probable; hay que recordar que la preservación de la vida de algunos niños en el vientre de su madre respondía a una lógica semejante que no sería más que otro de los tantos mecanismos de auto-humanización que debieron usar los desaparecedores para justificarse a sí mismos. Desde una concepción más consistentemente utilitarista se podría suponer que prevenían epidemias que pudieran afectar a prisioneros todavía útiles o al propio personal.
También es probable; en algunos sentidos el campo funcionaba como una fría y no muy selectiva máquina de matar; en otros irrumpían estas rupturas de la lógica, estas compartimentaciones incomprensibles a primera vista. Lo cierto es que la atención médica era uno de los elementos que lograba dificultar la comprensión del prisionero de que sería ejecutado, por la aparente contradicción entre una acción y otra. Esa confusión, alimentada por el campo y multiplicada por el temor y la negación de los prisioneros, creaba una "predisposición" para interpretar la lógica perversa que desataba el campo como auténticos indicios de la posibilidad de supervivencia, lodo ello confluyó para desalentar las formas de resistencia más desesperadas.
Algo semejante ocurrió con la atención a las mujeres embarazadas que llegaron a dar a luz, en la "Sarda" de la Escuela de Mecánica. A partir de cierto momento del embarazo, esas prisioneras pasaban a ocupar un cuarto con camas, una mesa con sillas, ropa, y podían permanecer allí con los ojos descubiertos y hablar. Días antes del alumbramiento, los marinos le hacían llegar a la madre un ajuar completo, a veces muy hermoso, para su bebé. El parto se atendía con un médico y respetando ciertos requerimientos de asepsia, anestesia y cuidados generales. La madre le ponía nombre a su hijo y daba las indicaciones para que lo entregaran a la familia. Este trato dificultaba la comprensión del destino final de madre e hijo. Las atenciones hacían presuponer que ambos vivirían o que, cuando menos, el bebé sería respetado. La realidad era muy otra: la madre solía ser ejecutada pocos días después del alumbramiento y el bebé se enviaba a un orfanato, se daba en adopción o, eventualmente, se entregaba a la familia. Quedaba así limpia la conciencia de los desaparecedores: mataban a quien debían matar; preservaban la otra vida, le evitaban un hogar subversivo y se desentendían de su responsabilidad. No es que no existiera una racionalidad; sencillamente no era una lógica total y perfectamente congruente sino fraccionada y contradictoria.
Muchas de las inconsistencias de los campos estuvieron ligadas a la participación de médicos y psicólogos, cuyas profesiones se asocian, precisamente, con evitar el dolor y preservar la vida. En los campos, estos profesionales cumplieron las funciones exactamente inversas. Los médicos de los campos (los hubo en todos), que se dedicaban también a curar gente fuera de ellos, ayudaron a señalar cómo provocar más dolor, cómo prolongarlo, cómo evitar la muerte cuando el preso era potencialmente "útil" y cómo matarlo sin que ofreciera resistencia. Uno de los casos más abrumadores fue el de Jorge Vázquez, médico, prisionero que pertenecía a lo organización Montoneros, que asesoraba en la tortura y que autorizó continuar con el tormento de Víctor Melchor Basterra después de que éste padeciera un paro cardiaco. Estos hombres sólo pueden haber convivido con sus funciones reparadoras y sus funciones asesinas haciendo coexistir lo antagónico por medio de la compartimentación, la separación de sus funciones. Como señaló Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka: "No podía vivir si no compartimentaba mi pensamiento."'
Los sacerdotes tampoco estuvieron ausentes de los campos de concentración y de su lógica esquizofrénica. Además de que muchos de ellos, así como religiosas católicas, los padecieron y fueron sus víctimas, otros se dedicaron a tranquilizar las conciencias de los desaparecedores y a atormentar a los secuestrados. Un miembro de los grupos represivos, Julio Alberto Emmed, relató que después ele asesinar a tres hombres con inyecciones de veneno aplicadas directamente al corazón, en presencia del sacerdote Christian von Wernich, "el cura Von Wernich me habla de una forma especial por la impresión que me había causado lo ocurrido; me dice que lo que habíamos hecho era necesario, que era un acto patriótico y que Dios sabía que era para bien del país. Estas fueron sus palabras textuales". A su vez, el R. P. Felipe Pelanda López, capellán del batallón 141 de ingenieros de La Rioja, le dijo a un detenido apaleado: "¡Y bueno, mi hijo, si no quiere que le peguen, hable!"62 Abundan estos testimonios que, como en el caso de los médicos, dan cuenta de una "inversión" de la misión que se supone cumple un sacerdote. En lugar de reprobar el asesinato, convalidarlo; en lugar de confortar al que sufre, agredirlo. Estos hombres, al mismo tiempo, celebraban misa y leían cada domingo los Evangelios.
Los intentos de reparación que realizaban los torturadores sobre sus propias víctimas, y la extraña convivencia de la crueldad con la clemencia, sin solución de continuidad, aparecen en muchísimos testimonios, en una suerte de mosaico "enloquecido"; "lo normal eran las categorías demenciales" diría Geuna. Un mismo hombre podía hacer macar a decenas de prisioneros y compadecerse de otro. Los responsables de decenas de muertes, casi siempre, "salvaron" a alguien. El capitán Acosta, después de exhibir frente a los prisioneros el cadáver acribillado de Maggio, seleccionó a un grupo y lo obligó a cenar con él como si nada hubiera ocurrido. El comandante Quijano, que amaba a los animales, después de secuestrar a Geuna y participar en el asesinato de su esposo le dijo que ya se había encargado de colocar al gato y al perro, así que se quedara tranquila por los animales. ¿Actos de reparación? Bondad y maldad, superpuestas y separadas, sin posibilidad de una mínima congruencia.
Rupturas brutales entre el discurso y la práctica o entre dos momentos del discurso o de la práctica, es indiferente, nos muestran a oficiales de inteligencia que afirman con convicción que "el fin no justifica los medios" (Escuela de Mecánica); corcuradores y asesinos que reprochan la utilización de palabras soeces a los secuestrados (La Perla); torturadores que se niegan a violar el secreto del voto (Cuerpo 1 de Ejército); militares que desean "Feliz Navidad" y brindan con los prisioneros (Escuela de Mecánica). Todos estos elementos coexistiendo sin contradicción aparente, en una atmósfera de locura, que resulta increíble, que "enloquece". Blanca Buda, militante del Partido Intransigente, hace un relato desopilante. Dice que después de esas torturas comenzó un interrogatorio más tranquilo. "-¿Estás completamente segura de que no sabes por quién votó tu gente? -Señor, no puedo decirle por quién votaron ellos, pero -acoté- ¿quiere que le diga por quién voté yo? Saltaron dos o tres al mismo tiempo. No supe si me tomaban el pelo o si los atacaba una reacción “legalista” cuando los oí gritar indignados: -¡No, eso no! ¡E) voto es secreto! Al principio no entendí. Cuando mi confundido cerebro captó el verdadero sentido de la frase no pude contenerme y lancé una carcajada... Me torturaron bestialmente pretendiendo saber los íntimos detalles de mi vida, la filiación política de mis vecinos, cuántas ollas populares habíamos impulsado, la capacidad organizativa de los partidos políticos de la localidad y ahora salían con que el voto era secreto."'64
La locura y lo ilimitado que exaltaba el capitán Acosta se manifiestan hasta el absurdo en este relato o en el hecho de secuestrar un loro e ingresarlo a La Perla con el número de prisionero 428.
La fragmentación, que permitía "funcionar" a los desaparecedores, se iba adueñando también del prisionero. De hecho, el quiebre en sí mismo implicaba esta ruptura y la necesidad de acondicionar en compartimentos separados lo que correspondía a un mismo sujeto. Cuanto mayor arrasamiento, mayor fragmentación, escondida bajo un discurso "total".
Este es el caso de los prisioneros que creían haberse pasado de bando, y en consecuencia hablaban y actuaban como si fueran militares, como si no notaran que... permanecían secuestrados.
La rotura física que provoca la tortura puede ser también una rotura interior, que el prisionero registra, al mismo tiempo que tiende a ver el campo como una totalidad congruente aunque incomprensible. Le cuesta mucho más percibir el fraccionamiento de sus captores que el propio. Sin embargo, la fragmentación es constitutiva del campo y se proyecta sobre el preso. Dice Geuna: "La realidad de La Perla era una realidad absoluta, total, con sus propias reglas. Y esa realidad comienza a imponerse con la venda y el proceso de aislamiento que desata: uno va encerrándose en sí mismo, se retrae y penetra cada vez más adentro de su conciencia. En esa situación uno se encuentra todo roto... La venda te lleva a tu interior y tu interior está destrozado y cada vez se fragmenta más hasta entrar en un mundo de categorías demenciales, irreales, donde todo lo que puede ser la vida está falseado y la propia vida es otra cosa."65
En efecto, la vida sin ver ni oír, la vida sin moverse, la vida sin los afectos, la vida en medio del dolor es casi como la muerte y sin embargo, el hombre está vivo; es la muerte antes de la muerte; es la vida entre la muerte. Otra superposición enloquecida, la de estos "muertos que caminan".
Todos estos contrarios coexistiendo con total "naturalidad" refuerzan la sensación de locura. "Unos iban hacia la libertad, otros a la muerte; un grupo se vestía como para una fiesta, la mayoría estaba semidesnuda.
Oíamos los gritos de los torturados y las risas de los militares. Festejaron con chocolate el cumpleaños de Di Monte. Al día siguiente, otro traslado.
La superposición de contrarios de una manera incomprensible, el hecho de estar dentro de una especie de útero cerrado por fuera de las leyes, del tiempo y del espacio, acentúa la sensación de que el campo constituye una realidad aparte y total. "Todo comenzaba y terminaba en La Perla"67, diría Geuna. Sin embargo, el campo está perfectamente instalado en el centro de la sociedad; se nutre de ella y se derrama sobre ella. Quizás es el hecho de permanecer tan apartado, al mismo tiempo que está en medio, lo que más enloquecedor resulta para el prisionero, lo que produce la sensación de irrealidad.
Cuenta Careaga: "Un día viví una sensación de irrealidad, que en ese momento creí que iba a perder, o que había perdido ya la razón. Estaba en la enfermería, cerca de la calle, de la gente, y nadie sabía que yo estaba allí. Ese día había habido un partido de fútbol; había ganado Boca, yo escuchaba las bocinas, los gritos de la hinchada festejando. Adentro, al lado de la enfermería, los verdugos jugaban al truco ¡y escuchaban un cásete con los discursos de Hitler! Tuve que cerrar los ojos y taparme los oídos!'' También el extraordinario testimonio de Geuna lo señala: "Yo creía en un principio que La Perla estaba ubicada en algún paraje remoto... Casi enfrente nuestro se levantaba la fábrica de cemento Corcemar, a sólo 14 kilómetros de la ciudad de Córdoba, a unos cien metros de una de las principales rutas de la provincia, que tiene una densidad de tránsito importante. Vi pasar varios coches y pensé si no nos verían. ¡Estábamos tan caray sin embargo tan lejos .
El hecho de que el campo es una realidad aparte constituye una ilusión. El poder intenta colocarlo aparte pero este no es más que otro de los múltiplescompartimentos que se pretenden separar, acotar. Como las cuchetas que separan presos, como las cabezas que separan ideas, como los hombres que separan sentimientos porque no los pueden conciliar, así se separa al campo de la sociedad. La esquizofrenia social que separa lo que resulta contradictorio para permitir su coexistencia con "naturalidad" es la que se expresa en la propia existencia del campo y en las dinámicas internas a él. La eliminación del conflicto se puede hacer por su negación (la desaparición), por su eliminación (el asesinato), por su separación *compartimentación para evitar que contamine (la cárcel). sin campo de concentración fue una extraña combinación de todos estos mecanismos.
Es cierto que formó, efectivamente, una red propia, pero esa red estuvo perfectamente entretejida con el entramado social.

