HISTORIA DE LA TORTURA Y EL ORDEN REPRESIVO EN LA ARGENTINA por Ricardo Rodríguez Molas

A María del Carmen, Ricardo y Fernando, mis hijos,
con la esperanza en los días que vendrán.

"Si yo fuera un anticuario
sólo me gustaría ver cosas viejas.
Pero soy un historiador y
por eso amo la vida."

HENRI PIRENNE





ÍNDICE GENERAL
I. LOS COMIENZOS DE LA PEDAGOGÍA DEL MIEDO
Los instrumentos y las razones del poder; La tierra y el indio: la vida planificada, "el yugo y la correa".

II. LAS VIOLENCIAS DE LOS CASTIGOS Y LA IDEOLOGÍA DE VIDA ASCÉTICA
Indios, mestizos y negros: entre el castigo corporal y la ideología del dolor y de la muerte; Los métodos y las víctimas de la pedagogía del miedo.

III. LOS DÍAS QUE LLEGAN: LA ABOLICIÓN DE LA VIOLEN¬CIA
La función creadora de la historia y de los hombres: la abolición de la tortura; 1813: "Borrar con el tiempo... esa ley de sangre"; El recuerdo del castigo y del tor¬mento.

IV. LAS BUENAS INTENCIONES Y UNA REALIDAD QUE PER¬SISTE (1853-1900)
Las razones de 1853: cárceles limpias, abolición de tor¬mentos y azotes; Palabra y acción en 1864: "la pena de azotes es un delito"; El cepo y otras herencias.

V. EL FIN DEL LIBERALISMO Y EL TEMOR DE LOS QUE POSEEN (1900-1932)
Las sombras de la "belle époque"; Las mudanzas del tiempo: el dominio organizado y la violencia posterior a 1930.

VI. LAS IDEOLOGÍAS AUTORITARIAS Y LAS HERENCIAS DE LA VIOLENCIA (1932-1955)
Entre la ilusión de la dicha y la fuerza de la violencia; Los días que corren entre 1946 y 1955.

VIL LA IRRACIONALIDAD DEL PODER Y LA IMPOSICIÓN DE LA MUERTE (1955-1984)
1956: "La interminable historia de las torturas"; 1961: "Hoy también se tortura en el Estado de derecho"; La práctica del autoritarismo en los días de la Revolución Argentina; "La 'derecha' de la extrema izquierda y la 'izquierda' de la extrema derecha"; Autoritarismo y represión sexual; La violencia física; 1976-1983: "Se rompen diques y barreras; la vida y la muerte se juegan en aras de la victoria".

BIBLIOGRAFÍA GENERAL


I
LOS COMIENZOS DE LA PEDAGOGÍA DEL MIEDO



Alfonso el Sabio:
"Tormento es una manera de
prueba que hallaron los que fueron
amadores de la justicia".


Es necesario decir al comenzar estas páginas que ingresar en el mundo de la tortura, esa realidad siempre renovada de la represión que ejercen algunos hombres, es aludir a infa¬mias que no son gratuitas; y también a la siguiente paradoja: "La actitud de olvidar y perdonar todo, que correspondería a los que han sufrido injusticia, ha sido adoptada por los que la practicaron". (Adorno, 1965, 117.) * Como es sabido, la tor¬tura "legal" de los códigos primitivos y la contemporánea de las sociedades represivas definen un criterio de "justicia" y poder impuestos a través del dominio y el terror. Y también confirma el hecho de que esa realidad nunca puede afirmarse en un mundo libre y sin prejuicios. Dentro de ese esquema, así fue siempre, la fuerza, y no sólo la física, da al poder auto¬ritario más seguridad; lo hace, eso lo recuerda Cesare de Beccaria desde las páginas De los delitos y de las penas, "por el más cruel verdugo de los miserables que es la servidumbre". Mucho antes, en el siglo XIII, en España, Alfonso X el Sabio señalaba que el "tormento es una manera de prueba que ha¬llaron los que fueron amadores de la justicia".
¿Otra paradoja? Por cierto, pero tengamos en cuenta que desde la más lejana antigüedad los espíritus más lúcidos tu¬vieron la certeza de la ilicitud e inhumanidad de la tortura, condenándola. La presencia de ese criterio secular es cono¬cida, pero no lo es tanto la actitud de Bartolomé de las Casas, quien se opuso a la violencia de su época, el siglo XVI. (No por azar, el "silencio del olvido" al que alude Cervantes en su obra más conocida, es decir la destrucción interesada de la memoria, constituye una práctica frecuente en todos los tiempos.)
Pues bien, mientras racionalizan en España la fuerza y el poder, en el tiempo de la Contrarreforma, el autor de la Historia de las Indias opone al orden fanático la dignidad del ser humano. "Nadie —clama en una de sus obras— puede ser sometido a tratamientos inhumanos". (Las Casas, 1974, 155.) Sin lugar a dudas, pocos se animaban a decirlo entonces en España. Pero hay algo más. Expone Bartolomé de las Ca¬sas en la Apología, texto que lee en la Universidad de Valladolid para responder a Sepúlveda y en medio de una atmós¬fera cargada de roces y conflictos: "Nadie puede ser coacciona¬do por sus vicios o pecados, mientras no repercutan en desor¬den social o lesionen los derechos de las personas". (Apología, 1975.) Sin duda, suya es la esperanza de un convencido del valor más profundo de las palabras; la palabra y el deseo de un crítico implacable. No oculta nada; acusa, entre otros, al
cronista, contemporáneo suyo, Fernández de Oviedo ("seme¬jante idiota, más bien preocupado por dibujar árboles genea¬lógicos de ciertas gentes") de silenciar la tortura y los castigos impuestos por los conquistadores a los naturales de América; "buscaban [...] el oro y, no contentos con eso, a los indios que capturaban vivos los desgarraban con cruelísimos tor¬mentos para que indicasen cómo estaba escondido el tesoro del oro [...] ¿Sabe Oviedo a cuántos indios, con la marca de hierro encendido en la frente, aquéllos cruelísimamente des¬pedazaron: cuántos pueblos o indios entre sí tiránicamente se repartieron, de manera que los indios ya no servían a uno, sino a muchos tiranos?"
Al analizar los aspectos más generales de esa realidad, y sin dejar de tener en cuenta la perspectiva histórica, adverti¬mos determinaciones bien concretas y precisas que hacen a los más variados intereses y apetencias. Es, sin duda, una coacción sustentada en el uso de la violencia, como medio para fines bien claros. Y si después de leer la documentación de los hechos mencionados por Las Casas, de manera espe¬cial la que alude a los resultados del uso de la fuerza, pasa¬mos a nuestros días, también, es posible definir como pragmá¬tica la actitud de Michel Foucault cuando asocia la question (tormento judicial impuesto por los jueces a los sospechosos) a esotéricas referencias al sadismo y al dolor, a delirios y a placeres psicopáticos de los verdugos, reduciéndola a un mero juego o "duelo". En fin, a una supuesta "mística" represiva ajena a todo circunstancia externa a los protagonistas. (Foucault, 1978, 47.) A esos extremos llega el análisis estructuralista de un hecho bien concreto.1
Precisando más: esos criterios, en líneas generales, tienen hoy plena vigencia. Y asimismo lo tiene el hecho de definir, como lo hace el autor mencionado, el tormento y el proceso inquisitivo de la justicia como una mera sesión destinada a obtener una prueba o confesión. De ahí, pues, proviene tam¬bién la posición de los abolicionistas de hace tres siglos que se oponían a la tortura debido, así escriben, a la poca certeza de las declaraciones logradas mediante ese método. Esta crítica coincide con la crítica a las ideas de Foucault. Esos planteamientos y esos tipos de análisis desechan, sin duda, todos los argumentos sustentados en motivaciones de carácter humanitario.
Es evidente, hablando en términos generales, que en todos los casos olvidan la condición de castigo y de ejemplo que desean dar a la tortura; la pedagogía del miedo inherente al tormento. Hobbes, teórico del Estado absolutista y de una so-ciedad de autómatas, menciona a mediados del siglo XVII en Leviatán argumentos análogos. "Así —dice—, no debe repu¬tarse como testimonio a las acusaciones bajo tortura [...] y lo que en este caso se confiesa tiende al bienestar del que es torturado, no a la información de los verdugos, y no debiera, por tanto, ser creído como testimonio suficiente, porque tanto si la acusación es verdadera como falsa, se hace virtud de un derecho a preservar la propia vida." (Hobbes, 1979, 238.) Y La Bruyére, en las postrimerías del siglo XVII, con la misma nitidez, asegura que la tortura es una "invención segura para perder a un inocente de débil complexión y salvar a los ro¬bustos". En virtud de lo expuesto por los autores menciona¬dos, hay una cosa que es definitiva: las anteriores, sin ninguna duda, son prevenciones que se preocupan sólo por la poca solidez del método utilizado para facilitar el interrogatorio y no por la inhumanidad del mismo. Esa evidencia aparece, en¬tre otros testimonios, en el texto de las Instrucciones del Santo Oficio de Toledo, redactadas en 1571 por Fernando de Valdez. Luego de informar sobre la conveniencia de atormentar, co¬munica a los jueces, "familiares" y verdugos de la Inquisición, en general a todos sus funcionarios, que el tormento, "por la diversidad de las fuerzas físicas y corporales y ánimos de los hombres", en contadas ocasiones determina la verdad. De todas maneras, les importa asimismo imponer el temor colec¬tivo, lo utilizan con reiterada frecuencia. (Introducción, 1980, 222.)
Pero no está todo expuesto. Hay, al mismo tiempo, otro aspecto de esa realidad del terror y a ella pasamos a referir¬nos. Como es sabido, bajo la influencia del cristianismo la justicia de los hombres se configura sobre el modelo bíblico de la justicia divina, considerándose como algo normal y justo la aplicación literal de la ley del Talión —"ojo por ojo, diente por diente"—, primitiva y brutal; ley que al provenir de Dios no admite ningún tipo de réplica y menos de discusión. Es la palabra que debe ser aceptada, la justificación de todas las venganzas y odios posibles. Pero adviértase, al mismo tiempo —nos referimos a los dos siglos posteriores al XVI—, que a la institucionalización de la violencia le suman la imposición a los padres, hijos y hermanos de delatar en todos los casos a sus parientes más próximos si incurriesen éstos en herejía, traición o conjuración contra la autoridad. Se trata de la doc¬trina de Tomás de Aquino —lo expresa en la Suma Teológica— heredada a través de la Contrarreforma y que llega a la esco-lástica del barroco tardío.
De esa degradante imposición, conocemos los elocuentes testimonios de las denuncias secretas del Santo Oficio (Archi¬vo Histórico Nacional de Madrid, Archivo de Torre de Tombo de Lisboa) con los más alucinantes informes sobre creencias, opiniones y actos privados que aluden a parientes y amigos de los informantes. Algo similar a lo ocurrido en el infierno nazi. En las páginas de un difundido manual de teología im¬preso en España en momentos en que la Ilustración ejerce su máxima influencia en Europa, nihil obstat mediante, esta¬blecen propuestas similares a las de la barbarie totalizadora del siglo XX. Establecen entonces: "Peca gravemente el hijo, que en el foro externo acuse a los padres, aunque sea de cri-men verdadero, salvo el crimen de herejía, traición o conju¬ración contra el Príncipe; porque en estos delitos debe acusar al padre". (Lárraga, 1780, 532.)
Lo expuesto es coherente con los hechos; o sea, se suma a la condición general de la sociedad. Pues bien, quedan ahora por explicar brevemente algunos hitos de la tortura en Europa y de manera especial en España. En primer lugar, de-jamos establecido el hecho de que la violencia probatoria o confesión es una de las bases en que se apoya el Imperio Romano. Fuente de inspiración de los métodos represivos pos¬teriores, el capítulo 18 del libro LVIII del Digesto de Justiniano, "De questionibus", incluye las reglas que deben se¬guir los jueces para atormentar a los presos. Así las cosas, con la disolución del Imperio Romano, merovingios, carolingios y otros pueblos "bárbaros" dejan de usarla, relegada en el peor de los casos a los esclavos. España, más romanizada que el resto de Europa, persiste en el
uso del tormento. Los visigodos restablecen la confesión en momentos en que se integran a la sociedad hispanorromana. Chindasvinto (642-653), autoriza que se torture a las personas libres, de cualquier clase social, durante no más de tres días y en presencia del juez. Vitiza, otro rey visigodo, introduce la ordalía del agua caliente (caldaria) como prueba de culpabilidad o inocencia. También mu¬tilan y flagelan: doscientos o más latigazos, descalvación (des¬prendimiento del cuero cabelludo), castración, amputación del pulgar derecho. Chindasvinto castiga la homosexualidad cortando los testículos del inculpado. Lo confirma el XVI Con¬cilio español "ardiendo —dicen— en celos del Señor" y ex¬tiende la mutilación a los sacerdotes y diáconos acusados de esa tendencia sexual. (Thompson, 1971, 293-298.)
En los años siguientes encontramos plenamente estable¬cida la tortura judicial. En Las siete partidas, continuadoras del Digesto romano, Alfonso X advierte que "los prudentes antiguos han considerado bueno tormentar a los hombres para sacar de ellos la verdad" (VII, 30, "De los tormentos").2 Como luego hemos de ver mejor, los desposeídos de títulos nobi¬liarios y bienes son siempre los destinatarios de la fuerza absolutista y sistemática. Se les impone el miedo y el terror. Descontada tal vez la realidad de Inglaterra, país en don¬de en muy contadas ocasiones practican la tortura como prueba judicial debido a la escasa influencia del derecho romano (salvo, y en casos aislados, durante la dictadura de Cromwell y los reinados de Enrique VIII e Isabel), la violencia es un hecho corriente en Europa a partir de la Edad Media. Re¬cordemos que en la Carta Magna arrancada a Juan Sin Tierra en 1215, se prohíbe el uso de la tortura. Fitzjames Stephen, 1883, I.)
Aclarado lo anterior, y ahora en referencia directa a Es¬paña, agreguemos que el análisis de los textos jurídicos de Alfonso X y la realidad posterior determinan dos tipos de tormentos, uno "de prueba" y otro "de pena". A las dos con¬sideraciones — ¿cuándo no fue así?— siempre las encontramos en los sistemas represivos, sean éstos "legales" o fuera de las normas jurídicas al uso. No van, por cierto, a desaparecer con facilidad. Por otra parte, los tratados de derecho penal legislan en sus menores detalles la intensidad de la pena y la dividen en tormento ordinario y tormento extraordinario. Ahora bien, en su condición de prueba tiene dos objetivos bien delimita¬dos: obtener la confesión del delito (tortura definitiva), por una parte, y, por la otra, conocer en los momentos previos al suplicio, es decir a la aplicación de la pena de muerte, el nom¬bre de los cómplices {tortura preparatoria).
La Iglesia admite en varias ocasiones el tormento, y el proceso penal canónico, un proceso inquisitivo, termina por aceptarlo plenamente, regulándolo en sus menores detalles la bula "Ad extirpanda" del papa Inocencio IV dada a conocer en el año 1252. (Tomás y Valiente, 1973, 213-213.) "Los textos romanos, resucitados y reestudiados en las nacientes Univer¬sidades, y junto a ellos los textos pontificios, fueron los fundamentos sobre los cuales se erigió la tortura como medio de prueba
del Derecho común, difundido por toda Italia a través de los Estatutos municipales [...], y por toda Europa por medio de las legislaciones reales correspondientes a cada una de las diferentes monarquías." (Tomás y Valiente, 1973, 214.)
Como sucede con otras normas de los sistemas represivos, no cabe ninguna duda de que la Iglesia se suma y da con ello validez al ordenamiento legal de la violencia física contra los acusados de haber cometido una trasgresión a lo establecido por los códigos. Así pues, en la Baja Edad Media encontramos una intensificación del antiguo tormento del Derecho romano. Las Partidas, se ha dicho, significan "una brutal regresión". Lo mismo ocurre en otros países de Europa, de manera espe¬cial en Italia y Francia. Voltaire, opositor de todo tipo de violencia, recuerda en varios de sus escritos los tormentos, las salvajes mutilaciones y las sádicas condenas a muerte que debían sufrir los delincuentes comunes y los opositores políti¬cos.3 Es, sin ninguna duda, la resonancia de otro ámbito. Pero no adelantemos los hechos.



Los instrumentos y las razones del poder


La realidad que hemos expuesto en el parágrafo anterior, no es de ninguna manera un aspecto accesorio de la justicia del Antiguo Régimen. En España, un principio del derecho común señalaba que cuando más grave era la pena que podía apli¬cársele a un poblador por ser más grave el delito que había cometido, sus garantías jurídicas eran nulas y el juez podía actuar aun contra las normas establecidas. En una palabra, todo estaba autorizado. Observa Tomás y Valiente, a quien segui¬mos en este aspecto de la cuestión, que en las razones de Estado o de "utilidad pública", los jueces actuaban como ins¬trumentos policiales, torturando arbitrariamente a los sospe¬chosos. Estos últimos, advierte un funcionario español del siglo XVII, sentían "horror al rapidísimo castigo". (Tomás y Valiente, 1973, 224.)
Es reveladora la lectura de la crónica redactada por el sacerdote jesuita Pedro de León, capellán de la célebre cárcel de la ciudad de Sevilla entre los años 1578 y 1616 (Herrera Puga, 1974, 264). Se trata de la misma cárcel que poco antes había albergado a los escritores Miguel de Cervantes y Mateo Alemán. Un autor contemporáneo nuestro, Herrera Puga, co¬menta y analiza los testimonios del sacerdote con referencia a los castigos corporales. Éstos, observa, se extremaban en los acusados de homosexualidad, una constante general en Es¬paña y en América Latina. "El tormento —escribe—, en toda la historia de la delincuencia de ese tiempo, tiene un amplio capítulo, pero de un modo particular se extremó en todos los acusados de pecados nefandos." Así lo determinaba el sistema sexual ascético y procreativo propio de los epígonos de la Con¬trarreforma. Y agrega: "De todo lo cual resultó que el miedo al tormento fue mayor que el que se tenía a la misma hoguera, y muchos, completamente inocentes, vencidos por el terror que les infundía, confesaron todo cuanto se les acusaba".
Pero hay otros aspectos de la realidad, y también alude a ellos el autor antes mencionado: "El fin del tormento era conseguir una confesión plena y detallada, y para lograrla no se ponía límite en ninguna clase de procedimientos. De esta forma llegó a ser un verdadero martirio, porque se aplicaron hierros candentes a las carnes y hasta sucedió el cortar algu¬na mano, aunque este último suceso no se dio propiamente en el tormento, sino como parte de la sentencia y pleno des¬file por las calles de Sevilla". (Herrera Puga, 1974, 264.) Impo¬nen el miedo colectivo.
Las mutilaciones estaban perfectamente legisladas en sus menores detalles en las Partidas (ley 4, título 7, libro II). En orden decreciente de barbarie, si es posible mencionar grados, encontramos el potro o burro. Y luego las ataduras de cuerdas en los brazos, la suspensión del cuerpo, la ingestión forzada de agua. .. En torno de éstos, cuentan con otros que aluden a la condición de las cárceles: suciedad, aislamiento, falta de luz y aire, humedad, insectos, hambre. Realidades, en síntesis, que con las anteriores contribuyen a degradar la condición del ser humano.
Detengámonos en las mutilaciones. Las más frecuentes en España, también en el Nuevo Mundo, fueron el corte de la mano, pie, oreja, nariz. A pesar de prohibirlo por una prag¬mática Carlos I (31 de enero de 1530), conmutándola por pena de galeras, el corte de la mano sigue realizándose en los años posteriores en la Península y en el Nuevo Mundo. En efecto, documentos judiciales, textos literarios e informes civiles y militares que hemos consultado en los archivos de España y la Argentina aluden a las más variadas mutilaciones. Cervantes recuerda la persistencia de la ablación de la mano en Rinconete y Cortadillo: "Y el [nombre] de Maniferro era porque traía una mano de hierro, en lugar de la otra que le habían quitado por justicia"; y en el prólogo de la primera parte del Quijote: "Porque ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribisteis". En el actual terri¬torio argentino y en el Uruguay se practicó con frecuencia la mutilación. En 1745, en Montevideo, cortan las manos de un esclavo que mató a su amo. En otros casos, frecuentes por cierto, se las amputan al reo antes de cumplir el verdugo la condena de muerte. Y siempre en un acto público.
Tales hechos nos permiten definir y entender de una ma¬nera más precisa la condición de la "justicia". Pues bien, ba¬sándonos en esos hechos y en otros, la violencia del cuerpo, la tortura impuesta en el pasado, no difiere, y a pesar de la opinión de Foucault, del tormento de los interrogatorios de las policías y servicios represivos actuales de los sistemas tota¬litarios. Tampoco, ayer y hoy, puede considerársela —y la opinión pertenece al autor citado— como si fuese una diver-sión o una "liturgia penal". "La tortura —escribe el historia¬dor francés— es un juego judicial estricto [...] Entre el juez que ordena el tormento y el sospechoso a quien se tortura, existe también como una especie de justa". (Foucault, 197, 47.) Tales valorizaciones, expuestas de una manera extremadamente sutil y sofisticada, carecen de todo valor científico.
Nos explicamos. En primer lugar, si bien hasta el siglo XIX la tortura está legislada en los códigos, en todos los ca¬sos corresponde a los jueces y de acuerdo con la simpatía, odio e interés, posiblemente, y en no pocos casos por man¬dato del orden absolutista, establecer la intensidad y el tiempo de la prueba. Así lo demuestran los sumarios de los tribunales civiles e inquisitoriales. Pero debemos precisar este principio más extensamente. Pues bien, el hecho de que no se trata de una justa o juego lo advertimos en una ley de las Partidas (VII, XXX, I) que alude
al método que los jueces deben se¬guir para indagar lo "encubierto". He aquí el texto, de por sí ilustrativo:
"E como quier que las maneras dellos son mu¬chas, pero las principales son dos. La una, se faze con feridas de azotes. La otra es colgando al home, que quieren atormen¬tar, de los brazos, e cargándole las espaldas e las piernas de lorigas [piezas de hierro] o de otra cosa pesada".
El resultado de esas acciones no necesitamos aclararlo. A través de todos los refinamientos de crueldad, es significativa la cantidad de lisiados, enfermos mentales, muertos y suicidas que hallamos en los registros de las prisiones. Así lo confirma Ricardo García Cárcel, especialista de la historia inquisitorial de Valencia. "De hecho —dice— en Valencia fueron frecuen¬tes los suicidios en la cárcel". (García Cárcel, 1980, 200.) Y Pedro de León, ya mencionado, relata en el siglo XVI las sádicas violencias de los presos y de manera especial recuerda las de un ladrón de iglesia. Nos cuenta en este caso, y luego de refe¬rir los menores detalles de las torturas aplicadas a las víctimas, que habiéndolo confesado al condenado antes de salir al su¬plicio, "tanto era el hedor que salía de los brazos atormenta¬dos, que me causaba desmayo [...] porque más estaba en la otra vida que en ésta". Era, sin duda, gangrena.
En el constante proceso de desvalorización del cuerpo hu¬mano, el dolor, insistimos, tiene un carácter de sanción social y correctivo. No olvidemos que las acciones de los unos no pueden aclararse si no tenemos en cuenta las reacciones de los otros, e inversamente. Desde luego, en el siglo XVII, no todos aceptan la siguiente norma autoritaria de Ignacio de Loyola: "Si ella [la Iglesia] definiera negro los que nos parece blan¬co, debemos aclarar que es negro". La persecución de las bru¬jas, es decir de las heterodoxias y de todo lo que se aparte de lo establecido, se incrementa en momentos en que el orden ab¬solutista pierde su base de sustentación; los procesos del San¬to Oficio, así lo demuestran los estudios más recientes, adquie¬ren más virulencia al decaer el universo totalizador tomista y al defendérselo con el terror. Mucho después, en 1767, escribe Beccaria que el fin político de las penas es imponer "el terror de los otros hombres". Así fue siempre.
Nos corresponde ahora referirnos a los instrumentos de tortura. Como en España, también el potro es el más frecuente de todos los tormentos usados en la Argentina. Cono¬cido en las prácticas judiciales de los romanos (Cicerón lo menciona), consiste en una tabla acanalada de dos metros de longitud y cincuenta centímetros de ancho apoyada a manera de mesa sobre pies de madera reforzados. Encima del potro e inmovilizado ubican al reo, atándole el verdugo dos garro¬tes en cada brazo y en cada pierna que luego estira con un gato de hierro y un torniquete al cual llegan los extremos de las sogas que sujetan las manos.4 Para aumentar el efecto de la tortura, suelen agregar pesas colgantes en los extremos in¬feriores de la víctima. El potro puede ir acompañado del tor¬mento del agua. "Estando el reo en la posición indicada, con la cabeza algo abajo y vuelta hacia arriba, se le colocaba sobre el rostro un lienzo muy fino, denominado toca y sobre él se vertía lentamente
alguna cantidad de agua. El efecto debía ser sumamente doloroso, pues con el agua se adhería la tela a las ventanas de la nariz y a la misma boca, y no dejaba respi¬rar al torturado". (Deleito y Piñuela, 1951, 344.) Otro suplicio era la garrucha. Consiste en izar al reo hasta el techo de una habitación, a veces con pesas atadas a los pies, dejándolo lue¬go el verdugo caer con violencia.5
Siempre torturan y castigan para "hacer un ejemplo". Las penas son crueles a bordo de las naves descubridoras. Alonso Gómez de Santoya, miembro de la frustrada expedición de Jaime Rasquín al Río de la Plata, relata en el siglo XVI la con¬dena a muerte del contramaestre de la urca capitana y la mu¬tilación sexual de dos grumetes:
"Aconteció un caso nefando y harto estupendo, que en la capitana se halló el contramaes¬tre della que era puto, que se echaba con un mochaco y con otro, pasaba un caso horrendo; y el contramaestre dieron garrote y echaron a la mar, y a los mochacos azotaron, por ser sin edad los quemaron los rabos; cosa que dio alteración harta en ambas naos".
No es, por cierto, como quiere Foucault, una liturgia judicial. Imponen el miedo, la memoria colectiva de la pena.6