Un universo binario

Las lógicas totalitarias son lógicas binarias que conciben el mundo como dos grandes campos enfrentados-, el propio y el ajeno. Pero además de creer que todo lo que no es idéntico a sí mismo es parte de otro amenazante, el pensamiento autoritario y totalizador entiende que lo diferente constituye un peligro inminente o latente que es preciso conjurar. La reducción de la realidad a dos grandes esferas pretende finalmente la eliminación de las diversidades y la imposición de una realidad tínica y total representada por el núcleo duro del poder, el Estado.
Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a los términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La concepción de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques amenazantes y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica binaria que en América Latina se articuló en torno a la doctrina de la seguridad nacional. Como ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la macropolítica de la seguridad que se corresponde con la micro política del terror.
Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra contra la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras nacionales. Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla recogió el guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares, pensar la cuestión en términos bélicos los ponía en una situación "profesional", apartándolos de las funciones meramente represivas, destinadas históricamente a la policía, al tiempo que alimentaba esta visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos la guerra doctrina en mano y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás tuvimos necesidad, como se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra capacidad y nuestra organización legal son más que suficientes para combatir contra fuerzas irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70 La noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro modo, deberían verse como vulgares represores.
Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que desafiaba a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con cierta capacidad de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se encontraba militarmente, mayor énfasis ponía en la resolución armada del conflicto y en su estructura regular, con grados militares, estados mayores y órdenes cerrados completamente desvinculados de su realidad de fuerza irregular con un mediano o escaso poder de fuego. Prefirió mostrarse a sí misma como un ejército en guerra para aumentar su importancia y su aparente peligrosidad. En este sentido, propició la lógica militar y ayudó conscientemente a extender la ficción de una guerra popular contra un ejército imperialista.
Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese otro, que comprende tocio aquello que no es como yo; otro amenazante, peligroso. La lógica binaria es una lógica paranoica, en donde el Otro pretende mi destrucción y es lo suficientemente fuerte como para lograrla. Intenta ejercer sobre mí una dominación total, por ello su persecución también debe ser total.
Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel que potencialmente considere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es otro extraño, preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso, perfectamente diferente a mí, a quien puedo reconocer de inmediato porque está desprovisto de cualidades humanas. El general Camps, como siempre, lo dijo con gran claridad: "Aquí libramos una guerra... No desaparecieron personas sino subversivos." Los atributos sub humanos del Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por sus características despreciables. Vergés, uno de los militares de La Perla, le dijo a Graciela, Geuna: “A tu marido lo agarré yo, y lo detecté por el olor, por el olor a sucio, a montonero sucio que tenía.
El olor, podría haber sido la nariz, la avaricia o cualquiera de los atributos que se asigna a ese Otro temido y temible. El racismo, como concepción binaria, ofrece muestras variadas de la construcción arbitraria, amenazante y, a la vez, denigrante del Otro. Rasgos tan poco significativos, como la barba, pueden llegar a identificar al Otro. El general Aquel, haciendo gala de su liberalidad, le dijo a dos periodistas que no tenía problemas para "hablar con personas de pensamiento diferente al mío. Incluso —acotó yo los recibo a ustedes sin ninguna dificultad, aunque tengan barba."7' Es digna de señalar la sorprendente relación entre una forma de pensamiento y la posesión de barba.
El Otro que construyeron los militares argentinos, que era preciso encerrar en los campos de concentración y luego eliminar, era el subversivo. Subversivo era una categoría verdaderamente incierta. Comprendía, en primer lugar, a los miembros de las organizaciones armadas y sus entornos, es decir militantes políticos y sindicales vinculados de cualquier manera que fuese con la guerrilla. Inmediatamente se pasaba a incluir en una categoría de subversivo a todo grupo político o partido opositor, así como a cualquier organismo de defensa de los derechos humanos, todos ellos dedicados, por una conspiración internacional, a desprestigiar al gobierno. Por ejemplo, el torturador de Norberto Liwsky "manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor"7'.
Cualquier tipo de militancia popular entraba dentro del rango de subversivo. Al sacerdote Orlando Virgilio Yorio, la persona que lo interrogaba le dijo: "Vos no sos un guerrillero, no estás en la violencia, pero vos no te das cuenta que al irte a vivir allí (a la villa de emergencia) con tu cultura, unís a la gente, unís a los pobres, y unir a los pobres es subversión."'
También existía la subversión fabril que según el ministro de Trabajo, Horacio Tomás Liendo, comprendía "el adoctrinamiento individual", levantar "falsas reivindicaciones", desprestigiar a los "auténticos dirigentes obreros', con la advertencia de que "aquellos que se apartan del normal desarrollo del Proceso... se convierten en cómplices de esa subversión que
debemos destruir"76.
Subversión económica, subversión sindical, subversión política; en todos los órdenes aparecía ese terrible enemigo, tan vasto, tan inapresable, conformado por todos los que se oponían "de alguna manera" al proyecto militar. La amistad o el parentesco con un subversivo podían ameritar la inclusión en el grupo. Así, el ex presidente Héctor J. Cámpora, por haber concedido la amnistía de 1973; el periodista Jacobo Timerman, por publicar en su periódico pedidos de babeas corpus; el abogado radical Pisarello, por haber defendido alguna vez a presos políticos; el sindicalista Di Pasquale, por estar vinculado al gremialismo independiente de la burocracia sindical; todos entraron en la categoría de subversivos, y lo pagaron caro.
La amplitud del concepto "subversivo" queda perfectamente expresada en las siguientes declaraciones del general Videla: "Por encima de todo está Dios. El hombre es criatura de Dios, creado a su imagen. Su deber sobre la tierra es crear una familia, piedra angular de la sociedad, y de vivir dentro del respeto del trabajo y de la propiedad del prójimo. Todo individuo que pretenda trastornar estos valores fundamentales es un subversivo, un enemigo potencial de la sociedad y es indispensable impedirle que haga daño."77 Otra: "El terrorista no sólo es considerado real por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana."7S En suma, dada la vaguedad del concepto, cualquiera podía entrar en la categoría de subversivo e, incluso, en la de terrorista.
Así pues, declarada la guerra y definido el enemigo, procedía su eliminación inmediata, y para ello se crearon los campos. Grass afirma haber escuchado en reiteradas oportunidades a los marinos de la Escuela de Mecánica que las Fuerzas Armadas dieron el golpe militar de 1 976"para asumir el control de la totalidad del aparato del Estado y ponerlo a servicio de una. política de exterminio de los activistas de las organizaciones populares, tanto políticos como sindicales, estudiantiles y de los distintos estratos de la sociedad que expresaran su adhesión a proyectos de transformación social, calificados por las Fuerzas Armadas como 'contrarios al ser nacional y al orden social natural"' 9.
Los campos de concentración fueron el dispositivo ideado para concretar la política de exterminio, producto de esta concepción binaria de lo político y lo social. La política concentracionaria como concepción pertenece a este universo binario que separa amigos de enemigos; el campo de concentración, como el cuartel o el psiquiátrico, son instituciones totales, también de carácter binario. Su objetivo es constituir un universo cerrado que "normaliza" a las personas internadas en ellas, y funcionan a partir de dos grandes grupos: los internos, que se someten al proceso de transformación o cura, y el personal, responsable de producir esa mutación. En el caso de los campos de concentración se registra una primera ruptura entre un adentro y un afuera de la sociedad, imagen invertida del adentro y afuera del campo, como si éste perteneciera a otra realidad, separada y escindida. A su vez, los internos o prisioneros, perfectamente diferenciados del personal militar que maneja el campo, son objeto del tratamiento o procesamiento que realiza la institución.
Goffman señala que las instituciones totales son "invernaderos donde se transforma a las personas"80. Si bien el objetivo final de los campos de concentración era el exterminio, para completar su circuito y obtener la información que alimentaba el dispositivo, los campos necesitaban transformar a las personas antes de matarlas. Era una transformación que consistía básicamente en deshumanizarlas y vaciarlas, procesarlas por medio de la tortura para que aceptaran los mecanismos del campo y colaboraran con ellos. Una parte central de esta transformación consistía en borrar en el hombre toda capacidad de resistencia.
Los dos universos escindidos, que dentro del campo de concentración forman los presos y los guardianes, se conciben como mundos sin contacto humano alguno. Las técnicas que ya mencionamos, como la capucha, son parre de una disciplina que intenta mantener perfectamente compartimentadas estas dos esferas. Sin embargo, la realidad que se produjo fue algo diferente. El mundo de los-captores estaba constituido por diferentes rangos, con una relación jerárquica entre sí. En primer lugar estaba la alta oficialidad que tomaba las decisiones políticas y militares pero tenía un contacto esporádico con los prisioneros, apenas el suficiente para "ensuciarse las manos".
En segunda instancia, se encontraba Ja oficialidad del campo, de baja y mediana graduación, que ejecutaba los secuestros, las torturas y se encontraba en contacto directo con los prisioneros. Era el mando concreto y operativo del campo y a ella pertenecían los célebres Astiz, Acosta, Barreiro; también Rico y Seíneldín.
Por último, estaban los suboficiales, que se encargaban básicamente de las funciones de guardia de los presos y el establecimiento, mantenimiento de la infraestructura, logística y constituían la tropa de las "patotas". También participaban de ¡as torturas y eran los que organizaban los traslados, aunque obviamente bajo las órdenes de un oficial.
El mundo de los secuestrados era aparentemente homogéneo, como ya lo señalamos, cuerpos y capuchas. Un universo de enemigos peligrosos, los subversivos, el Otro que era preciso exterminar, aniquilar, cuya condición menos que humana, justificaba que se le diera un trato también inhumano. Veamos cómo se construyó ese Otro, en particular para los rangos más bajos y que estaban en contacto más estrecho con los presos.
El arquetipo del guerrillero, eje de la subversión, que construyeron los militares lo mostraban como alguien que servía a intereses extranjeros, generalmente comunistas, un extraño. Supuestamente también era muy peligroso, arriesgado y cruel como combatiente, en virtud de entrenamientos especiales que había recibido, algunos de los cuales consistían incluso en métodos para soportar la tortura. En su vida privada no poseía pautas morales de ningún tipo; no valoraba la familia, abandonaba a sus hijos, sus parejas eran inestables, no se casaban legalmente y se separaban con frecuencia. Se suponía que no podía ser sinceramente religioso y buena parte de ellos eran comunistas, encubiertos o no y, los más peligrosos, también judíos. Las mujeres ostentaban una enorme liberalidad sexual, eran malas amas de casa, malas madres, malas esposas y particularmente crueles. En la relación de pareja eran dominantes y tendían a involucrarse con hombres menores que ellas para manipularlos. El prototipo construido correspondía perfectamente con la descripción que hizo un suboficial chileno, ex alumno de la Escuela de las Américas, como muchos militares argentinos: "...cuando una mujer era guerrillera, era muy peligrosa: en eso insistían mucho (los instructores de la Escuela), que las mujeres eran extremadamente peligrosas. Si empran apasionadas y prostitutas, y buscaban hombres."Si Los militares, que detestaban casi tanto a Freud como a Marx, suponían que los subversivos tenían estas características porque provenían de familias desintegradas, con padres separados. Por eso, sus padres siempre eran responsables, en última instancia, y sospechosos en potencia.
Cabe hacer una mención especial a la ubicación de lo judío (que no es el "problema judío") dentro de este arquetipo. El racismo, y el antisemitismo en particular, han sido formas privilegiadas en nuestro siglo para la circulación del pensamiento binario. Los nazis "cargaron" al pueblo judío con los más variados e ignominiosos atributos y se escudaron en mil falsedades para justificar su exterminio. Después de ello, muchos demócratas criticaron el holocausto pero, esquizofrénicamente, siguieron propagando el prejuicio y atribuyendo a los hombres, a cada individuo, unas supuestas características innatas que lo configuran como un Otro, siempre peligroso y muchas veces poco humano (frío, avaricioso, calculador). Los militares argentinos no escaparon a esta forma de lo binario, antes bien lo incentivaron en sus filas. Abundan los testimonios que dan cuenta de cómo se maltrataba especialmente a los judíos y se los sometía a tratos humillantes, por el hecho de serlo. Graciela Cetina, Ana María Careaga, Miriam Levvin, Nora Stejilevich, Juan Ramón Nazar y muchísimos más, judíos y no judíos, denunciaron la concepción y las prácticas antisemitas en los campos de concentración. Por su parte, la guerrilla y buena parre de la militancia política había construido también su arquetipo: los militares eran el brazo armado de una oligarquía cipaya, a la que estaban ligados y al luchar contra la "subversión no hacían más que defender cínicamente sus propios privilegios económicos y políticos". En cuanto a su ideología, encarnaban de manera homogénea al "gorila" represor facistoide. Militarmente, eran cobardes y se escudaban en su superioridad numérica y técnica para entrar en combate. Su moralidad . era exclusivamente formal, de apariencias, por lo que eran capaces de hacer cualquier cosa cuando contaban con la impunidad; por principio eran gente cruel y corrupta. No podían ser jóvenes, lindos, inteligentes ni cultos, porque eran parte de ese Otro, cuyos atributos no pueden corresponder con los que se asume como propios. En términos religiosos, practicaban un catolicismo rígido y convencional.
Estas dos imágenes construidas del Otro entraron en colisión dentro de los campos; los universos escindidos donde uno elimina al otro alcanzaron realidad. Pero así como el campo concentra y aísla a un tiempo, así también separa y une simultáneamente. El campo fue un espacio en el que, al acercar los dos polos del mundo binario, el blanco y el negro, las fuerzas legales y los subversivos, perfectamente separados y diferenciados en un espacio que los coloca en compartimentos estancos en tanto víctima y victimario, sin embargo los obligó a tomar contacto. Los presos que sobrevivieron meses, en particular los que se sometió a procesos de "recuperación", entraron en contacto con la oficialidad que atendía sus casos. Ese contacto fue muchas veces prolongado. De la misma manera, los guardias que llegaban turno tras turno a cuidar una cuadra, una capucha, comenzaron, a su pesar, a identificar los bultos como personas, a ver caras, a aprender nombres. Lo mismo sucedió con los secuestrados. Sin proponérselo, el campo, dispositivo binario por excelencia, muchas veces ofreció un cierto espacio de gris.
Muchos militares podían responder al prototipo, pero también los había convencidos, que no perseguían ningún interés personal o económico. Existían valientes y cobardes, listos y tontos, jóvenes y viejos, lindos y feos. Extrañamente, también los había liberales y ateos. Por su parte, los secuestrados, más que feroces subversivos, correspondían a una imagen menos amenazante. Eran en general jóvenes (el 70 por ciento tenía entre 20 y 35 años), muchos de ellos de clase media, como la oficialidad, otros de estratos populares muy semejantes a aquellos de los que provenían los suboficiales de los campos, a veces idealistas, otras, simples aventureros, pero por lo regular con una moralidad de matices diferentes a la militar aunque profundamente judeo cristiana, como la de sus captores. Es decir, unos y otros tenían elementos en común.
La convivencia de hecho entre captores y prisioneros que, de acuerdo con los relatos, muchos detenidos supieron entender y aprovechar, minaron parte de la "convicción antiguerrillera", en distintos niveles. El testimonio de Tamburrini registra que, cuando él y sus compañeros lograron fugarse, dejaron escrita en una pared la leyenda "Gracias Lucas". Lucas era un guardia que había tenido con ellos una conducta humana. También señala Geuna el caso del sargento Manzanelli, quien fue trasladado porque "mantuvo una relación bastante cercana a un grupo de prisioneros que lo influyeron"82. Son muchos los testimonios que registran cómo, a pesar de estar dentro mismo de los campos, hubo casos en los que se rompió el tabicamiento binario y uno pudo reconocer al ser humano que había en el Otro, y al hacerlo, reivindicó su propia humanidad.
Al humanizarse las relaciones, el Otro se hace más real, aunque no por eso menos enfrentado. Es decir, se desintegra el carácter demoniaco del oponente y, por lo tanto, cuesta más "quemarlo vivo". En la relación secuestrador-secuestrado, la "humanización" del Otro afecta sustancialmente al secuestrador, debilita su poder porque desmonta el sostén del campo de concentración, que es la noción de guerra contra un enemigo infrahumano que hay que destruir. Al "recuperar" su humanidad, el secuestrado deja de ser el demonio primero y el enemigo después, para pasar a ser un oponente; al relativizar su peligrosidad, tambalea la lógica de la desaparición.
La humanización del captor, a su vez, permite al secuestrado desihitificar su poder, relativizarlo, para buscar y encontrar resquicios. Por ejemplo, para algunos secuestrados de la Escuela de Mecánica, descubrir las ansias desmedidas de poder del capitán Acosta, les permitió darse un plan de supervivencia que aprovechara esta característica, ofreciéndole una simulación de poder que se basaba en la sobrevida de un grupo importante de prisioneros.
En suma, las fisuras del dispositivo binario por las que los enemigos entraron en contacto, las vinculaciones que lograron atravesar la línea divisoria entre secuestrados y secuestradores beneficiaron sustancialmente a los prisioneros ya que al romper una de las bases de la lógica concentracionaria, debilitaron el poder de los desaparecedores.
Desde este punto de vista, la teoría de los dos demonios no es más que otra forma de reproducir el pensamiento binario. Según esa explicación, se pretende que la sociedad argentina fue agredida por dos "engendros", extraños y ajenos, crueles e inhumanos, Otros (dos en lugar de uno), una vez más perfectamente diferentes e incomprensibles, "locos", que es preciso desaparecer. Como se puede ver, exactamente los mismos elementos y la misma solución: la desaparición.
Una posibilidad de alternativa al pensamiento binario lo constituye la idea de que en la lucha política no hay enfrentamientos entre blancos y negros sino sucesivas gamas de gris; por cierto, ésta es una imagen que aparece en distintos testimonios. Desde este punto de vista, que es el que intento sustentar en este trabajo, ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto los campos de concentración constituyeron algo ajeno a la sociedad en su conjunto. Tampoco resultan incomprensibles sino que son parte de la trama y el tejido social, lo que no es decir que todo es lo mismo ni que todas las responsabilidades se reparten simétricamente.