La tierra y el indio: la vida planificada, "el yugo y la correa"


En todo lo que sigue, aunque pueda extrañarnos, advertimos hechos y actitudes que preanuncian otros más recientes. En efecto, hemos de encontrarnos, pues, a nosotros mismos en las prácticas de un pasado aparentemente lejano y en los méto¬dos que integran a los indios. Mano de obra de la tierra some¬tida, el natural pasa forzado a ello a vender su alma como mercancía y a trabajar dentro de un sistema que es el carac¬terístico del Nuevo Mundo. Por otra parte, la actitud de los dominadores locales se identifica con la actitud de los domi¬nadores de todas las conquistas; planifican la vida en sus me¬nores detalles cotidianos sin abandonar en ningún momento la violencia. Como luego veremos mejor, ningún sistema polí¬tico puede subsistir mediante la práctica exclusiva de la fuerza física, con la violencia del látigo. (Rodríguez Molas, 1983, 1984, 1985.)

Integración y también violencia. A esos factores alude José de Acosta, provincial jesuita de su Orden en el Perú, exper¬to testigo de los métodos de dominio, en De procuranda Indorum salute de 1578. En primer lugar, dice, deben poner a los indios el "freno y cabestro" y sujetarlos como si fuesen bestias de carga. E insiste en que la servidumbre es el resultado de las "acciones bestiales" de los naturales y de "sus perdidas costumbres que no obedecen más que al apetito de su vientre o lujuria". A esas propuestas le suma el castigo corporal:
"Apriete el jumento las quijadas con el cabestro y el freno, impónle cargas convenientes, echa mano si es preciso del lá¬tigo; y si da coces, no por eso te enfurezcas ni lo abandones [...] la índole de los bárbaros es servil, y si no se hace uso del miedo y se los obliga con fuerza como a niños, rehúsan obedecer".
Acosta basa la servidumbre en textos del Eclesiastés:
"Al asno cebada, la vara y la carga; el pan, la disciplina y el trabajo al esclavo: con la disciplina trabaja y no está bus¬cando el descanso... El yugo y la correa doblan la cerviz dura, y al esclavo lo doma el trabajo constante" (33, 25 y siguientes).
Esas palabras, reimplantación del pasado, no son circunstan¬ciales.7 Algo similar señalan entonces en Brasil; los indios y los negros —opinan— requieren tres "p" para vivir en orden: pan para la alimentación, palo para los castigos y paño para la tanga que cubre el sexo.
Las anteriores son algunas de las teorías de un sistema que controla y restringe el ocio, los menores detalles de la vida cotidiana. Pero no es todo. Escribe Acosta: "es necesario regir a estas naciones bárbaras, principalmente a los negros y a los indios [...] de suerte que con la carga saludable de un trabajo asiduo estén apartados del ocio y de las costumbres, y con el freno del temor se mantengan dentro de su deber". Pragmático, nada deja sin analizar. Fijémonos, por otra parte, que el tra¬bajo forzado en ningún caso alcanza a los curacas que parti¬cipan del dominio. Es que proyectan la obediencia —una realidad que nos trae el recuerdo de prácticas cercanas a no¬sotros— a través de los jefes tribales que practican los estilos de vida étnicos o folk de los sometidos. Y asociados a esos métodos, encontramos otros que reemplazan el uso de la fuer¬za física: danzas, liturgia barroca y actividades colectivas que encauzan la vida e impiden el desarrollo de la individualidad creadora, todo pensamiento racional o libre. Escuchemos aten-tamente a Acosta: "Será también —dice— muy provechoso poner toda diligencia en los ritmos, señales y todas ceremo¬nias del culto externo, porque con ellos se deleitan los hom¬bres animales, hasta que poco a poco vaya borrándose la me¬moria y gusto de las cosas pasadas." Quevedo dice, por enton¬ces, que un "pueblo idiota es seguridad del tirano" y el duque de Newcastle, en Inglaterra y en la segunda mitad del siglo XVII, sostiene que la actividad deportiva "absorberá la aten¬ción de los hombres haciéndoles inofensivos, lo cual librará a Su Majestad de todo alboroto y sedición".
En una situación similar a otras contemporáneas, en esos días en los dominios de España, inducen al pueblo al odio a un mundo ajeno y distinto denominado, según las épocas, ju¬dío, hereje, extranjero, términos que definen, todos ellos, a sectores internos o externos bien diferenciados y opuestos, di¬cen, a los "estilos de vida" nacionales. Y además proponen la permanencia del pasado étnico, la detención de la historia. Peramás, misionero del siglo XVIII, advierte las dificultades que puede traer la alfabetización de los indios, alzamientos, herejías. Y Sepp, su compañero, recuerda el porqué de esa actitud; los naturales, aconseja, "permanezcan humildes y sen¬cillos pues para las mariposas y mosquitos no hay mayor peligro que el brillo de la vela encendida". (Rodríguez Molas, 1985.) Nos encontramos, sin duda, con la propuesta "de las culturas", el plural desintegrador y esclerótico que pregona la demagogia populista.
Pero no olvidan la fuerza. El Concilio Límense de 1582 prohíbe a los sacerdotes que castiguen personalmente a los indios. Una actitud similar a la del Santo Oficio al delegar en el brazo secular las penas que impone. Y éstas son siem-pre públicas. En 1857, en Catamarca, fray Mamerto Esquiú pronuncia una alocución con motivo del suplicio de un pa¬rricida. Escuchemos su clamor: "El ocio blando, las divertidas orgías, los lances de fortuna en el juego, qué cosas bellas para vosotros [...] Ellos son el semillero de todos los grandes crí¬menes, allí está la escuela de los mayores: ellos son la cuesta rápida que termina en el patíbulo". (Ortiz, 1883, I, 157-160.)Son algo más que simples palabras. Por regla general, y a la larga, obtienen así el "efecto aterrador" que señala Fran¬cisco Peña, miembro del Santo Oficio, al reeditar en 1578 el Manual de Inquisidores de Nicolau Eymerich. El mismo efecto promueven las misiones paraguayas. Cardiel, jesuita, cuenta en el siglo XVIII parte de esa realidad. "Cuando los hacemos azotar a los indios por sus faltas —escribe— es cosa de admi¬rar la humildad y obediencia que muestran en el castigo. Van prontos al castigo que los intima secundum allegata et probata, y varias veces inocentes, sin repugnar nada; y aunque sean muy valientes, en la puerta, en lugar de los votos y blasfemia que suelen proferir los delincuentes españoles, ellos no dicen otra cosa que Jesús María, Jesús María; y luego al punto vie¬nen a besar la mano al padre diciéndole: Dios te lo pague por¬que me has dado entendimiento. Y sucede a veces que algunos de los huidos, que no han podido sujetar los españoles por su fiereza, trayéndolo al padre, y sentenciándolo a azotes, lue¬go va como una oveja, los recibe sin resistencia y besa la mano con admiración de todos, y sin acertar en qué consiste." Es, sin duda, un sistema aparentemente perfecto en su acción planificadora de la existencia, con una escala de premios y castigos eternos. Así, imponiendo la visión ontológica del mun¬do, controlan el comportamiento de los hombres. Sabemos, por otra parte, que ese deseo y esa praxis de llegar a lo más profundo del ser humano, de dominarlo, lo confirma a me-diados del ochocientos fray José de Parras. En efecto, nos dice que en la reducción de Itatí, Corrientes, los franciscanos fla¬gelan a los indios que no entregan la cantidad de hilo de algo¬dón asignada. "Han concebido —agrega— con tanta tenacidad esto de que el castigo es una señal de amor, que sucede cada instante llegar un indio al cura con grandes quejas porque no lo mandaba castigar [...] y que era señal que no le quería, y verse precisado el cura a mandar que le diesen veinticinco azotes, los cuales siempre se dan en medio de la plaza."
Ya vimos cómo las creencias sacralizadas, la fuerza y el dominio de los jefes que apoyan a los españoles (y con una intensidad que varía en el tiempo y el espacio), integran a los indios a los intereses de la conquista. "Porque es maravilloso —escribe Acosta— la sumisión que todos los bárbaros tienen a sus principales y señores." Y agrega: "Muchos convencidos de que si no es por el miedo y la fuerza no harán nada con los indios, se enfurecen hasta herirlos con azotes, y no temen volver las manos consagradas a Dios a dar bofetadas a los suyos: cosa abominable e indigna de la autoridad sacerdotal, que el que lleva el nombre de padre y ocupa el lugar de Cristo haga tan vil carnicería". El castigo corporal debe siempre estar a cargo de un funcionario laico, alcalde o corregidor, evitando así el poder que proyecta a terceros el odio a los sacerdotes: "que cuánto de duro o desagradable haya de hacer contra los indios sea más bien por manos de ellos [...] y el párroco mandándole aplicar la pena se hiciese menos odioso". Nos encontramos, nuevamente, con la dicotomía entre el Evangelio humanístico y la condición inhumana que impone el dominio de los más, en este caso los indígenas, mano de obra forzada de los conquistadores de la tierra. Una elección que no tenía bajo ningún punto de vista el interés del pueblo. Siempre ha¬bía sido así. Por otra parte, el hecho se repite a lo largo del tiempo, el poder religioso como el laico relega en otros, una categoría de seres que aparentan actuar disociados de sus man¬dantes, la aplicación de la tortura y de los castigos corporales. A pesar de esos caminos tradicionales que se proyectan al futuro, imponen asimismo la autorrepresión tradicional que tie¬ne como artífice a la Iglesia a través de los estados de éxtasis religioso, de la esperanza en un mundo mejor después de la muerte. Autorrepresión y también autocastigos. Sobre la con¬veniencia de los cilicios y disciplinas nos informan los regla¬mentos de las órdenes religiosas y los tratados apologéticos destinados al pueblo. Como señalamos en otra ocasión, se en¬señaba a apagar el deseo sexual derramando la sangre del pro¬pio cuerpo, destruyéndolo. El resultado es que cada ser hu¬mano se transforma así en su propio torturador, la perfección de todo un sistema. Durante siglos, desde los más variados medios, se induce en ese aspecto. Recuerda un jesuita en el si¬glo XVIII que no sólo la mortificación de la carne es un re¬medio contra las tentaciones "obscenas", también, agrega, lo es contra la "melancolía". "La razón —expone— prueba que al azotar el cuerpo se da movimiento a la sangre, a los espíritus vitales; y la experiencia demuestra que este castigo llevado con valor y fe en Dios infunde alegría al alma, disipa la tristeza y rechaza al demonio con todas sus operaciones malignas". (Morelli, 1911, 75.) Durante mucho tiempo, y con frecuencia, se recurrió a ese método.




II
LAS VIOLENCIAS DE LOS CASTIGOS Y LA IDEOLOGÍA DE LA VIDA ASCÉTICA


Indios, mestizos y negros: entre el castigo corporal y la ideología del dolor y de la muerte


Debemos insistir, en primer lugar, en el hecho ya advertido de que ningún orden social totalitario perdura sin cierto apoyo de los más, el de la masa, sea a través de una conformidad sustentada en valores abstractos o, ya en los tiempos moder¬nos, en otros seculares, en la esperanza de aspiraciones comu¬nes que asocian al pueblo y a la élite del poder. Como se ha observado, los Estados totalitarios contemporáneos y sus pre¬figuraciones preindustriales hacen siempre uso de las más va¬riadas técnicas y métodos para establecer esa coordinación. Y desgraciadamente, para el poder siempre la coordinación sig¬nifica conformidad absoluta impuesta con argumentos irracio¬nales y sostenida por la fuerza. La conformidad del miedo y del silencio.
Es la realidad del Nuevo Mundo. En la segunda mitad del siglo XVI encontramos en el Perú la actividad del virrey Fran¬cisco de Toledo (1569-1581), legislador que en defensa de los intereses de los propietarios y encomenderos, sin olvidar los propios de la Corona, organiza los sistemas de servidumbre. En esa acción es secundado por el oidor Juan de Matienzo, autor de un plan de dominio organizado, y que en líneas ge¬nerales ha de ponerse en práctica. La intención de esos inte¬reses, que, sin duda alguna, se fueron haciendo cada vez más importantes y decisivos en el transcurso de los siglos XVI y XVII, se puede advertir en las siguientes afirmaciones que se incluyen en una carta enviada por Toledo a Felipe II: "puede Vuestra Majestad ordenarles a los indios leyes para su buena conservación y hacerles cumplir aunque las contradigan y sean contra su voluntad como sería que no estén bien y a la repú¬blica y gobernarles con algún temor porque de otra manera no harán nada". La coordinación totalitaria a la que aludimos y también la violencia física.
En esa perspectiva, la del dominio que perfeccionan, re¬cordemos que, por entonces, en el Nuevo Mundo señalan el cuerpo de los esclavos, indios o africanos, con un hierro candente. Igual pena sufren los rebeldes y los reos de diversos delitos. Símbolo perpetuo e imborrable de una condición, la señal constituye una infamia para quien la lleva. En el siglo XVI, un tiempo de discusiones propias del bizantinismo escolás¬tico, teólogos y juristas sostienen que de ninguna manera de-ben hacerlo en el rostro por ser éste hecho a imagen y semejan¬za de Dios. De otra opinión es Solórzano y Pereyra: "En siendo esclavos legítimos —escribe en Política Indiana—, el mismo derecho introdujo la costumbre de poderlos herrar en el cuer-po o en la cara, a voluntad de sus amos, o ya para castigarlos por sus hechos y excesos, o ya para tenerlos más seguros de que no huyesen.

Pero donde comúnmente solían ser llamados Stichos, Stigmáticos o Stigmosos por las letras o marcas con que les señalaban el rostro, como a cada paso lo advierten muchos autores". (Solórzano, 1971, I. 138.)1 En lo referente a los negros esclavos, nativos o no del África, la costumbre persiste hasta 1784, prohibiéndola entonces una disposición de Carlos III. Haciendo uso de esta costumbre, herencia de Roma, los españoles y portugueses señalan a las indias e indios de su propiedad con una marca de hierro incandescente. Preci¬sando más: lo observamos en el siglo XVII en las esclavas gua¬raníes de Asunción y en los chiriguanos rebeldes prisioneros de guerra. Está tan arraigada la marcación, legislada, que en 1629 el gobernador del Río de la Plata, Francisco de Céspedes, solicita autorización al rey de España para herrar a los indios serranos de Buenos Aires. "Conviene —escribe a Felipe II— [...] señalarlos en el rostro [...] para enfrenar su furia y venderlos, y es tanta verdad esto que teme más el indio que lo embarquen, desterrándolo a Brasil, que si lo sentenciaran a muerte."
Ahora bien, otras realidades aluden a las mutilaciones que sufren los naturales rebeldes. Señalemos en pocas palabras las causas de los alzamientos. Ocupadas las mejores tierras por los conquistadores, vencidas muchas etnias, encomendadas las tribus, de ahí en más los indígenas deben servir con su trabajo a los dominadores. Muchos, forzados por el hambre y la deses¬peración, para satisfacer sus necesidades faenan el ganado de los feudatarios; otros, cazadores o guerreros, huyen o se re¬belan. Aníbal Montes, especialista que estudió el alzamiento calchaquí de 1630-1643, determina en los registros documenta¬les numerosos indios mutilados (castrados, desorejados, des¬talonados). (Montes, 1959.) La idea de esta situación es expues¬ta con claridad en el nombramiento, fechado en Córdoba del Tucumán, del capitán de campo Antonio Ferreyra. El texto, preciso en su inhumanidad, nos evita todo comentario: "pro¬cediendo —le ordenan— contra ellos [los indios] de palabra como capitán de campo, cortándoles narices, orejas o dedos y desjarretándoles y dándoles muerte natural o corporal".
Sin duda, el corte de los tendones a los reos de delitos leves, una primera advertencia, es el modelo de la justicia sumaria de la época. Por lo demás, en el otro extremo de esas acciones, y para penar a quienes enfrentan con las armas a los españoles, descuartizan, queman, ahorcan. En enero de 1577, en Córdoba del Tucumán, el gobernador Gonzalo de Acosta decide "hacer castigo, conquista y pacificación" a los in¬dios de la tribu del insumiso Juan Calchaquí. Iniciada la campaña militar, apresa a poco a cinco guerreros: a tres da muerte; retiene a un cuarto y al restante, después de cortarle una mano, lo envía con un mensaje, "se le envió a Calchaquí cortada una mano con un mensaje". Y también entonces, luego de una escaramuza, un encuentro sin vencedores ni vencidos, para amedrentar a los naturales queman vivo delante del cam¬po enemigo a un prisionero. Más tarde, lo señalan en el informe oficial que envían a sus superiores: "quemóseles un indio de¬lante de los ojos, que mostraron sentirlo mucho, todo sin daño nuestro". (Rodríguez Molas, 1985.) Nuevamente la ley de la sangre y del miedo.
En ese contexto, es obvio que semejante condición no po¬día más que resolverse a través de otras situaciones. En el tiempo, un tiempo que no es el mismo en todas las regiones, a medida que la tierra se convierte inexorablemente en pro¬piedad enajenable, las relaciones entre sometidos y conquistadores devienen en dependencias de tipo feudal (se las ha de¬finido como cuasi feudales), y los segundos desechan la esclavitud por inconveniente. Lo que sigue son algunas de las razo¬nes que determinan esa actitud. Por una parte, los dueños de la tierra se ven obligados a mantener el equilibrio demográfico, es decir, impedir la disminución de la mano de obra disponi¬ble que destinaban a las chacras, haciendas y yacimientos. Una mano de obra, el hecho es conocido, que sufre una brusca caída en el siglo XVI. Por otra parte, paralelamente integran al indio a los sistemas productivos en desarrollo.
La fuerza y también la integración a los intereses gene¬rales. Un testigo del trabajo indígena, el jesuita Muriel, define en el siglo XVIII como feudal la encomienda y el yanaconazgo y los compara con los sistemas que rigen a los campesinos de Alemania y Polonia. Mucho antes Solórzano y Pereyra, ya mencionado, los considera, defendiéndolos, métodos serviles de trabajo. Si no se obligase a los indios a trabajar, agrega, "serían muy pocos los que se alquilasen o mingasen de su voluntad, aunque se les diesen crecidos jornales, porque son flojos en gran manera, y amigos del ocio".
Había sido el licenciado Juan de Matienzo, ya aludido, abogado al servicio de los propietarios, uno de los pioneros en atender y dar solución práctica a las necesidades y a la codicia de todas las conveniencias. La idea de su tesis la expone en el libro Gobierno del Perú (1567) y determina desde esas pági¬nas los métodos más apropiados para que los naturales "alcan¬cen la libertad que algunos llaman sin la orden como puedan salir de la servidumbre, y para que asimesmo sean todos apro¬vechados y aumentada la Real Hacienda sin daño de nadie". Como ocurre en todos los sistemas coloniales al transformarse la tierra en una simple mercancía, bajo los más sutiles argu¬mentos Matienzo desprecia y degrada a la fuerza de trabajo. Según la esencia ontológica del mundo que predica y también impone, aconseja inculcar a los indios alguna de las siguientes propuestas que eran tradicionales en España: "Dios quiere que obedezcamos a nuestro Rey y no nos emborrachemos". (Ma¬tienzo, 1967.) Pero las cosas no son tan simples.
En realidad los indígenas tienen conciencia de la natura¬leza de los métodos de sumisión. Y, de hecho, advertidos los españoles del peligro, observan en 1585 sobre las páginas de un Confesionario impreso en Lima: "Dicen algunas veces los in¬dios que Dios no es buen Dios, y que no tiene cuidado de los pobres, y que de balde le sirven los indios". Nos encontramos aquí con la palabra oficial que impone la dicotomía entre la realidad cotidiana y la doctrina del Evangelio de amor al pró-jimo y rechazo de la violencia. Y asimismo con, la imposición de una particular visión de la vida, que tiene como centro de la existencia el dolor y la muerte. Lo observamos en los cris¬tos cubiertos de sangre y espinas, en los Vía Crucis y en las vírgenes dolorosas... En fin, en la práctica de los autocastigos corporales y en la condena de toda actitud hedonista. De todas maneras, basándonos en el testimonio de la pastoral del obispo de Tucumán Julián de Cortázar (1618-1626), destinada a los sacerdotes de la diócesis, los indios asocian el bau¬tismo al dominio de la encomienda, a la mita y al yanaconazgo. Advierte entonces el mitrado: "que tenga el indio o el negro algún conocimiento de aquella santa ceremonia, que no es cosa natural como para lavar la cabeza, o señal que es esclavo o criado de los españoles, sino ceremonia de los cristianos o cosa ordenada al culto de Dios". Es más, por entonces, y tanto en el virreinato peruano como en el actual territorio argentino, aconsejan a los naturales resignación y paciencia, que no con¬denen o traten de cambiar los males del mundo y acepten la existencia terrestre con humildad, como una anticipación de la muerte que es la única gloria aceptada. Y en esa perspectiva ahistórica, les enseñan lo que dice el Confesionario: "Por eso, hijos míos, hay otra vida, donde se castigan estos males, y allá pagarán con tormentos el mal que me hicieron. Al contrario, otros hay en esta vida que están pobres y enfermos y callan y no hacen mal a nadie, antes obran bien y son buenos cristianos. ¿Que será de ellos? Por eso hay otra vida donde los buenos reciben bien". Y agregan en esa misma línea de ideas: "Y si os veis perseguidos y acosados de muchos males, hombres, al¬zad los ojos al' cielo que allí está quien os vengará y volverá por vosotros y aunque agora disimula a veces a su tiempo hará un castigo que tiemble el mundo. Porque no quiere y sufre que los traten mal a aquellos por quien dio su preciosa vida". Una propuesta, en fin, de mesianismo y la imposición de alzar los ojos al cielo en busca de la justicia de cierto Dios que "disimula a veces" pero premia con la salvación eterna a los que sufren injusticia. Compensan los males de la tierra con la representación de un mundo ideal.



Los métodos y las víctimas de la pedagogía del miedo


Es necesario recordarlo: al analizar los métodos represi¬vos posteriores a la conquista nos encontramos con reali¬dades concretas y legisladas. Por una parte, de manera especial, con las normas de los cuerpos municipales (los cabildos, insti-tuciones que reúnen a los propietarios de encomiendas y de tierras) que determinan las penas que deben imponerse a los indios, mestizos y negros. Y por la otra, inserto en esa trama, tienen plena vigencia en el Nuevo Mundo los códigos españoles que imponen el tormento judicial: Las siete partidas de Al¬fonso X y los posteriores.
En primer lugar, observamos la presencia del rollo o pico¬ta tradicional de piedra o madera. Rollo o picota denominan al poste donde se ejecutaba la pena de azotes o se exponía a los condenados a la vergüenza y exhibición pública luego de cumplida la pena de muerte. Se trataba de imponer de esa manera el temor y el acatamiento a la ley por parte de toda la población. Como ocurre en el Nuevo Mundo, en España, de manera especial en Castilla, el rollo es mencionado en todas las actas de fundación de ciudades, de manera especial en los siglos centrales de la Edad Media. Por otra parte, su dibujo figura en la mayor parte de los planos urbanos de la época, elementos indispensable para determinar el poder. En las Par-tidas, en el siglo XIII, el codificador español menciona a la picota y la ubica entre una de las siete maneras de pena que enumera. He aquí las palabras: "La setena es cuando con¬denan a alguno, que sea azotado, o herido paladinamente por yerro que hizo: O lo ponen en deshonra del en la picota o lo desnudan, haciéndolo estar al sol untado de miel para que lo coman las moscas alguna hora del día" (ley 4, título 31, Par¬tida 7). Es, además del sadismo, también la realidad del Nue¬vo Mundo.
Todas las ciudades de América española poseen o poseye¬ron su rollo o picota. Lo primero que hacían los fundadores —lo determina la ley—, era levantar el instrumento de la pena física y del temor colectivo. En Córdoba, Santa Fe, Salta y en todas las ciudades del actual territorio argentino, luego de ha¬berse redactado el acta de fundación, nombrado el Consejo, los primeros fundadores instalan en la plaza mayor el rollo que representa la justicia real, figura que alude a la soberanía de la Corona y al derecho de ésta o de sus representantes a imponer los castigos corporales. En Buenos Aires, en junio de 1580, Juan de Garay coloca el rollo, en este caso de madera debido a la imposibilidad de obtener piedra en la región. Apro-ximadamente medio siglo más tarde, precisamente el 31 de enero de 1637, el gobernador Pedro Esteban Dávila anuncia por bando público a los habitantes de la ciudad del Río de la Plata la siguiente disposición de "buen gobierno": "el negro o negra o india que echara la basura en la calle, lleva pena de cien azotes, que se darán en el rollo de la plaza pública". Se trata de las penas diferenciadas que imponen multas a los españoles y castigos corporales a los grupos denominados "gente de baja esfera". El español o el blanco criollo siempre se colocaba en el centro de todas las actividades.
Diversos "oficios" tenía la picota (Bernaldo de Quirós, 1948). En torno a ella, observa un jurista español, se dego¬llaba, se exponía a la vergüenza, se flagelaba, se mutilaba. Era, sin duda, el símbolo más preciado de los grupos de poder. "Para la pena de muerte —escribe Ricardo Levene—, como la de azotes, se guardaban las formas solemnes, según las cuales el reo era sacado a las calles hasta la Plaza Mayor, generalmen¬te, donde se levantaba el rollo, acompañado de religiosos y sol-dados, con el instrumento de su delito pendiente del cuello". Esa actitud ante el castigo, refleja el interés por las formas públicas y por el ejemplo. De ese modo, la violencia legislada cobra, paulatinamente, una imagen de advertencia bien clara, dramática. Era, puede decirse, un acto público. Las penas cor¬porales se manifiestan asimismo a lo largo de las calles, lle¬vándose el espectáculo a toda la ciudad. Los reos eran condu¬cidos "en una bestia de albarda" y el verdugo le aplicaba en el trayecto los latigazos estipulados por la justicia, veinte, cin¬cuenta o más, mientras los pobladores escuchaban los ayes y los gritos de clemencia. Era, sin duda, la manifestación más perfecta de la pedagogía del miedo. La justicia de Buenos Ai¬res, por caso, condena en 1812 a una mujer, autora de un in¬fanticidio, a varios años de cárcel y, así determinan, "a pre¬senciar la primera justicia de horca que se ejecute, cabalgada en una bestia de albarda" (Gazeta de Buenos Aires, 29 de mayo de 1812).
Fácil es comprender el significado de todas esas actitudes. Podemos señalar que siempre la picota es la encarnación de lo represivo del Estado y también, no cabe ninguna sobre ese aspecto, de lo atávico, dado que la condena se resuelve en san¬gre, en sudor, en lágrimas, "vivo dolor actuando sobre la car¬ne, mediante la penca, la soga o el cuchillo, a fin de domar el 'ello', el terrible 'ello' de los hombres ansiosos siempre de la libido de la carne". (Bernaldo de Quirós, 1948.) La violen¬cia, física constituye, entonces, uno de los métodos más fre¬cuentes para imponer el modelo sexual procreativo.
Expuesto lo anterior, proseguimos con el tema que nos ocupa. Las leyes establecen que la tortura sólo se aplica a los reos cuyos delitos pueden ser castigados corporalmente; en to¬dos los casos, mutilación, azote, muerte, el castigo recae en los desposeídos de títulos y propiedades. Con precisión, ya des¬de el siglo XIII, se estipula la nómina de las excepciones, la escala de los valores sociales en vigencia; están exceptuados de la violencia: a) el milite y el caballero; b) el consejero del rey y los miembros de la burocracia cortesana; c) el noble y el hidalgo; d) el maestro y el doctor de ciencia; e) el regidor de las ciudades y villas; f) los descendientes de los menciona¬dos en los puntos anteriores —"siendo de buena fama" y no hubiesen caído en el "pecado nefando" o atentado contra la seguridad del Estado—; g) "el clérigo de orden sacro, sino en que demás de los indicios, es también infamado de crimen", y en este caso por otro sacerdote "que lo sepa y pueda hacer"; h) el menor de catorce años; i) "el viejo decrépito"; j) "la mujer preñada o parida". (Hevia Bolaños, 1864.)
Descontada la condición de prueba personal, convicto ya el reo, le aplican el tormento con el fin exclusivo de indagar el nombre de los presuntos cómplices en los casos de falsifi¬cación, rebeldía, hurto calificado, homosexualidad y heterodoxia. Debemos señalar que a las sesiones de tortura sólo están autorizados a asistir el juez de la causa, el secretario del juz¬gado y el verdugo. Pero no es todo. Lo siguiente lo señala un texto jurídico de la época: "Y habiéndose de atormentar dos o más, se ha de empezar por el más débil de complexión y natu¬raleza, y cesando esto, por el más indiciado, para que más pres¬to se sepa la verdad, sin que uno sepa lo que el otro declara, y de suerte que no muerto en el tormento [...] es necesario ha¬cer protestación de que no diciendo la verdad si fuera muerto o lisiado en el tormento no sea cargo del juez". (Hevia Bolaños, 1864, 242.)
Por cierto, la impunidad más extrema. En caso de que el reo niegue su confesión, y en un plazo que determinan las le¬yes, lo conducen por segunda vez al tormento y así tres veces consecutivas, para evitar una preparación previa de las vícti¬mas que les permita superar los interrogatorios (está arraiga¬da la creencia en filtros mágicos y en bebidas que dan forta¬leza), mantienen en secreto el momento de cada sesión. Sin duda, se trata de una tortura previa a la tortura definitiva, con lentitud aniquilan la voluntad del reo.
Otra característica reside en la diferenciación de los casti¬gos. Y nuevamente recurrimos al jesuita Acosta. "Es necesario —escribe— que la condición de los bárbaros de este Nuevo Mundo por lo común es tal que como fieras, si no se les hacen alguna fuerza, nunca llegarán a vestirse de la libertad y natu¬raleza de hijos de Dios." La fuerza la emplean con el inferior, el sometido. Una conveniencia que se afirma en los años si¬guientes. Es una realidad tan frecuente, y lo que exponemos refleja una parte de la legislación, que en 1750 el Cabildo de Santiago del Estero advierte sobre el peligro de castigar los encomenderos a los alcaldes indígenas y caciques que apoyan a los propietarios y contribuyen a mantener el dominio. Nada cuentan en las especulaciones los naturales del común. En otros casos van más lejos. Sin entrar en demasiados detalles, recor¬demos que en 1785 la Real Audiencia permite que se apliquen penas corporales, siempre y cuando se trate de un reo consi¬derado de "baja suerte", sin que medie un juicio previo: "con algunos azotes en lugar público y destinados luego a las obras públicas por algunos meses". (Mariluz Urquijo, 1952, 279.) "Baja suerte", es sabido, define siempre la pobreza y la depen¬dencia; define también la desvalorización de la existencia hu-mana y la razón del miedo de la élite; cincuenta, cien, doscien¬tos azotes en la espalda de los reos y mientras éstos recorren encadenados las calles de la ciudad o el pueblo donde come¬tieron los delitos. Como ocurre en las plantaciones del Brasil y de Cuba, también en el Río de la Plata la delgada vara de membrillo o el látigo de cuero son símbolos de poder y domi¬nio. Un símbolo que persiste en otras instituciones. Nos recuerda en 1882 José Hernández en su Instrucción del estanciero que "el arreador [látigo de dos metros de longitud y de mango corto] es en el capataz la señal de su autoridad y ningún peón puede usarlo"; el capataz, agrega, debe ser "como un oficial con sus soldados, para que le obedezcan, y para que ejecuten puntualmente y sin tardanza sus órdenes". No debe extrañar¬nos. En 1852, prosiguiendo con una tradición secular, el dere¬cho canónico autoriza la flagelación de los clérigos conven¬tuales y lo hace advirtiendo a los superiores de las órdenes religiosas que los castiguen con moderación ("no haya riesgo de sangre").
En 1789, llevados por un interés represivo similar, los ca¬bildantes de Córdoba informan a los miembros de la Real Audiencia que siempre habían flagelado a los negros e indios sin necesidad de un juicio previo y ante la acusación de un vecino. Y observan en 1975, en Catamarca, el éxito obtenido en la represión de vagos y malentretenidos (Rodríguez Molas, 1968). Comentan entonces eufóricos: "se ha observado por re¬medio usar de azotes con los reos de esta naturaleza, pues con este castigo se ha experimentado ya alguna enmienda en años antes, gozando los vecinos de paz y quietud".
Detengámonos en el litoral Atlántico, en Buenos Aires. De¬bemos hacer hincapié en el hecho de que en la segunda mitad del siglo XVIII, como ocurre en otras regiones del Nuevo Mun¬do, se incrementa el control social. En esa perspectiva, repri¬men con más vigor. En abril de 1772, con motivo de prohibirse los cohetes y fuegos de artificio, ponen á los infractores de "condición española" a pagar una multa; en cambio, agregan, tratándose de individuos de "color bajo" les aplicaría la auto¬ridad policial castigos corporales y destinados luego a traba¬jos forzados en un presidio.
El problema de la diferenciación de la "medida" é inten¬sidad del castigo, el tiempo de la tortura, había sido determi¬nado mucho antes, herencia de la legislación romana y de las normas de Alfonso el Sabio. En 1790, por caso, y entre tantas otras ocasiones, reprimen los juegos de naipes y dados, "los fandangos a deshoras de la noche" ("perdición de esclavos e hijos de familia"), en fin, todo tipo de reunión privada o pú¬blica. Pues bien, los pulperos propietarios de los locales don¬de se cometiesen las infracciones, siempre que fuesen europeos o de ese origen serían multados; sus clientes, "pardos o morenos libres, desterrados a un presidio". Por último, para finalizar esta enunciación, en febrero de 1797 el virrey Meló de Portu¬gal organiza el trabajo de los aguateros de Buenos Aires y de¬termina las penas que deben imponer a los transgresores de las ordenanzas; ellas son, cuatro años de presidio a los blancos, por una parte, y, por la otra, a los negros, indios y mestizos, ade¬más de lo estipulado, cien o más azotes. Se trata, simplemente, de la trasgresión a una ordenanza de carácter municipal.
Nos referiremos, ahora a la tortura judicial en el Río de la Plata. De tanto en tanto encontramos en los sumarios judiciales los incidentes que ocurren en las pruebas o cues¬tiones. Reseñaremos algunos casos singulares; por norma, son tan análogos unos y otros, que, de ser posible, la enumeración de todos resultaría monótona. Sabemos, por otra parte, que en los días de la conquista de la tierra, algo ya vimos, los cas¬tigos y los tormentos se apartan de los tradicionales que se-ñalan los códigos.

Pero Hernández, un cronista que en 1545 redacta la Relación de las cosas sucedidas en el Río de la Plata, cuenta los tormentos más frecuentes en las ciudades de Bue¬nos Aires y Asunción. Refiere, entre otras barbaries, que Irala ordenó cortar los brazos de un indio por el "delito" de cruzar a traviesa un campo sembrado. También son frecuentes las mutilaciones sexuales: "Juan Pérez, lengua, cortó lo suyo a un indio cristiano de casa de Moquirace por celos que tuvo del". Barbarie, sadismo e irracionalidad.
Esa es una parte de la escena; en el interior —a lo largo de la ruta que conduce al Alto Perú— y a partir de la "entrada" de Diego de Rojas, una operación comercial, advertimos los enfrentamientos de los jefes militares por el dominio de una jurisdicción o un grupo tribal. Resulta expresiva y reveladora la actitud del gobernador Bernardo de Lerma al asesinar, no sin antes aplicarle refinadas torturas, a su antecesor Gonzalo de Abreu, lo cuelga; observa un testigo, "echándole doce arro¬bas a los pies, con que lo mató y rompió las venas". En 1582, un año más tarde, Lerma funda la ciudad de Salta.
Luego de la violencia de la conquista, imponen los domina¬dores la ley y el tormento. Cambiante de un caso a otro, los usan ya en Buenos Aires a comienzos del siglo XVII. Efectiva¬mente, Hernandarias de Saavedra, gobernador y juez encarga¬do de reprimir el contrabando, es uno de sus más fervorosos partidarios. Nacido el funcionario en la tierra desolada y primitiva, la violencia física constituye su actividad preferida. Funcionario a fines del siglo XVI en la ciudad de Asunción, con fines precisos entrega vino envenenado a los indios guaicurúes. Y es él, precisamente, ganadero latifundista, el prota¬gonista de lo que pasamos a referir.
En 1615 detienen en Buenos a traficantes de esclavos y a marineros de naves negreras acusados de contrabando. En tér¬minos esencialmente pragmáticos se trata de una actividad que perjudica los negocios de los parientes y socios del gober¬nador, de manera especial a su hermanastro Trejo y Sanabria, obispo de Córdoba del Tucumán, mercader y activo vendedor de negros africanos. Encadenados y engrillados los reos, los someten a torturas en el fuerte de la ciudad con la asistencia personal de Hernandarias de Saavedra. Así registra el secreta¬rio del juez el comienzo de la sesión de tortura, en este caso la de un joven marino: "proseguirá [dijo Hernandarias] en darle tormento y para el dicho efecto hizo traer ante sí un burro [potro] de madera con un argollón de hierro y [le dijo al preso] que el daño que en él recibiere sea por su cuenta y riesgo y no por la del dicho gobernador, que es comisario, y al dicho efecto le mandó quitar los grillos y cadenas que tenía puestos y desnudar y echar en el dicho burro, y estando echado le volvió a hacer el mismo requerimiento".2
Y luego de una pausa: "por no decir nada le mandó el dicho gobernador poner los cordeles e atarlos en las pantorrillas de las piernas, molledos de los brazos y en los muslos, y la argolla del hierro al pescuezo. Y estando así dijo el preso: —Si voy declarando no apretéis mucho. Y el dicho señor go¬bernador mandó no le diesen ninguna vuelta hasta que vaya diciendo y aclarando".
La víctima guarda silencio mientras el verdugo da vueltas al torniquete que ajusta las cuerdas del potro y estira los miembros. De espaldas al torturado, escondiendo el rostro, el inflexible funcionario criollo interroga sobre los nombres de los implicados y sobre la trama de los mercados esclavistas, de Bahía y Angola. Un déspota que no se anima a enfrentar frente a frente a la víctima. Y presuroso anota el secretario:
"[Dijo el preso] desáteme que yo diré la verdad que quiera decirme el señor gobernador, y preguntarme que yo diré todo [...] desáteme que yo diré la verdad [...] Y dijo: si yo no le veo la cara cómo tengo que decirle la verdad, estando el señor gobernador sentado en una silla en la cabecera de dicho potro, y mandó lo mudasen y lo pasasen delante hacia donde estaba el rostro del dicho".
Finalizada esta parte de la sesión judicial, obtenida la prue¬ba requerida, trasladan al joven a la cárcel. El mismo día, en una realidad similar de violencia, torturan a mercaderes sefar¬ditas portugueses, ejerciendo en ellos su odio secular. Eviden¬temente, algo ya vimos, desde niño lo habían inducido para que pudiese ejercer esa actividad con odio y pasión.
El caso que mencionamos es ilustrativo y de ninguna ma¬nera constituye una excepción. Efectivamente, nos encontra¬mos con agresiones definidas eufemísticamente como judicia¬les. Por otra parte, debemos observar que, de un modo u otro, más violentos y sádicos son los tormentos que someten a los reos acusados de rebelión contra el orden social y político. Recordemos sumariamente —en todos los textos escolares fi¬gura el relato— las torturas y el suplicio de Tupac Amaru. Tras la derrota militar, así lo determinan las investigaciones de Boleslao Lewin, la muerte y el terror persiguen a los seguidores más notorios del caudillo indígena. He aquí el fallo del pro¬ceso contra el rebelde peruano:

"Que sea sacado de la cárcel donde se halla preso, arras¬trado de la cola de una bestia de albarda, llevando soga de esparto al pescuezo, atados pies y manos, con voz de prego¬nero que manifieste su delito, siendo conducido de esta for¬ma por las calles públicas acostumbradas al lugar del supli¬cio, en el que, junto a la horca, estará dispuesta una hoguera con sus grandes tenazas, para que allí, a la vista del público, sea atenazado, y después colgado por el pescuezo y ahorcado, hasta que muera naturalmente, sin que de allí le quite per¬sona alguna sin nuestra licencia, bajo la misma pena, siendo después descuartizado su cuerpo, su cabeza llevada al pueblo de Carabaya, una pierna a Paucartambo, otra a Calca, y el resto del cuerpo puesto en una picota en el camino de la Caja de Agua de esta ciudad."
Descuartizamiento judicial en vivo, previa tortura con te¬nazas incandescentes destinadas a arrancar trozos de la carne del reo. Situaciones semejantes en cuanto al tormento previo al suplicio, la ejecución del caballero La Barre en Francia, hacen decir en julio de 1766 a Voltaire: "La atrocidad de esta aventura me llena de horror y cólera [...] No quiero res¬pirar el aire que respiráis vosotros".
A esas realidades alude, aceptándolas sin el menor escrú¬pulo de conciencia, el tratadista y abogado de Charcas, profe¬sor de la universidad altoperuana, José Gutiérrez de Escobar. Lo hace, con indudable interés didáctico, desde las páginas de unos apuntes jurídicos ampliamente difundidos a fines del si¬glo XVIII en el Río de la Plata, Chile y Perú, impresos en Buenos Aires. Pues bien, alude a los tormentos más frecuen¬tes, cuya intención explica: "siendo aquí digno de notarse que hoy sólo se usa el tormento del potro y cordeles, aunque también en las ocurrencias de las presentes sublevaciones del Reino se ha visto practicar junto con el agua, echándole algu¬nas cuartillas por el gaznate". (Raimundin, 1953, 134.)