El hombre

Al ser capturados, los militantes políticos y sindicales j caían derrotados. La izquierda del peronismo había pasado por una lucha interna muy desgastante dentro de su| movimiento; Perón, antes de morir, había desconocido a la Tendencia y con ella a todo el llamado peronismo revolucionario, minando su base de sustentación política. La izquierda no peronista estaba en una situación semejante; su aislamiento había comenzado de manera más temprana y era bastante más profundo, como ya se señaló.
El avance de la derecha peronista, que incluía a la burocracia sindical, fue político y militar. Desde 1974 la AAA había cobrado muchísimas vidas de peronistas y no peronistas y arrinconaba de manera creciente a las organizaciones populares. A partir del golpe de 1976 se multiplicaron las detenciones pero sobre todo los secuestros, como política represiva institucional. La tecnología de la desaparición de personas, seguida de la tortura irrestricta e ilimitada dio sus frutos; la delación se incrementó, y con ella la persecución. Militares políticos y sindicales huían de una casa a otra, de una región a otra, intentaban salir del país siendo capturados en las fronteras. La derrota política de sus proyectos ya era un hecho si no inexorable, previsible; la muerte una alternativa mucho más cercana que la victoria. Al ser capturados, los hombres tenían un gran cansancio vital y un agotamiento político que favorecía la actitud de "entrega"; su energía para oponerse y resistir a la dinámica del campo ya estaba dañada. El poder del captor era tan inmenso, tan aplastante, y la sensación de derrota tan fuerte que, con frecuencia, el prisionero era absorbido por la dinámica del campo, sin lograr oponerse a ella.
Cuando el secuestrado se encontraba allí con otros presos que habían provocado su detención, que brindaban información sobre él, o peor aún, que lo instaban a rendirse . sin resistir, o le demostraban o incluso fingían su propia colaboración, la sensación de derrota crecía y colocaba al prisionero en una situación de mayor desprotección para encararla tortura. Cualquiera de estas circunstancias era aprovechada por los secuestradores para inducir la idea de que "todos lo hacían", que era imposible resistir y que era preferible que colaborara desde el primer momento para evitar sufrimientos innecesarios y asegurar su supervivencia. Ficciones que el campo alimentaba precisamente porque existía la resistencia y porque cualquiera de sus formas trababa el funcionamiento óptimo del dispositivo.
Los militantes caían agotados política y psíquicamente; por medio de la tortura se produciría su agotamiento físico hasta intentar desintegrarlos, desaparecerlos, "quebrar" toda posibilidad de "fuga" o resistencia, arrasar en ellos al hombre para dejar un cuerpo desechable o reprocesable, en el mejor de los casos. En ese "procesamiento", el dolor era imprescindible pero no suficiente. Hay una auténtica labor del campo de concentración para destruir al hombre; para eso usa la tortura, el terror y un conjunto de mecanismos de deshumanización y despersonalización que, corno ya se señaló, tienen una doble función: destruir a la víctima y facilitar el trabajo del victimario.
Las capuchas que ocultaban los rostros, los números que negaban los nombres, el hacinamiento y depósito de las personas en calidad de bultos fueron formas de escamotear la humanidad del prisionero. Pero hubo otras, de igual poder destructivo, que tomaron la forma de la humillación y la animalización de los sujetos, como manera de negarles su condición humana.
Obligar a las personas a exhibirse y permanecer desnudas ante extraños, como lo hacían en todos los campos; hacerlas adoptar posturas ridículas y humillantes, como correr estando encapuchados o atarlos del cuello como si fueran perros (La Perla y Escuela de Mecánica); sumirlos en un terror que los haga temblar (Mansión Seré); forzarlos a pelear entre sí estando encapuchados (Campo de Mayo); llevarlos hasta la desesperación por el hambre para que sólo piensen en la comida y luego devoren el alimento como bestias (comisaria de Castelar); hacer que una mujer desnuda y con los ojos vendados tenga un parto en medio de insultos (Brigada de Investigaciones de Banfield) son sólo algunas de las prácticas que constan en los testimonios y que se usaron para inducir un comportamiento aparentemente animal que justificara el tratamiento posterior de esos seres humanos como si en verdad no fueran hombres. Los secuestradores de la Mansión Seré decían en tono de superioridad que los presos olían como bestias, a adrenalina, después de que ellos los habían torturado hasta aterrarlos. Pero el hecho de que operan como bestias les ayudaba a "creer" que lo eran y por eso merecían el trato que ellos suponían se le debía dar a una bestia.
Antonio Horacio Miño describió de una manera muy gráfica esta suerte de "animalización" en que intencionalmente se coloca a los prisioneros. Refiere que después de una golpiza colectiva: "Nos dejaron todos apiñados, temblando, mojados, tiritantes, acercándonos unos a otros para darnos calor"8'. Bajo el influjo del terror, cuando se orilla a un ser humano a una precariedad tal que sólo puede sentir frío, hambre, sed, ganas de ir al baño, dolor, es decir deseos de satisfacer las necesidades más básicas, retrayéndolo a su núcleo primario, entonces la inteligencia, los valores culturales, la sensibilidad, la complejidad psíquica no desaparecen, pero como los mismos sentidos, entran en un estado de carencia. La intención es clara: destruir al sujeto y retraerlo a una existencia casi exclusivamente animal como si realmente se pudiera "animalizar" al hombre. Colocara las personas en situaciones, posturas, actitudes que se asocian con la conducta animal tiende a reforzar una muy dudosa superioridad del poder y a resaltar su indefensión, denigrándolas.
La cosificación del prisionero, del paquete que "pertenece" a una fuerza o a un secuestrador no es más que otra modalidad de lo mismo. Uno de los oficiales de La Perla le decía a Graciela Doldán: "Gorda, decíle que sos nuestra". Muchos relatos registraron esta supuesta pertenencia de los prisioneros, como cosas, a un oficial, a un campo, a una fuerza. De hecho, los campos de concentración "se prestaban" prisioneros o se los "regalaban", cuando transferían a alguien sobre el que cedían todos sus derechos. También, en la misma línea de cosificación, señala Grass que en la Escuela de Mecánica los prisioneros con vida se mostraban "como piezas de caza" a otros militares que llegaban "de visita" al campo de concentración.
Una de las formas más crueles y eficientes de la humillación fue obligar a las personas a presenciar el castigo de otras, sin tener reacción alguna, sumiéndolas en la más brutal impotencia. Los desaparecidos escuchaban la tortura de los recién llegados en casi todos los campos, sin poder hacer otra cosa que replegarse en su interior. Muchos de ellos fueron obligados a presenciar el tormento de sus padres, esposos, hermanos, amigos. Además, se los forzaba a presenciar actos crueles o denigrantes para con sus compañeros de cautiverio, sin acusar la menor reacción, como relata Miriam Lewin, o a renegar de la importancia de alguien muy cercano afectivamente para ellos, como lo refiere Mario Villani, provocándolos a reaccionar pero sabiendo que cualquier indicio de ello sería razón para su traslado inmediato. La explicación de estas acciones debe buscarse precisamente en este intento de humillar al hombre frente a sí mismo, sumir al castigado en la más absoluta soledad e indefensión y acrecentar frente a ambos la imagen de la autoridad para paralizarlos.
También la delación de otros militantes fue una de las formas de la humillación, que degradan al que la realiza pero también a sus compañeros: por eso toda delación se publicita y se exagera dentro del campo, porque debilita colectivamente. En el testimonio de Geunadice: "Muchos compañeros murieron sin hablar, sin humillar»^." ¿Error de mecanografía? Tal vez no; sin duda, la humillación de un hombre alcanza a sus compañeros.
Desde otro punto de vista y pensando por un momento en los desaparecedores, denigrar y denigrarse son parte de una misma acción. En este sentido, la dinámica del campo, al buscar la humillación de los secuestrados encontró el denigramiento de su propio personal. Máquina deshumanizadora de la víctima y del victimario, el campo de concentración reclama de todos conductas menos que humanas, los fuerza a ocupar el lugar de simples piezas, cuerpos o engranajes.
La existencia de una lógica esquizofrénica que percibe como desquiciada; el enfrentamiento a una realidad diferente de la que esperaba (estas sorpresas que el campo tiene para el recién llegado como la posibilidad de una sobrevida incierta antes que la muerte inmediata, la presencia de una persona que creía muerta, o la suposición de la traición de alguien que consideraba un héroe); la pérdida de la propia humanidad y toda capacidad de elección, y la aparición del registro del terror crean una sensación de irrealidad y un efecto de deslumbramiento o anonadamiento en el ser humano.
Esta sensación domina al secuestrado durante un tiempo. Aunque el campo es una realidad perfectamente arraigada en el mundo que lo rodea, el secuestrado siente que, al entrar en él, se ha despedido para siempre de la realidad de que formó parte hasta ese momento. El campo se presenta como una "realidad irreal", en relación con los valores del sujeto que ingresa.
Por otra parte, y pese a todos los mecanismos de negación que se pueden desplegar, cada persona sabe, siente, intuye o sospecha que es, efectivamente, una especie de muerto que camina. Este hecho de tener sellada la suerte y seguir comiendo, durmiendo y teniendo sensaciones y sentimientos también tiene algo de fantástico, de increíble.
A todas estas sensaciones se suma la perpetua oscuridad, la pérdida de la noción del tiempo, regulado por otros. incluso los tiempos biológicos se encuentran distorsionados; el baño, la comida, el sueño, la vigilia se violentan en forma permanente y arbitraria.
Pero lo verdaderamente fantástico es que el hombre sigue viviendo a pesar de la ruptura con su entorno y consigo mismo como sujeto. La vida humana es algo más que un hecho biológico. La vida del hombre cobra sentido en su relación con otros hombres. Cuando se rompen todas las referencias personales, afectivas, intelectuales y... se sigue viviendo, la existencia cobra un carácter irreal. El campo presuponía la ruptura absoluta con el mundo que, sin embargo, estaba apenas del otro lado de la pared.
Todos estos elementos crearon ese efecto "anonadante" sobre el hombre. Lo que llamo anonadamiento es como un deslumbramiento que no permite ver y, al enceguecer, paraliza. En realidad, paraliza la voluntad, la capacidad de elección, sumiendo al sujeto en una relación hipnótica con respecto al poder. Sólo puede reaccionar "en piloto automático", como si no fuera dueño de sí. En este punto, el campo funciona como un agujero negro que atrae hacia sí para desintegrar, que "chupa" al hombre para desaparecerlo, tratando de que no ofrezca la menor resistencia. Pero también como señala Scheer, "aunque no puede salir nada de los agujeros negros, ni siquiera la luz, se constata sin embargo que ciertas partículas se escapan"8'.
La parte que es atraída por el agujero negro, que queda atrapada en la lógica del campo, resulta arrasada. Cuando digo arrasada me refiero a la desintegración de la personalidad y la asimilación automática del hombre al dispositivo concentracionario y sus mecánicas. El prisionero que se integra al campo sin ofrecer resistencia, cualquiera que sea el lugar desde el que lo haga, ha sido arrasado.
Las conductas pueden ser muy diferentes. Sin embargo, toda sumisión total a las reglas conlleva la autodestrucción y la reproducción del aparato represor-asesino. Los prisioneros que creyeron haber cambiado de bando y ser parte del poder militar, fueron arrasados. Los que se convirtieron en verdugos de sus propios compañeros, también.
El "quiebre" total del hombre que le impide toda reacción, inmovilizándolo, es otra de las formas de lo que llamo arrasamiento de la personalidad. Cuando el hombre resulta arrasado, el campo cobra su victoria: la voluntad de resistir se extingue; el sujeto está aterrorizado, se entrega y sólo quiere terminar. El "quiebre" de un hombre frente a la tortura puede significar un arrasamiento del sujeto, y sin embargo, éste suele ser un efecto parcial, que pasado un tiempo permite la recomposición. Después del quiebre puede existir una reestructuración del sujeto, a veces más apta para enfrentar la realidad concentracionaria. Quiero insistir en esto. Contrariamente a las creencias que circulaban en los medios militantes, los testimonios muestran que aun cuando la gente hubiera sido"quebrada", este efecto podía ser transitorio. Considerar cualquier tipo de claudicación como el inicio de una caída interminable, que conduciría a la entrega lisa y llana del hombre, no permitiría explicar la conducta de buena parte de los prisioneros, tal vez la mayoría, en la que coexistieron, de maneras sutiles, la claudicación y la resistencia. Es que a pesar de la eficiencia de la tecnología concentracionaria, casi siempre hay una parte del hombre que es devastada y otras que resisten; esas son las partícula que se escapan.
El olvido, que el campo promueve en la sociedad para que admita sin más la "desaparición" de su gente, el mismo olvido que promueve en los secuestrados para que acepten la realidad del campo como única es, sin embargo, un mecanismo que favorece la dinámica concentracionaria y, al mismo tiempo, la sabotea. Porque el campo también requiere de la "memoria" del preso; esa memoria es el receptáculo de todo lo que importa, la información que el individuo posee y que se intentará arrancar de el, para vaciarlo y grabar en su lugar otro conocimiento: el de un poder omnipotente e inapelable.
El campo no es exactamente una máquina de olvido sino una máquina que reformatea la memoria, la amolda a sus necesidades. Su objetivo es borrar, vaciar y re grabar. Cuando el militante es capturado, no solamente simula no saber, sino que auténticamente olvida; olvida la información que puede hacer peligrar a otras personas; olvida nombres, domicilios e incluso caras. El haber perdido la capacidad de recordar información precisa, sobre todo la relacionada con nombres y direcciones, es un dato recurrente entre los sobrevivientes. Hay "olvidos" que salvan a otros hombres y a aquél que posee la información lo protegen de una enorme dosis de angustia. En estos casos, el olvido es un mecanismo que sabotea la dinámica del campo.
Hay otra clase de olvido; la del mundo del exterior, el afuera. La distancia enorme y, al mismo tiempo, la cercanía, que ya se describió como uno de los aspectos desquiciantes del campo, también crean la sensación de que el mundo externo ha "olvidado" al preso, es decir que se ha consumado la lógica concentracionaria. En la medida en que el prisionero cree en este olvido, resulta atrapado.
La clausura del mundo exterior, su cancelación, es uno de los mecanismos que el campo promueve para lograr la desintegración. Es significativo que el prisionero busque las ventanas, los hoyos que le permiten ver el exterior o bien cuando recién llega al campo o bien cuando ha pasado la etapa de "acosamiento" inicial y vislumbra alguna posibilidad de reintegración, es decir, cuando logra escapar a la idea del campo como única realidad. En este caso, ha ganado una parte de la batalla. La cercanía-distancia del afuera, y su connotación de aceptación-sumisión al poder concentracionario, es demasiado dolorosa para asomarse a ella si no existe la esperanza de una reintegración. Pero, al mismo tiempo, es la única posibilidad de escapar física y psicológicamente a la realidad del campo.
El recuerdo y la referencia al mundo exterior, la existencia de verdaderos vínculos con él, fundamentalmente los afectos, es doloroso para el sectiestrado pero también es la condición de posibilidad para que sea capaz de romper el aislamiento real y falso a un tiempo que le propone el campo de concentración. Por el contrario, el abandono del hombre a la realidad concentracionaria como única y total fue el camino casi seguro para la desintegración de los sujetos.
El vínculo con el exterior, con algo que no perteneciera al mundo del campo, solía ser la fuente de la fuerza vital necesaria para resistir, no digo para vivir sino para resistir, es decir para preservar la humanidad y luchar dignamente por la vida. En algunos testimonios este lugar lo ocuparon los hijos, los padres o bien la pareja; los afectos parecen tener un lugar de privilegio con respecto a otros elementos más racionales, como los ideológicos o políticos. Ana María Careaga, capturada a los 17 años en estado de gravidez, lo relata así: "Un día, sentí por primera vez que la criatura se movía en mi vientre. Fue una alegría enorme; sentí que vivía, que había resistido... Fue la criatura la que me dio fuerzas para sobrevivir. Hablaba con ella todo el tiempo, le hacía poesías y le contaba cuentos... Ella había resistido a la muerte; eso era una forma de respuesta a la barbarie; yo tenía que resistir con ella y por ella."8''
En la medida en que cede el terror inicial, el ser humano rescata sus nexos afectivos con el exterior, así como tina racionalidad y una moralidad propias. La convicción religiosa parece haber jugado un papel importante, probablemente porque lo religioso pertenece a un universo al que no llega el poder concentracionario, porque constituye una instancia de "apelación" superior a ese poder que se pretende absoluto. La existencia de creencias religiosas, en este sentido, preservó al hombre. Muchos prisioneros, con los elementos más precarios se fabricaban una pequeña cruz que llevaban al cuello. Esta primera recomposición del hombre, casi siempre asociada con los referentes externos, al permitir "fugar" de la realidad concentracionaria como dispositivo inexorable y perfecto, también permite insertarse en ella construyendo una sociabilidad distinta a la que impone la institución.
¿Cómo se puede hablar de construir una sociabilidad en medio del silencio y la inmovilidad? Por más que se lo proponga, el campo no puede constituirse como una realidad sin fisuras, de vigilancia total y permanente. En medio de la aparente parálisis ocurren muchísimas cosas. Las personas aprenden a mirar por abajo de la capucha y entre las vendas; reconocen las voces de sus guardias porque los oyen hablar entre sí; saben quiénes son, cómo se llaman; los espían y les conocen suscaras; desarrollan una extraordinaria habilidad para comunicarse con gestos, pequeños sonidos, para saber en qué momento pueden burlar la vigilancia. Los seres humanos, reducidos a la inmovilidad y el silencio, aguzan los sentidos, distinguen los olores, los más pequeños ruidos, encuentran señales que los orientan en el laberinto (la hora de la comida, la hora del cambio de guardia, la hora en que entra un rayo de luz por cierta rendija). Ahora son ellos, los prisioneros, los que "disponen de todo el tiempo" para hacerlo. A su vez, el dispositivo encuentra sus propias grietas y sus propios cansancios. Junto a los guardias que pegan para sentirse poderosos o que castigan por gusto, hay guardias que se "humanizan" a sí mismos permitiendo cierto relajamiento de la disciplina aun cuando ello pueda perjudicarlos, otros lo hacen siempre que no los comprometa, otros más, sencillamente se duermen. Son los turnos "buenos" de los que hablan los testimonios. Pero, dentro de la lógica esquizofrénica del campo, también puede haber, muy eventualmente guardias que roben dulce de leche para convidar a los presos, que dejen hablar, repartir la comida, circular un libro y hasta que organicen "peñas" con los secuestrados, como consta en los testimonios de Graciela Geuna y Blanca Buda.
Estas circunstancias explican que, aun cuando las condiciones de vida eran tal y como las describen los testimonios, las pequeñas "fugas" de autoridad, ya fuera por una transgresión de la disciplina que partiera del preso o del guardián, permitieran que sin embargo los presos supieran tanto. Cuanto mayor era el tiempo de permanencia, más conocimiento alcanzaba el prisionero. Además, algunos de los sobrevivientes que testimoniaron fueron incluidos en programas de "recuperación", lo que les permitió alcanzar un conocimiento mucho más profundo sobre el personal y las costumbres de su lugar de cautiverio.
Así pues, mal que les pese a los desaparecedores, debajo de las capuchas, había ojos que miraban todo lo que podían ver y hombres que se resistían a ser reducidos tan fácilmente a la condición de bultos. Entre una cucheta y otra, en un levísimo susurro y cuando había ruido de platos, se decían los nombres, las militancias, se contaban verdaderas historias en poquísimas palabras. Los presos se cruzaban unos con otros cuando iban al baño y se reconocían por un pie, una voz que llamaba al guardia. Cuando la disciplina se relajaba, lo primero que fluía era la información: dónde estaban, quiénes habían sido capturados, cómo fue la propia detención, qué personas eran más o menos confiables. "Estaba totalmente prohibido hablar, ya sea con el compañero de celda, en el baño o con los presos de las otras celdas. Nosotros lo hacíamos igual, cuando podíamos, incluso con las otras celdas, a través de los ventiluces, subiéndonos a-1 camastro superior... Si pescaban a alguien hablando-b con la venda levantada, lo sacaban de la celda y lo llevaban a torturarlo, ya sea con picana eléctrica, golpes u otras formas de castigo", cuenta Ana María Careagas
A pesar de la atmósfera de desconfianza y suspicacia que invade las relaciones entre los prisioneros, a pesar de que la vida concentracionaria promueve la individualidad a ultranza, a pesar de que cualquier acción colectiva es objeto de castigo brutal, aun así los seres humanos no pueden ser despojados tan fácilmente de su humanidad ni, por ende, de su sociabilidad. En primer término, el individuo se aferra a otro ser humano, que le permite reconocerse como tal. Cada uno es el espejo del otro; cada uno recupera y ofrece la condición humana para sí y para el otro. Cuando esto ocurre, la hipnosis concentracionaria comienza a ceder. Los relatos de sobrevivientes se refieren a "parejas" de presos, "parejas" de amigos, muchas veces del mismo sexo, que se sostienen uno a otro. El mismo hombre que pudo haber estado reducido a una conducta denigrante, humillante, resulta ahora necesario y querido para otro. Es capaz de actos de verdadera generosidad y entrega hacia ese otro que lo remite a su humanidad. ¿Cuál de los dos es el hombre? Ambos lo son. El ser humano, a veces el mismo sujeto, parece ser capaz de encontrar su propia degradación y, casi de inmediato, la exaltación de su humanidad, el acto que lo "salva" frente a otro y frente a sí mismo.
El reconocimiento de la humanidad, nunca perdida, se acompaña de la recuperación del nombre, en el caso de los militantes solía ser el "nombre de guerra", que los remitía no sólo a su carácter humano sino a su condición de hombres políticos. Los presos nunca se llamaban entre sí por el número y generalmente no lo hacían por su nombre legal. Se puede observar cómo las listas de prisioneros que elaboraron los primeros sobrevivientes registran más apodos (nombres de guerra) que nombreslegales. Otro paso fundamental era recuperar la individualidad; ser alguien con alguna característica específica y diferenciadora. Geuna refiere que, en su caso, la resistencia que ofreció en el momento de su captura generó una curiosidad por ella que la benefició: "...aquellos prisioneros que se constituyen en casos extraordinarios, logran ir sobreviviendo. La cuestión es tener un rostro, un nombre y no ser apenas un número más."87
Al identificarse a sí mismo, el sujeto comienza a cuidarse; el cuidado físico, el tratar de mantener un aspecto lo más limpio y lo más digno posible son asimismo formas de defensa de su humanidad amenazada. Los prisioneros tratan de bañarse toda vez que se les permite, se peinan, lavan su ropa en el poquísimo tiempo de que disponen para ir al baño, consiguen de alguna manera tener dos mudas de ropa interior, se agencian cepillos de dientes y se lavan aunque sólo sea con agua. Todos estos cuidados, terriblemente dificultosos, representan, sin embargo, una victoria contra la "animalización" que pretende el campo.
La realización de una actividad, la que sea, también es reestructurante. Permite moverse, ocuparse en algo física y mentalmente. El hombre sabe que esto es fundamental. Tamburriní, licenciado en filosofía, dice que los prisioneros más antiguos, entre los que se encontraba, gozaban de ciertas "prerrogativas", entre otras, porque "se nos proporcionaban escobas para que barriéramos el sitio". En efecto, en muchos testimonios se refiere que realizar la limpieza, hacer labores de mantenimiento, repartir la comida o prepararla eran extraordinarios privilegios que permitían moverse, ocupar la cabeza, conocer el lugar, hablar con otros presos.
Cuando existía la posibilidad, los secuestrados inventaban actividades que les permitieran usar sus manos, su cabeza, su imaginación. Según las características del campo y de las guardias, podían hacer objetos con miga de pan con la capucha puesta, los que compartían un calabozo jugaban cartas en silencio con naipes hechos en pequeños pedacitos de pípel o interminables partidas mentales de ajedrez, se relataban o enseñaban cosas unos a otros cuando podían hablar; si existía un libro, como se podía leer sin moverse ni hablar sólo era necesario esperar una guardia permisiva. En la Escuela de Mecánica los presos de capucha llegaron a fabricar pequeños libritos con chistes recortados de periódicos, como regalo de navidad en diciembre de 1977 para sus compañeros; allí mismo, Norma Arrostito pasaba horas memorizando el Romancero Gitano.
El trabajo, el juego, y con ellos la risa fueron formas de defensa del sujeto amenazado. En efecto, la risa aparece en muchos de los relatos y confirma la persistencia, la tozudez de lo humano para protegerse y subsistir.
Todas estas actividades, en un ritmo muy lento, de una manera muy disimulada, con la humildad de lo cotidiano que parece insignificante, permitieron ir construyendo la red de relaciones que existía en cada campo. No se trataba de redes estables; de hecho, los traslados la rompían permanentemente. Sin embargo, a partir de las relaciones entre dos, de los presos más antiguos que conocían las reglas de la casa, se iban estructurando ciertas dinámicas de sobrevivencia, de intercambio de información, de apoyo y también de traición. No pretendo describir un mundo de prisioneros solidarios enfrentados a sus captores, pero tampoco un espacio de soledad absoluta, carente de todo valor humano y moral. De hecho, no hay un solo sobreviviente que no haya contado con la ayuda de otros, a veces muertos; nadie salió solo ni tampoco nadie se desintegre solo.
La solidaridad es un valor que aparece en la experiencia concentracionaria, como clave para la subsistencia. Compartir la comida, cigarrillos, un dulce en condiciones de auténtica desnutrición, regalar objetos útiles y siempre preciadísimos por la carencia total de los mismos, como un lápiz, consolar o tranquilizar a otro preso para que no se descontrole y evitarle así un castigo, informar o prevenir a alguien sobre posibles peligros, coordinar acciones para distraer a los guardias y permitir cierto contacto entre prisioneros, son algunos de los muchos gestos solidarios que se encuentran en los testimonios.
En el campo, como en la vida, conviven las dimensiones de la solidaridad y la traición, sólo que ésta aparece expuesta mientras la primera es subterránea. Lo que quiero decir es que aun en condiciones tan aplastantes el poder no llega a constituirse en total. Aun en medio de un proyecto de destrucción y arrasamiento de la personalidad, el hombre busca y encuentra su dignidad. Cuando se defiende de la suciedad, cuando protege a otro ser humano, cuando se solidariza con el compañero, cuando se resiste a caer bajo los golpes, cuando aguanta la tortura hasta donde puede, cuando camina hacia la muerte con entereza, el hombre está resguardando su dignidad. Decía Jorge Semprún, sobreviviente de Buchenwald: "En los campos el hombre se convierte en ese animal capaz de robar el pan de un camara-da, de empujarlo hacia la muerte. Pero en los campos el hombre se hace también ese ser invencible capaz de compartir hasta su última colilla, hasta su último pedazo de pan, hasta su último aliento, para sostener a los camaradas."88