Es, si se quiere llamarlo así, la acción corriente del abso¬lutismo al fracasar el dominio sustentado en prácticas de sometimiento que no requieren de la violencia física. Pese a todo, el miedo y el terror de la fuerza son características que perduran y se trasmiten en el tiempo. Podemos observar realidades similares, entre tantas otras, en 1795 con motivo de la "sublevación de los franceses", movimiento jacobino con la participación de negros, mulatos, indios y extranjeros resi¬dentes en Buenos Aires.3 Nos encontramos con un tímido re¬flejo de hechos e ideas que se desarrollan a miles de kilóme¬tros. En el Río de la Plata, y de manera especial en Montevi¬deo, puerto obligado de los veleros mercantes esclavistas, una y otra vez mencionan la influencia del movimiento revolucio¬nario en los desposeídos. En parte, dicen, se debe a las con¬versaciones de los marineros de las naves francesas, mulatos y negros, con los africanos y sus descendientes que viven en el puerto marítimo de la Banda Oriental. Así las cosas, el terror estalla en 1795. En febrero de ese año, en Buenos Ai¬res, el alcalde Martín de Alzaga, comerciante monopolista, se lanza contra los enemigos del orden establecido y confecciona el sumario. En verdad, así lo señalan los documentos consul¬tados; mucho trabajo tuvo a partir de entonces el verdugo de la ciudad. Decenas de negros son detenidos y encarcela¬dos. Uno de ellos, Antonio, recuerda bajo tormento haber oído la siguiente afirmación, expuesta por un esclavo en un baile: "si ellos [los negros] se levantan no habían de poder sujetarlos los españoles porque ellos eran muchos".4 Otro de los torturados en esa ocasión, peón de la Aduana, cuenta ha¬ber escuchado decir a un mulato, en una reunión de pulpe¬ría: "ahora verán los criollitos de aquí y los españoles que los hemos de hacer ensuciar nosotros y los franceses". La vio¬lencia de los menos, pero también la solidaridad de los des¬poseídos.
La pedagogía del miedo, la fuerza irracional, se expande asimismo a otros ámbitos. Los castigos en las escuelas eran tradicionales en el Antiguo Régimen. Ian Gibson, un prestigio¬so hispanista nacido en Irlanda, estudia en su admirable libro El vicio inglés, la costumbre de azotar a los niños en Gran Bretaña. En el ámbito español y americano esa tendencia no le iba a la zaga. Como es sabido, en las escuelas públicas y privadas los azotes y los palmetazos eran una práctica coti-diana, sin olvidarnos de otros castigos corporales a los que aluden los libros de memorias, considerándoselos de impor¬tancia fundamental para la formación del carácter de la ju¬ventud. Escriben en 1805 sobre las páginas de un periódico editado en la ciudad de Buenos Aires y en relación a ese mé¬todo correctivo: "Al niño se le abate y castiga en las escuelas, se le desprecia en las calles, y se lo engaña y oprime en el seno de la casa paternal".5 Y agregan que esa costumbre bár¬bara debe ser totalmente desterrada. Nos encontramos ya, en algunos ámbitos del Río de la Plata, con la palabra vivifica¬dora de la Ilustración.
La opinión no es unánime. Pocos años antes el obispo José Antonio de San Alberto, partidario de la represión siste¬mática y del control sobre todos los hombres, cree en los cas¬tigos y en la imposición de un "orden" vertical, autoritario. En una pastoral que da a conocer en la ciudad de Córdoba, en 1781, advierte que el Estado debe imponer por la fuerza el orden sexual y la moral cristiana a la población. Considera, por otra parte, que la libertad sexual representa un peligro para la estabilidad del orden social y político imperante. Toda relación placentera, señala, es un hecho demoníaco y destruc¬tor; un infierno, cree, que deshumaniza a los hombres. Pero no es todo. Sostiene que si la "impureza" o el "escándalo" se "apoderara" de los fieles de su obispado, adoptaría las medi¬das del caso para que las cosas se encauzaran. "Escribiré —dice—, visitaré, predicaré, gritaré, y cuando ya no pueda más, cuando vea vanos todos mis esfuerzos e inútiles todas las armas espirituales que Dios y la Iglesia han puesto en mi mano, llevad a bien que yo llame a mi ayuda, me apoye y valga de la autoridad del Soberano y de sus ministros quie¬nes no sin causa llevan la espada [...] para proteger la po¬testad espiritual, la observancia de los Sagrados Cánones, y el cumplimiento de las leyes eclesiásticas y reales." (San Alberto, 1786, 138.)
Son los de San Alberto, tabúes y prescripciones que tie¬nen un origen social y se sustentan en el temor del Antiguo Régimen a los cambios. Partícipe de un ámbito donde pueden ya advertirse relaciones entre los distintos sectores que no son las tradicionales, reacciona y analiza los hechos. Es, entre otras cosas, un crítico implacable de Tupac Amaru y de su rebelión. Define al caudillo indígena, sin economía de pala¬bras, como "rebelde, infame, traidor y apóstata". (San Alber¬to, 1786, 226.) Por otra parte, el obispo de Córdoba es asi¬mismo un represor preocupado por imponer el ascetismo en la juventud. En 1785, con motivo de la fundación en la ciu¬dad mediterránea de una casa para niños huérfanos, pone en aviso a los fieles sobre los peligros del lujo en las vestiduras, imponiéndoles la modestia. La idea general de esa actitud la encontramos en sus palabras, en alusión al sexo femenino, el demonio de la tentación para él. Dice en la alocución que pronuncia ese año: "Esa mano débil es la de una mujer necia, vana y ociosa que [...] gasta la vida en conversaciones, en adornos, en galanteos y en vicios, hasta parar en una mujer prostituida y escandalosa que, siendo mala para sí, es la ruina del caudal, de la salud y aun de la vida de aquellos infelices que incautamente se dejaron prender de sus lazos o que lle¬garon a beber del cáliz dorado de sus placeres". (San Alberto, 1786, 302.)
Esa violenta misoginia represiva, similar a la desarrolla¬da dos siglos antes por fray Luís de León a lo largo de las pá¬ginas de La perfecta casada, también la advertimos en las más variadas disposiciones legales y canónicas, en la práctica, en fin, del modelo monogámico, procreativo y ascético. (Ro¬dríguez Molas, 1984, 14.) Ahora bien, en la mayor parte de los casos, la estabilidad y el orden se obtienen sustituyendo el principio del placer con respuestas represivas y hasta de carác¬ter patológico; modestia en el vestir, ayunos, castigos corpora¬les, autocastigos, mortificaciones, rezos... y asimismo con el permanente desprecio a los goces de la vida; no pocas veces, en fin, con el elogio de la muerte, "el largo viaje" al que alu-dirían, eufemísticamente dos siglos más tarde, los personeros del proceso militar. San Alberto, no podía ser de otra ma¬nera, impone a los niños huérfanos de su fundación castigos corporales y el estricto control sobre los menores detalles de la vida cotidiana (alimentación, vestuario, descanso, diversio¬nes). "No es razón —escribe— permitir en este pequeño re¬baño del Señor ovejas roñosas, capaces de inficionar y perder a las demás." (San Alberto, 1786, 356.) Es más, en plena Ilus-tración, mientras se advierten ya los primeros resquicios en el relajamiento del autoritarismo patriarcal, el obispo de Cór¬doba clama, el 6 de enero de 1784, contra lo que denomina "voluptuosidad suprema". Una actitud, cree, que puede llegar a destruir el orden establecido. Para evitarlo, desde su pulpito solicita a los reyes de España que destierren de la Corte "el lujo, el libertinaje y la impiedad [...] para que [éstas] no lleguen a contagiar las Provincias".
Lamentablemente, esa visión del hombre y de la vida se proyecta en el tiempo y persiste en los años posteriores a la emancipación política del país. El círculo de ideas autori¬tarias y represivas al que nos venimos refiriendo, prosigue sin cerrar su recorrido en las palabras casi oficiales expuestas en 1812 por intermedio de la Imprenta de Niños Expósitos. Entre otras cosas aconsejan, entonces, un manual para el ciudadano titulado Catón cristiano, que los hombres no canten ni dancen en presencia de mujeres "porque no den ni reciban escándalo". E iban más lejos al determinarse, por caso, la necesidad de que el ciudadano "No ame a nadie, ni desee ser amado extremadamente, porque este género de amor sólo a Dios se le debe". Muchos años más tarde, en la sesión de la Cámara de Representantes de la Provincia de Buenos Aires del 15 de febrero de 1828, Tomás de Anchorena se opone a la educación de la mujer, a toda posibilidad de independencia. Su palabra, con la de sus partidarios, es la palabra de los sec¬tores más retrógrados del país, la de quienes apoyan al sector latifundista de Buenos Aires. Para él, la mujer "sólo debe lle¬nar los deberes de madre". Y agrega, aclarando aun más sus ideas sobre los cambios que lentamente se iban introducien¬do: "Con respecto a la educación de las mujeres vemos, en verdad, muchas maestras extranjeras... Entienden las mu¬jeres mucho de perifollos y modas, pero poco de lo que con¬duce a aumentar en las niñas desde su infancia la reli¬gión, la modestia, la moral y las buenas costumbres". En el mismo discurso alude a la invasión de inmigrantes extranje¬ros, "corrompidos" los denomina, y teme por los cambios que puedan inducirse en las costumbres tradicionales. En los valores, los de toda índole, que deben defenderse con la violen¬cia física y mental. Encontramos en la palabra de Tomás de Anchorena, un argumento que es una constante en las repre¬siones de todos los tiempos.




III
LOS DÍAS QUE LLEGAN: LA ABOLICIÓN DE LA VIOLENCIA


La función creadora dé la historia y de los hombres: la abolición de la tortura


La palabra de la Ilustración —sus ideas racionales— es una realidad decisiva en el desarrollo de la Argentina en el transcurso de las primeras décadas del siglo XIX. El proceso vie¬ne de lejos, dinámico en el siglo XVIII al establecer los ilus¬trados los derechos naturales e inalienables del hombre e in¬validar la tortura y la pena de muerte. Entre éstos: Montesquieu, Beccaria, Voltaire, Mirabeau, Condorcet... Si bien es una labor del conjunto y de la acción de la historia, le debe¬mos a Cesare Beccaria (1738-1794) haber racionalizado el pro¬blema de los derechos del hombre en las ya clásicas páginas de su libro De los delitos y de las penas (1764), donde el abo¬gado milanés analiza el origen de las penas y las leyes repre¬sivas. Condena, sin economía de palabras útiles, sin reparo, los tormentos. Un hombre, expone, no puede considerarse culpable antes de la sentencia, en un juicio imparcial, por un juez y con una defensa adecuada, y menos condenárselo a muerte.
Son, sin duda, muchos de los rasgos singulares de Cesare Beccaria, los mismos que atraen al liberalismo —una propues¬ta progresista para la época— e irritan al absolutismo monár¬quico y a los tradicionalistas adheridos al pasado y opuestos a toda innovación. Sostiene, y la afirmación causa asombro en sus días, que el hurto impulsado por la miseria y la deses¬peración no puede ser condenado. El jurista milanés acentúa el hecho de que ese tipo de apropiación lo comete "aquella parte infeliz de los hombres, a quienes el derecho de propie¬dad, terrible y acaso no necesario, les ha dejado sólo la des¬nuda existencia". ¿Una propuesta de utopía? Es posible, y no olvidemos que quien así se expresa es un noble, y también un liberal de la primera época. Cabe concebir, además, una reacción de ese tipo luego del análisis racional de los hechos.
Pero lo expuesto no es todo. Francisco Venturi, un his¬toriador contemporáneo, señala que las propuestas que con¬tiene De los delitos y de las penas dan origen a los términos "socialista" y "socialismo", exponiéndolos por primera vez en 1765 el monje Fernando Faccinei en un violento panfleto des¬tinado a condenar las ideas de igualdad social y utilitarismo del milanés. (Venturi, 1969.) Poco después, la Iglesia incluye el libro de Beccaria en el Índice, abandonando la prohibición dos siglos más tarde, en 1962.
De todas maneras, lo observa Rodolfo Mondolfo, la obra recorre el mundo. (Mondolfo, 1946.) Juan Antonio de las Ca¬sas, un español ilustrado, traduce y edita en 1774 el tratado en su país. Pero, herencia de la Contrarreforma, a pesar de la actitud de algunos ministros de Carlos III, entre otros Pedro Rodríguez de Campomanes, el ambiente no es propicio para que De los delitos y de las penas circule libremente; la obra fue considerada liberal y extranjera por la reacción tradicio¬nal española.

Tres años más tarde, en Madrid, un edicto de la Inquisición de 20 de junio de 1777, reiterado en 1790, prohíbe y condena el libro. De hecho, para ellos el mundo debe ser un "jardín de los suplicios".
En Madrid, en 1775, fray Fernando de Cevallos, un monje Jerónimo defensor del absolutismo, acusa al jurista italiano de inspirarse en los pensadores materialistas. Lo hace desde las páginas de un farragoso centón en el que defiende la tor¬tura y el regalismo más absoluto, combatiendo paralelamente a los philosophos. Es la de Cevallos una personalidad tradi¬cional y autoritaria, no sin cierta altanería y soberbia. Esa tendencia, frecuente entonces en España, encuentra asimismo el decidido apoyo de Pedro de Castro, canónigo de la Metro-politana de Sevilla y autor de un tratado que titula Defensa de la tortura o leyes patrias que la establecieron, libro desti¬nado a impugnar las ideas de Alfonso María de Acevedo, un moderado epígono local de Beccaria y autor de un estudio abolicionista. He aquí parte de los argumentos de Castro, cuya intención explica:

"Pero al paso de estas ilustres dotes que le hermosean [a la obra de Acevedo] es preciso confesar que se hace reparable en ella el alto punto de una exquisita declamación que re¬suena por todas sus partes, cuando debiera aplicarse para este intentó la insinuación, el respeto y la protesta, y se hace sensi¬ble cierto aire insultante y ofensivo de nuestras leyes patrias, cuya justicia y sabios cuerpos de ellas deben siempre hacer honor de nuestra Nación Española, aun comparada con la Griega, Romana y las otras que hoy presumen de cultas; y de nuestros Augustos Monarcas que las establecieron para el go¬bierno público y barrera de la malicia, y las han confirmado permitiendo sin escrúpulo alguno su vigor y observancia."

Y agrega en otra parte, confirmando su reacción a todo tipo de progreso:

"Afirmar el doctor Acevedo que la tortura es un prejuicio, es un horrible dogma, es una cruel opinión, una acción inicua y execrable, y en fin una tiranía [...] y llamar audaces pa¬trones de ella o ineptos pragmáticos a los autores que la defen¬dieron [...] son proposiciones éstas que en el modo y en la sustancia podrán muchos guardarlas de arrojarlas."1
A pesar de la fuerte oposición, la obra de los sectores pro¬gresistas no cae en el vacío. En 1782 Manuel de Lardizábal publica un opúsculo proponiendo la aplicación de las doctri¬nas de Beccaria. (Lardizábal, 1792.) Nos encontramos, pues, con la ruptura, a base de fuerzas antagónicas, del pensamiento jurídico y tradicional. Y si bien el proceso español es bien conocido, poco sabemos de la influencia del autor del libro De los delitos y de las penas en el Río de la Plata a fines del siglo XVTTI. Y mucho menos de la difusión de esas ideas. Es de hacer notar que uno de los defensores más fervientes de las propuestas humanitarias del Iluminismo, impugnador de la In¬quisición y protector de los judíos, el abogado español Ramón de Salas (para Menéndez y Pelayo "volteriano" y heterodoxo), ejerce la docencia en la Universidad de Salamanca en los días en que Manuel Belgrano asiste como alumno a las aulas de la casa de estudios salmantina. (Rodríguez Domínguez, 1979; Elorza, 1960.) Salas, difusor de las teorías de Beccaria, preso y enjuiciado en 1795 por el Santo Oficio, alejado de los claus¬tros, escribe sobre los delitos y las penas. Es la suya un ansia incontenible de liberar al hombre acosado por la barbarie. Testigo de la miserable condición de los presos en las cárceles de España, escribe: "Los cabellos se me erizaban y un temblor general se apoderaba de mí al considerar el desprecio inhu¬mano que las leyes hacían de la libertad, del honor y de la vida de los hombres".
Sin duda, esa aguda escena de análisis, tal como se pre¬senta en España, no la encontramos en Buenos Aires. En pri¬mer lugar, recordemos que en el Nuevo Mundo está prohibida la circulación del libro de Beccaria. Y en segundo lugar, de-bemos tener en cuenta la pobreza intelectual del medio río-platense, los cortos alcances de los latifundistas y mercaderes interesados en la intermediación de manufacturas y en man¬tener el dominio que ejercen a través del Cabildo. La indife-rencia, por lo tanto, es general. Las únicas alusiones a los tormentos son favorables a éstos y las encontramos en los "bandos de buen gobierno"; en los escritos, en fin, de los procedimientos judiciales. Sólo a partir de 1820, y en los círcu¬los próximos a Rivadavia —que sepamos—, se analiza y estudia la obra del defensor de los derechos humanos.
Debemos aclarar otro aspecto de la realidad rioplatense. Se ha escrito no hace mucho que unos mediocres y mal hilvana¬dos apuntes del obispo porteño Azamor y Ramírez (1788-1796), resumen de dos o tres libros, constituyen una condena local de la tortura.2 Todo lo contrario, las ideas del obispo se aso¬cian al absolutismo antiliberal de los epígonos de la segunda escolástica (la del barroco). Analizadas esas páginas, vencido el cansancio de la lectura, de ninguna manera puede afirmarse que no acepta el tormento. Más aun, para Azamor, la aproba¬ción o desaprobación de la tortura, se reduce al conocimiento previo de la opinión de las "bulas y el derecho canónico, y leyes civiles y del Reino, y la historia". Opiniones, hemos visto, que aceptan y promueven las infamias. De acuerdo con lo ex¬puesto por el obispo, el rey tiene pleno derecho a decidir sobre la vida y la muerte de los súbditos. Ésta es, sin duda, la pala¬bra de un conservador que acciona contra la Ilustración. Sus argumentos son similares en esencia a los que años más tar¬de, en el siglo XIX, revitalizarán otros para combatir las ideas de humanidad, libertad y justicia, un contramovimiento consciente para detener el "progresismo" y, sin ninguna duda, en defensa de los intereses materiales. Es la oposición ideológica contra el mundo moderno. Si bien con un fuerte contenido irracionalista; propuestas similares podemos encontrar en los caudillos del interior (propietarios latifundistas y miembros de familias tradicionales), que pregonan religión o muerte (de ninguna manera un eufemismo), y consideran a las ideas li¬berales, en esos momentos la propuesta más progresista y la única alternativa posible, un pensamiento subversivo que de¬sea destruir tres siglos de ideas sacralizadas.



1813: "Borrar con el tiempo... esa ley de sangre"


Hemos analizado brevemente el rechazo de las propuestas ra¬cionales por parte de los sectores tradicionalistas. Señalare¬mos ahora el proceso de abolición de la tortura judicial en la Argentina y su supervivencia a través de las más variadas violencias físicas destinadas a castigar e imponer el terror en los seres humanos.
Tomás y Valiente (1973, 227) observa que muchas de las ideas sociales de la Ilustración, las de Voltaire, Beccaria y otros, sólo se imponen en el heredero directo de ésta, es decir, en el Estado liberal. Lo mismo, agrega, ocurre en lo que hace a la tortura judicial. España se anticipa en algunos años a las propuestas que luego tendrían sanción legal en el país. "En España, el artículo 133 de la Constitución de Bayona de 1808; el decreto de 22 de abril de 1811 de las Cortes de Cádiz; el artículo 303 de la Constitución de 1812; e incluso, obedeciendo a la corriente de opinión dominante, una Real Cédula de Fer¬nando VII de 25 de julio de 1814 abolieron legalmente la tor¬tura y cualquier clase de apremios o coacciones contra los reos o los simples delitos". (Tomás y Valiente, 1973, 227.)
En la Argentina, mayo de 1810 combina la realidad y las ideas de la Ilustración. Pero a pesar de las intenciones, la escena no varía en lo fundamental; en la realidad económica y social, continúa la presencia del latifundio y de los sistemas primitivos de producción ganadera. Esas características que perdurarán a lo largo del siglo XIX presuponen, entre otros hechos, un freno a los cambios y el dominio de los más di¬versos intereses; un factor, en síntesis, de estancamiento. Y también presuponen la presencia constante de reacciones y de temores por parte de los menos.
Nos encontramos ya en las primeras décadas posteriores a 1800 con un tradicionalismo hecho conciencia, es decir, con el conservadurismo. En 1812, confirmando lo expuesto, así lo determinan los sumarios, la Comisión de Justicia de Buenos Aires continúa imponiendo penas diferenciadas, corporales a los hombres de color y pecuniarias a los de origen europeo. Por otra parte —es la práctica de una costumbre secular— los vecinos de la ciudad, hacendados y comerciantes, envían a los esclavos de su propiedad al Cabildo para que el verdugo ofi¬cial los flagele con fines correctivos domésticos, encarcelán¬dolos luego cierto número de días.3
Fácil es prever la situación en el interior. Los grandes propietarios, señores de horca y cuchillo, ejercen por cuenta propia el poder de la justicia. Un hecho tan frecuente y coti¬diano que, con reiteración, los inventarios de los bienes de las estancias de la época señalan la existencia de cepos y grillos, de ninguna manera instrumentos ornamentales. Poco después, en momentos de prédica demagógica, la prensa "federal" acep¬ta como un hecho cotidiano el flagelamiento de los peones rurales. En El Gaucho, pasquín editado en 1830, un inglés, supuesto peón de "Los
cerrillos", relata que Rosas, propietario de la estancia, lo había condenado a un día de cepo. Y lo re¬cuerda con cariño: "Tú sabi esti que el patrón/Por quitarme la borrachera/Me ponga en el cipo un día/Porque borracho no fuera".4

Precisamente la Ilustración se opone a esa realidad. Una actitud que determina el arcaísmo es la lentitud con que co¬mienzan a tomar cuerpo algunas de las propuestas progresis¬tas. Nos referimos de manera especial a las fuerzas de la Asamblea de 1813, similares a las que en Cádiz, en 1814, en¬frentan el irracionalismo absolutista y derogan todo tipo de tortura. "El hombre dicen en Buenos Aires— ha sido siem¬pre el mayor enemigo de su especie, y por un exceso de bar¬barie ha querido demostrar que él podía ser tan cruel como insensible al grito de sus semejantes." Se debe borrar, deci¬den, "esa ley de sangre". Es, sin duda, el triunfo de la razón, la autonomía individual y moral y del sujeto. Ahora bien, ¿des¬truyen en verdad el 25 de mayo de 1813 los instrumentos de tortura en la Plaza Mayor, Victoria entonces? Todo cuanto nos cabría decir es que en 1817 el alguacil mayor de la ciudad —cargo equivalente al actual jefe de policía— solicita, y por estar inutilizado el existente, la "recomposición urgente" del potro de dar castigo en la cárcel. Algunos días más tarde, pre¬surosos, los carpinteros entregan el instrumento en perfectas condiciones y cobran su trabajo. No se trataba por cierto de una pieza de museo. Proseguía en lo externo e interno la "ley de la sangre". La ley y una herencia que se mantienen vigente; gobernando Rosas, en 1851 el inventario de la cárcel registra la presencia del "potro de castigar" (Romay, 1957, 15). No se trata, por cierto, de un elemento decorativo.5


A las penas corporales debemos agregar las "estaqueadas" al aire libre en la campaña, una analogía con los cueros que se secan al sol, cotidiana en el ejército. En 1860, Carlos Tejedor recuerda desde las páginas del Curso de derecho cri¬minal que los azotes constituyen una pena frecuente, aceptán¬dolos. "Esta pena que suele ir junto con la' de presidio, se ejecuta en la cárcel misma, o en las calles, paseando al delin¬cuente en un caballo, y dándole en cada esquina cierto nú¬mero de golpes, con un instrumento de cuero en las espaldas descubiertas. Los golpes nunca deben eser tantos que el reo quede muerto o lisiado".6 Se trata de la tradicional flagelación ambulante del derecho español.