Resistencia y fuga

El campo de concentración argentino fue el intento más claro del poderpor apresar y desaparecer todo aquello que escapara de su control. No obstante, la realidad, y el campo como parte de ella, genera de manera constante las líneas de fuga y los dispositivos que disparan contra el núcleo duro del poder y contra sus segmentos, abriendo brechas donde quiera.
Si, como propone Deleuze: "Los centros de poder se definen por lo que se les escapa y por su impotencia más que por zona de poderes'\ es importante detenernos en las formas de resistencia y de impotencia del poder.
Ya vimos que el hombre no permanece inerme sino que desarrolla y despliega una serie de habilidades para resistir y, cuando puede, sobrevivir. Puede lograrlo o no, como en todo escape, pero su solo intento implica la capacidad de resistencia, no de sumisión. Interpretarlo de manera inversa es arrebatarle al hombre su capacidad de oponerse al poder y regalarle a éste la vana omnipotencia que pretende.
Muchas veces se ha hablado de los escasos intentos de fuga que existieron en los campos de concentración como la consumación del poder destructor y anonadante del campo. Este razonamiento es sólo parcialmente cierto. Es preciso acotar que existieron muchísimas formas de fugar del dispositivo concentracionario, no solamente el escape físico, todas ellas asociadas con la preservación de la dignidad, la ruptura de la disciplina y la transgresión de la normatividad, saboteando los objetivos del campo.
Todo ocultamiento al poder totalizante que intentaba hacer transparentes a los hombres, toda defensa de la propia memoria contra el reformateo del campo, toda burla, todo engaño fueron formas de resistencia a su poder. Tratar de sobrevivir sin "entregarse", sin dejarse arrasar, era ya un primer acto de resistencia que se oponía al mecanismo succionador y desaparecedor. De la misma manera, ampliar el círculo de los que se creía que tenían más posibilidades de sobrevivir, ya fuera por su inclusión en trabajos de mantenimiento, por recuperación del contacto con su familia o por otras razones, fue un elemento clave. Los sobrevivientes hablan de manera recurrente de una obsesión: estando dentro del campo una de las ideas más fuertes era que alguien debía salir con vida; alguien debía sobrevivir para testimoniar y contar; alguien debía construir la memoria de los campos de concentración. Esta obsesión muestra la resistencia a algunos objetivos prioritarios del campo: la desaparición de lo disfuncional, la diseminación del terror y la producción de sujetos y sociedades sumisas. De hecho, este objetivo de los prisioneros se cumplió; hubo no uno sino muchos sobrevivientes y un gran porcentaje de ellos testimonió en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1985. En el otro extremo, el suicidio. En muchos casos, la decisión de la muerte fue también una forma de resistencia y fuga que entorpeció los designios concentracionarios; en la medida en que selló de manera definitiva la información que poseía un hombre, le arrebató al campo el derecho soberano de vida y muerte, y con ello debilitó su aparente omnipotencia.
Hubo formas de fuga, terriblemente personales pero no por ello menos eficientes. En este sentido, me llamó poderosamente la atención un relato de Blanca Buda, por su carácter de experiencia extraordinaria. Buda afirma no saber si lo que le ocurrió fue una alucinación o una experiencia real, aunque ella se inclina a-pensar esto último. Sea lo que haya sido, el efecto fue claramente liberador, de fuga y burla al poder, bajo la circunstancia misma de la tortura. Refiere Buda que, en el momento en que estaba siendo atormentada, se desdobló, salió de su cuerpo y vio, sin sensación de dolor, cómo era lastimada por los "interrogadores". "En aquella dimensión me sentía absolutamente protegida por una presencia superior luminosa que me llenaba de fuerza y de paz. Algo sobrenaturales estaba aconteciendo, pues ni por un instante odié a mis verdugos... Me fui introduciendo lentamente en otra dimensión, más alta aún, mientras el tiempo y el espacio desaparecían. Todo era de color intenso y brillante. No existían límites..." Sigue un relato larguísimo de una experiencia que, sea alucinación o no, lo cierto es que sacó a Blanca Buda de la tortura y le permitió fugar de ella, de manera insospechada para sus autores. Tal vez este tipo de "fugas" haya existido en muchos otros casos, pero la índole de los testimonios, ante organismos de derechos humanos y-juzgados, no se prestaba para relatos de este tenor.
Muchos de los textos también se refieren al valor liberador de la risa. Dice Geuna: "Aun en las situaciones más trágicas el hombre es capaz de reír... surge la broma, que no es otra cosa sino la búsqueda inconsciente del Hombre para recuperar su humanidad destrozada... La capacidad humana de recuperarse es absolutamente asombrosa. Temblando de miedo, esperando el camión que puede trasladarte hasta la muerte, y riendo...Como en Navidad reíamos o como cuando Boca Juniors ganó el campeonato metropolitano, la vida se metía por La Perla, por alguna rendija descuidada, y transformaba el campo de concentración en una fiesta efímera, puntual, instantánea. Porque la vida siempre es más potente que la muerte.
La risa es una de las formas más eficientes de la resistencia del hombre porque reafirma la vida en un medio en el que se pretende que el hombre se entregue sin resistencia a la muerte. La risa fue, para el desaparecido, un elemento de afirmación de la humanidad propia y de la del secuestrador; con ella, el sarcasmo y la burla, permitían desmitificar al desaparecedor, revelarlo en una existencia muchas veces patética que desvanecía de un golpe la omnipotencia. Los hombres importantes de estos campos, con nombres de animales feroces muchos de ellos, Tigre, Puma, Pantera, solían ser terriblemente ridículos. Dice Blanca Buda que cuando sus interrogadores, que la habían castigado intentando que revelara sus más íntimos secretos, se negaron a que dijera por quién había votado aduciendo que "el voto es secreto", ella lanzó una carcajada y... "desde ese instante perdieron para mí la imagen de 'lobos feroces', de 'traga mujeres' y de 'infalibles represores'... Lo consideré una burla de bajo vuelo que me puso de buen humor"91.
Otra de las formas privilegiadas de la resistencia fue el engaño, que presupone una inversión de la situación de poder. El secuestrado engaña a su captor a pesar de estar en condiciones aparentes de indefensión total.
El engaño señala por una parte a un sujeto, el que engaña, no destruido ni arrasado ni transparente, es decir a un sujeto que no ha sido reformateado. Por otra, señala la omnipotencia del desaparecedor como generadora de su mayor impotencia. El secuestrador cree hasta tal punto en su omnipotencia que él mismo queda cegado por ella. Cuenta Ana María Careaga: "Creo que ellos pensaban en soltarme, pero dudaban. Lo que me ayudó fue eso: los convencí de que haría lo que ellos querían. Ellos estaban divididos, algunos decían que yo era una hija de puta, que si fuera por ellos, no salía. Los otros dudaban. Yo trataba de no exagerar, de mostrarme vencida, dispuesta a hacer cosas pero sin exagerar... Creo que los engañan, que me dejaron en libertad porque pensaron que yo iría a callarme o a convencer a mi familia para que se entregue. Es mi pequeña victoria sobre ellos."92 ¿Pequeña? El engaño fortalece a quien lo realiza pero también a los que lo observan. Cuando Graciela Doldán, en La Perla, logra decirle a Graciela Geuna, acerca de su supuesta colaboración: "Todo lo que te dije delante de Herrera son mentiras. No podía hacer otra cosa. Nada fue inútil. Hay que resistir", está realizando en ese momento un acto de resistencia que incluye a Geuna; así como el terror se expande, la resistencia también. Al atreverse a reconocer frente a otro preso que ha engañado al militar, Doldán invoca la dignidad y la solidaridad del otro. El acto abre una línea de fuga para Doldán, para Geuna y para Araujo, quien se sumaría a ellas en el único intento organizativo que existió en La Perla, según el relato de Geuna. Desde el momento en que el secuestrado conspira, su vida cambia, comienza a pertenecer a algo distinto del campo y opuesto a él desde dentro; lucha contra el campo, es decir lucha por su vida en contra del poder succionador. Las personas se envían mensajes, realizan acuerdos, acumulan información, la comparten, intentan entorpecer el dispositivo, sostienen a los más vencidas; crean otra sociabilidad; conspiran. "Tratábamos de poner límites. Nuestro objetivo era muy humil- de. Tratábamos de demorar el aniquilamiento." El intento de organización de La Perla fracasó pero una de las sobrevivientes fue Geuna; es muy probable que esta experiencia le haya dado la fuerza para continuar y posteriormente para testimoniar, para realizar la vieja consigna de esos días: "alguno va a sobrevivir y tendrá que informar"93.
Uno de los relatos más impresionantes cíe organización interna, resistencia y conspiración lo constituye en de la Escuela de Mecánica de la Armada, cuyos protagonistas no dudan en calificar de "doble juego". En ese campo, hacia fines de 1976, se decidió dejar con vida, probablemente en forma temporal, a unos pocos ex militantes de la organización Montoneros que habían facilitado la captura de otros y se prestaban a realizar actividades operativas y de inteligencia militar en contra de sus antiguos compañeros. Este grupo, que se dio en llamar minuta, estaba formado por alrededor de una decena de hombres y mujeres, todos ellos conversos, con más o menos convicción, a la causa militar. No vivían en las mismas condiciones que los demás prisioneros y gozaban de cierta libertad de movimiento dentro de las instalaciones. Hacia mediados de1977, salieron de la Escuela Mecánica para trabajar y vivir en "libertad", como personal naval.
Desde principios de 1977, se inició allí mismo un proceso muy diferente: la conformación del llamado staff con un grupo de prisioneros, inicialmente militantes de bastante alto nivel político de la misma organización. Muchos de ellos eran de alguna manera "notables", tenían apellidos famosos, alto nivel organizativo o relaciones de parentesco con dirigentes guerrilleros. Estos presos descubrieron el interés de algunos oficiales de la marina por mostrarlos como trofeo y aprovechar, al mismo tiempo, su formación política e intelectual en beneficio propio. Comprendieron que, en el marco de la carrera política que intentaba emprender Massera, poseían un insumo valioso para los marinos, que podían entregar a cambio de mayor sobrevida, con la expectativa de que "alguno" podía salir libre.
La Escuela comenzó por utilizar a algunos de sus prisioneros en trabajos de clasificación y análisis de la prensa nacional y extranjera, realización de estudios monográficos sobre problemas diplomáticos limítrofes y políticos, elaboración de documentos de análisis de coyuntura y otras tareas semejantes. Dice Gras: "el grupo elegido para la realización de los nuevos trabajos había comenzado a darse formas de organización interna, cuyo objetivo básico era mantener la decisión de no colaborar, y en la medida de lo posible sabotear la actividad represiva, ya que los límites fijados a la falsa colaboración consistían en no afectar a personas y organismos populares, salvar !a mayor cantidad posible de vidas y poder testimoniaren el futuro.'
Alrededor del grupo inicial se fueron congregando otras personas, según habilidades reales o inventadas por los propios prisioneros, teóricamente necesarias para la realización de los trabajos. Lo cierto es que el staff contaba, hacia mediados de 1 978, con unas 30 personas que vivían en condiciones muy privilegiadas dentro del campo. En primer lugar, se pasaban el día en una especie de oficinas construidas primero en el subsuelo de la ESMA y más adelante a un costado de la famosa "capucha", en que se alojaba el grueso de los secuestrados. Trabajar, comer razonablemente bien, tener atención médica, ropa suficiente, derecho al baño diario, acceso a la prensa y los medios de comunicación y circular con libertad dentro de las oficinas eran privilegios que permitían afrontar el secuestro desde una perspectiva muy diferente.
Se perfilaron, a partir de entonces, dos grupos de prisioneros que no eran trasladados, el staff y otro grupo que se dedicó a tareas de mantenimiento dentro del campo de concentración. Ambos trataron de atraer hacia sí la mayor cantidad de prisioneros posible, con la idea de que el tiempo, en este caso, corría a favor de los secuestrados; es decir, a mayor sobrevida, mayor posibilidad de salir de allí.
Es difícil explicar con certeza las razones de la existencia del staff, cuya creación coincidió con el "lanzamiento" político del almirante Massera. La ambición política de la marina, que pretendía disputar el lugar rector que hasta ese momento había ocupado el ejército dentro de las Fuerzas Armadas, acompañada de la ineptitud, la inexperiencia y el arribismo político de Massera, les permitió concebir la idea de utilizar el "capital político" que habían capturado en beneficio de sus propios objetivos.
En consonancia, la oficialidad de la Escuela de Mecánica estructuró lo que llamaba una política de "reeducación", por la cual supuestamente lograba "producir" de los militantes nuevos sujetos, capaces de ser reincorporados a la sociedad dentro de su proyecto. Cabe señalar que éste no fue una suerte de absurdo de invención naval; todas las instituciones totales se proponen remodelar al hombre y en verdad producen en él un cambio permanente, aunque rara vez éste coincide con lo que la institución se había propuesto. La idea de reeducar, remodelar sujetos, acrecentaba el despliegue de poder de la Armada, ya que no sólo la mostraba capaz de secuestrar a un número importante de militantes de alto nivel sino, además, de hacerlos defeccionar y trabajar para sí, de reeducarlos y modelarlos; la omnipotencia concentracionaria en acción. El proyecto de la Escuela fue admirado por muchos oficiales de la Armada, así como del Ejército y la Aeronáutica. De hecho, el general Galtieri intentó algo semejante en jurisdicción del 11 Cuerpo, y en otros campos los llamados Consejos de prisioneros tuvieron cierto parecido aunque nunca llegaron a desarrollarse de manera tan ambiciosa.
A los marinos les complacía en particular la existencia de jerarquías militares entre sus "enemigos" y les gustaba hacer tratos o tener conversaciones "de oficial a oficial" con algunos de sus secuestrados o con "sus pares", los oficiales montoneros de mayor rango. Esto les alimentaba la fantasía de que estaban librando una guerra y les permitía mostrar su "caballerosidad", cuando se encontraban frente a un enemigo "digno". Justificaban así que la "guerra sucia" los "obligaba" a ser sucios, a pesar de sus propias inclinaciones ideológicas y personales.
Sigue Gras: "Durante este proceso, Acosta comienza a comprender que si gana la voluntad de este sector de prisioneros —a quienes comienza a considerar en 'proceso de recuperación'— puede obtener una victoria política que afirme su carrera y sus ambiciones. Entre estos prisioneros, en respuesta, se opera una simulación generalizada en torno a esa 'recuperación, consistente en manifestar en cada diálogo un cambio en sus escalas de valores personales, una supuesta adecuación al medio, etc., manteniendo realmente su negativa a la delación. Esta aparente dualidad demanda a dichos prisioneros un gran esfuerzo psíquico y nervioso y alimenta una constante situación de tensión."9''
Más allá de la importancia relativa que pudieran tener, los documentos y opiniones del staff fueron de gran utilidad para dar poder y afianzar dentro del arma las posiciones de la oficialidad vinculada con la "guerra sucia", por haber logrado la colaboración de enemigos tan probados. Para aumentar su importancia, los propios oficiales se encargaron desmagnificar su influencia sobre los secuestrados, a quienes presentaban como "fuerza propia" frente a otros grupos de tareas e incluso dentro de la Armada.
Esta lógica hizo que, por razones diferentes, tanto la oficialidad del campo como los miembros del staff tuvieran un mismo interés en exagerar la importancia de las actividades políticas que allí se desarrollaban. Para los primeros implicaba aumentar sus espacios de poder interno dentro del arma y de ésta en relación con el Ejército; para los otros representaba la posibilidad de "durar", y durar podría significar en algún momento sobrevivir.
Como ya se señaló, los prisioneros del staff trabajaban manteniendo contacto unos con otros, por lo que trabaron relaciones cotidianas y personales entre sí, que les permitieron, con mucha cautela, comenzar a sobrevivir estableciendo límites precisos en su relación con los militares y rearmar relaciones de confianza colectiva, muy difíciles de establecer dentro de un campo de concentración.
Los lazos de confianza se fueron estableciendo en forma lenta y más bien interpersonal que grupal. Con el transcurso del tiempo, se formó una verdadera "red" de confianzas, complicidades y una sociabilidad con reglas propias, que precisaban qué se debía y qué no se debía hacer. Esto permitió la circulación de la información y una especie de mecanismo de acuerdo, más o menos colectivo. En este marco, se perfilaron ciertas "líneas" de actitud. Por ejemplo, los matinales escritos no debían proporcionar ningún tipo de información de utilidad operativa; era importante reforzar la idea de que sólo con el abandono del accionar represivo se abrirían posibilidades políticas para la Armada; se insistía en el costo político de las desapariciones y en la necesidad de cesar esa práctica; se exageraban las virtudes políticas de Massera y su posibilidad de convertirse en un caudillo político.
¿Cómo podían ganar espacio dentro de la Armada los oficiales más vinculados a los campos, representando posiciones que tendían a debilitar el accionar represivo? La lógica era más o nietos la siguiente: " Una oficialidad brillante había logrado la victoria militar sobre un enemigo muy peligroso; había logrado capturar buena parte de sus cuadros políticos y, mediante un trabajo de reeducación, convertirlos en sus colaboradores. Una vez ganada la lucha militar, era el momento de la confrontación política. La conducción de la misma le correspondía a los vencedores de la anterior quienes, además, habían demostrado la astucia suficiente para doblegar a sus oponentes." Este era aproximadamente el razonamiento que se impulsaba.
En consecuencia, la Marina se jactaba de tener vivos dentro de la Escuela de Mecánica cuadros guerrilleros que el ejército hubiera matado de inmediato, dejando entrever que había alcanzado un grado de colaboración altísimo por parte de ellos. Por su parte, el dejaba. correr y alimentaba estas versiones que representaban, aunque muy precariamente, una cierta protección. El mito de la Escuela de Mecánica crecía y adquiría una dinámica propia, en la que, por razones diferentes, coincidían los intereses de secuestrados y este grupo de secuestradores.
Mientras tanto, el trabajo, la comunicación, la solidaridad y formas muy precarias de organización favorecieron la recuperación paulatina de los miembros del staff. Su existencia tuvo una utilidad real para el campo de concentración, en la que es difícil precisar los límites entre usar y ser usado. Por de pronto la vida misma de los sobrevivientes, como posibilidad de inducir en otros la idea de que el campo no exterminaba y permitía la subsistencia bajo determinadas condiciones, ayudaba a diseminar la perversión de la lógica concentracionaria. Sin embargo, al mismo tiempo, el staff fue capaz de aprovechar los privilegios con que contaba dentro del campo para una verdadera tarea de resistencia que comprendía:
1. Incluir dentro de este grupo, que se suponía tenía más posibilidades de sobrevivir, a la mayor cantidad de gente posible; mejorar las condiciones de vida del resto haciendo circular comida, libros, información y los materiales a los que tenía acceso.
2. Aprovechar los privilegios de movimiento e información con que contaba para prevenir a las personas recién capturadas sobre las conductas que les convenía adoptar y sobre la información que conocían o no sus captores.
3. En virtud de ciertos contactos con el exterior, en algunas circunstancias excepcionales, dar aviso de posibles capturas.
4. Sesgar los análisis políticos para promover las posturas que
consideraban menos peligrosas.
5. Aprovechar el mayor conocimiento que tenía de sus captores, en virtud de la convivencia diaria con los oficiales que supervisaban este trabajo y el campo en general, para valorar las posibilidades de supervivencia y las formas de lograrla, aunque fuera parcialmente, de manera que quedaran por lo menos algunos que pudieran testimoniar.
6. Sobrevivir sin ser arrasado.
Dada la intencionalidad de desviar y trabar la acción represiva simulando una colaboración, los protagonistas consideran haber realizado un doble juego. De hecho refieren que dos libros que encontraron entre el material incautado por la Escuela de Mecánica, y que leyeron con gran interés, fueron La orquesta roja y El gran juego. En ellos se relata cómo hizo Leonard Trepper, agente soviético capturado por los nazis durante la Segunda Guerra, para desarrollar un doble juego que protegió a la red soviética mientras simulaba una colaboración con los alemanes que jamás prestó.
Hay un ejemplo ilustrativo de esto que los prisioneros de la Escuela de Mecánica llamaron doble juego. Una de las razones por las que los marinos comenzaron a dejar gente viva era para exhibirlos como prueba de su colaboración ante las personas recién capturadas. Esto podía inducir en los prisioneros recién llegados la idea de una traición generalizada que minara su resistencia. Sin embargo, la misma acción podía convertirse en su contrario. Solía ocurrir que el secuestrado "notable" permaneciera unos instantes solo con el recién llegado para hacer más creíble la "actuación". Esos momentos se podían usar para indicar muy someramente al otro la irrealidad de la situación, o bien para darle alguna información clave de lo que debía o no mencionar. Cuando esto se producía, el efecto era inverso al esperado; el nuevo secuestrado encontraba a un compañero, a un cómplice, dentro mismo del campo y resultaba fortalecido para enfrentar la tortura que sufriría de inmediato. Sin embargo, la acción era muy riesgosa; de ser descubierta, seguramente el responsable sería trasladado de inmediato.
La doble posibilidad que se abre, desde toda situación, de aprovecharla en un sentido o en otro permite afirmar, al mismo tiempo, que el simple prisionero que ayuda al guardia a repartir la comida dentro del campo, colabora con la funcionalidad del mismo. Pero, si al hacerlo aprovecha para hablar con otro secuestrado, para informarlo e informarse, para repartir un poco más de comida, en lugar de reproducir rompe las reglas de juego del campo, resiste.
La historia del doble juego de la Escuela de Mecánica es particularmente significativa porque muestra que el poder no es omnipotente, ni si quiera tan brillante. Es una historia de engaño y éxito. En efecto, los prisioneros del staff lograron sobrevivir y fueron liberados entre fines de 1978 y mediados de 1979; acordaron mantener silencio en torno a la experiencia hasta que quedara en libertad el último de ellos. Así lo hicieron y la mayor parte de sus miembros declararon luego ante comisiones de derechos humanos y en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1 985. En suma, aprovecharon el punto ciego del poder: su soberbia, que les hizo creerse más listos, más valientes y mejores de lo que realmente eran. Una vez más, la trampa de creer en su propia omnipotencia.
Por último, me quiero referir al escape, a la fuga en sentido literal, como la forma de resistencia más clara. La estricta vigilancia de los campos, sumada a la destrucción de los sujetos y su anonadamiento paralizante, redujo bastante la concreción de fugas físicas, ya sea individual o colectiva. Sin embargo, éstas existieron.
Se registran fugas de campos de Ejército, Armada y Aeronáutica. Deis de los testimonios que hemos tomado como centrales pertenecen a personas que se fugaron de campos de concentración. Se trata de Juan Carlos Scarpatti, que se fugó de Campo de Mayo, y de ClaudioTamburrini, que se fugó de la Mansión Seré, perteneciente a la Aeronáutica. Hubo otras fugas memorables. De la Escuela de Mecánica de la Armada se escaparon dos prisioneros, que regresaron a su antigua militancia. Se trata de Horacio Maggio, asesinado poco después, y de Jaime Dri, quien sobrevivió. Tulio Valenzuela, secuestrado por el II Cuerpo de Ejército que pretendía usarlo para asesinar a dirigentes montoneros radicados en México, protagonizó una fuga espectacular en ese país, con denuncia en los medios de prensa y un desenlace completamente desafortunado.
El caso de Scarpatti también ilustra este tipo de fugas, todas muy impresionantes, llevadas a cabo por hombres desesperados pero no inmovilizados. Sin embargo, quiero referirme a la ruga que protagonizaron Claudio Tamburrini, Guillermo Fernández, Carlos García y Daniel Ruso mano, de la Mansión Seré. Existen aquí otros elementos. En primer
lugar, se trató de una fuga colectiva, es decir fue preciso coordinar una acción entre cuatro personas, con una confianza suficiente entre sí como para organizar y ejecutar conjuntamente esta acción.
Los cuatro hombres adoptaron la decisión ante la certeza de su próximo aniquilamiento, pero fueron capaces de realizarla en las condiciones más adversas. Reconocieron el lugar aprovechando pequeñas coyunturas, como bajar a abrir la puerta cuando llegaba la comida; aprovecharon los escasísimos elementos con que contaban (un clavo, varias cobijas y el cable de una plancha); se animaron unos a otros. Por fin, escaparon
totalmente desnudos, sin documentos ni dinero, sin ningún apoyo externo, habiendo perdido todo contacto con su familia y sus compañeros desde varios meses antes.
Realizar una acción de este tipo implica la existencia de relaciones de solidaridad y confianza, la ruptura de toda hipnosis inmovilizante, la no aceptación de los designios del campo de concentración, en suma, la resistencia. No significa que lo demás no haya pasado por esos hombres, sino que pudieron conjurarlo, i n el relato de Tamburrini se refleja cómo les costó tomar la decisión, aun a pesar de que tenían la casi certeza de que los matarían. Incluso dos de las personas que fugaron dudaron seriamente en hacerlo, más bien Fernández les presentó el hecho consumado iniciando la fuga. Las dudas acerca de si los secuestradores conocían o no los preparativos también indican que probablemente la confianza entre ellos no era total. Sin embargo, a pesar de que no eran inmunes al dispositivo, lograron sobreponerse a él y fugar.
También aquí aparece el punto ciego del poder: su auto sobre dimensionamiento. El poder totalizador tiene una gran debilidad: se cree auténticamente total. En el caso de la Mansión Seré es Tino quien, al darles a los presos la noticia del asesinato de un antiguo compañero, los enfrenta con el hecho de su eliminación, poniéndolos en una situación sin salida. En definitiva, aquí es el poder que cree que puede matar sin resistencia, en otros casos el que cree que puede reformatear a su antojo, el que cree que puede atemorizar perpetuamente, el que cree que no puede ser engañado ni burlado. Ese es el poder concentracionario, que como no reconoce sus límites se cree ilimitado.
Todas las formas de fuga de que dan cuenta los distintos testimonios: el escape personal a las situaciones más dolorosas; la risa que permite recuperar la humanidad de desaparecido y desaparecedor, reinstalando cierto equilibrio; el engaño que invierte el control de la situación; la conspiración que restablece los lazos de solidaridad, cooperación y resistencia y la fuga que rompe de un golpe con el secuestro y la desaparición, son todas formas de lo que he llamado Mineas de fuga y resistencia.
Todas ellas muestran que dentro del campo, a pesar del fantástico poder de aniquilamiento que se despliega, el hombre encuentra resquicios. Hay allí un poder que se reorganiza; puede haber redes que entrelacen a los prisioneros, los sostengan y les permitan conformar una nueva sociabilidad. Aun en esas circunstancias, los hombres hacen cosas, toman decisiones, apuestan, ganan y pierden. Pensar en la víctima total y absolutamente inerme es también creer en la posibilidad del poder total, que deseaban los desaparecedores. Muchos relatos desconocen los resquicios porque los consideran excepcionales, pero ellos muestran algo fundamental: que el poder, aunque se lo proponga, nunca puede ser total; que precisamente cuando se considera omnipotente es cuando comienza a ser ingenuo o sencillamente ridículo.