El recuerdo del castigo y del tormento


Son también los latigazos, como ocurría en los años previos a 1810, una pena frecuente en las escuelas. Complemento de la pedagogía del miedo, los maestros conducen a los niños a pre¬senciar los suplicios, una modalidad que se extiende hasta los últimos años del siglo XIX, pues creen que el contacto con el dolor tiene la virtud de "purificar" las costumbres y de adver¬tir a la población sobre la muerte. Esa costumbre, la recuer¬da, entre otros, Mariquita Sánchez en sus apuntes autobiográ¬ficos: "Se sentenciaba a muerte a un hombre [...] no le quitaban la vida como ahora, se ponía un torno, y lo sentaban y con el torno le apretaban el pescuezo, de modo que la len¬gua quedaba fuera. A todos los muchachos de las escuelas les daban azotes, para que no olvidaran lo que habían visto".
Es importante anotar que, si bien persisten bajo otras formas, las penas corporales en las escuelas se prohíben el 9 de octubre de 1813. Deciden entonces poner fin a una infa¬mia, que encuentra en el miedo un fervoroso aliado del do¬minio sobre los hombres. "Habiendo llegado a entender este Gobierno —consideran— que aun continúa en las escuelas de educación la práctica bárbara de imponer a los niños la pena de azotes, cuyo castigo es excesivo y arbitrario por parte de los preceptores, que no están autorizados para ello de manera alguna [...] absurdo e impropio, que los niños que se educan para ser ciudadanos libres, sean en sus primeros años abati¬dos, vejados y oprimidos por imposición de una pena corporal tan odiosa y humillante como la expresada de azotes."7
A pesar de lo dispuesto, la tradición aún se proyecta en muchos, y la disposición no es aceptada por todos. Pues bien, el 20 de noviembre de 1814 condenan en la ciudad de Buenos Aires al presbítero Diego Mendoza a ocho meses de reclusión por azotar a sus alumnos de la escuela del Convento de San Francisco. Tal como hemos de Ver en otras situaciones, en tér¬minos históricos y sociales, este conflicto significa la vigencia de normas estrictas de control social. De todas maneras, los procesos no son lineales, en la historia de la liberación del hombre, con frecuencia el tiempo parece retroceder: en 1815 la Junta de Observación autoriza la flagelación de los escola¬res y lo hace a través de sus Estatutos, una vuelta, es sabido, al más reaccionario de los pasados. Es más, el hecho se co¬menta públicamente; el periódico El Americano señala el 22 de mayo de 1815 la reimplantación de la costumbre antes men¬cionada en la escuela del Convento de San Francisco. El pres¬bítero Mendoza se encontraba nuevamente en pleno uso de sus facultades autoritarias.
En el interior, y aludimos a los controles sociales men¬cionados, impera la barbarie. Un mundo primitivo e irracional, estamos frente al orden impuesto a partir de los primeros años de la conquista de la tierra, las reglas éticas no tienen ningún valor. Detengámonos en las páginas de las memorias del general Paz y releamos las que aluden al cautiverio del militar en Santa Fe. Cuenta en ellas cómo el ayudante Echagüe mortificaba sádicamente a las indias cautivas en la cárcel de la Aduana mostrándoles las manos cortadas y sangrantes de sus compañeros, degollados poco antes. Y también escribe: "Con el mismo fin vi otra vez [...] una cabeza que acababa de ser cortada a otro indio, que traía un joven por los cabellos, al que le seguía una larga comitiva de muchachos".
No, no es un caso aislado. En 1846; en Jujuy, autorizan a las autoridades locales a, flagelar sin necesidad de un juicio previo a los reos que habían cometido delitos leves. Y el 3 de abril de 1851, en la misma provincia, permiten a los jueces la aplicación de condenas a muerte a los cuatreros mediante la confección, así escriben, de un "breve sumario". Esa justi¬cia sumarísima es el reflejo de la realidad jerárquica de la sociedad. En ningún caso, tratándose de un desposeído, así lo reconocen juristas de ese momento, tienen en cuenta los aspec¬tos favorables de la ley. Lo afirma Florencio Várela en su tesis doctoral de 1827, De los delitos y las penas, inspirada en las ideas de Beccaria. (Várela, 1870). "En los procedimientos cri¬minales —afirmase— notaba un interés en hallar delincuentes a todos los acusados [...] a apurar las penas que debían seguir a su condenación, aunque fuesen las más atroces." Y podemos también poner en el texto otro tiempo verbal: "se notará". Lucio V. Mansilla, años más tarde, en Rozas, biografía de su tío, recuerda que en ningún caso la policía o los jueces imponen los aspectos favorables de la legislación a los pobres. Veamos parte del texto: "La poca legislación existente era teó¬rica, casi siempre letra muerta: el empeño valía más. 'Obedez¬ca y marche, pague y apele', eran expresiones proverbiales ex¬plicativas del hecho. Poco más tarde se inventó el 'se resistie¬ron' o 'el quisieron disparar, y tuvimos que matarlos'..." Y más adelante agrega en relación a los presuntos culpables de un delito: "¿Qué sucedía?, ¿cómo se procedía?, insinuamos más arriba. ¿Se hacían las averiguaciones: recaían las sospe¬chas sobre alguno o alguna de aquéllos? Pues no hay que ha¬cer: se le azotaba... hasta que confesara. ¡Y cuántas veces los azotes no arrancaban falsas confesiones (qué no hace confe¬sar el dolor), y el culpable verdadero quedaba impune!"
Pero no es todo. Destaca también la situación de los niños en las escuelas, recordando posiblemente experiencias propias:"El alma de entonces no era distinta de la de ahora. Pero había un no sé qué de estoico, de severo en ella, siendo la regla de nuestros abuelos el versículo de la Biblia, 'no le escasees al muchacho los azotes,
que la vara con le dieron no ha de matar¬lo', o el proverbio español, 'la letra con sangre entra'. En las escuelas, las penitencias y reprensiones eran repugnantes o brutales: el cuarto de las pulgas o la letrina infecta, o el sóta¬no helado, como encierros; y como castigo el chicote para las nalgas o los tirones de orejas que reventaban; la palmeta para las manos pegando en la punta de los dedos juntos y sobre la yema. Los juegos entre los niños eran como para ejercitar la resistencia de la sensibilidad; los juegos populares en el campo y en las ciudades ponían a prueba el cuerpo".8
El ascetismo y el dolor, pregonan, conforman ciudadanos viriles y aptos para hacer la guerra. Tres siglos antes, en Es¬paña, el jesuita Juan Eusebio Nieremberg, teórico de la Con¬trarreforma, escribe lo que ha de ser práctica corriente en las sociedades totalitarias, en los militarismos de todo signo. Nos dice: "Tan perversos son los gustos de la tierra, después de ser tan cortos, que aun los lícitos impiden grandes provechos, y los ilícitos causan grandes daños". Se reprime, lo señala Wilhelm Reich, al referirse a la psicología de masas del fas¬cismo, todo posible anhelo de redención y de liberación y se impone también la angustia del placer, es decir el miedo a la excitación sexual.
Nos restaría agregar unas palabras en alusión a las penas corporales en el ejército. Eran éstas casi cotidianas en el si¬glo XIX. Tomás de Iriarte, oficial de las guerras de la Inde¬pendencia, recuerda en sus Memorias que el castigo de azotes era muy frecuente: "se cerraban —escribe— las puertas del cuartel para evitar la presencia de algún extraño: formaba el batallón [...] y empezaba el vapuleo". Mientras tanto, agre¬ga, los tambores ahogaban con su estruendo los gemidos de los soldados que eran golpeados con varas sobre sus espaldas.9 Es una realidad documentada hasta el infinito y reconocida por historiadores militares contemporáneos. "Para reprimir los actos de indisciplina —escribe Augusto G. Rodríguez—, existían castigos rigurosos, entre ellos, el azote, que reemplazaba a la 'carrera de baquetas', implantada por las ordenanzas españolas. En realidad, ambas penas eran realmente inhuma¬nas, pero es fuerza reconocer que constituían la única forma de contener las insubordinaciones individuales o en masa, que periódicamente se producían." (Rodríguez, 1966.)
Pues bien, a esas penurias debemos sumar las estaquea¬das, los plantones, las ataduras de palo y de cepo. Algunas de ellas han sido denunciadas en nuestros días y otras persistían aún a comienzos de siglo.




IV
LAS BUENAS INTENCIONES Y UNA REALIDAD QUE PERSISTE (1853-1900)


Las razones de 1853: cárceles limpias, abolición de tormentos y azotes


No debe extrañarnos: en 1853 algunos convencionales no acep¬tan en Santa Fe que sean abolidos los fueros personales, de manera especial los eclesiásticos, y otras prerrogativas de ca¬rácter feudal. Son los mismos que entonces claman, y la pa¬labra llega a Roma, contra la libertad de cultos que establece la Constitución, disposición que aún en nuestros días definen algunos historiadores como ajena al sentido de la tradición hispana y atentatoria de la religión cristiana. El 25 de abril de 1853, en Santa Fe, señala el diputado catamarqueño Zenteno que "no estaba de acuerdo en que se suprimiesen los fueros y mucho menos que se hallase comprendido en ellos el eclesiástico, que no procedía de autoridades temporales sino que reconoce su origen divino". Toda una definición que alu¬de a ideas de tres siglos antes y se proyectan en el tiempo a los "fueros" militares.
En 1854, en Buenos Aires, restablecen en la cárcel pública la pena de azotes. Lo hace en acuerdo extraordinario el Supe¬rior Tribunal de Justicia, el 29 de noviembre del año mencio¬nado. He aquí el texto de la disposición:

"1° que el preso a quien se le encuentre cuchillo, navaja u otro instrumento cortante o punzante sufra por primera vez la pena de 25 azotes; por la segunda, cincuenta azotes; y por la tercera, 75 azotes. Que este acuerdo se lea semanalmente por el alcalde de la cárcel: todo sin perjuicio de la pena que merezca el agresor en el caso de causar heridas o muerte con esas armas."1

Lo precedente es un regreso al pasado; prosigamos con el tema que nos ocupa. Si bien ningún convencional rechaza pú¬blicamente el artículo 18 del proyecto de Constitución, de clara inspiración beccariana, no falta quien lo haga, al discutirse en la ciudad de Buenos Aires, el texto de 1853.2 Mas, para tener plena conciencia del espíritu reformador, recorde¬mos que el artículo mencionado prohíbe expresamente la pena de muerte y la tortura. Y lo hace con las siguientes palabras: "Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento, los azotes. Las cárceles de la Confederación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas...”
Ahora bien, en primer lugar, parte del rechazo tiene como motivo la propuesta de algunos diputados, aceptada luego, de suprimir por razones de buen gusto los términos "ejecuciones a lanza y cuchillo" que figuraban en el texto original de Santa Fe. Se trata de esconder una realidad, la barbarie pasada y la posible. Mármol, el poeta de la proscripción y novelista de Amalia, observa que la presencia de esas palabras significa pre¬gonar una indignidad.
En segundo lugar, y de manera especial, muchos diputa¬dos se oponen al artículo 18 por razones que hacen a la peda¬gogía del miedo. Rufino de Elizalde, tradicionalista, opina que los castigos corporales deben figurar en los códigos de justi¬cia criminal y militar del país. Y a partir de esa afirmación, el siguiente diálogo:

Sr. Mármol. —No se debe dar azotes ni a los soldados. Sr. Elizalde. —Se dan en Inglaterra.
Sr. Mármol. —Se dan en Inglaterra porque son unos bár¬baros.

Y la discusión prosigue. Dice entonces Bartolomé Mitre: "El que levanta la voz al sargento como el que levanta la es¬pada al coronel, comete un acto de insurrección y merece una pena grave; y si los azotes están abolidos, se precisa ma-tar al hombre por una pequeña falta cualquiera". Y continúa; "Ha llegado el día en que ha habido 43 casos de muerte, por¬que no ha habido otro medio de castigar las faltas graves. Digo, pues, que la penalidad de azotes es más humana, con¬siderada filosóficamente".
Pero no es todo. Esteves Saguí, abogado porteño, solicita que supriman los castigos corporales, las torturas y otras pe¬nalidades a que son sometidos en la cárcel de Buenos Aires los presos. Reitera acusaciones expuestas anteriormente. "Pero, ¿qué? —dice—, si aún resuenan todavía esos golpes martiri¬zantes dentro de unos muros que llaman cárcel pública [...] sean 25, sean 50, sean 75 como dice una acordada del Tribunal de Justicia, aplícanse todavía, señores, esos tormentos que re¬bajan, que envilecen al hombre por culpable que sea, que lo pierden para el arrepentimiento, no pueden aplicarse." Y lue¬go alude a los cuerpos militares y a las guarniciones de fron¬tera: "allí las arbitrariedades se cometieron no en los días de acción ni frente al enemigo, sino donde quiera que ha habido soldados". Los azotes y los golpes, la tortura, son elementos cotidianos: el método de una organización totalitaria y verti¬cal. No existen dudas. Nadie replica en el Parlamento.
El diputado Alvariño vuelve a insistir en lo expuesto: "No me citará nadie un artículo de la ordenanza que diga que se bajen los calzones a los soldados para darle azotes, ni que se le quite la casaca para darles golpes en la espalda". Finalizada la discusión, aprueban incluir en el texto constitucional las palabras que destierran de la Argentina "toda especie de azo¬tes y tormentos". Una esperanza de los hombres más lúcidos mil veces frustradas, ¿quién lo ignora?
En suma, con esa acción se cumple una parte del plan de Alberdi de modernizar el país. Sería injusto, sin embargo, de¬jar de recordar que se trata de un proyecto que tiene sus raí¬ces en los últimos años del dominio español en las ideas de un grupo de liberales ilustrados. Alberdi —el menos romántico de los integrantes de la generación del 37, precursor del posi¬tivismo en la Argentina— hereda esas mismas propuestas y señala desde las páginas de sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina: "El tormen¬to y los castigos horribles son abolidos para siempre y en toda circunstancia. Son prohibidos los azotes y las ejecuciones por medio del cuchillo, de la lanza y del fuego". Y aclara: "El fin de esta disposición es abolir la penalidad de la edad media, que nos rige hasta
hoy, y los horrorosos castigos que han em¬pleado durante la revolución". Son casi las mismas palabras que reproducirá la Constitución de 1853.
Pero, así como lo expuesto señala la presencia de pro¬cesos evolutivos, en otros sectores no encontramos contenidos similares a los del pensamiento del autor del Crimen de la guerra. Es necesario señalar, pues, aunque más no sea de paso, el proceso ideológico de algunos de los antiguos emi¬grados, particularmente, en este caso, el de aquellos que ocu¬pan altas posiciones políticas. Podemos determinar que de una actitud radical para la época —"socialista" según los más tra¬dicionales— llegan a un conservadurismo casi antiliberal en los últimos años de su vida. Como bien observa Karl Mannheim, el conservadurismo antiliberal nace del tradicionalismo; en realidad un tradicionalismo "racionalizado", una recolec¬ción, en síntesis, y también un rescate de las actitudes y modos de vida sacralizados reprimidos por la marcha del racionalismo capitalista (Mannheim, 1963). De todas maneras, otros —tene¬mos presente ahora a Félix Frías— se mantienen en la misma postura conservadora que exponen en su juventud, extremando en algunas ocasiones su reacción antiliberal: ultramontanismo, defensa de la tradición y de los "valores" heredados, oposición al progreso y a los cambios. Es, en éste y en otros casos, la opinión de la derecha del movimiento romántico. Debemos insistir en lo expuesto. Pues bien, y dicho de otro modo, es evidente que en la segunda mitad del siglo XIX algunos de los miembros de la élite gobernante sufren los efectos que les produce una profunda y típica antinomia del liberalismo en sus primeras etapas (en la Argentina esa situa¬ción sólo se advierte con claridad a partir de 1852); antinomia de políticos, también la han advertido en relación a otros ám¬bitos, desgarrados entre las necesidades y contradicciones de la realidad social —el paso de una sociedad arcaica a otra capitalista es necesario— y la fe heredada de los teóricos más lúcidos del Siglo de las Luces que habían sostenido la nece¬sidad de imponer la justicia y la fraternidad humanas.


Palabra y acción en 1864: "la pena de azotes es un delito"3


En junio de 1864, en momentos que se preparan las con¬diciones que conducirán al país al infierno de la guerra de la "Triple Alianza", los diputados J. E. Torrent4 —correntino— y Joaquín Granel 5 —nacido en Santa Fe—, presentan a con¬sideración de la Legislatura un proyecto destinado a suprimir los castigos corporales vigentes en las fuerzas armadas. "Esta ley —proponen— deberá darse en el orden general del ejército y leerse cuanto menos en cada uno de los cuerpos." A pesar de lo dispuesto era el artículo 18 de la Constitución, que prohíbe la pena de azotes, los castigos corporales constituyen en¬tonces en el país un hecho cotidiano, y así lo reconoce en esos días Carlos Tejedor, ya mencionado, profesor universitario y penalista. "Entre nosotros —recuerda—, produce siempre in¬famia, de manera que el que ha sido azotado por la justicia, no puede ser testigo, ni tener oficio público." Queda dicho —y ya hemos insistido en eso— que siempre, en todos los tiempos, las organizaciones totalitarias suprimen la autorrealización y la libertad del hombre. Pues bien, en esa perspec¬tiva, la discusión del proyecto aludido adquiere características inusitadas. Vayamos por partes.
Granel, objetivo, expone las bases ideológicas del pro¬yecto. La flagelación, opina, es una "costumbre [...] sos¬tenida por el fanatismo inspirado en el terror". Y agrega: "La pena de azotes se aplica en nuestro ejército de una manera que constituye una violación de esa disposición constitucional que es el fundamento de nuestro sistema de gobierno: la pena de azotes sólo se aplica a soldados, pero en ningún caso se hace extensiva a los jefes y oficiales, aunque se hubiesen he¬cho reos del mismo delito". Ese tipo de inquisición humani¬taria que realiza el legislador (expone casos concretos y docu¬mentados) contra la irracionalidad es tan apasionante como peligrosa para quien la emprende, y más aún cuando la in-tolerancia considera que la violencia es indispensable.
En efecto, desgraciadamente semejante propuesta y seme¬jante situación no podían más que resolverse con dificultad. Efectivamente, los miembros de la Comisión de Guerra se opo¬nen al proyecto de los diputados Granel y Torrent. Próspero García, opuesto a toda liberalización, partidario de sistemas tradicionales de represión, expone la tesis predominante en el ejército. Sostiene que en cuestiones militares debe suprimirse el sentimentalismo. Desde ese punto de vista su propuesta no difiere de otras más próximas que aconsejan a los soldados marchar con alegría a la muerte y ser ascéticos en la vida. ¿De dónde provienen esos rasgos? García explica que se ba¬san en el hecho de que las rabones humanitarias son lo más opuesto al espíritu militar, y luego informa que los altos mandos del ejército creen que si se suprimen los castigos corporales no podrá mantenerse la disciplina. Debe imperar la violencia.
Propone entonces, y con ese fin, aplazar la discusión del proyecto. Ocurrente, replica entonces Mármol: "Yo acepto esa proposición si los miembros de la minoría convienen que tam¬bién se aplacen los azotes". Y luego lo insólito. El diputado coronel Cónesa confiesa que estando al frente de un cuerpo militar "había aplicado la pena de azotes, sin embargo de prohibirla la Constitución". Una actitud indispensable enton¬ces para mantener la disciplina y también para evitar la de-serción tradicional en el ejército, al no estar arraigado en los soldados el patriotismo, predominando actitudes sociocentristas limitadas en el mejor de los casos a una región o provincia.
"La abolición de esa pena —razona Conesa— va a dar por resultado la disolución del ejército. Vamos a abolir la pena de azotes, pero tenemos presente que esta pena va a tener que ser reemplazada por la última pena." La misma opinión expone luego el ministro de Guerra, Gelly y Obes. Defiende el pasado —no podía ser de otra manera— y proyecta la tra¬dición para detener el progreso. Vélez Sarsfield, empeñado entonces en la redacción del Código Civil, sostiene a viva voz que el ejército está fuera de todo amparo legal: "Uno de los principios que consagra la Constitución es la libertad, y en el ejército no la hay". Y agrega: "Yo digo, pues, si la oposición a la Constitución es lo que motiva que los señores diputados quieran abolir la pena de azotes, sean lógicos, abolan todo mal. El ejército es una flagrante contradicción a las leyes del país; pero si se quiere que exista, es preciso que exista tam¬bién la pena de azotes con todas sus consecuencias".
Más adelante, en el curso de su exposición, Rufino de Elizalde se desliza por cauces semejantes a los de su colega y recuerda que "esta pena ha sido autorizada por todos los poderes públicos de la Nación, y ésa ha sido la tradición de nuestro país hasta el presente". Debe, pues, seguirse en esa línea. Era comprensible que individuos formados bajo las creencias del Antiguo Régimen, asociados a los intereses más generales, de ninguna manera deseen liberar a la sociedad de las penas infamantes.
A ésa y a otras inquietudes responde el diputado Granel: "¿Saben los señores diputados cómo se manda azotar en nues¬tro ejército? Yo les diré: sin forma alguna de juicio, violando todas las prerrogativas que las leyes militares acuerdan a los que delinquen en el ejército [...] El ejército argentino es una fantasía mitológica que está representado por el suplicio de Prometeo en que los jefes son el buitre y los soldados las víctimas".
Adolfo Alsina, autonomista, es partidario de las penas corporales. Representantes de un sector de ganaderos, sin apiadarse de las víctimas, recuerda las barbaries del pasado y de su presente: los palos o varazos, las estaqueadas al aire libre, los aprisionamientos de cepo y las carreras de baqueta, sanciones que consisten en hacer castigar a los soldados por sus propios compañeros. Y de pronto, en el Parlamento, se produce el diálogo insólito:

"Sr. Alsina. — ¿Entonces, qué quedaría para el ejército? El cepo de campaña se dice; pero este castigo es un tormento: la Constitución lo prohíbe indistintamente. El cepo de cam¬paña con ligaduras fuertes trae consigo dolores agudos, el entorpecimiento de los miembros, la interrupción de la circu¬lación de la sangre y la muerte también, si se prolonga dema¬siado. ¿Qué va a quedar, pues, para el ejército... si se quita la pena de azotes? ¿Cómo y con qué se castigaría, por ejem¬plo, la falta que comete un centinela que abandona su puesto?"

"Sr. Vélez Sarsfield. — Matándolo, lo que es más huma¬nitario.
Sin duda, y basándonos en lo frecuente de las desercio¬nes, de recurrirse al original sistema humanitario tendrían que fusilar a la mitad de los soldados del ejército. Zuviría, práctico, propone suprimir la paga mensual. Y agrega: "Ade¬más, en Inglaterra, donde existe esa pena, lo más que se aplica son cincuenta azotes, y entre nosotros quinientos". Nadie, en¬tonces o después, pone en duda sus palabras. Luego se escu¬cha la opinión del progresista Nicasio Oroño, representante de Santa Fe. Los castigos, comienza diciendo, "infaman al hom¬bre", "degradan la especie humana". No desea el regreso a la época de Rosas "cuando los azotes eran para los soldados ar¬gentinos lo que la verga y el puñal para el ciudadano". Oroño no deja de mencionar la condición del gaucho; al comienzo del discurso, hay en él verdadera emoción.

"Se arrebatan de sus casas a los pobres paisanos, cuyo deli¬to es haber nacido en la humilde condición del gaucho, para llevarlos a servir sin sueldo, desnudos y muchas veces sin el alimento necesario; porque para ellos el campamento es la cár-cel y, si son aprehendidos, se les devuelve en azotes las horas de libertad que han ganado. ¿Y cuál es, señor, el resultado de esa horrible flagelación? ¿Qué ganan el ejército y la discipli¬na militar?"

Pero había, además, otras circunstancias que sumían a los soldados en una desesperación mucho más honda que la física. Nos referimos al desconocimiento del tiempo que debían servir en el ejército, una situación que los llevaba al agotamiento, a la pérdida, en síntesis, de la jovialidad, de la fuerza vital. Y esas circunstancias eran tanto más peligrosas cuanto más las autoridades militares, los jefes de la frontera, se situaban fuera de toda ley. Era el imperio de la impunidad, la lógica del más fuerte.
Puesto a votación el proyecto, es aprobado por amplia mayoría. Lo será luego en la Cámara de Senadores. Preciso en la determinación, establece el artículo primero: "Todo fun¬cionario que azote a un subordinado queda inhabilitado para ejercer cargos públicos". Nada se dice de la pena. Y agrega el artículo segundo: "La aplicación de la pena de azotes es un delito que puede ser acusado ante los tribunales de la Nación por cualquier habitante de la República". De hecho, se pro-duce así, a través de esos cauces, ¿qué duda cabe?, una reac¬ción dinámica e histórica. Pero aún faltaba mucho por hacer.
Pasemos ahora, expuesto lo precedente, a otros aspectos de la realidad del país. Los castigos eran frecuentes en los hospicios y hospitales y aplicados a los enfermos mentales. Era una tradición, como tantas otras, que venía de lejos. Se alojaba a los alienados, lo recuerda Hugo Vezzetti en un trabajo reciente sobre La locura en la Argentina, en "calabo¬zos húmedos, oscuros y pestíferos [...] sin otra cama que el desnudo suelo [...] aquello no era un asilo de caridad, era más bien un depósito de seres humanos, sumidos en la más espantosa miseria". El testimonio, reproducido por el autor antes mencionado, pertenece a Norberto Maglioni y lo expone en su tesis Los manicomios, editada en Buenos Aires en 1879. (Vezzetti, 1983.)
Pero no es todo. La dominación de los locos, expone Vezzetti, supone en el siglo XIX, aun mucho después, alternar la imposición y la persuasión. Un enfermo mental, agrega, podía permanecer encadenado más de cuarenta años. ¿Es po¬sible imaginarnos una situación de brutalidad casi indefinible? Juana Manso de Noronha, maestra, profundamente liberal y precursora del feminismo, desde las páginas de su publicación periódica Álbum de señoritas, páginas impresas en la ciudad de Buenos Aires en 1854, relata sin eufemismos la situación de los internados en el hospicio de la ciudad del Plata. Al refe¬rirse a una mujer que tenía alteradas sus funciones mentales, pordiosera que ambulaba por la Plaza del Retiro, teme ante la posibilidad de que la policía ordene su internación en el Hospital de Mujeres o en la Cárcel Pública. Y agrega, confir¬mando con sus palabras lo expuesto por otros testigos de la época: "Si cae en manos de la facultad, su tortura será do-ble... y vendrá el cepo, y el látigo de la capataza". Y tam¬bién la suciedad, los piojos y el hambre. Una realidad, en lo que hace a los enfermos mentales, que persiste en el tiempo. Han de pasar muchos años para que las condiciones cambien, al menos en ese aspecto brutal y denigrante. Un siglo más tarde, hoy, al castigo físico se lo reemplaza por el electro-shock, sistema, así lo señalan las teorías más aceptadas, que produce en los pacientes la destrucción de sus neuronas, las células nerviosas que, es sabido, no vuelven a reproducirse. El electroshock es la picana eléctrica de los enfermos mentales.



El cepo y otras herencias


Ese artefacto de las justicias del siglo XIX es considerado por todos como un instrumento de tortura. Una tortura lenta y tan eficaz como las más refinadas. Existían diversos tipos de cepo: a) el colombiano: "suplicio que consistía en oprimir a un hombre mediante un palo o fusil por entre las corvas, dejando en esta posición al paciente, que solía desmayarse o caerse"; b) cepo de lazo: "se ataba el lazo a una planta, bayo¬neta enterrada en el suelo, palo o estaca, a cierta distancia del reo; entonces con el lazo se le hacían a éste dos medios bozales en los tobillos y, luego, estirando la otra extremidad del lazo, no mucho, se sujetaba en cualquier parte. El preso así asegurado no podía escaparse ni cortar el lazo con los dientes"; c) cepo de madera: "instrumento formado por dos gruesos trozos de madera dura, unidos por bisagras y cerra¬dos en la otra extremidad por un candado. En cada una de las caras interiores de estos maderos había unas cavidades que, al cerrarse el cepo, formaban un círculo de más o menos el diámetro del cuello, muñecas o tobillos de una persona, allí se aprisionaba al cautivo. En este cepo, el reo permanecía acostado en el suelo, debiendo soportar grandes y pesados grillos en los pies. Había también otros de este tipo, pero que además del cuello, sujetaban las manos en la misma forma". (Saubidet, 1952, 61.)
Desde el siglo XVII, el uso del cepo estuvo muy difundido en el actual territorio argentino. Una pieza, sin duda, que se encuentra en la mayor parte de los museos del país, tal vez la más frecuente. "El uso o abuso de la autoridad era cues-tión de conciencia del juez de paz, porque su voluntad era ley." Así, sin medias palabras, se expresa Carlos D'Amico, go¬bernador de la provincia de Buenos Aires en las postrimerías del siglo XIX. El funcionario acentúa una y otra vez en sus memorias de gobierno, la situación de injusticia de los des¬poseídos y recuerda que el cepo, en los juzgados de paz, esta¬ba siempre cubierto de manchas de sangre. (Rodríguez Molas, 1968, 457.) Es más, "gastado, liso, reluciente, bruñido por la frecuencia del martirio, como para advertencia para el que entraba [al juzgado] de que debía dejar su independencia y su dignidad a la puerta, porque su deber era obedecer y callar". Y agrega: "Era necesario obedecer todos los caprichos del mandón, por más criminales que fueran, o salir del partido con familia y con bienes: no había término medio. Así habían gobernado todos los gobernadores".
Por cierto. Y a esa acusación y a ese interés les corres¬ponden asimismo la acción paralela de varios sectores diná¬micos de la población. Recordemos, prescindiendo de otros análisis, las denuncias de Alvaro Barros expuestas en Fronte¬ras y territorios federales de las pampas del Sur, al referirse al trato que reciben los criollos "azotados en el ejército, ata¬dos al palo por mandato de los jefes genízaros [...] es el esclavo de todos, y cuando sacude el yugo suele ser el bandido feroz que ejerce su venganza en la familia extranjera sin res¬petar edad ni sexo"; y también las advertencias de la prensa progresista acerca de la inhumanidad de los castigos civiles y militares: cepo colombiano, cepo de lazo, barra de grillos . . . La Pampa, de tendencia liberal y antigubernista, en 1872, en un suelto titulado "La cárcel de la Inquisición", alude a la si¬tuación de los soldados en las guarniciones de frontera con las siguientes palabras:

"Por la más leve falta, por capricho muchas veces, se tortura a un pobre preso con el horrible castigo de dieciséis horas de cepo a caballo de donde, generalmente, se saca a la víctima desmayada y tal vez inutilizada para toda su existencia; y nada sería esto aún, sino que ha habido infeliz que después de ha¬ber sufrido tan horrorosa angustia ha sido cruelmente puesto incomunicado en una pocilga de vara y media de largo por una de ancho durante once días y sin permitírsele ni cobija para poder descansar sus torturados miembros."

Y debemos ahora insistir sobre un aspecto fundamental. Entonces, a diferencia de lo que ocurre en nuestros días, la disciplina se basa exclusivamente en los castigos corporales y no en principios que hacen a ideales comunes, abstractos. En las penas corporales se tendía a irse con frecuencia a los extremos; si, por caso, el soldado desertaba o se insubordina¬ba, realidad frecuente entre los reclutas tomados por la fuerza o destinados por los jueces de paz. Y efectivamente, así fue. Aluden en la prensa porteña, en el mes de octubre de 1¡872, que había pasado por el pueblo de Chivilcoy, procedente de Santiago del Estero, un piquete de caballería de línea que iba en dirección al Fuerte General Paz, un puesto ubicado en la frontera. Acampados a cinco o seis cuadras del pueblo, infor¬man que "un día entero tuvieron a la leva sin darles de comer, habiendo ido algunos de ellos a la población durante la no¬che". Desesperados por el trato que les daban, uno de los más audaces se queja al oficial que los conducía y éste, indignado por lo que considera una falta a su autoridad, venda los ojos del quejoso y simula fusilarlo. Luego, por si fuera poco, or¬dena que lo estaqueen y le apliquen cincuenta latigazos.
Eran hechos cotidianos. Antonio del Valle, oficial de la Guardia Nacional, recuerda a comienzos del siglo, el uso del cepo en la provincia de Buenos Aires. Lo hace con las siguien¬tes palabras que recuerda haber escuchado a un juez de paz: "¡Estírenlo bien con los maniadores, ni aunque grite: no le aflojen, vamos a ver al malo!" Y agrega: "Esto, como apén¬dice de alguna modesta paliza que había dejado de cama al preso. Y por ese estilo, se aplicaba la justicia en épocas que, felizmente, ya han pasado a la historia. A machete corrido, y cepo de lazo o de campaña. Más de una vez hemos visto y presenciado estas escenas. No es que nos las hayan contado".
Por fin, tras varias décadas de intentos frustrados, se pro¬duce un cambio en lo que hace a la violencia física, al menos en la legislación. En 1880 Carlos D'Amico, entonces ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, organiza sobre nuevas bases la justicia bonaerense. Entre otras disposicio¬nes, la resolución del 8 de noviembre de 1881 constituye un importante punto de" partida. Efectivamente, prohíben el uso del cepo en las cárceles y comisarías de Buenos Aires, "resabio de épocas atrasadas". Y al mismo tiempo ordenan que sean inutilizados todos los cepos
de los juzgados de paz de la pro¬vincia de Buenos Aires: "Dentro de un mes a la fecha de este decreto, los jueces procederán a inutilizar estos instrumentos de la manera que lo crean más conveniente, y harán constar su destrucción en presencia del procurador municipal del par¬tido, del comisario y de dos vecinos, labrando acta que remitirán al Poder Ejecutivo por el Ministerio de Gobierno".6 De todas maneras, lo expuesto constituye una mínima parte de las violencias que debían desterrarse para siempre. Las medi¬das, al comienzo, tuvieron, sobre todo, una importancia teóri¬ca y aislada. Es que las autoridades y los grandes propieta¬rios miraban esas decisiones con reticencia. No todos estaban de acuerdo con la imposición de relaciones de trabajo y socia¬les de tipo capitalista.
Otro de los puntos clave para la transformación, así al menos lo creen algunos funcionarios y políticos, es la unifi¬cación del poder policial, sacando de las manos de los jueces de paz las atribuciones que hasta entonces habían ejercido. En 1880 se toma esa decisión en el ámbito de la provincia de Buenos Aires, oponiéndose a la misma el sector latifundista y de manera especial el senador Juan Ortiz de Rozas. Dos años más tarde el ministro de Gobierno informa a la Legislatura que había desaparecido aquel funcionario "con facultades om¬nímodas", caudillo en su distrito y señor de vidas y haciendas de los desposeídos. De todas maneras, en 1888 aún en mu¬chas regiones ejercen una autoridad indiscrecional y así lo reconocen los informes oficiales. (Rodríguez Molas, 1968, 458.) "No se ha conseguido aún armonizar definitivamente, hacien¬do evolucionar el criterio popular."
El desacato a la autoridad —palabra bajo la cual incluyen los intentos de defensa frente a las arbitrariedades— fue en todas las épocas, aun hoy, uno de los pretextos para vejar y someter al ser humano. Señala en 1888 el ministro de Gobier¬no de Buenos Aires que ese argumento "ha servido bien a todo aquel que quiera cohonestar su abuso, ya que no tenía la fla¬queza de declarar, si el caso era de ese jaez, que lo arrestaba por malos modales o simplemente porque tenía antojo de ha¬cerlo". En 1887 se prohíbe a las autoridades policiales detener a cualquier habitante, así se escribe, "sin la instrucción de la correspondiente información". Pero es necesario aclarar otros aspectos que hacen a esa cuestión.
Ante todo, hay que señalar que en muchos casos esa me¬dida es letra muerta. Un inmigrante italiano, propietario de grandes extensiones de tierra, al referirse a los abusos que a fines del siglo XIX cometían las autoridades policiales, escribe que "los ricachos, los hacendados, son los principales respon¬sables de todos los males que agobian la campaña argentina". (Guglieri, 1913, 72.) Y agrega a continuación: "La ley sirve de complaciente servidora al que más influya o al que más ofrez¬ca". Era otra de las violencias ejercidas por la sociedad y que se proyecta en la actualidad bajo nuevas formas y de las cua¬les todos hemos sido y somos testigos. A lo largo de las pá¬ginas que siguen aún volveremos a hablar de las causas del lento ritmo de liberación, en no pocos casos del incremento de la irracionalidad autoritaria.




V
EL FIN DEL LIBERALISMO Y EL TEMOR DE LOS QUE POSEEN (1900-1932)


Las sombras de la "belle époque"


A partir de los últimos años del siglo XIX observamos un cambio de los niveles específicos de represión y frecuentes marchas y contramarchas en las actitudes. La nueva ideolo¬gía que se construye a la sombra de las exportaciones agro¬pecuarias a Europa, al menos en sus aspectos formales, espera liberar a la sociedad de muchos lazos tradicionales y al mis¬mo tiempo impone —siempre fue así— otros más acordes con la nueva realidad económica. Es importante determinar la ruptura de todo un viejo mundo, y recordar que un mundo distinto surge del anterior, con todos sus problemas.
A nuevas realidades, nuevos sistemas de dominio. Lenta¬mente, en un proceso que no tiene fecha precisa de partida, la enajenación y la regimentación de la vida se esparcen sobre el tiempo libre de peones rurales y asalariados urbanos. De todas maneras, en las áreas ganaderas, explotadas con sis¬temas arcaicos y con el predominio del latifundio, los métodos de producción permanecen inmutables.
Señalemos un caso ilustrativo. El Código rural de San¬ta Fe, sancionado en 1901 y en vigencia durante varios años, prohíbe a los trabajadores transitar libremente por el terri¬torio de la provincia sin una autorización previa y por escrito de la autoridad más próxima a sus domicilios. En conjunto —así lo determinan las normas respectivas— esa disposición anticonstitucional (el artículo 14 de la Constitución estable¬ce la libre circulación de los habitantes por todo el espacio del país), la reiteran luego las autoridades de los territorios nacionales.
Pero lo expuesto no es todo. En los obrajes y "yerbales" de Misiones, el mensú (mensual o peón) es prácticamente un siervo de la gleba, controlado y perseguido por capataces y autoridades locales. "Es bien sabido que los castigos corpora¬les son usuales", denuncia en febrero de 1912 Ricardo Hansa desde las páginas de la revista Atlántida de David Peña. Sobre esos hechos, por otra parte, entre otros, nos informan Rafael Barret y Horacio Quiroga. El "dolor paraguayo" y también el argentino.
A pesar de las disposiciones liberadoras ya aludidas, el ejército es con frecuencia motivo de atención debido al mal trato que oficiales y personal subalterno dan a los soldados. En 1894, en el periódico bonaerense La Tribuna, denuncian el uso del grillete en los cuarteles del país para inmovilizar a los soldados que cumplen algún castigo (aun en 1983 se de¬nuncia el estaqueamiento de conscriptos) y aluden a la condi¬ción autoritaria del verticalismo militar. He aquí parte del comentario:

"Antes, muchos años atrás, cuando el ejército reclutaba su personal de tropa vaciando las cárceles en los batallones, cuan¬do las estacas y las carreras de baqueta, el cepo colombiano y las ataduras de palo eran castigos explicables y necesarios si se quiere en la milicia de línea, el grillete como corrección para bandidos [...] Siendo presidente de la República el ge¬neral Julio A. Roca, proscribe los castigos corporales, y los proscribió no por un exceso, de sentimentalismo personal sino convencido de que la milicia manejada a palos, movida a pun¬tapiés, afrentada en el cepo y despedazada en las estacas no era la entidad moral en cuyas manos la nación ponía para su custodia la bandera que representaba la gloria inmaculada de la patria. Siendo presidente de la República hoy el doc¬tor Luis Sáenz Peña y ministro de la Guerra el general Luis María Campos, cuadra y hasta se impone un decreto que rati¬fique lo anterior y que prohíba como deprimente y vergonzosa la aplicación del grillete."

Hechos similares vuelven a mencionarse en 1896. Efecti¬vamente, entonces la acusación parte del diario La Prensa al informar que un oficial del batallón 11 de línea, con asiento en la ciudad de Buenos Aires, había aplicado fuertes golpes con una vara a un soldado, causándole heridas de gravedad. Días más tarde, el 9 de septiembre, el diputado nacional Fran¬cisco Barroetaveña presenta el problema en el Congreso. In¬flexible en su deseo de hacer justicia, solicita la presencia del ministro de Guerra, ingeniero Guillermo Villanueva. Aceptada la interpelación, dos semanas más tarde, precisamente el 22 de septiembre, el funcionario concurre a la Cámara y escucha la acusación. Barroetaveña, que había estado detenido poco an-tes por razones políticas en una nave de la Armada, aprovecha la ocasión para denunciar la condición de los marineros, los castigos, torturas y violencias de que fue testigo. Nos parece, en verdad, estar escuchando el relato de hechos ocurridos dos siglos antes. Clama, entonces:

"He podido contemplar ciertos castigos verdaderamente atroces, inquisitoriales, que se aplican en la escuadra. He pre¬senciado esto: por la simple sospecha de que un muchacho que figuraba como marinero hubiese hurtado algún dinero a uno de los presos políticos que estábamos en el barco, fue sometido a un suplicio, cuya denominación en la Marina he olvidado, pero que en el hecho resulta una semihorca. Es un aparato que no asfixia completamente al individuo, pero que lo mantiene suspendido del pescuezo, pisando apenas con la punta de los pies.
"Estuvo el muchacho en este suplicio tres días y tres no¬ches: todos los presos lo contemplamos con nuestros propios ojos, repito. Sólo se le bajaba de la semihorca cuando se des¬mayaba. Los pedidos de humanidad fueron inútiles.
"A los tres días, el médico declaró que la vida peligraría si el suplicio continuaba; y recién entonces fue mandado, creo, al hospital, con el cuello semidislocado. El suplicio fue por una simple sospecha. Después se supo que el ladrón había sido otro marinero. En la escuadra hay otro castigo, que, me parece, es llamado zambullón y que consiste en hacer pasar de un lado a otro del barco, por debajo de la quilla, a un hombre atado de pies y manos. Pocos resisten los zambullo¬nes; los más mueren asfixiados. Suelen aplicarse allí castigos crueles, los azotes, la barra, varias especies de tormentos pros¬criptos por la Constitución y que no deben mantenerse un día más por respeto a la ley, por humanidad, por civilización."

Seguramente, lo anterior es una mínima parte de lo que ocurre en las fuerzas armadas. El espíritu militar de ciega obediencia, de "subordinación absoluta", se conforma lenta¬mente amparado por las normas tradicionales y de manera especial por otras más recientes importadas de Alemania. Recordemos que en 1899 el ejército contrata oficiales de ese origen para desempeñarse como instructores y adopta paralelamente reglamentos y principios que establecen con más irracionalidad que los anteriores la obediencia ciega, acen¬tuándose el verticalismo. El hombre, ahora de manera espe¬cial, pasa a ser un engranaje de la máquina destinada a des¬truir a un presunto enemigo. Se suprime y se desprecia la razón individual, la autodeterminación del ser humano. Nos encontramos ya con el militarismo, el uso de la violencia que Walter Benjamín define como el medio para fines jurídicos. "El militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines del Estado." (Benjamin, 1971, 180.)
El resultado de todas esas acciones, no deja ninguna duda. En 1902 se establece el servicio militar obligatorio a todos los ciudadanos del país. Y al año siguiente, en la Cámara de Dipu¬tados de la Nación, el general Alberto Capdevila define a los hombres bajo bandera como engranajes de una máquina auto¬ritaria. (Rodríguez Molas, 1983.) Dice lo siguiente:

"Porque el ciudadano, muchas veces analfabeto, que se incorpora a un cuerpo del ejército, en virtud de esa ley de servicio, militar obligatorio vigente, menos que por su volun¬tad, por temor al castigo que la ley comporta, completamente extraño al ambiente del cuartel, refractario al uniforme que lo embaraza y a la disciplina que lo inhibe y lo comprime, no tiene las aptitudes morales que el servicio militar exige."

Y sostiene más adelante, en ese orden de consideraciones, la necesidad de proseguir con la más irracional de las depen¬dencias: la muerte de la individualidad creadora. He aquí sus palabras: '

"A ese recluta que proviene de un pueblo, todavía sin la suficiente disciplina social, de un hogar de reciente formación, tiene el oficial subalterno que inculcarle, ante todo, la subor¬dinación absoluta; es decir, la abdicación de su personalidad, tanto más difícil en estas sociedades democráticas, donde todo tiende a desenvolver, no sólo el sentimiento de la dignidad, sino del mérito personal, de la altivez, de la independencia, de la superioridad del hombre que en el ejército desaparece, para confundirse en las filas como un número y ahogar su alma colectiva que debe sólo obedecer en silencio."
Pero no era suficiente. Señala entonces la esencia de ese aniquilamiento de la personalidad, cuya intención destaca con los siguientes términos, esencia del militarismo de todos los tiempos:

"Se obedece en todos los grados y la obediencia va hasta la muerte: y practicando esa obediencia no se discute jamás, es como se llega al comando superior, que no se deja discutir. Así se explica la disciplina militar y se comprende toda la grandeza de esa noble servidumbre que consiste en obedecer a una voluntad extraña, no porque emana de una persona, sino porque se ejerce en nombre de la ley y del interés superior que representa."