Héroes, traidores y víctimas inocentes

El campo es una infinita gama no del gris, que supone combinación de blanco y negro, sino de distintos colores, siempre una gama en la que no aparecen tonos nítidos, puros, sino múltiples combinaciones. Si bien en la vida misma se podría afirmar la inexistencia de colores "puros" que excluyen combinaciones con otros, este hecho es particularmente cierro dentro del campo. Nadie puede permanecer en él "puro" o intocado; de ahí la falsedad de muchas versiones heroicas. Las posibilidades que se presentan pertenecen invariablemente a la noción de gama, en donde tanto la responsabilidad como el valor personal pueden y suelen ser difusos. En el mundo de los campos nadie puede atribuirse la inocencia pura
ni la culpabilidad absoluta.
Se suele manejar una aparente oposición, la que existiría entre héroes y traidores, como los dos extremos, el bueno y el malo, el blanco y el negro, que delimitan la diversidad de conductas posibles. No se trata más que de una reproducción de la lógica binaria. En efecto, "el mundo de los héroes —y ahí es, tal vez, donde reside su debilidades un mundo unidimensional que no comporta más que dos términos opuestos: nosotros y ellos, amigo y enemigo, valor y cobardía, héroe y traidor, negro y blanco"96.
El héroe es un ser dispuesto a sacrificar su vida y la de otros en pos de un ideal. Su heroicidad se realiza cuando entrega la vida en defensa de esa idea u objetivo superior que comprende hombres pero que va más allá de cualquiera de ellos en particular. Su acto se convierte en heroico al ser rescatado por una memoria colectiva que lo reivindica. En el caso argentino, los numerosos muertos en combate durante el Proceso de Reorganización Nacional podrían corresponder a esta categoría, si alguien los reivindicara. Pero ellos murieron peleando contra el poder concentracionario sin llegar nunca a los campos de concentración. Su heroicidad es externa y consiste precisamente en morir sin ser arrastrado por la corriente succionadora del chupadero.
El "desaparecido", en cambio, queda rodeado por la atmósfera difusa del campo, de manera que entra en una zona de indefinición, en la que nunca se sabe a ciencia cierta a qué categoría pertenece. Es como si el campo automáticamente salpicara al hombre desvaneciendo toda posible heroicidad. Así como desde la lógica concentracionaria, la simple sospecha de cualquier transgresión convierte en culpable al hombre y justifica el castigo que llevará a la producción de la verdad y del culpable confeso, así también desde la lógica de la heroicidad, el simple contacto con el campo, por la sombra de sospecha que proyecta sobre el individuo, desvanece la pureza necesaria del héroe. No hay héroes en los campos de concentración.
El sujeto irreductible que muere en ¿a tortura sin dar ningún tipo de colaboración es el que más se aproxima a esa noción, pero no quedan pruebas de ello, no hay exhibición del acto heroico que se pueda testimoniar sin sombra de duda. La resistencia a la tortura es una representación solitaria del torturado ante sus torturadores. Algo semejante ocurre con el fusilado, muchas veces acribillado a balazos dentro de un coche, simulando un enfrentamiento, cuyo acto final puede ser digno pero no encierra la resistencia y el espectáculo de lo heroico; no hay testigos. El campo es también un dispositivo desaparecedor de los héroes; en lugar de matar hombres que pelean, prefiere arrojar seres adormecidos desde lo alto de un avión; escamotea la posibilidad del combate heroico.
El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido contaminado por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta. El relato que hace del campo y de su fuga siempre resulta fantástico, increíble; se sospecha de su veracidad y por lo tanto de su relación y sus posibles vínculos con el Otro. Transita en una zona vaga de incredibilidad. Además, resulta amenazante ya que conoce la realidad del campo pero también la magnitud de la derrota que las dirigencias tratan de ocultar. En los medios militantes se promueve entonces su desautorización, se aduce que su óptica ha sido distorsionada por la influencia de sus captores, y ello lo convierte automáticamente en un no héroe.
En otros casos, como el de Horacio Maggio o Tulio Valenzuela, para despejar la sombra de sospecha que se cernía sobre ellos se los orilló a una autoinmolación que, ésta sí, los convirtió en héroes. Nilda Haydée Orazi y Juan Carlos Scarpatti, ambos sobrevivientes de distintos campos de concentración, señalaron con amargura: "Esta es la única organización
en el mundo (Montoneros) en laque un compañero escapa de manos del enemigo, salva a la conducción nacional, para lograrlo deja en manos del enemigo? su compañera embarazada, y en vez de felicitarlo se lo obliga a autocriticar.se por 'simular' y se lo des promueve de mayor a aspirante.'"'7 Faltó señalar que después de eso se envió a Valenzuela a Argentina, donde se suicidó al ser recapturado. En consecuencia, desde la perspectiva de blanco y el negro, no hay espacio dentro de los campos de concentración para el blanco perfecto. Si éste existe, se debí revelar antes; el acto heroico es previo a la captura. En cambio, detrás de los muros del campo tienen cabida todos los grises, hasta el negro profundo, representado por la traición de aquellos que sin la menor resistencia se ofrecieron al dispositivo concentracionario "sin luchar", en palabras de Graciela Geuna.
Pero la oposición entre el héroe y el traidor es una oposición falsa, más que por injusta, porque sencillamente resulta insuficiente para describir la complejidad del problema. No hay aquí una gama de grises sino todo un abanico de color que incluye muchos otros tonos. No se trata de combinaciones de grado entre estos dos términos, heroicidad y traición,
sino de Ja conjunción y el entramado que forman todos los elementos que confluyen para articular formas de obediencia y formas de rebelión con respecto al poder concentracionario.
Es más, como ya se señaló, cada sujeto es un complejísimo conjunto en el que se combinan aspectos variados que, en unos casos, se articulan en torno a la obediencia, en otros, en torno a la resistencia; puede propiciar fugas o parálisis hipnóticas; puede haber formas de obediencia que desemboquen en fugas (como no escapar del campo pero resistir en él) y resistencias que paralicen al hombre (como soportar la tortura pero no ser capaz de trazar una estrategia de supervivencia dentro del campo). Las posibilidades son infinitas y no se pueden reducirá los dos términos de heroicidad y la traición, insuficientes e irrelevantes,
Un aspecto importantísimo dentro de los campos fue lo que Todorov llama virtudes cotidianas. Designa de esta manera a aquellas acciones individuales que rechazan el orden concentraciortario en beneficio de una o varias personas, pero siempre de sujetos específicos, no de ideas abstractas. Las virtudes cotidianas no se practican en grandes actos públicos sino como parte de la cotidianidad; pasan desapercibidas salvo para quienes resultan beneficiados por ellas y suelen comportar un compromiso muy grave, incluso a veces ponen en juego la vida misma de quien las ejecuta. Por esta característica de "pasar desapercibidas" queda menos testimonio de ellas que de los actos heroicos.
Las virtudes cotidianas no se oponen a las heroicas, ni son mejores o peores, más o menos útiles o meritorias, son simplemente diferentes, pero si las menciono de manera especial es porque precisamente éstas fueron las que tuvieron oportunidad de manifestarse en los campos de concentración. La valentía personal de alguien podía hacer que se arriesgara a prevenir a un prisionero reciente acerca de no proporcionar determinada información, sabiendo que éste podía delatarlo poco después y provocar su muerte. Podía consistir en formas de la solidaridad y el apoyo que ayudaban a otro a resistir en el momento de mayor debilidad, en compartir con él un secreto; en ayudarlo a desobedecer. Podía manifestarse al encubrir a un compañero o al convertirlo en indispensable para un determinado trabajo y evitar su traslado. Casi siempre se asociaban con el engaño a los secuestradores.
En La Perla, cuando Geuna reconoció al Negro Lito en la calle y no lo delató, mirando sencillamente hacia otro lado, lo que estuvo a punto de costarle la vida; en la Escuela de Mecánica, cuando prisioneros que tenían contacto con el exterior avisaban de una posible captura o sacaban información, con riesgo de su integridad; en El Atlético, cuando los presos
encubrían, sufriendo castigo físico, a otros que habían estado hablando; en todos los campos, cuando se cuidaba a un compañero que había quedado destrozado por la tortura compartiendo con él lo que se tuviera y tratando de curarlo, se ponían en juego estas virtudes cotidianas. Se
practicaron en forma constante y fueron la base de la subsistencia de la mayoría de los sobrevivientes, que multiplicó su fuerza física, psíquica y espiritual. La supervivencia hubiera sido sencillamente imposible sin la circulación de estas virtudes cotidianas.
Así como se desarrollaron estas virtudes, la permanencia en el campo implicó el traspaso de la frontera entre secuestrados y secuestradores, con numerosas consecuencias, muchas de ellas de carácter desintegrador. El juego de simular colaboración, que realizaron algunos sobrevivientes fue, sin duda, un juego peligroso. Existían los riesgos de que en la simulación de la colaboración, la casualidad o más bien el hecho de estar maniobrando sobre límites muy imprecisos, llevara a la colaboración de hecho. El prisionero que, con la total decisión de no "marcar" a nadie, salía sin embargo a la calle con un grupo operativo, simulando una colaboración que no estaba dispuesto a efectivizar, corría el riesgo de ser reconocido por un viejo compañero que, desconociendo su captura, se acercara a saludarlo y fuera detenido. Como ésta, se podrían enunciar decenas de circunstancias difusas.
Por otra parte, en la simulación de la colaboración el prisionero emprendía un juego de aproximación a su captor que, de una manera u otra, lo envolvía. La repetición interminable de una mentira puede convertirla en verdad; ésta es una de las premisas de la propaganda. El secuestrado debía hacer un verdadero esfuerzo para no terminar por creer la mentira que le contaba cada día a sus captores. Esta era de por sí una mecánica desquiciante, pero sus efectos podían ser más nefastos sobre individuos que habían sufrido rupturas internas importantes dada la destrucción de su mundo de referencia.
La cercanía y la humanización del otro permitieron una cierta relativización del poder del secuestrador, pero también se desarrollaron mecanismos de internalización deslumbramiento del vencedor. Buena parte de los prisioneros entabló relaciones de proximidad con algunos de los oficiales. En la mayoría de los casos, estas relaciones no alteraba la percepción del prisionero de que el otro era su captor. Sin embargo, se crearon lazos afectivos ambiguos y lealtades ciertas.
En casos excepcionales, existieron incluso relaciones amorosas entre unos y otros. En estos espacios difusos, de fronteras imprecisas y movibles, sin embargo parece haber habido puntos de no retorno. Cada individuo parece tener un límite de tolerancia máxima, un límite de capacidad de procesamiento de sus propias roturas, traspuesto el cual, llega a una zona de "no retorno". No se puede decir cuál es este lugar y, evidentemente, depende de la estructura personal de cada uno.
Hay gente que, habiendo prestado una colaboración importante y siendo responsable de la captura de otros, una vez aflojada la presión, fue capaz de retornar sobre sí y limitar o interrumpir su colaboración. Hubo otros que una vez que dieron el primer paso ya no pudieron detenerse. Esto no ocurrió en la simulación de la colaboración. El efecto pudo ser más o menos desquiciante pero, en la medida en que los prisioneros tomaron distancia de la situación, más tarde o más temprano fueron recobrando y reformulando una visión propia de la vida del campo, independiente de su influencia hipnótica y anonadante.
Estas reflexiones pretenden discutir las nociones de héroe, traidor colaborador, como insuficientes, inútiles, pero particularmente distorsionantes, ya que pretenden atrapar en conceptos rígidos un fenómeno de características más complejas e imprecisas. Asimismo,
quiero abordar la discusión de otro aspecto no menos vidrioso y recurrido, el de las víctimas inocentes.
Los campos de concentración exterminio se crearon pata desaparecer todo un espectro de la militancia política, sindical y social que impedía el asentamiento hegemónico del ,y poder. El blanco principal de esta modalidad represiva f^ la guerrilla, pero abarcó también el vastísimo espectro la llamada subversión, del que ya se habló. Aunque la i ción desubversivo fue lo suficientemente amplia como f incluir prácticamente a cualquiera, su uso estaba destinado a facilitar una persecución precisa: la de la militancia radicalizada y todos sus puntos de apoyo.
Sin embargo, como ya se mencionó, la existencia de víctimas casuales, producto del error o desvinculadas de toda participación política, también fue parte de la racionalidad concentracionaria. Se facilitó así la diseminación del terror al mostrar un poder arbitrario e inapelable, atributos principales de los modelos totalizantes. No obstante, estas víctimas,
que sumaron un número absoluto considerable, representan un mínima proporción de las víctimas totales. El dispositivo estaba dirigido sin duda a la militancia.
Con esta afirmación no pretendo negar o restringir el problema. Familiares de militantes detenidos virtualmente como rehenes, menores asesinados como e\ caso de Floreal Avellaneda de 14 años o de una niña de 11 años secuestrada en Campo de Mayo, amigos de militantes secuestrados y asesinados por su relación con ellos, testigos de operativos que se pretendía mantener en secreto y fueron eliminados, muestran la monstruosidad de estos procedimientos.
Como todo lo que se relaciona con el dispositivo desaparecedor, el secuestro y asesinato de "inocentes" (¿de qué?) comprende una alta dosis de arbitrariedad y crueldad. Sin embargo, la recurrencia en los relatos de familiares de desaparecidos en insistir en que sus hijos no reman militancia política alguna, no pertenecían a ningún partido, eran "inocentes", me parece especialmente significativa. El texto de Eduardo Luis Duhalde que ya hemos citado, dice en relación con el secuestro de adolescentes de entre 15 y 18 años que fueron detenidos, en su mayoría, en la casa de sus respectivos padres: "No se ocultaban, circulaban normalmente, mantenían sus naturales relaciones en el ámbito familiar, laboral o en los establecimiento educacionales a que concurrían. ¿Qué peligro podían significar para el Estado terrorista estos jovencitos, casi niños, que comenzaban a despertar a la vida?'"''8 La pregunta que surge es, si se hubieran ocultado y, por ende, tuvieran militancia clandestina, si no hubieran vivido con sus padres y representaran un peligro real para el Estado terrorista, entonces, ¿no hubiera estado mal que los mataran? ¿O hubiera estado menos mal?
En la misma línea de razonamiento, Orgeira, uno de los abogados defensores de la Junta Militar, aseguró que "todos los que fueron buscados y capturados en sus casas no eran personas que nada tenían que ver con la subversión"'-", como si el hecho de ser "subversivos", es más, digamos guerrilleros activos, avalara el recurso del secuestro, robo, tortura irrestricta y asesinato con desaparición del cuerpo.
Estos razonamientos se complementan con una frase de café que cita un interesante artículo psicoanalítico100: "Y bueno, si bajaron un subversivo no importa, lo que hay que evitar es que se torture a inocentes." Un político peronista, un abogado defensor de la Junta Militar y el hombre de la calle parecen coincidir: el problema es que se torture a inocentes. Es decir, la tortura y el asesinato como forma de represión de la disidencia política tienen un valor sustancialmente diferente de si se usan contra inocentes; en el primer caso, están implícitamente admitidos. Entonces hay hombres que merecen el campo de concentración o que por lo menos lo merecen más que otros.
La reivindicación de la víctima inocente como si fuera más víctima que la víctima militante, por ejemplo, no es más que una manera de reforzar la noción de que efectivamente no se debe resistir al poder. Sólo si se es víctima inocente, es decir, no involucrada, no resistente, se es una víctima completa. Las demás de alguna manera tienen un merecimiento del castigo. Esta sola idea implica que resistir al poder conlleva y merece una sanción, tanto más dura cuanto mayor sea la resistencia.
En Argentina existió un poder totalizante, despótico y concentracionario pero la sociedad sólo puede reivindicar víctimas, más aún, víctimas inocentes, como si hubiera habido otras cuya culpabilidad explica, aunque no necesariamente justifica, la existencia de los campos.
Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social, escindirlo de allí y hacer del campo una realidad otra a la que no se pertenece, en la que se debaten dos demonios, militares y guerrilleros, ajenos a una sociedad y a su vida cotidiana. La víctima inocente es la figura perfectamente complementaria de esta explicación. Representa al "inocente" que jamás debió incluirse en el infierno porque no pertenecía a él.
Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos. Todas las víctimas son inocentes y ninguna lo es, en sentido estricto.

Ni cruzados ni monstruos

La existencia de los campos de concentración-exterminio se debe comprender como una acción institucional, no como una aberración producto de un puñado de mentes enfermas o de hombres monstruosos; no se trató de excesos ni de actos individuales sino de una política represiva perfectamente estructurada y normada desde el Estado mismo. De hecho, ya se habló del funcionamiento de los campos en medio de las instalaciones y las jerarquías militares, actuando a un tiempo como política oficial pero no reconocida, aparentemente clandestina, y entrelazando las modalidades legales y subterráneas de la represión. El intercambio de prisioneros entre campos de concentración y cárceles legales, la complicidad de la justicia y una serie de manejos que revelan la desaparición como una política de Estado, que combinó las formas legales con las clandestinas.
Por eso, cuando se realizó el juicio a la Junta Militar, Jorge Rafael Videla insistió en rechazarlo. Desde su punto de vista se estaba juzgando a las Fuerzas Armadas, es decir, no existían acciones personales que fueran objeto de análisis sino una acción estrictamente institucional. A su vez, como hombre de la institución, asumió sobre sí toda la responsabilidad, y libró de ella a sus hombres bajo la figura del acatamiento de órdenes. Salvaguardaba así un elemento clave en las instituciones armadas, la obediencia incondicional, clave de la disciplina. Al mismo tiempo, desplazaba el problema de su responsabilidad personal hacia la institución; efectivamente él no había actuado en términos individuales sino corporativos.
La metodología concentracionaria fue institucional y estuvo guiada por el principio de eficiencia en el desarrollo de una situación que las Fuerzas Armadas definieron de guerra, en la que se proponían triunfar.
Desde el razonamiento militar, la noción de guerra parecía justificar la metodología empleada. "La guerra provocada por el terrorismo que fuera derrotada en el ámbito único posible: el campo de batalla", fue uno de los argumentos usado incluso en el juicio a los comandantes por Juan Carlos Tavares, uno de sus defensores. El uso de una metodología clandestina se justificó por la necesidad de recurrir a los mismos métodos que la guerrilla, también violenta y clandestina. El fiscal Strassera redujo la argumentación con una lógica implacable: si no había habido guerra, los comandantes eran delincuentes comunes; si había habido guerra, eran delincuentes cié guerra.
Pero desde la perspectiva castrense, y de otros sectores de la sociedad, el objetivo era triunfar sobre la subversión aniquilándola, como lo había ordenado Isabel Perón, y ese objetivo se logró. El principio rector, la eficiencia en el cumplimiento de dicha meta. El medio, los campos de concentración y el terror generalizado.
Los campos fueron el dispositivo represor del Estado, la máquina succionadora, desaparecedora y asesina que una vez creada cobró vida propia y ya nadie podía controlar; funcionaba inexorablemente. Una tecnología, como ya se señaló, directamente ligada con un poder de tipo burocrático, en donde la fragmentación de las tareas desvanecía las responsabilidades.
La burocracia concentracionaria se atiborró de papeles y de registros. Muchísimos testimonios dan cuenta de la multitud de fichas, fotos, archivos en computadoras y legajos que se llevaban en los distintos campos de concentración. Se conoce la existencia de registros cuidadosos en Campo de Mayo, La Perla, Escuela de Mecánica, El Atlético, El Olimpo, El Banco, entre otros. En El Atlético "los torturadores se turnaban y mantenían un control escrito de su trabajo, Las puertas eran grises y del lado de adentro había una planilla" que se debía llenar con los siguientes datos: nombre del interrogador, grupo al que pertenecía el secuestrado, número de caso, hora de entrada, hora de salida y estado de la víctima (normal o muerto)1"1. El mismo testimonio hace referencia a otras planillas para solicitar el secuestro de alguien, para registrar el grado de peligrosidad de cada secuestrado, para asentar la resolución final del caso. Planillas que indican una responsabilidad pero que la diluyen en un dispositivo burocrático. También los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada se refieren a un cuidadoso sistema de control que incluía un legajo de cada prisionero con su foto, algunas de las cuales rescató Víctor Melchor Basterra. Según los sobrevivientes, la Aeronáutica también el abofaba legajos de sus prisioneros y les tomaba impresiones dactilares que incluía en los mismos.
Una burocracia obediente que complementaba los atributos oficinescos con la subordinación militar. Un nombre en una planilla y una orden eran suficientes para que se atormentara a alguien o se lo aniquilara. La defensa de su posición en torno al argumento de la obediencia debida, lejos de exculpar a la institución militar, muestra precisamente uno de sus aspectos más abominables: la pérdida del sujeto, la noción de que sus miembros deben resignar en otros su capacidad de elección sobre cuestiones tan sustanciales como la vida de un hombre, renunciando a toda responsabilidad sobre sus actos. No es más que la deshumanización, ahora actuando sobre su propia gente, aceptada, validada y defendida por su personal, la resignación de lo humano y lo ético como un deber ser correcto, adecuado y deseable.
En suma, la constitución de un "servicio público criminal" montado con burócratas perseverantes y capaces de una obediencia a ultranza, más allá de toda interrogación moral. Hombres que actúan sólo como engranajes de la maquinaria asesina; ni más ni menos, apenas engranajes. Desde el cabo de guardia a Videla o Massera, todos ellos hicieron posible que la máquina funcionara pero ninguno fue más que una pieza dentro de ella, que terminó también por deglutirlos.
Al afirmar que sólo fueron engranajes quiero señalar el fenómeno como institucional, la irrelevancia del hombre en su dinámica, pero en ningún momento esto equivale a reducir la responsabilidad. Por el contrario, es el dispositivo del campo el que "iguala" falsamente, ya que compromete a todos, sin asumir ninguna responsabilidad, de manera que todos parecen igualmente responsables. Esta es una de las distorsiones de la lógica concentracionaria.
El dispositivo necesita que cada hombre se comporte como un engranaje, pero en verdad la "maquinaria" está formada por hombres; cada uno de ellos tiene una función diferente y una responsabilidad delimitable. Al rescatar al ser humano en el desaparecedor no se lo absuelve; se lo excluye de lo monstruoso, de lo sobrenatural, para incluirlo en lo humano, en la escala de lo que se puede valorar y juzgar.
¿Cómo eran los hombres concretos que hicieron funcionar la maquinaria? Desde el relato de los sobrevivientes y de otros testimonios, no parecen haber sido más que hombres comunes y corrientes. Geuna hace una caracterización detallada del personal de La Perla, especialmente interesante. En su relato humaniza a los captores, quitándoles la magnificencia aterradora de los monstruos y mostrándolos más bien como seres relativamente insignificantes. Hay de todo un poco. De 22 descripciones, apenas cinco de ellos parecen sujetos más o menos conscientes del papel que jugaban, y con un grado de inteligencia aceptable. Otros cinco merecen la calificación de tontos o poco inteligentes; los demás recogen calificativos como mediocre, débil, torpe, incompetente, fanfarrón, pusilánime, cobarde, inseguro. Sin embargo, diez, casi la mitad, están catalogados como crueles o algún adjetivo semejante. También diez, algunos coinciden con los crueles, se describen como gente mediocre. Una mediocridad cruel.
Una descripción memorable, que ofrece similitudes con esta perspectiva, es la que hizo la revista La Semana, a partir de las declaraciones de Vilariño sobre el almirante Chamorro, director de la Escuela de Mecánica de la Armada. Lo muestra como un hombre "gris y feo, petiso y mediocre". Sus compañeros de promoción lo recordaban como "un tipo insignificante... tenía la habilidad suficiente para pasar desapercibido, única forma inteligente en que podía hacer carrera". Resaltan "su notoria habilidad para ubicarse la gorra en lo más alto de la coronilla, estirando además el sostén superior de la funda, de modo de obtener 5 centímetros más de estatura, un crecimiento artificial que completaba duplicando la dimensión de los tacos y la suela de sus*zapatos"102. Un auténtico ridículo.
Sin embargo, la misma declaración deja constancia de dos actos de extrema crueldad protagonizados por este mismo hombre: la voladura de cinco prisioneros y la violación, secuestro y posterior asesinato de unas jóvenes que habían sido "seducidas" por personal de la Escuela de Mecánica. Mediocridad y crueldad no parecen ser términos contrapuestos.
También el general Videla, que fue ungido por la prensa con una imagen de hombre austero, profundamente cristiano y callado durante el Proceso de Reorganización Nacional, cuando se hizo pública la acción represiva de esos años mereció otros calificativos. Una edición de La Semana de agosto de 1984 decía: "Solamente ahora —cuando los velos que ocultaban la verdad de la guerra sucia han sido descoeeidos con violencia- comienza a perfilarse la imagen de un Videla diferente.. La de un hombre mediocre, Pusilánime , cargado de temores y vacilaciones." Sin embargo, cabe pensar que las aparentes contradicciones no son excluyentes. Se puede será austero y mediocre, cristiano y pusilánime, callado y temeroso, y al mismo tiempo cruel e implacable.
En el caso de Videla, cobra especial importancia el aspecto religioso. La familia Videla parecía salida de algún semanario católico cuando, cada domingo, sonrientes y emperifollados, caminaban todos juntos para asistir a la misa de 1 0.30 en la parroquia de San Martín de Tours. La señora Hartridge de Videla declaró que su marido "comulga todos los domingos y días de guardar". Después de comulgar el domingo, ¿sería el lunes cuando el general Videla daba las órdenes de asesinar prisioneros? ¿O tal vez ya lo había hecho el viernes y se confesaba el sábado? ¿O sólo lo hizo una vez, al principio, para poder olvidar cada domingo, antes de comulgar, que estaba usurpando el lugar de Dios al disponer de vidas y muertes? Porque los 30 mil desaparecidos, o poniendo la cifra menor, los 10 mil, fueron asesinados en conocimiento de Videla y por órdenes emanadas de él, en tanto Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, responsabilidad que nunca negó.
Durante el Juicio que se le siguió en 1985, el general Videla leía Las siete palabras de Cristo, mientras se lo acusaba por delitos que, según cálculos de la fiscalía, si se hubieran sumado los cargos, lo hubieran hecho merecedor de 10248 años de cárcel. Mientras se desgranaba el relato de las atrocidades Videla leía y miraba el crucifijo que había en la sala; seguía convencido de que había cumplido con una misión altamente moral: borrar del mundo a los enemigos de Dios, la Patria y de él mismo.
Así como se puede ser burócrata y asesino, mediocre y cruel, se puede ser buen padre de familia, cristiano, moralizante y desaparecedor. Esto es lo desquiciante, los desaparecedores solían ser hombres comunes y corrientes que también podían ir a. misa los domingos. Para separar los compartimentos existe la esquizofrenia social y personal de la que ya hablamos. Ser cristiano y asesino es posible si una y otra esfera permanecen aisladas. La vida familiar y la vida profesional como depósitos independientes; ser uno en casa y otro en el cuartel o en la calle no son rasgos exclusivos de la cúpula militar, se manifiestan a diario. Finalmente Videla es igual que aquel comandante de gendarmería que tranquilizaba a Geuna por su perro después de haber matado a su marido.
Hay otros ejemplos de la mediocridad de los altos mandos y también de las jerarquías intermedias que operaron en los campos de concentración. Esta burocracia gris, con una moralidad tan mediocre como ella misma, cobijó en su seno las más diversas formas de delincuencia. Robos y negociados de todo tipo, secuestros para cobrar rescates millonarios, asesinato por razones pasionales, fueron moneda corriente, al abrigo del enorme dispositivo de arbitrariedad de los campos de concentración.
Una figura que descolló en este sentido fue la del almirante Massera, a quien no se podría tachar de mediocre sino, en todo caso, de inescrupuloso. Se lo acusó de la desaparición y asesinato de una diplomática, de asesinar al esposo de su amante, el industrial Branca, y toda clase de estafas y negociados. También el general Suárez Masón, como otros, apareció vinculado con la logia P 2 y oscuros manejos en relación con la venta de armamentos y con la industria petrolera.
Sin embargo, este tipo de delincuencia de alto vuelo fue sólo la cara más elegante de una simple práctica de "rapiña" que ejerció el dispositivo represor en todos los niveles. Vilariño cuenta cómo Chamarro y otros jefes militares depositaban en una gran bolsa el botín obtenido en un operativo. La Escuela de Mecánica guardaba en el pañol muebles, ropa y artefactos obtenidos en los operativos militares. La práctica de vender coches casas de secuestrados utilizando documentación falsa fue moneda corriente. En muchísimos testimonios, los prisioneros relatan haber visto a sus captores con ropa, relojes y todo tipo de objetos de su pertenencia o de sus familiares. También es recurrente la referencia al robo de dinero en las casas allanadas por las fuerzas de seguridad.
Vilariño dice que los famosos operativos rastrillo "no eran nada más ni nada menos que un triste mercado entre la Policía Federal, la Policía de la Provincia de Buenos Aires y las cabezas que andaban en los rastrillajes: se repartían las ganancias que obtenían, llamémosle televisores, aparatos telefónicos, vehículos que no tenían los papeles en regla, dinero de aquellas personas que no lo podían justificar; más que un operativo rastrillo era un operativo rapiña... Algunos grupos se encargaban de secuestrar a personas, más que para detenerlas, para comerciar... no era tanto que alguien era llevado por error, como a un guerrillero con cinco, seis o más, y se llevaban a todos porque se suponía que eran guerrilleros. No, no. Camps y su gente trabajaban directamente... Si sabían que había alguien que tiene plata y no tenía herederos, entonces se perdía. Ellos se quedaban, entonces, con todos sus bienes"10'. Esta actividad de pillaje es un dato constante, que muestra a nuestros burócratas ejerciendo la corruptela propia de todos los servicios públicos, en algunos casos con grandes y sonados secuestros, en otros con el simple robo del ladrón de gallinas. Esta es una cara que no se debe olvidar. Frente al discurso grandilocuente de la guerra contra la subversión, una práctica que lejos de ser guerrera se alimentó de torturas en sótanos oscuros, de administradores arbitrarios e implacables del castigo y la muerte, y de ladrones de alto vuelo o poca monta, para el caso da lo mismo.
Existen dentro del cuadro las caras monstruosas, los psicópatas sádicos. Militares que degollaban a sus víctimas, que las electrocutaban, que las sometían a todo tipo de vejámenes en un juego que, aparentemente, les resultaba placentero. Se los puede encontrar en los relatos de Geuna, Gras, Scarpatti y muchísimos otros.
De manera relativamente frecuente, los testimonios también se refieren a guardias y oficiales que llegaron a establecer una relación humana con los prisioneros. Así como muchas veces fueron precisamente los más crueles quienes se reservaron el privilegio de "salvar" a alguien, también hubo hombres de las Fuerzas Armadas que pidieron su retiro porque no estaban dispuestos a admitir ninguna complicidad con lo que ocurría, o que estando dentro de los campos se cuestionaron profundamente su papel y "quebraron" internamente, "fugaron" del dispositivo. Esta gente prestó un servicio invaluable para los prisioneros. La escasez de relatos en este sentido se relaciona con su excepcionalidad pero también con el hecho de que revelar esas circunstancias incriminaría a los protagonistas ante sus compañeros.
En suma, sería imposible trazar el perfil del desaparecedor, del torturador, del guardián; en todos estos lugares hubo hombre? Terriblemente disímiles que, en ciertos casos, facilitaron ras cosas para los secuestrados y en otros, agregaron de su propia cosecha para hacérselas más difícil aún. Y, casi siempre, estas características se mezclaron dentro de un mismo hombre que fue simultáneamente capaz de atrocidades y de compasiones difíciles de explicar
Casi siempre, los desaparecedores se despersonalizaron a sí mismos, en el ejercicio de la deshumanización ajena. Ellos fueron victimarios pero también víctimas de un dispositivo que los arrapó. Claudio Vallejos, ex integrante del Servicio de Inteligencia Naval, dijo que estuvo tres meses prácticamente secuestrado y que fue "chupado" de su casa porque se quería retirar del grupo operativo; Vilariño refirió que cuando se empezaron a desarmar los grupos de tareas, algunos de sus miembros comenzaron a tener "accidentes" y que a los que se querían "echar para atrás" les hacían algún estudio psicológico y los mandaban a Río Santiago para hacerles un "chequeo". Ser un desaparecedor era un trabajo que no tenía retorno; cualquier pieza que afectara el funcionamiento de la maquinaria debía ser desechada1"'.
No interesa hacerlo, ni se podría establecer un prototipo, pero el grueso de los hombres que hizo funcionar el dispositivo concentracionario parece haberse acercado al perfil del burócrata mediocre y cruel, capaz de cumplir cualquier orden dada su calidad de subordinado, y dispuesto a sacar ventaja personal de la situación. Un enjambre de hombres medios, de no-sujetos, perfectamente sujetados, de simples "vivillos" llenos de contradicciones, ensoberbecidos por su poder y dispuestos a usarlo, siempre que pudieran, en su beneficio personal. Carlos Levi vio a los nazis de una manera semejante. En Si que esto e un horno dice refiriéndose a los campos de concentración alemanes: "Los monstruos existen pero son demasiado poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos; los que son verdaderamente peligrosos son los hombres comunes"'"''.
Ni monstruos ni cruzados, hombres comunes, de los que hay por miles en la sociedad; esos son los hombres útiles al campo de concentración. Hombres como nosotros, esa es la verdad difícil, que no se puede admitir socialmente. Los actos de esta naturaleza, que parecen excepcionales, están perfectamente arraigados en la cotidianidad de la sociedad; por eso son posibles. Se engarzan con una "normalidad" admitida. Es la normalidad de la obediencia, la normalidad del poder absoluto, inapelable y arbitrario, la normalidad del castigo, la normalidad de la desaparición.
Al ver a los desaparecedores como parte de lo social cotidiano, no se esfuma su responsabilidad; simplemente se los ubica en un lugar que involucra y pregunta a toda la sociedad.