En sustancia, pues, el hecho de definir como "noble ser¬vidumbre" al servicio militar, la ciega obediencia, califica y señala la condición autoritaria que están racionalizando. Una "educación para la muerte", el deseo de mecanizar y esclavi¬zar a los soldados. Descontada la realidad de esos hechos, característicos de un ámbito que poco a poco expande su po¬der, al analizar la situación de la sociedad a comienzos del siglo XX, la actitud de los trabajadores adquiere entonces una importancia fundamental. Como señaláramos en otra ocasión, el mantenimiento del equilibrio social de los años anteriores, es decir el proveniente de la acción coordenadora de las creencias tradicionales a las que nos referimos en el primer capítulo, sufre cambios bruscos. "Fue a partir de 1902 —año en que se declaró la primera huelga general— cuando la agi¬tación obrera se incrementó", observa José Panettieri en Los trabajadores. (Panettieri, 1982.)
Ahora bien, no cabe ninguna duda de que en la Argentina, y paralelamente al aumento de las exportaciones agropecua¬rias posterior a 1880, la creciente importancia de los sindica¬tos socialistas y anarquistas y el temor a la huelga determinan una respuesta de violencia del Estado para detener un aluvión que aumenta día a día. Entonces, podemos observar en las discusiones de las cámaras del Congreso (las alusiones a la influencia de las ideas foráneas es permanente), y en el perio¬dismo, se vivifica el pensamiento conservador como corriente autónoma de la corriente liberal. "El conservadurismo "—escribe Mannheim refiriéndose a la realidad europea— no que¬ría simplemente 'algo distinto' de sus adversarios liberales, quería 'pensarlo' de otro modo."
Pues bien, en 1902, después de varios intentos, Miguel Cañé obtiene la sanción de su proyecto ("Ley de Residencia") que autoriza al Estado a expulsar del país a todo extranjero cuya conducta se considere peligrosa para la seguridad o el orden público. (Sánchez Viamonte, 1956.) Paralelamente, y por razones que hacen a la lucha obrera, imponen el estado de sitio, manteniéndose esa situación hasta comienzos de 1903. Luego, en varias ocasiones, habría de reiterarse. Criterios y actitudes que estarán vigentes, salvo contadas excepciones, hasta fines de 1983.
A este respecto, el de la represión, resulta bastante expre¬sivo y revelador el hecho de que por entonces organicen en Buenos Aires la denominada "Brigada de Orden Social", de¬pendiente de la policía de la ciudad de Buenos Aires, origen de otras instituciones similares. Con lo anterior, se asocia el hecho del incremento presupuestario destinado a las fuerzas policiales de todo el país, el cual alcanza en algunas provin¬cias a la mitad de las rentas disponibles.
Los signos que podían observarse por doquier no admi¬ten duda. Federico A. Gutiérrez, oficial de la policía de la ciudad de Buenos Aires, expulsado de la institución en 1906, a causa de su militancia social, redactor del periódico anar-quista La Protesta y autor de un extenso relato sobre las acti¬vidades represivas, menciona los abusos y las incomodidades de los trabajadores detenidos en las cárceles. (Gutiérrez, 1923.) En ningún caso, debemos reconocerlo, menciona la existen¬cia de torturas físicas. Más adelante, a partir de 1909, vendrán los ataques a mansalva a las manifestaciones proletarias y los asesinatos de los trabajadores.
La represión va en aumento. Nos limitamos, como prueba de lo expuesto, a recordar el testimonio de un dirigente socialista de esos momentos, el médico Enrique Dickmann. En Tiempos heroicos, apuntes biográficos dados a conocer en 1924, recuerda los trágicos días de 1909 en Buenos Aires. En efecto, relata el ataque policial a la manifestación obrera de Plaza Lorea. "A pocos pasos de aquella asamblea —escri¬be— había apostada una formidable fuerza policial. Cien sol¬dados de la guardia de seguridad, montados en cabalgaduras, armados de sable y revólver, tenían aspecto y expresión im¬perturbable y firme, cual la máscara de la fatalidad. Otros tantos agentes de policía a pie. Algo más lejos, el jefe de po¬licía, coronel Falcón, en persona y su estado mayor contem¬plaban aquella reunión singular". Y agrega más adelante, des¬pués de aludir a la exposición de un orador:

"La columna de pueblo se puso en marcha por la Avenida de Mayo hacia el oeste, con una bandera roja a la cabeza, sin música y sin cantos, solemne y muda como el destino. Detrás de ella se movió el escuadrón de la muerte. Yo me dirigí por la misma avenida hacia el este para reunirme a la manifestación socialista. Apenas había andado un centenar de pasos cuando fui sorprendido por el ruido de una descarga cerrada y un grito de horror y de espanto de la muchedum¬bre que huía en desbandada [...] El espectáculo que se desa¬rrolló ante mi vista era horrendo. Cien soldados de a caballo descargaban a mansalva sus revólveres sobre una muchedum¬bre enloquecida por el pánico... sobre el pavimento de la avenida, quedó, entre charcos de sangre humana, un tendal de ocho muertos y cuarenta heridos."

Sin entrar en los detalles menores de los acontecimientos, recordemos, inserta en ese proceso general, la violencia desa¬tada en 1919 en Buenos Aires contra los obreros en huelga, los fusilamientos en la Patagonia en 1920-1922 —se calcula que fueron fusilados mil obreros y peones—, la violenta re¬presión de las bandas armadas de La Forestal en sus estable¬cimientos del Chaco y Santa Fe. La actividad, en fin, de los grupos parapoliciales creados por Manuel Caries (Liga Patrió¬tica Argentina) —un antecedente de la tristemente célebre A.A.A. de José López Rega— para perseguir las expresiones del movimiento obrero, una realidad que cada día obsesiona más a los sectores conservadores del país. Durante la semana trágica se golpeó y lastimó a los huelguistas detenidos. Lo in¬forma la Revista de Derecho, Historia y Letras dirigida por Estanislao Zeballos (tomo LXII, 1919, 279); por cierto, una publicación que de ninguna manera simpatiza con el movi¬miento sindical. Se escribe lo que sigue:
"Allí (casa central de la policía) y en las comisarías se había desencadenado un ambiente de violencia que parece comprobado. Afirman numerosos testigos que en el Departa¬mento se daban palizas y aun se llegó a herir a hombres cali¬ficados de ácratas, algunos de los cuales eran inocentes y ha¬bían sido tomados en la confusión, por error."
Esto en cuanto a la ciudad de Buenos Aires. Hemos men¬cionado a las fuerzas armadas propias de La Forestal. Se las conocía con el nombre de "gendarmería volante" y sus miem¬bros eran reclutados entre la escoria de las cárceles de la República de Paraguay y de la provincia de Corrientes. Entre los años 1919 y 1921 cometen decenas de asesinatos y torturan a los obrajeros de los montes chaqueños que luchan por obte¬ner en ese infierno mejores condiciones laborales. Se ensa¬ñan de manera especial con los de Villa Guillermina y Villa Ana. Ángel Borda, un valiente militante anarquista y afiliado a la F.O.R.A., alude, en un testimonio que reproduce Gastón Gori, a esa fuerza de choque pagada por la empresa. He aquí parte del relato del sindicalista:

"En las huelgas que se desarrollaron con suerte varia en¬tre 1919 y 1920 y la conocida como 'huelga grande', de 1921, la empresa introdujo una fuerza de choque que fue adquirien¬do extensión y envergadura, con su secuela sangrienta de crí¬menes, incendios y violaciones, que asoló la región creando un clima de terror. Todo ello constituye una de las páginas más repudiables y vergonzosas, para la empresa que implantó ese terror como sistema de sometimiento y cometió toda suerte de atrocidades y para nuestros gobernantes que toleraron, a sabiendas, un tratamiento inhumano y degradante a compa¬triotas cuyo único delito consistía en reclamar elementales condiciones de vida y de trabajo." (Gori, 1965, 249.)

Con la fuerza de las armas y las violaciones, se impone el terror colectivo. Inspirados esos asesinos en las ideas de la Liga Patriótica Argentina, colocaban sobre el sombrero de cowboy que los identificaba una escarapela con los colores nacionales. Se recuerda, entre otros de sus miembros, al sar¬gento Varóla, torturador de obreros, y a los hermanos Miño, criminales comunes. La "gendarmería volante" de La Forestal, señala Gori, estaba armada con máuser, winchester y facón, y su función era reprimir a los huelguistas y defender los bie-nes de los obrajes, superponiéndose a las funciones normales de la policía oficial.


Las mudanzas del tiempo: el dominio organizado y la violencia posterior a 1930


La escena y los métodos cambian. No cabe duda: a partir del golpe militar de Uriburu del 6 de septiembre de 1930 pasa a un primer plano la violencia física. El Nuevo Mundo no era —nunca lo fue desde 1492— una tierra ajena a los intereses y a las ideas de Europa. Siempre, en mayor o menor grado, se extienden sobre él las luces y las sombras del Viejo Mundo. Las sombras, por ejemplo, de La Nueva República, revista inspirada en los dictadores Primo de Rivera y Mussolini, que sostenía la necesidad de imponer en el país un gobierno fuerte capaz de garantizar el orden y la jerarquía más vertical. Ha¬cia 1930 sus redactores, observa Marysa Navarro Gerassi, nun¬ca habían propiciado abiertamente el corporativismo (1968, 46). Y precisamente, recuerda Perón en sus memorias acerca de la actividad que le cupo en los preparativos del golpe, La Nueva República se mandaba como propaganda a todos los oficiales del ejército. Y precisamente esa realidad nos con-duce a otra afirmación: a partir de entonces se instala en el país la represión sistemática.
En 1934, un año después del ascenso de Hitler al poder, el derechista Carlos Ibarguren, en La inquietud de esta hora, proclama las ventajas de adoptarse en el país un sistema na¬cional-socialista: "que asegure una paz más firme, una mejor justicia y un mayor bienestar entre los hombres".
Sin duda, esa concepción laudatoria del fascismo y del nazismo nos conduce directamente a realidades del pasado más reciente. Palabras e ideas similares da a conocer ese mis¬mo año Manuel Gálvez, militante católico de la derecha y novelista de éxito:

"Hace falta una mano de hierro, que ejerza la más severa censura en el teatro y en el cinematógrafo, en la radio y en el libro. Hace falta una mano de hierro que suprima la afición a la desnudez pagana que corrompe a las mujeres, emporca el periodismo y difunde en todos los rincones la inmoralidad. Hace falta una mano de hierro, como la de Mussolini, como la de Hitler, como la de Dollfuss [...] que salve a la familia cristiana y a la moral. Yo no apruebo las persecuciones reali¬zadas por los nazis, pero me entusiasman aquellos campos de concentración en donde millares de jóvenes aprenden la vida austera [...] Creo que un régimen fascista o algo que se le parezca, podrá dar resultado." (Gálvez, 1934.)

Es conocida la influencia importante de Mussolini en un amplio sector del nacionalismo argentino de comienzos, y aun antes, de la década que se inicia en 1930, aunque la mayor parte de los ultras de derecha ya habían bebido en las fuen¬tes francesas, Charles Maurras (1868-1952) y Maurice Barres (1862-1923). Estos teóricos de la derecha formularon por pri¬mera vez los principios del nacionalismo integral, idea que rechazaba el liberalismo humanitario y progresista de la Ilus¬tración. Y lo hacen, observa Hans Kohn, en favor de la acción rápida y decisiva y por considerar esa posición, la de la Ilustra¬ción, opuesta al desarrollo de la nacionalidad. (Kohn, 1966.)
En lo que respecta a los intereses del país, afirma Mau¬rras, los mismos están sobre todo otro presupuesto y debe combatirse la deliberación y el compromiso social y político. Desde ese punto de vista, una ruptura con los principios de fines del siglo XVIII y comienzos del siguiente, las derechas, aquí y en el Viejo Mundo, ponen el acento en la autoridad y el verticalismo, en la absoluta precedencia de la comunidad nacional sobre el individuo. "Primero la patria, luego el par¬tido y después los hombres", constituye un postulado político muy conocido.
Pero no es todo. Por esos y otros principios que compar¬ten en mayor o menor grado autoritarismos y totalitarismo de izquierda y derecha en defensa de la nación y de la "cultura nacional", todo está permitido: persecución, cárcel, tortura, asesinato y degradación de los opositores pasivos o activos del sistema.
A ello se suma la esperanza en el líder carismático y pro¬videncial, Duce, Führer, Caudillo, que salvaría el país del im¬perialismo internacional, del marxismo, de la burguesía, de todos los males, imponiendo el orden jerarquizado y el nacionalismo. Por otra parte, atacan como caduco al viejo orden burgués y al liberalismo con un lenguaje peculiar y caracte¬rístico que se repite en ámbitos distantes en el tiempo y en el espacio. Constituyen, sin duda, principios que sirven de co¬mún denominador a todos los ultras.
Proseguimos. Gálvez, en el texto mencionado, expone todo con claridad. Ahora bien, debemos recordar aquí un princi¬pio ya señalado por otros en relación al alcance y al sentido que puede tener la crítica a opiniones similares a la del
novelista de Nacha Regules. Se ha dicho que una situación irracio¬nal siempre escapa a la función de la razón. Sólo — ¿qué duda cabe?— es posible combatirla con un análisis apasionado. Años antes, precisamente en diciembre de 1924, en Perú y con motivo del centenario de la batalla de Ayacucho, el poeta Leopoldo Lugones pronuncia un extenso discurso que se co¬noce como "la hora de la espada". En presencia del general Justo, ministro de Guerra del presidente argentino Alvear, hace el elogio del ejército y sostiene la necesidad de la fuerza para imponer el orden, "la hora de la espada". Y agrega: "Sólo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior que es belleza, esperanza y fuerza". La estética de la muerte.
Pero es necesario detenernos ahora en el general Uriburu. Proveniente de una familia tradicional de la provincia de Salta, está emparentado con los Anchorena, Patrón Costa y Álvarez de Arenales, entre otros. Sobrino de un presidente, José Eva¬risto Uriburu, casa con Aurelia Madero, acaudalada heredera del constructor del puerto de Buenos Aires. Egresa del Cole¬gio Militar y, tiempo más tarde, estudia en Alemania las téc¬nicas militares de ese país. A su regreso, impone la irraciona-lidad y el verticalismo prusiano en el ejército argentino, una tendencia, insistimos, que venía observándose ya algunos años antes. (White, 1982). Profesor y director de la Escuela Supe¬rior de Guerra, en varias ocasiones manifiesta la admiración que siente por las teorías y la disciplina de los herederos de von Clausewitz (Von Uriburu denominan al dictador debido a su admiración por el ejército alemán), contrarrevolucionario y teórico de la muerte cuyos libros se analizan y estudian en los institutos militares. La prueba, entre otras, de lo antes ex¬puesto la encontramos en la nómina de las ediciones de la Bi¬blioteca del Oficial de los años previos a 1930, una tendencia que se incrementa a partir de entonces. Imprimen, por caso, La nación en armas del barón von der Goltz y una biografía de Federico el Grande por el mariscal conde de Schlieffe. Pero no es todo. De los seis jefes del Estado Mayor que revistan a partir de 1910, cuatro se habían perfeccionado en Alemania.
Ahora bien, una exposición de las características y vicisi¬tudes de la dictadura tendrá que ser sumaria, ya sea por falta de espacio, ya sea porque no existen hasta hoy.—tal vez con la excepción del conocido libro de Alain Rouquié—, obras sis-temáticas sobre las tendencias y acciones autoritarias y su proyección en la sociedad.* De todas maneras, así fue siempre, insertas en la competencia entre los intereses y la violencia, las representaciones represivas se convierten en tortura al per¬der el sistema su base tradicional de sustentación, en algunos casos al no estar afianzadas.
Como es sabido, los conflictos de una sociedad de clases contribuyeron en los siglos XIX y XX a agudizar los enfrentamientos y prevenciones. Hemos señalado que en la Argentina, esa realidad comienza a tener vigencia, aproximadamente, a partir del año 1900. Tres décadas más tarde, precisamente el 7 de diciembre de 1932, señalaría el diputado conservador José María Bustillo, al salir en defensa de los grupos parapoliciales que enfrentaban con violencia las manifestaciones obreras, opiniones que definen a su sector. Para él toda la culpa de los males del país se debe a la acción del partido socialista, "re¬presentante —son sus palabras— de la clase que está más cerca de los extranjeros". Quince años más tarde, mutatis mutandis, el populismo invierte los papeles. Bustillo, añorando los viejos tiempos, agrega:

"La historia demuestra que la lucha entre los partidos tradicionales argentinos ha sido intensa y que algunas veces se han confundido en un abrazo después de los comicios. Par¬tidos, por ejemplo, como el de Mitre y de Alsina, que se com¬batían en forma agria, estaban dispuestos al día siguiente a pactar, a pensar en común en los intereses generales del país.
Pero desde que aparece el Partido Socialista en escena, apa¬rece el odio; la forma enconada en que se establece la lucha se debe pura y exclusivamente a la acción del Partido Socialista, que no ha querido reconocer jamás nuestras buenas obras ni los propósitos sanos que hemos tenido de servir al país en la forma que nos ha parecido mejor."

Si hubiésemos de relatar todos los episodios de violencia que tienen lugar a partir del 6 de septiembre de 1930, tendría¬mos que llenar muchas páginas. Nos limitamos, pues, una vez más, a la enunciación de los casos más significativos. Ahora bien, es innegable que entonces la fuerza, como siempre, no es la única violencia vigente para someter al pueblo. Con plena conciencia perfeccionan otras más sutiles, psicológicas, tenien¬do como intermediarios a los denominados "canales de comu¬nicación de masas" —radiofonía, periodismo amarillo, revis¬tas— y los espectáculos "deportivos", realidades que facilitan el control y la planificación del ocio. Un control, por cierto, que canaliza en favor del Estado la coordinación y el destino de los hombres.
Pero no es todo. Perfeccionan, asimismo, los medios que permiten inducir y transformar los antagonismos internos en agresión externa, y determinan así la corriente de aspiraciones comunes que facilita la supremacía y el dominio; una situa¬ción, por otra parte, que reproduce características observadas en el siglo XVII español. Un caso límite de lo expuesto se ob¬serva en Buenos Aires, entre los meses de abril y junio de 1982, con motivo de la guerra de las Malvinas. Manifestacio¬nes colectivas en la Plaza de Mayo, represión policial, chau¬vinismo extremo contra todo lo extranjero, nacionalismo agre¬sivo. Conservadores y comunistas se dieron la mano, asocia¬dos en apoyo de la aventura del autoritarismo militar. "En realidad —escribe Wilhelm Reich—, todo orden social produce en las masas que lo forman las estructuras necesarias para alcanzar sus fines principales. Sin estas estructuras psicológi¬cas de masas, la guerra sería imposible." (1980, 53.)
Otra de las características observadas a partir de 1930, sus antecedentes se remontan al pensamiento católico de la década de 1880, la encontramos en el repudio al liberalismo por parte de los conservadores y la derecha extrema. Adorno, en la investigación realizada en Estados Unidos sobre La personalidad autoritaria, define esas expresiones y otras de ca¬rácter fascista, de seudoconservadoras, muchas veces reem¬plazadas con las palabras seudoliberales y seudoprogresistas (Adorno, 1965). Tratan en todos los casos de contrarrestar las ideas progresistas con el repudio del pensamiento político li¬beral y el establecimiento de una
planificación que imponga el espíritu, en una acción similar a la observada durante el nazismo, de "superioridad nacional".
Por otra parte, se ha señalado, la persistencia del nacio¬nal-socialismo en grupos que se manifiestan democráticos es potencialmente más peligrosa que las tendencias fascistas bien definidas contra la democracia. No es ignorado el hecho de que el fascismo adquiere en el tiempo nuevas formas de ex¬presión sociocentristas. Insisten en expresar que todo lo forá¬neo debe prohibirse. Se nos ha recordado que los retrógrados y pobres de espíritu, siempre combaten como "extranjeras" las cosas e ideas que escapan a su comprensión o intereses, y Lo hacen con el fin de "proteger" a la nación de "influencias" extrañas que pongan en tela de juicio las ideas tradicionales. Otros, por cierto, "no lo saben, pero lo hacen". Creen, negando la historia, que deben preservar los "estilos de vida" del país; la propuesta agresiva y sociocentrista que siempre renace en situaciones críticas. En 1939, en Alemania, condenan a muerte o prisión a cualquier ciudadano de ese país que sintonice emi¬soras del exterior, ampliándose, tiempo después, la disposi¬ción a todos los que escuchasen música de compositores ex¬tranjeros.
Aclarado lo anterior, proseguimos con el análisis de la situación del país en relación con la tortura y otras violen¬cias. Pues bien, como consecuencia de las acciones totalita¬rias puestas en vigencia con posterioridad al 6 de septiembre de 1930, surgen voces de rebeldía, no pocas veces violentas, que parten de obreros,'estudiantes, militantes políticos, y aun de miembros del ejército. En febrero de 1931 torturan en los sótanos de la Penitenciaría, en Buenos Aires, a presos sociales y a opositores al régimen. "Por primera vez en la historia na¬cional —acusa el ex presidente Marcelo T. de Alvear antes de partir al destierro— se oye hablar de espantosas torturas me¬dievales aplicadas con entonación tenebrosa". Nos encontra¬mos ya en plenitud con la "hora de la espada" de Leopoldo Lugones padre. Pues bien, de acuerdo con esa perspectiva, comienza en¬tonces a "racionalizarse" un proceso de reacción desarrollado a través de varios cauces y que abarca a los grupos de poder y al pueblo. Y también comienza la tortura, una tortura revitalizada. De la barbarie conocemos las declaraciones de los afectados, las denuncias expuestas a través de la prensa ex¬tranjera y la acción de algunos legisladores, los menos, a par-tir de enero de 1932
El 28 de marzo de ese año, en el transcurso de la segunda reunión extraordinaria de la Cámara de Senadores de la Na¬ción, el líder socialista Alfredo Palacios, da a conocer ante sus pares las pruebas de la tortura, una extensa y documentada exposición que altera los ánimos de la extrema derecha, de manera especial a Sánchez Sorondo.1 En el Parlamento, es la única voz acusadora que se levanta, y su crítica aguda llega por momentos al centro de una sociedad enferma y con temor. Las víctimas de la barbarie, observa Palacios, son todos que¬rellantes de la justicia amparados por el abogado José Peco. Sánchez Sorondo, hasta mediados de 1931 ministro del In¬terior y consejero de Uriburu, niega los cargos. Recurre enton¬ces el senador denunciante a documentos precisos.
Descontado el testimonio bajo juramento de los tortura¬dos, expone las pruebas de las cuales tienen mayor fuerza las que provienen de dos oficiales del ejército, uriburistas y testi¬gos de las violencias. Y agrega: "Los empleados, los guardia¬nes, los inspectores de vigilancia, los oficiales del destacamento del Regimiento 2° de Infantería, que se encuentran to¬davía en sus puestos, revolucionarios todos, declaran indig¬nados que han comprobado en la Penitenciaría las torturas que se realizaban".
Uno de los oficiales del Regimiento 2° de Infantería tes¬timonia por escrito las torturas expuestas a los presos sociales y políticos. He aquí parte de lo expuesto por el teniente pri¬mero Adolfo López, encargado de la guardia de la Penitenciaría de la calle Las Heras: "Desgraciadamente lo que he presencia¬do y lo que he oído durante los días inciertos de 1931, me han demostrado que estamos frente a la más honda perturbación de los sentimientos y a la dolorosa comprobación de perversiones morales, que si cundieran en el ejército serían de con¬secuencias irreparables".
Y luego de otras consideraciones, agrega en referencia al sitio de las torturas y a los encargados de realizarlas:

"Allí se me enseñó un aparato que según se me dijo había servido para torcer los testículos de los torturados; una pren¬sa que se utilizaba para apretar los dedos; un cinturón de cuero con el que se hacía presión en el cuerpo y al que lla¬maban camisa de fuerza, etcétera ... Confieso que la compro¬bación de lo que creí fuera un rumor sin fundamento me in¬dignó tan profundamente que sentí repugnancia [...] Regresé al cuartel y puse en conocimiento de mi jefe el teniente coronel Santos V. Rossi lo que había visto, agregando que la tropa estaba enterada de todo, porque los agentes de investigaciones a las órdenes del comisario Vaccaro se jactaban de los tor¬mentos y explicaban a los conscriptos cómo se aplicaban. Yo expresé mi descontento, lo mismo que muchos otros oficiales. Estas expresiones mías y de otros camaradas llegaron a cono¬cimiento del teniente coronel Molina, quien por intermedio del teniente coronel Rossi me manifestó su desagrado."