Campos de concentración y sociedad

Lejos de la pretensión del poder totalitario de depositar en el campo lo que desea desaparecer y, a su vez, hacer desaparecer el campo mismo de la sociedad, negarlo, campo y sociedad son parte de una misma trama.
Los campos de concentración, en tanto realidad negada sabida, en tanto secreto a voces, son eficientes en la diseminación del terror. El auténtico secreto, el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad ingenua pero nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el terror. Aterroriza lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que no se puede develar.
La sociedad que, como el mismo desaparecido, sabe y no sabe, funciona como caja de resonancia del poder concentracionario y desaparecedor, que permite la circulación de los sonidos y ecos de este poder pero, al mismo tiempo, es su destinataria privilegiada.
El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en medio de la sociedad, "del otro lado de la pared", sólo puede existir en medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una sociedad "desaparecida", tan anonadada como los secuestrados mismos. A su vez, la parálisis de la sociedad se desprende directamente de la existencia de los campos; una y otros alimentan el dispositivo concentracionario y son parte de él.
No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en cualquier momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su vez, cambia, remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se señaló, la sociedad argentina tenía una larga historia de autoritarismo previa al golpe de Estado de 1976, que había calado muy hondo en
amplios sectores de la sociedad.
En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya influencia en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por boca de monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la nación argentina." Era noviembre de 1975 y se refería a la represión desatada en Tucumán, donde ya entonces se practicaba la política de desaparición en los primeros campos de concentración del país.
El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue significativo. La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a amplísimos sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de uno y otro signo", refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la fuerza institucional del Estado. El razonamiento era muy semejante al que se utilizaría años después, en el juicio que se siguió a los comandantes, cuando amplios sectores desplegaron la teoría de los dos demonios. En ambos casos, la misma noción de que la pugna existente se libraba entre fuerzas oscuras ajenas a la sociedad, en lugar de reconocer hasta qué punto la disputa era parte de un debate arraigado profundamente en las relaciones sociales de poder.
Lo que en el discurso oficial de aquellos días aparecía como la eliminación de la violencia de ambos signos no era más que la destrucción de una de ellas como política de Estado, puesto que los sectores que asesinaban y secuestraban personas en la AAA se incorporaron de inmediato a los grupos de tareas de las Fuerzas Armadas. En muchos testimonios consta esta transferencia de personal e incluso de instalaciones. La metodología no fue detener el enfrentamiento sino usar una violencia mayor desatada desde el Estado. Gran parte de la sociedad quedó inmóvil, expectante, entendiendo a medias de qué se trataba pero sin atinar a reaccionar, aterrada.
Si había algo que no se podía aducir en ese momento era el desconocimiento. Los coches sin placas de identificación, con sirenas y hombres que hacían ostentación de armas recorrían todas las ciudades; las personas desaparecían en procedimientos espectaculares, muchas veces en la ví
a pública. Casi todos los sobrevivientes relatan haber sido secuestrados en presencia de testigos. Decenas de cadáveres mutilados de personas no reconocidas eran arrojados a las calles y plazas. Los periódicos, de gran circulación en Argentina, no hablaban de los campos de concentración pero sí de personas que desaparecían, cadáveres no identificados, enfrentamientos que arrojaban muchos muertos "guerrilleros" y ningún militar, cuerpos destrozados con cargas explosivas, calcinados, ahogados, y muchísimos tiroteos.
Un año después del golpe, Rodolfo Walsh, cuya información provenía del mismo país, señalaba en su carta abierta a la Junta Militar: "Extremistas que panfletean el campo, pintan las acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído... 70 fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la masacre del año nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó lacomisaría de Ciudadela, forman parte de 1200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos."11"'
Con ese ambiente en las calles y esta información en los periódicos nadie podía aducir desconocimiento. Por todos lados se filtraba la información. Por si esto fuera poco, había colas de familiares de desaparecidos frente al ministro del Interior, y desde 1977 el movimiento de Madres de Plaza de Mayo comenzó a denunciar las desapariciones y a manifestarse cada jueves frente a la Casa de Gobierno. Pero los ciudadanos, en lugar de escandalizarse como en 1 984 cuando comenzaron, a hacerse públicas las denuncias, se apartaban atemorizados o se indignaban. "Muchos transeúntes las interpelan (a.las Madres). '¿Qué hacen aquí? ¿Se dan cuenta de la imagen que dan del país? ¿No ven que hay periodistas extranjeros que van a aprovecharse para atacarnos? ¿Ustedes no son argentinas?'"10'
La existencia misma de los campos de concentración no era un secreto, en sentido estricto. Dice Vilariño: "Era impresionante la cantidad de gente que sabía del grupo de tareas. ¿Alguien habló? ¿Alguien dijo algo? Yo no lo recuerdo."108 Hay numerosos testimonios de médicos, jueces, sacerdotes, que tuvieron constancia de la existencia de los campos de concentración.
La alta jerarquía eclesiástica y muchos sacerdotes conocían las violaciones a los derechos humanos y se solidarizaron con la Junta, como consta en numerosas denuncias. Hay otras que muestran la complicidad de muchos jueces que estuvieron en contacto con secuestrados y conocían perfectamente la metodología de la desaparición. Incluso algunos de ellos se negaron a tomar declaración sobre apremios ilegales a prisioneros con signos evidentes de tortura, que apenas podían mantenerse en pie, provenientes de campos de concentración y que luego fueron legalizados. Prácticamente todos los políticos del país no sólo conocían la existencia de campos de concentración sino incluso las dependencias en las que funcionaban algunos de ellos, como Campo de Mayo o la Escuela de Mecánica de la Armada. Buena parte del personal de los hospitales militares, médicos, enfermeras, radiólogos, pudo ver prisioneros encapuchados y esposados, en deplorable estado de salud, así como mujeres embarazadas en idéntica situación, que eran llevados a esas instalaciones por personal militar. Los conscriptos que hacían su servicio militar en dependencias de las Fuerzas Armadas también fueron testigos de los extraños movimientos de las patotas y del ingreso y salida de prisioneros de estos lugares. Si se suma, son muchísimas las personas que formaban parte de alguno de estos grupos y su porcentaje en relación con la población total es significativo.
No obstante, una buena parte de la sociedad optó por no saber, no querer ver, apartarse de los sucesos, desapareciéndolos en un acto de voluntad. Así como entre los secuestrados y los secuestradores los mecanismos de la esquizofrenia permitían vivir con "naturalidad" la coexistencia de lo contradictorio, así la sociedad en su conjunto aceptó la incongruencia entre el discurso y la práctica política de los militares, entre la vida pública y la privada, entre los que se dice y lo que se calla, entre lo que se sabe y lo que se ignora como forma de preservación.
"Los argentinos somos derechos y humanos" fue la consigna que lanzó la Junta Militar como respuesta a la campaña internacional de denuncia. Esa consigna que hubiera podido ser repudiada consiguió, no obstante, cierta resonancia; aparecía en publicaciones y en letreros adheridos a coches y casas de la clase media. Hasta su misma estructura da cuenta de esta esquizofrenia social que optó por desconocer la gravísima y obvia violación de los derechos humanos convirtiéndolos no en un concepto sino en dos separados y diferentes. Todas estas complicidades, en unos casos y silencios en otros, hicieron posible la existencia y la multiplicación de la política desaparecedora .
El Proceso de Reorganización Nacional, sustancialmente diferente a lo que hasta entonces había ocurrido en el país, también se asentó sobre ciertas ''normalidades" internalizadas desde antes por la sociedad.
La política argentina, como se señaló en otros apartados, se basó durante décadas en una concepción de tipo binario. La noción del Otro, peligroso, al que es preciso destruir, estaba profundamente arraigada en las representaciones y prácticas políticas. Dos países, dos historias, dos campos enfrentados, cuando precisamente en el caso de Argentina, la multiplicidad es evidente. La República Argentina es un sinnúmero de nacionalidades, costumbres, religiones, culturas, superpuestas de la manera más desprolija y desconcertante. En esto residió buena parte de su originalidad.
En ese falso mundo de dos, las organizaciones populares que eran terriblemente diversas, fueron atacadas en bloque por el Estado totalizante y desaparecedor. En ese enfrentamiento perdieron. Pero no perdieron por los golpes que sufrieron durante la gran represión del Proceso; habían perdido la batalla política desde antes y fueron aniquiladas físicamente entonces.
La imposibilidad de generar una propuesta popular y nacional, ejes de la llamada izquierda peronista, en el marco de un proceso mundial que ya se orientaba a la globalización, en el que campeaba el neoliberalismo pinochetísta como la gran alternativa para los países de América Latina, en tiempos de la Trilateral, fueron claves. No menos decisivo fue el desconocimiento de Perón a esta tendencia y su negativa a indagar formas de compatibilizar las viejas banderas populistas del peronismo con los nuevos tiempos.
Desde mucho antes del golpe militar las izquierdas nacionales, peronistas y no peronistas, se habían quedado sin propuesta y sin resonancia en los sectores populares; su discurso, centrado también en la lógica amigo enemigo fue perdiendo relevancia hasta convertirse en un alegato altisonante y hueco. Su incapacidad para comprenderlo las llevó a refugiarse en una lucha armada que las encerró en un callejón sin salida. Este aislamiento político es clave para explicar la reacción de una sociedad que no sólo no se sentía identificada con "las izquierdas" sino que incluso estaba decepcionada de ellas, en un marco de definición en donde sus opciones se reducían a la calidad de amigo o enemigo. Es central comprender que la derrota política del peronismo revolucionario y del trotskismo perretista fue previa al golpe de 1976 y estuvo directamente vinculada con la reducción de lo político a categorías de corte militar.
La sociedad civil había transitado por la rigidez cursillista de la Revolución Argentina; se había liberado de ella apostando todo a un peronismo que parecía la tabla de salvación nacional. Lejos de ello, el gobierno peronista sumió al país en una crisis económica aún más grave, en la corrupción más espantosa, la ineficacia total y niveles de violencia social nunca vistos.
Cuando se produjo el golpe militar, la sociedad estaba agotada. Así como los desaparecidos llegaban a los campos de concentración con su capacidad de defensa mermada, así también la sociedad estaba extenuada. Este agotamiento facilitó uno de los objetivos del Proceso: que no opusiera resistencia.
Junto a la concepción binaria intervinieron otros factores también de larga data, que permitieron inscribir la nueva modalidad represiva en el universo de lo socialmente admitido. La normalización de la tortura en relación con los presos comunes primero y los políticos después permitió que nadie se escandalizara por algo que ya era, aunque desagradable, moneda corriente. La necesidad de exterminar a la subversión, que se inscribía en una lógica guerrera bastante difundida, también era una verdad admitida en amplios sectores de la sociedad. De allí a la admisión del secuestro había algo más que un paso, pero en todo caso no se trataba de un abismo. Recuerda Noemí Labrune que muchos "ante un secuestro se preguntaban '¿en qué andarían?' y se respondían: 'por algo será'"l0';. Al admitir que si una persona está implicada en algo es natural que "desaparezca" se naturaliza el derecho de muerte que estaba asumiendo el Estado y se justifica la arbitrariedad e ilegalidad del poder. A lo largo de los años de represión, los propios grupos operativos se encargarían de rutinizar estas desapariciones hasta incorporarlas a la vida cotidiana, aprender a vivir con ellas; también aquí fue la vida entre la muerte.
No se puede olvidar que la sociedad fue la principal destinataria del mensaje. Era sobre ella que debía deslizarse el terror generalizado, para grabar la aceptación de un poder disciplinario y asesino; para lograr que se rindiera a su arbitrariedad, su omnipotencia y su condición irrestricta e ilimitada. Sólo así los militares podrían imponer un proyecto político y económico pero, sobre todo, un proyecto que pretendía desaparecer de una vez y para siempre lo disfuncional, lo desestabilizador, lo diverso.
Por eso la sociedad sabía. A ella se dirigía en primer lugar el mensaje de terror; ella era la primera prisionera. En el campo de concentración de CotI Martínez, como en la Mansión Seré, como en la Escuela de Educación Física de Tucumán y en tantos otros, no se ocultaban las actividades. Cuentan los vecinos que "se oían gritos desgarradores, lo que daba a suponer que eran sometidas a torturas las personas que allí estaban. A menudo sacaban de allí cajones o féretros. Inclusive restos mutilados e.vxt>c,W.v=. Ae. poTietileno. Vivíamos en constante tensión como si también nosotros fuéramos prisioneros, sin poder recibir a nadie, tal era el terror que nos embargaba, y sin poder conciliar el sueño durante noches enceras"110. De manera que la sociedad sabe, ya que es parte de la misma trama. Este saber de la sociedad es usado por el poder militar como una forma de comprometer a todos. Así como todas las Fuerzas Armadas participaron de alguna manera, y con ese argumento es como si todos en ellas fueran igualmente responsables, así también en este "saber" de la sociedad se pretende imponer una complicidad y diluir las responsabilidades. Así el general Videla decía: "Una guerra que fue reclamada y aceptada como respuesta válida por la mayoría del pueblo argentino, sin cuyo concurso no hubiera sido posible la obtención del triunfo."'''
Hubo quienes reclamaron eso que Videla llamó guerra pero una gran parte de la sociedad la sufrió; hubo una enorme mayoría que la aceptó pero no tan fácilmente puesto que se debió recurrir al terror; en efecto, sin el concurso del pueblo no se hubiera obtenido el triunfo, pero ese "concurso" se obtuvo sometiendo a todo el país al poder desaparecedor.
Las mismas mecánicas que analizamos dentro de \os campos de concentración operaron en toda la sociedad. El control sobre la población fue implacable. Se prohibieron las actividades políticas y sindicales; se vigiló todo tipo de reunión; se controlaron las listas de personal de las grandes empresas; cualquier movimiento extraño en una casa, oficina o local ameritaba su allanamiento y la detención de cualquier sospechoso. Se buscaba así la más estricta sumisión, que implicaba, entre otras cosas "no ver", "no saber". No quedó el menor espacio para el disenso; cualquiera de sus formas ameritaba la calificación de subversivo con todas las secuelas que ya se explicó.
Se desconoció la identidad de la sociedad o las identidades constitutivas, pretendiendo amoldar un país de grandes al esquema occidental, cristiano, burocrático y mediocre de los administradores militares.
Así como los cuerpos de los secuestrados permanecían en la oscuridad, el silencio y la inmovilidad, en cuchetas separadas unas de otras, así se pretendía a la sociedad, fraccionada, inmóvil, silenciosa y obediente; una sociedad que se pudiera ignorar y ordenar en compartimentos estancos según la arbitraria voluntad militar. Unos hombres pasivos, una sociedad pasiva e inerte.
Para garantizar esta inmovilidad, los militares procesaron la sociedad, como los cuerpos de sus víctimas. Castigaron a quien se rebeló, con la cárcel, la desocupación, el destierro; amputaron lo que consideraron "enfermo", y en esto consistía la desaparición y el asesinato; trataron de vaciar a la sociedad de todo aquello que los inquietaba, anulando su capacidad vital y prohibiendo desde la política hasta el arte; literalmente la desmayaron, la obligaron a entrar en un estado de latencia, amenazando con matarla.
La humillación fue un mecanismo que también se usó contra la sociedad en su conjunto. El "sí, señor", que humillaba al secuestrado, también debió ser dicho, de otras maneras, por toda la sociedad. Pero sobre todo, la sociedad fue obligada a presenciar el castigo, la desaparición y la muerte de los suyos sin abrir la boca, sin oponer resistencia. Probablemente hay pocas situaciones más humillantes para un ser humano que la de obligarlo a presenciar el secuestro o el castigo de su compañero de trabajo, de su amigo, de su hijo o de su esposo sin poder salir en su defensa o sin atreverse a hacerlo. Esto debió tolerar la sociedad argentina de los militares. Presenciar el castigo de los más próximos en la más absoluta inmovilidad.
La voluntad omnipotente de procesar y adecuar la sociedad, de "quebrarla" y reformatearla, de abolir sus dinámicas más arraigadas, para anularla y sumirla en la misma parálisis hipnótica que afecta a los sujetos, fue parte del dispositivo que no se repite sino que simplemente es el mismo que está funcionando en toda la sociedad, dentro y fuera de los campos.
Desaparecer lo disfuncional, que en el campo es el cadáver y en la sociedad el opositor, mediante un terror generalizado que paraliza, inmoviliza, anonada. El anonadamiento que "deja hacer" al poder. Es un dejar hacer económico, político, cultural, cotidiano. Mientras los desaparecidos se "esfuman" en los campos de concentración, quiebra la industria nacional, el país se endeuda y los niños pasean en las autobombas por cortesía de la Policía Federal. Es una especie de parálisis, en donde la coherencia está dada por conductas y pensamientos necesariamente esquizoides.
Nada más injusto que confundir esta parálisis con la complicidad. Nada más cercano a la lógica de los desaparecedores, a su omnipotencia. El terror que tan cuidadosamente ha diseminado el dispositivo concentracionario produce en la sociedad el mismo efecto anonadante que en el desaparecido dentro de los campos. ¿Cómo afirmar que el hombre que se dirigía sin resistencia a su traslado era un cómplice? ¿Cómo hacer de la víctima un cómplice?
La sociedad sencillamente es; en efecto es muchas cosas que permiten el asentamiento de este poder desaparecedor pero también es todas aquéllas que lo obligaron a imponerse sobre ellas, como el desorden, la desobediencia y la diversidad. La sociedad es múltiple y en ella circulan las fuerzas de la sumisión y las de la resistencia.
También en la sociedad existieron los que se entregaron al poder concentracionario sin resistir y los que fueron arrasados por él. Pero junto a ello, existieron las más diversas formas de la resistencia, más o menos individual, más o menos decidida.
Poco a poco, como los prisioneros que aprendieron a ver por debajo de las capuchas, la sociedad descubrió resquicios, recuperó sus movimientos y se escudó en el trabajo, el arte, el juego como formas de reestructurarse y resistir.
Existió la fuga individual, la solidaridad, la risa y el canto. Existió el doble juego, el engaño y la simulación; todas las formas que tuvo la sociedad para sobrevivir sin ser arrasada se practicaron de una u otra manera.
La resistencia organizada tuvo una expresión central en las organizaciones de defensa de los derechos humanos y en especial en las Madres. Cuando el miedo se había adueñado de buena parte de la sociedad, las Madres fueron ese espacio de resistencia que se contagia. Su resistencia tuvo mucho de las virtudes cotidianas a las que hice referencia dentro de los campos; las solidaridades que no constituyen actos heroicos pero que ayudan a sobrevivir. Pero la acción del terror no acabó el día que cayó el gobierno militar. Hay un efecto a futuro, un efecto que perdura en la memoria de la sociedad. La desaparición, la muerte, la arbitrariedad y la omnipotencia del poder son un hecho vivido pero al mismo tiempo negado, algo que ya pasó. A medida que el efecto inmovilizante del terror comienza a desvanecerse, la
evidencia de la matanza y las formas que adoptó cobran un peso de terror que se graba con fuerza extraordinaria en toda la sociedad. Desde ese momento se sabe del poder desintegrador del Estado, de las debilidades y renunciamientos de la sociedad, de lo difícil que es sobrevivir a los embates de un poder autoritario y desaparecedor: el miedo se instala; hay una memoria colectiva que registra lo que se ha grabado en el cuerpo social. Este efecto del terror diferido, que los militares se han encargado de refrescar con cierta periodicidad, de maneras abiertas o solapadas, cuando amenazan "lo volveríamos a hacer", es quizás uno-de los mayores logros políticos del dispositivo concentracionario.
En la sociedad, como en los campos, no existieron héroes ni "inocentes". Todos fueron alcanzados de alguna manera por el poder desaparecedor. Los actores sociales fueron extrañas combinaciones de formas de obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades, a veces incomprensibles. Por eso no tiene sentido rescatar a las víctimas inocentes: todas lo fueron. Ninguna merecía la anulación de su ser, la tortura y la oscura muerte de ser arrojado desde un avión sin dejar.
Los desaparecedores eran hombres como nosotros, ni más ni menos; hombres medios de esta sociedad a la cual pertenecemos. He aquí el drama. Toda la sociedad ha sido víctima y victimaría; toda la sociedad padeció y a su vez tiene, por lo menos, alguna responsabilidad. Así es el poder concentracionario. El campo y la sociedad están estrechamente unidos; mirar uno es mirar la otra. Pensar la historia que transcurrió entre1976 y 1980 como una aberración; pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de entonces y la actual.
"La idea que nos impide pensar la realidad concentracionaria se basa en la certeza de que se trata de una aberración, de un conjunto de comportamientos producidos por situaciones que no tienen ninguna relación con el funcionamiento de nuestra sociedad.""2 Por el contrario, campo de concentración y sociedad se pertenecen, son inexplicables uno sin el otro. Se reflejan y se reproducen.

Sobrevivencia, trivialización y memoria

La sociedad sobrevivió al poder concentracionario; muchos secuestrados también. Las razones de su sobrevivencia fueron múltiples. No existió un patrón para explicarla. Incidió la casualidad en primerísimo lugar, aunada a la necesidad de los desaparecedores de salvara salvando a algún prisionero, la habilidad de algunos presos para aprovechar determinadas circunstancias de tipo excepcional, la omnipotencia del dispositivo concentracionario.
Bruno Bettelheim señala que el sobreviviente nunca sabe con certeza porqué subsistió y que aunque se atormente tratando de explicarlo nunca llega cabalmente a la respuesta; la decisión fue de sus captores. El campo de concentración y la razones para entrar o salir de él pertenecen por entero a la lógica concentracionaria de la que el sobreviviente es ajeno. Sin embargo, explicar esta cuestión se convierte en una auténtica pesadilla.
El sobreviviente siente que él vivió mientras que otros, la mayoría, murieron. Sabe que no permaneció vivo porque fuera mejor y, en muchos casos, tiende a pensar que precisamente los mejores murieron. En efecto, muchos de sus compañeros de militancia más queridos perdieron la vida. De manera que se siente usurpando una existencia que no le pertenece del todo, que tal vez debía estar viviendo otro, como si él estuviera vivo a cambio de la vida de otro.
Esto no es de ninguna manera cierto. Sobrevivieron los mejores y murieron los mejores; sobrevivieron los peores y murieron los peores. No hubo una lógica de la sobrevivencia o de la muerte que pueda explicarse con parámetros de conducta. Hubo colaboradores que murieron; hubo sobrevivientes cuya conducta fue de resistencia tenaz e inamovible. Subsistió gente ajena a las organizaciones guerrilleras, otros que tenían una relación lateral con las mismas y otros más que eran dirigentes de alto nivel. Junto a ellos, personas de las mismas características Rieron eliminadas. No hubo realmente una selección sino procesos aleatorios, en los que a veces influyó la habilidad de algunos prisioneros para aprovecharlos y su decisión de tratar de vivir, que permitieron una cierta sobrevida inicial de algunos y más tarde su liberación. También en esto el poder fue arbitrario.
Si aquél que se fuga de un campo de concentración es sospechoso, el que sobrevive lo es muchísimo más. Poco importa su resistencia, la habilidad que haya desplegado para engañar o burlar a sus captores, las solidaridades de las que haya sido capaz. La sociedad quiere entender porqué está vivo y él no puede explicarlo, de manera que casi automáticamente se lo condena a la exclusión y su vida se convierte en la prueba misma de su culpabilidad, cualquiera que ésta sea.
Una vez en libertad, el poder anonadante del campo no desaparece de inmediato. El sobreviviente aún se siente bajo el control del secuestrador; su aparente omnipotencia todavía lo alcanza. "Bastaba que nos prohibieran dejar Córdoba para que nosotros permaneciéramos allí", dice Geuna. Sin embargo, la hipnosis se va desvaneciendo poco a poco y el ser humano no recupera lo que fue sino que encuentra nuevos equilibrios y reorganiza una existencia diferente.
Inicialmente se produjo la dispersión de los sobrevivientes en distintos lugares del país y del mundo. Poco a poco comenzaron a testimoniar sobre los campos de concentración y su vida en ellos ante distintos organismos de derechos humanos. Algunos de estos testimonios son los que hemos tomado en este trabajo.
Las primeras declaraciones no fueron muy bien recibidas. Esta gente, cuya sola vida la hacía sospechosa, en un momento en que los movimientos de derechos humanos luchaban por la aparición de los desaparecidos, no hablaba de desaparecidos sino de muertos; describía las condiciones de vida de los campos de concentración y afirmaba que no había ningún ocultamiento perverso de los prisioneros sino que simplemente se los había eliminado tratando de no dejar rastro.
Se iniciaba el difícil camino de dejar memoria, aquél que se habían propuesto desde las épocas de cautiverio: la memoria que obsesionó a los que sobrevivieron y a los que murieron. Dar testimonio. La verdad, en este caso era cruel y molesta, sin embargo podría permitir simbolizar lo sucedido, reconectar lo inconexo. Podía reconstituir un tejido diseccionado y esquizofrénico.
El relato histórico recupera procesos totales y, de acuerdo a la lectura que hace de los mismos, instituye los héroes. Por el contrario, los testimonios constituyeron relatos fragmentarios, con protagonistas individuales que ni pretendían constituirse en héroes ni relatar historias heroicas. Todos estaban marcados por las tonalidades y gamas a las que ya hice mención; eran intentos para restablecer la memoria.
El campo de concentración fue un dispositivo de absorción, desaparición y olvido. Desde dentro, el olvido del sujeto, el olvido del mundo exterior, sus leyes y normas. Desde la sociedad el olvido de los desaparecidos "para siempre", del campo de concentración, de todas las formas de la resistencia. Esos y muchos otros olvidos, como el olvido del crimen y del criminal, que el poder concentracionario impuso al hombre y a la sociedad. La memoria y la memorización quedaron prohibidas.
Frente a este olvido impuesto a veces, autoimpuesto otras, voluntario casi siempre, se desarrolló una suerte de amnesia colectiva, que resultaba más cómoda para todos en la medida en que permitía dejar en paz, no hurgar en aquello que confronta en términos individuales y sociales.
Los testimonios venían a romper el silencio sobre el que navega la amnesia. Al principio, sólo fueron un rumor que circulaba en los medios politizados y en el extranjero, pero el rumor fue creciendo y filtrándose por distintos resquicios, haciéndose cada vez más audible.
Después de la caída del gobierno militar, al abrirse la información sobre los campos de concentración, fue como un aluvión que cayó sobre la "opinión pública" para aplastarla. Diarios, revistas, libros, inundaron las calles con los relatos y las imágenes monstruosas de los campos de concentración. Restos humanos exhumados, niños cuyos padres habían desaparecido, rostros de familiares angustiados hasta las lágrimas eran la prueba visible de una realidad tan conocida como negada. El impacto de las imágenes brutales se amortiguaba y se pervertía exhibiéndolas a vuelta de página de las modelos más cotizadas del año. Los testimonios de sobrevivientes o de torturadores arrepentidos y confesos, podía dar lo mismo, en todo caso, garantizaban un alto porcentaje de ventas.
La memoria pudo manifestarse y ser memoria colectiva gracias a los medios masivos de comunicación, pero también por su efecto se convirtió en un producto de consumo. En muchos casos, no se trataba de procesar o de integrar de alguna manera la realidad de los campos de concentración como parte de una reflexión crítica, sino de consumirla y desecharla, como cualquier otra mercancía que se lanza al mercado. La información, virtualmente arrojada sobre la población de manera tan abundante como persistente, cumplió su ciclo; e.. pocos meses saturó al "público", como cualquier producto cuya publicidad se lanza con insistencia. La gente se aburrió de oír algo tan desagradable como inquietante.
La repetición de lo aterrador lo convirtió en banal. Al trivializar lo sucedido en los campos, se apuntalaba uno de los objetivos del poder concentracionario: normalizar el asesinato y la desaparición, inscribirlos como un dato en la memoria colectiva, que los podía reprobar, pero desde el sustento explicativo de los dos demonios. Aquellos dos demonios malvados que se destruyeron entre sí y que nada tenían que ver con la sociedad argentina, la verdadera, la buena, la que está en contra de roda violencia, la que nacía entonces a la democracia.
El olvido adopta muchas formas; la trivialización es sólo una de ellas. La memoria es una forma de resistencia al olvido que, en el caso de los campos de concentración, comenzó por los testimonios de lo que había ocurrido y se ligó de inmediato con la búsqueda de los vestigios, de los restos que daban testimonio de la masacre colectiva.
Los sobrevivientes fueron claves para contar lo ocurrido pero no tenían pruebas de los asesinatos colectivos que denunciaban. Los militares habían hecho un gran esfuerzo por ocultar o hacer desaparecer los restos de sus víctimas. No sólo habían desaparecido a las personas sino que después desaparecieron a los desaparecidos.
El dispositivo concentracionano dedicó un gran esfuerzo al ocultamiento y destrucción de los restos humanos; una de sus consignas fue "Los cadáveres no se entregan". Para ello recurrió a la voladura de cuerpos con explosivos de manera de hacerlos irreconocibles, a arrojarlos en alta mar, donde las corrientes no los trajeran a la costa, a calcinarlos en los centros clandestinos o a incinerarlos en los cementerios. Muchos de ellos, también, fueron enterrados como NN, es decir, necio, o no sé.
Los NN no son el epílogo, sino uno de los capítulos centrales de esta historia. Si el eje de la política represiva fue la desaparición, precisamente para que "no se supiera", una de las formas de consumarla fueron las técnicas de desaparición y desintegración de los cuerpos. Pero los entierros de NN son parte de la prueba, de los restos humanos que dan testimonio de que los desaparecidos no se esfumaron sino que fueron ultimados. Esqueletos que se pueden identificar y permiten reconstruir una historia, de una persona con nombre y apellido, que desapareció un día determinado de un lugar específico y cuyo cadáver se encuentra con un cierto número de impactos de bala que provocaron su muerte. Los restos de NN son la prueba del delito y donde hay delito hay delincuente; es decir, los restos remiten a la conciencia colectiva, sorteando la amnesia, hacia los campos de concentración en tanto delito instituido, en tanto servicio público criminal que reclama un castigo.
El difícil trabajo de rastrear esos restos, los restos NN que se encuentran inhumados principalmente en los cementerios, fue muchas veces desconocido por la sociedad. El Equipo Argentino de Antropología Forense se hizo cargo de este trabajo de manera minuciosa y perseverante. En primera instancia, la recolección de huesos enterrados parece un ejercicio macabro. Cuando en su informe de actividades de 1992 señalan "se recuperaron 278 esqueletos. Dentro de esta cifra se incluyen los restos esqueletarios ele 19 fetos y neonatos, algunos asociados a esqueletos adultos en distintas fosas", se puede pensar que es un detalle interesante pero de una crueldad inútil. Sin embargo, el objetivo que se proponen es muy claro y aparece enunciado con toda precisión: "devolver un nombre y una historia a quienes fueron despojados de ambos."1
"La búsqueda de los huesos y la reconstrucción de las historias que cuentan esos restos provocó horror, muchas veces incluso en los familiares de los desaparecidos. As! como habían sido capaces, en los momentos de mayor represión de resistir, negándose al olvido que les imponía el gobierno militar y reclamando por sus desaparecidos, la aparición de los cadáveres cerraba toda ilusión y colocaba la historia en su verdadero lugar: el exterminio masivo de una generación de militantes políticos y sindicales.
Porque aquí hay otro aspecto que no se puede soslayar y que ya he mencionado. Los desaparecidos eran, en su inmensa mayoría, militantes.Negar esto, negarles esa condición es otra de las formas de ejercicio ele la amnesia, es una manera más de desaparecerlos, ahora en sentido político. La corrección o incorrección de sus concepciones políticas es otra cuestión,
pero lo cierto es que el fenómeno de los desaparecidos no es el de la masacre de "víctimas inocentes" sino el del asesinato y el intento de desaparición y desintegración total de una forma de resistencia y oposición: la lucha armada y las concepciones populistas radicales dentro del peronismo y la izquierda.
Los antropólogos forenses se propusieron hacer el "desentierro", la arqueología de esta historia. Reaparecer los cadáveres desaparecidos; reaparecer los desaparecidos en sus restos, cómo hombres que no se esfumaron sino que fueron asesinados; reaparecer la historia y rastrear quiénes secuestraron y quiénes enterraron, para identificar culpables.
Exponer, desenterrar lo subterráneo es lesivo para el poder desaparecedor, que se asienta precisamente en esta subterraneidad. Reconstruir y recordar interrumpe la amnesia colectiva que se ha instalado. Encontrar responsables rompe la dinámica de diluir los hechos en una acción colectiva y autorizada, y permite deslindar responsabilidades y culpables. Todos estos mecanismos disparan contra la totalización, la lógica concentracionaria y el poder desaparecedor.
No obstante, algunos familiares se resistieron a encontrar los restos. "Yo los huesos no los quiero", dijo uno. "Yo vivo con la puerta de mí casa abierta, esperándola. Si me dicen que ésos son los restos de mí hija ya no la puedo esperar más", dijo otro. "Yo sé que ustedes pueden identificar los restos de mi hijo pero eso destrozaría a mi mujer. Yo siempre voy a negar una identificación", afirmó un tercero"'1. Restos que fueron encontrados, restos que se identificaron y que, a veces, ¡a familia renuncia a reconocer o no quiso retirar. Restos a los que se les negó su historia. He aquí el drama en su verdadera dimensión. Desaparecidos que se esfuman desde distintos lugares porque no se puede reconocer su muerte. Por diversas razones se coincide en no querer ver o sencillamente en no poder hacerlo, en olvidar, en desconocer, en no saber. Y sin embargo, "todos sabemos que todos sabemos". Exactamente la lógica del poder desaparecedor, re- produciéndose, reverberando, rebrotando.
La recuperación y la identificación de los restos ha sido uno de los ejercicios de memoria más importantes acerca de los campos de concentración. Permitió recuperar cuerpos, nombres, historias, militancias, culpables.
El juicio a los comandantes fue otro gran ejercicio de recuperación de la memoria. Más allá de la limitación de las condenas; más allá de que sólo se juzgó a las juntas; más allá de las posteriores leyes de punto final y de amnistía; más allá de que todos los protagonistas son hombres en actividad dentro de las Fuerzas Armadas, que continúan su carrera como si nada hubiera pasado, el juicio fue el golpe más seno que sufrió el poder desaparecedor.
Los campos de concentración alcanzaron éxitos signifi- cativos: exterminaron lo que llamaban subversión (aunque menos de lo que hubieran deseado), imprimieron la omnipotencia y arbitrariedad del poder en la sociedad de manera generalizada con efectos muy posteriores a la finalización del gobierno militar, disciplinaron y atemorizaron de diversas maneras dificultando por mucho tiempo la organización y la desobediencia; acentuaron los mecanismos de desaparición de lo disfuncional. En fin, podríamos seguir mencionando éxitos del dispositivo concentmcionario.
Sin embargo, el solo hecho de que los comandantes todopoderosos, que se creían dioses, debieran responder a un juicio, en donde ni siquiera aparecieron como grandes asesinos sino como un hato de burócratas, mediocres, vivillos y rateros, fue un golpe extraordinario a ese halo de omnipotencia. Se juzga a los criminales a los que alcanza la justicia, no a los dioses, ni al poder. El poder no se somete a juicio; no hay prueba más palpable de la limitación de su poder, que ellos intentaron mostrar ilimitado, que el haber sido sometidos a juicio. Quizás a eso se debía la consternación de Massera cuando en su descargo dijo: "Aquí estamos protagonizando todos algo que es casi una travesura histórica: los vencedores son acusados por los vencidos.""''
La lógica de vencedores y vencidos remite una vez más al pensamiento bélico, pero más allá de ello, los juicios mostraron que si bien los comandantes impusieron el proyecto político y económico que prevaleció y que subsiste con Menem, su poder no era absoluto y su intento desaparecedor había resultado Vano. Es decir, los juicios mostraron que aun contra un poder totalizante la sociedad tiene formas de defenderse, resistir, y resquicios por los cuales deslizarse para disparar contra el núcleo duro del poder. Los juicios fueron este tipo de hostigamiento, que no destruyó el poder militar, pero lo debilitó, desnudó públicamente su faz oculta y lo exhibió en sus facetas más miserables.
Los juicios fueron un ejercicio de memoria colectiva. Buena parte de los sobrevivientes testimonió, lo que también fue prueba de los límites de lo pretendidamente irrestricto, del efecto parcial y temporario del terror, de la capacidad de resistencia como contraparte de la sumisión. En este sentido contrapesaron el terror generalizado que la sociedad había padecido.
A partir del juicio, tampoco se pudo aducir desconocimiento. Los militares transitaron por la negación de los hechos, luego el desconocimiento y, por último, la obediencia a las órdenes. Desde ese momento quedaron reconocidos sus delitos de manera pública. Nadie puede decir, desde su condena, que los hechos no sucedieron, o bien que los desconoció.
Sin embargo puede permanecer otro recurso, de la mayor eficiencia: el olvido, la amnesia. A partir de los juicios, la mejor forma para desconocer que la realidad de los campos de concentración estuvo estrechamente ligada con la sociedad de entonces y con la de nuestros días es olvidarlos, decidir que el mundo y el país han dado suficiente cantidad de vueltas como para estar en otro lado. Amnistía, como amnesia, proviene de amnesis, olvido. Es cierto, a mediados de la década del 90 han pasado algunas cosas y parecemos estar más inmersos en una posmodernidad que rechaza las estructuras uniformes. Nuestro mundo computarizado tiende a generar sistemas personalizados y descentralizados que parecen poco compatibles con la modalidad represiva concentracionaria. La neutralización de los conflictos de clase o su reinscripción en otros contextos y el desencanto por lo político nos ubican en un escenario muy diferente al de la Plaza de Mayo de marzo de 1 973.
En términos de vida cotidiana, la liberalización de las costumbres, la desestandardización en todos los órdenes, incluidas la moda y la diversificación religiosa y la proliferación esotérica (al uso del consumidor) nos remiten a un predominio de la diversidad y la permisividad que aparentemente serían inversos a las totalizaciones y disciplinamientos que promovió la lógica concentracionaria.
¿Quiere decir esto que las formas del poder han murado y estamos en un punto totalmente diferente? Sí y no. Siempre estamos en un punto diferente y los cambios que se han producido en los últimos 15 años no son insignificantes.
Sin embargo, el poder muta y reaparece, distinto y el mismo cada vez. Sus formas se subsumen, se hacen subterráneas para volver a aparecer y rebrotar. Creo que un ejercicio interesante sería intentar comprender cómo se recicla el poder desaparecedor. Cuáles son sus desintegraciones y sus amnesias en esta posmodernidad. Cómo reprime y totaliza, aunque se manifieste en el individualismo más radical. Cuáles son sus esquizofrenias, y cómo se nutre de las falsas separaciones entre lo individual y lo social. Cómo conservar la memoria, encontrarlos resquicios y sobrevivir a él.

Notas

Arendt, Hannah. Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alian/.;», 1987,
pp. 653-654,
2 Delcuze, Gilíes; Guattari, Félix. Mil mesetas. Valencia, Pre-textos, 1988.
1 Todorov, Tzvcran. o/>. cit., p. 189.
' Declaraciones del general de división Santiago Ornar Riveras, en
Washington, el 24 de enero de 1980.
5 Carona, losé Ignacio. Ahogado defensor del brigadier Agosti. El Diario
del Juicio, N" 21, Buenos Aires, 1985.
'' Vilariño, Raúl David. La Semana, "Yo secuestré, maté y vi torturar en la
Escuela de Mecánica de la Armada", N" 370, 5-1-84.
Rico, Aldo. En Grecco, Jorge; González, Gustavo. Ar-

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