Nos encontramos frente al testimonio de un joven oficial a quien, es posible, el sentido de obediencia vertical y el auto¬ritarismo no habían podido deformar su pensamiento. No ol¬videmos que el país ingresaba en el infierno dictatorial des¬pués de tres lustros de gobiernos elegidos por la voluntad popular, y también con la presencia activa de un movimiento sindica] consciente de los derechos humanos y de la condición de la clase trabajadora. A pesar de las opiniones conformadas a la sombra de las doctrinas tradicionales y de otras que llegan de Europa, no todos los oficiales estaban contaminados por las ideas fascistas o integristas, proceso que ha de generali¬zarse en los años siguientes bajo otras condiciones sociales y económicas. El dogmatismo previo a 1930 se ha de incremen¬tar en varias líneas de pensamiento que abarcan desde la jerarquización aristocratizante y ultramontana al populismo nacionalista.
Pues bien, basándonos en la documentación parlamentaria y en otros testimonios, la nómina de los torturados es extensa y abarca a obreros, estudiantes, militares opositores al régimen, políticos. En ningún caso, así lo determinan las investi¬gaciones realizadas, buscan la muerte de las víctimas. Tratan de aniquilar la voluntad, averiguar el nombre de los oposito¬res más decididos, imponer el terror a todos. De acuerdo con la denuncia de los testigos, el artífice de la maquinaria re¬presiva que se establece, entre otros, fue Leopoldo Lugones hijo, jefe de Orden Político, asistido por sus ayudantes, miem¬bros de la policía de la ciudad de Buenos Aires. Se observa en el Congreso que a las sesiones de tortura asistían el ministro del Interior Sánchez Sorondo y el coronel Juan Bautista Mo-lina, partidario del régimen de Uriburu. Es el momento de recordar que éste, años más tarde, sería el líder de la Alianza de la Juventud Nacionalista, grupo de derecha creado en 1937 por Juan Queraltó, quien luego, observa Juan José Sebreli, colaboraría con Juan Domingo Perón.
En la acción represiva y en la aplicación de los tormentos colaboran, asimismo, el ex diputado conservador Alberto Viñas, director de la Penitenciaría, el subprefecto David Uriburu, el comisario inspector Vaccaro y el jefe del penal, Raúl Ambrós. El oficial del ejército opositor al régimen, Gerardo Valotta, vio¬lentamente torturado, refiere bajo juramento las infamias que debió soportar en la Penitenciaría. Recuerda entonces: "Estaba mi cuerpo atado por un piolín grueso y fuerte, que pasando por abajo de mis piernas, por la cintura, por el pecho, por la gar¬ganta y por la frente, como un lazo, me unía los brazos por detrás de la silla a un extremo corredizo. Tirado por éste, im¬primían a voluntad tensión a las ligaduras".
Conocemos otros nombres de las víctimas: Emir y Amílcar Mercader, el general Baldassarre, los anarquista Di Giovanni y Scarfó (fusilados luego de sufrir castigos inauditos), Eduardo Bedoya, decenas, en fin, de anónimos obreros y mi¬litantes sociales. A Cristóbal Bianchi, socialista, le fracturaron a golpes dos costillas. El estudiante platense de ingeniería Nés¬tor Jaúregui acusa de manera directa a Leopoldo Lugones hijo, cuya actitud expone:

"La orden del señor Leopoldo Lugones fue la siguien¬te: Ya saben, si dentro de cinco minutos no cantan, pro¬cedan como siempre, y a mí me dijo amablemente que de ahí iba, como todos, directamente al hospital. Se retiró, por¬que según oímos después de su boca, Schelotto, Luinazzi y yo, él no era capaz de torturar, pero —y aquí el énfasis— es muy capaz de mandar a torturar."

Una actitud, sin duda, similar a la observada con los castigos que en el siglo XVI ordenan aplicar los sacerdotes a los indígenas, y a la de Hernandarias de Saavedra a comien¬zos del siguiente. Un déspota, decíamos, que no se anima a encarar frente a frente a la víctima.
Y ahora nos corresponde señalar algunos aspectos de los métodos de tortura utilizados a comienzos de la década de 1930. Aún, es necesario recordarlo, no se conoce la picana eléctrica, método que recién aparece tres o cuatro años más tarde. Los siguientes, entre otros, son los sistemas "técnicos" de la barbarie psicopática de los renovadores inquisitoriales:
a) La silla ("se ataba al preso a un silla de hierro, se lo ama¬rraba fuertemente y ya inmovilizado en esa forma se lo casti¬gaba a puntapiés, o a trompadas o cachiporrazos, a gomazos");
b) el tacho, invención de Lugones ("bruscamente se elevaba al atormentado, haciéndolo caer, completamente atado y de bruces, en un tacho inmundo, repleto de agua y de las asque¬rosas bazofias [...] y después de un nuevo interrogatorio y de otros golpes de puño, de cachiporras o de puntapiés, se le sumergía por segunda o tercera vez en ese dantesco recipien¬te"); c) los tacos ("se colocaban contra los riñones cuando el torturado era atado a la silla [...] iban penetrando poco a poco en la carne del atormentado y el suplicio se tornaba horrible"); d) las prensas ("prensa para apretar las manos o una prensa mayor para martirizar el cuerpo íntegro .[...]
las largas maderas estaban unidas por una especie de bisagra en uno de los extremos y en el otro por un tornillo sinfín, que se iba apretando ante cada negativa a declarar y hasta que el torturado se desmayara"); e) la tenaza sacalengua ("tenazas de madera, con la que se tiraba de la lengua a los detenidos y que sirvió para martirizar los senos de dos distinguidas seño¬ritas"); f) el serrucho ("consistía en serrucharle el cuerpo desnudo, mediante una fuerte soga de cáñamo"); g) el trián¬gulo ("consistió en tener en un estrecho y húmedo calabozo, completamente desnudo, al detenido, mientras se anegaba cada cuatro o cinco horas el calabozo a fuerza de baldes de agua"); h) las agujas caldeadas al rojo ("se utilizó contra el obrero Bacaioca [...] se le traspasaron con agujas al rojo las partes genitales"); i) el papel de lija y aguarrás ("se les raspaba el pe¬cho con papel de lija y se les rociaba con alcohol y aguarrás").2
Es indudable que al término del relato, tengamos repug¬nancia e indignación. Pero hay otros aspectos tan importantes y atroces como los anteriores y que los sistemas represivos posteriores perfeccionan: incomunicación del preso, aislamien-to e ignorancia de la situación legal. El espectáculo de la dig¬nidad del hombre, abandonado y en debilidad ante los opre¬sores, sin esperanza, es tan destructor como la máquina de la violencia irracional que lo somete a tortura.
También se tortura fuera de la Capital: en Bragado, San Justo y Avellaneda. En la mayor parte de los casos las víc¬timas son trabajadores socialistas y libertarios. En agosto de 1931, en Bragado, sufren la represión policial varios obreros acusados de querer poner en práctica un plan terrorista. Ba¬sándonos en los informes judiciales y en las pericias médicas, la brutalidad de la policía llega a límites extremos.3 Los acusan de estar en connivencia con los radicales del partido de 25 de Mayo y de fabricar bombas con el fin de alterar el orden pú¬blico. Golpes de puño, amenazas de muerte, aislamiento. Pas¬cual Vuotto, una de las víctimas, declara ante la justicia los sufrimientos padecidos. Dice:
"Me ayudaron a sentarme en la misma silla, colocado frente al escritorio de Ledesma, invitándome a que describiera el plan terrorista, pues si no 'no saldría con vida de allí'. Me hicieron recordar que no me habían registrado la entrada en el libro y que 'yo sabía por qué lo hacían'. Como respuesta pedí que me dejaran tranquilo, pues nada sabía respecto de ese plan. Entonces Vinotti me dio un golpe con la planta del pie en el bajo vientre, produciéndome una gran descompostura y un mareo que me duró largo rato. En esa situación fui llevado al calabozo por el cabo guardiacárcel, pues no podía caminar sin que me sostuvieran. [...] "Momentos más tarde me saca¬ron nuevamente, atándome otra vez en la misma silla. Esta vez permanecí en esa situación como media hora, sin que me golpearan, preguntándoseme por qué era anarquista y otras cosas relacionadas [...] La posición incómoda y la presión del cuerpo sobre los brazos me producía un intenso dolor [...] me resistí a responder. Intervinieron entonces Tula y Vinotti, hasta entonces indiferentes, golpeándome sobre el corazón, después de haberme desprendido el saco y el chaleco."
En ningún caso las torturas se realizan en presencia de testigos, aislándose a los presos de sus compañeros. Por otra parte, años más tarde sería frecuente, los jueces de instruc¬ción no ignoran la verdad de los hechos y están en conniven¬cia con la policía. Ahora bien, llegados a este punto podemos preguntarnos, ¿cuál era, por caso, la situación del delincuente anónimo sin recursos económicos y acusado de haber cometi¬do un delito contra un personaje influyente? Por cierto, así lo señalan los penalistas opuestos a las estructuras tradicionales del sistema judicial, nada fácil y siempre expuesta a las con¬tingencias de los intereses en juego.
Pocas horas antes de entregar el poder a su sucesor, gene¬ral Agustín P. Justo, el 20 de febrero de 1932, Uriburu señala a la opinión pública sus ideas políticas — ¿quién podía igno¬rarlas?— y advierte sobre una disyuntiva que él resuelve de la misma manera que lo harán en lo sucesivo sus epígonos. He aquí sus palabras: "El voto secreto es precisamente lo que ha permitido el desenfreno demagógico que hemos padeci¬do [...] Cumple a nuestra lealtad declarar, sin embargo, que si tuviéramos que decidir forzadamente entre el fascismo ita¬liano y el comunismo ruso y vergonzante de los llamados par¬tidos políticos de izquierda, la elección no sería dudosa".
Argumentación típica del lenguaje fascista, el militar-go¬bernante piensa la opción que más le conviene y deforma la realidad (todos los partidos de izquierda son bolcheviques). Los términos de Uriburu, insistimos, su dicotomía en el análi¬sis de la situación política y social, sus temores no difieren de otros que en esos días exponen Adolfo Hitler y Benito Mussolini. La escena, las ideas y la práctica estaban a disposición de los intereses de los días que llegan. Y también, así será, estaba a disposición la barbarie. Como saldo de ese período, entre la creación en 1931, de la sección Orden Político para reprimir las ideas sociales consideradas de avanzada, y el año 1934 —así lo determinó un memorial elevado ese año a la Cámara de Diputados—, 10.000 presos pasaron por sus calabozos y 500 de ellos habían sido torturados.




VI
LAS IDEOLOGÍAS AUTORITARIAS Y LAS HERENCIAS DE LA VIOLENCIA (1932-1955)


Entre la ilusión de la dicha y la fuerza de la violencia


Nos corresponde seguidamente analizar la proyección de los principios expuestos en el capítulo anterior y el desarrollo de los instrumentos que impone el Estado. Si bien se tortura entre 1932 y 1946 (la picana eléctrica —invento argentino comienza a utilizarse aproximadamente en 1934), de ninguna manera la violencia es sistemática, institucionalizada por el po¬der. Por otra parte, nos encontramos en esos años con el afianzamiento de las ideologías de extrema derecha adaptadas a las circunstancias del país y con un nacionalismo que llega, incluso, al movimiento sindical, infiltrándose en ámbitos hasta entonces partidarios en mayor o menor grado del universa¬lismo y la defensa de la clase obrera. Sin duda, la llegada al poder de los nazis en 1933, el éxito de las acciones expansionistas en Etiopía y Renania en 1936 son otros tantos hechos que fortalecen a los partidarios del totalitarismo autoritario y antidemocrático. Por otra parte, las consignas demagógicas de esos sectores, el antiimperialismo, entre tantas, que tratan de asociar a la burguesía y a las masas, la armonía de las clases, desviando de esa manera la atención de los trabajado¬res de sus verdaderos fines, son adoptadas por los partidos políticos de izquierda. El hecho, si bien no generalizado, es insólito. "En el congreso del Partido [Socialista] reunido en noviembre de 1940, fue tocado el himno, y cuando terminó el congreso fue izada la bandera nacional en la Casa del Pue¬blo. En tal sentido, la identificación de los obreros de la CGT con lo nacional ocurría simultáneamente con el proceso aná¬logo registrado en el Partido Socialista, dominado por el gru¬po moderado con orientación nacional" (Matsushita, 1983, 228).
El mencionado proceso varía en su significación en los distintos sectores. En el hecho intervienen la formación pre¬via, las necesidades del momento, los enfrentamientos con grupos rivales. Inducidos, los obreros argentinos, así lo sos-tiene el historiador Hiroshi Matsushita en un trabajo reciente, tendían ya a rechazar antes de 1943 el concepto clasista. Es que la acción coordinada desde la prensa, la tribuna política y la radiofonía hallaban un campo fértil. Pronto lo vere-mos mejor.
Ahora bien, podemos afirmar que la actividad de los na¬cionalistas uriburistas encuentra amplio apoyo en el ejército y en los grupos dominantes. Por otra parte, es la continuidad de una actitud ya observada en 1902 al debatirse en el Parla-mento la "Ley de Residencia", en la primera mitad de la década de 1930 la derecha acusa a los sindicatos socialistas y a la izquierda de inspirarse en doctrinas extranjeras. Seña¬lamos ya la actitud del diputado conservador José María Bustillo en el Congreso. Entre otros casos, recordemos los inci¬dentes ocurridos en la Cámara de Diputados de la Nación, en la sesión del día 7 de diciembre de 1932, con motivo de discutirse entonces la renuncia a su banca del legislador Pena, acusado de haber denigrado el concepto de patria. Los repre¬sentantes socialistas aluden reiteradamente, y en descargo, a su condición de patriotas nacionalistas: "mis palabras —se¬ñala el ya aludido— son la verdadera expresión del sentimiento nacional [...] que reclama mayor verdad y un contenido más argentino a todo cuanto se dice y propone [...] porque quiero tener el alto honor de ser argentino [...] y porque quiero también proclamarlo en nombre de un país cuya población sana y feliz cante, porque sienta y viva las estrofas del himno inmortal".
De todas maneras, qué duda cabe, la acción más chauvi¬nista proviene de la derecha y del nacionalismo. El 3 de di¬ciembre de 1932 grupos parapoliciales armados atacan a tiros un acto anarquista en Parque de los Patricios por considerar que los oradores, así lo señala un editorial de La Prensa, "agre¬dían con gruesos calificativos a las autoridades y a los sím¬bolos del país". En noviembre de ese año miembros de la Le¬gión Cívica ingresan con violencia al centro socialista de la calle México 2070, en momentos en que un grupo de traba¬jadores deliberaba sobre temas que interesaban a la organi¬zación obrera a la cual pertenecían. Destruyen muebles y dis¬paran sus armas de fuego en presencia de la policía. Nadie los detiene.
Manuel Fresco, partidario del fascismo italiano y entre los años 1936 y 1940 gobernador de la provincia de Buenos Aires, más tarde simpatizante de Perón, señala en 1932, un año antes de ascender al poder Adolfo Hitler en Alemania, su profesión de fe nacionalista. Dice entonces en la Cámara de Diputados: "En todos los países donde la crisis avanza y donde la violencia se desata, renace el nacionalismo; nosotros tenemos grandes, enormes, formidables reservas de naciona¬lismo que están saliendo a la superficie y que van a arrollar al socialismo rojo y a las izquierdas disolventes que atentan contra la integridad de las instituciones fundamentales de nuestra patria". Y, temeroso de la posible acción de la clase obrera, advierte, por cierto que sin equivocarse, sobre los días que vendrán. Las siguientes son parte de sus palabras:

"Pero sepan ustedes que hay reservas morales y naciona¬listas para hacer frente a cualquier violencia, y hay un ejér¬cito que ha de hacer respetar la soberanía y los símbolos [...] Los viejos hogares criollos representan los últimos reductos tras de los cuales se va abroquelando el patriciado nativo, dechado de virtudes y de honra, la vieja familia argentina que se extingue [...] Sentimos la nacionalidad de los viejos hoga¬res criollos como una sugestión de conciencia autóctona, for¬jada en el crisol de un pasado de gloria, del que sólo puede renegar algún descastado a quien deshonra la patria en que nació o el aura del cielo azul que acarició su cuna. Somos nacionalistas, sí, por culto, por devoción y por convicción."

Se trata del mismo gobernante que en 1936 y en los años siguientes persigue a los obreros de la provincia de Buenos Aires. Bajo su mandato se tortura a presos sociales en Bra¬gado. Los hechos se iban encadenando paso a paso para con¬verger más adelante en las doctrinas populistas posteriores a 1940. Cuatro años antes, precisamente en 1932, Juan Domingo Perón da a conocer su tratado de estrategia militar en donde sostiene la necesidad de establecer la armonía entre las clases sociales, teoría que pondría en práctica años más tarde.

El general José Félix Uriburu, el 20 de mayo de 1931, autori¬za por decreto, oficializándola, a la Legión Cívica, grupo parapolicial de neto corte fascista. El 11 de enero del año siguiente se le otorga personería jurídica. Se faculta entonces a sus miembros a concurrir a los cuarteles y establecimientos mili¬tares con el fin de recibir instrucción en el manejo de las armas de fuego. "Saludo en vosotros —les dice el presidente de facto desde uno de los balcones de la Casa de Gobierno— a la fuerza cívica que condensa y expresa con fervor el espíritu genuino de la revolución de septiembre".
La Legión Cívica es el antecedente de otras instituciones represivas de los años posteriores, que asesinan, torturan e imponen el terror; a sus miembros se les hace entrega en el Arsenal de Guerra, de fusiles, caramañolas, correajes, mantas, etcétera, solicitados por los comandantes de la Legión a las autoridades nacionales.1 A imitación de los niños y adolescen¬tes italianos de esos días —los balilas—, a partir de junio de 1931 instructores del ejército dan adiestramiento militar a es¬colares argentinos.2 El sentimiento tradicional de patria deriva entonces en una educación para la muerte, en la violencia ins¬titucionalizada. Se trata, por cierto, de un intento frustrado.
Así las cosas, en 1932, asume la presidencia el general Agustín P. Justo. Es sabido que su gobierno, perfeccionador de Orden Político, fue un vivero donde desaprensivamente cre¬ció la semilla del fascismo de Uriburu. Justo, en momentos del ascenso al poder de Hitler, impide el ingreso al país de muchos hombres de ciencia que buscaban un refugio contra la persecución de los nazis.
Es indudable que ya en esos años encontramos muchos de los elementos que definen a la realidad de las décadas pos¬teriores. Revitalizado con nuevos presupuestos ideológicos, el intento corporativo del general Uriburu, fracasado al no contar con el apoyo de las masas, adquiere nuevas formas a partir de 1943, ahora sí con el apoyo popular. De todas maneras, esa fecha no constituye un corte histórico preciso. Años antes co¬mienza a escucharse en Buenos Aires y en otras ciudades del interior la palabra de los profetas que sostienen la necesidad de imponer en el país la "sociedad organizada". Son, sin nin¬guna duda, los prolegómenos de los días que se avecinan.
Pues bien, como vienen haciéndolo otros, el 17 de noviem¬bre de 1941 advierte Manuel Fresco, en una conferencia que pronuncia en el teatro Grand Splendid, sobre la necesidad de imponer en el país una nueva política económica y so¬cial que solucione las dificultades del sistema imperante. La suya es la solución cuasi fascista para superar las contradicciones del capitalismo. A través de una fraseología que ten¬drá luego sus imitadores, se declara militarista, opuesto al im-perialismo de la "finanza internacional", defensor, así lo se¬ñala, del obrero "degradado y subestimado", partidario de los sistemas totalitarios imperantes en esos momentos en España, Italia y Alemania. Propone a su auditorio un programa similar a los presupuestos fascistas pero adaptado a la idiosincrasia del país. "Lo que el Nacionalismo haga en otras naciones —dice— nos interesa solamente como factor de ilustración. Hay —continúa diciendo— muchos problemas que son iguales, comunes; pero hay muchísimos más, que se diferencian fun-damentalmente, de acuerdo con la idiosincrasia de cada país." (Fresco, 1943, III.)
La lectura y el análisis de los editoriales de Cabildo, periódico de inspiración fascista editado en la ciudad de Bue¬nos Aires a partir de 1942 por Durañona y Vedia, nos trae el recuerdo del lenguaje que podía escucharse con posterioridad a 1943. Son, y renovados bajo otros principios doctrinales, los herederos de la Liga Patriótica y de la Legión Cívica. Pero adviértase además que, en aquellos pequeños círculos de élite, comienzan a despuntar a partir de 1937, aproximadamente, las críticas que aluden a un supuesto sistema liberal que, di¬cen, destruye el orden social establecido ("el liberalismo ha hecho caducar la política" sostienen). Y también mencionan al capitalismo foráneo —nada observan sobre el nacional— que ataca las bases de la nacionalidad ("los destinos funestos de la Plutocracia" es una frase que se escribe con frecuencia).
Por otra parte, como ocurre en la Alemania nazi, el na¬cionalismo argentino institucionaliza, en la década de 1940, los festejos conmemorativos de la tragedia de Chicago de 1889. Como veremos, esa actitud no es casual. En el aniversario de 1943 del 1° de mayo, en la plaza San Martín, en Buenos Aires, varios oradores nacionalistas claman desde la tribuna por la disolución de los partidos políticos y por el establecimiento de un régimen totalitario. Desde uno de los balcones del Círcu¬lo Militar, ubicado en las proximidades del sitio donde se realiza el acto, el almirante Scasso, partidario de los gobiernos que integran el Eje (Alemania, Italia y Japón) asiente con el gesto. Pero, al igual que el marino, otras voces se hacen eco de propuestas similares. Pocos días antes, el ministro de Gue¬rra del presidente Ramón Castillo, general Pablo Ramírez, había elogiado el "Estado Novo" de Getulio Vargas, una expe¬riencia corporativa que adapta el fascismo a las condiciones de un país con una incipiente industria y un alto grado de mi¬seria y analfabetismo. Precisamente, ese 1° de mayo de 1943, un mes y días antes del golpe militar, con la manifestación pública mencionada, Juan Queraltó dejaba establecida la Alian¬za Libertadora
Nacionalista. Recordemos que su fundador in¬tegra entonces el Grupo de Oficiales Unificados (GOU), como miembro civil, y, más tarde, ya lo veremos, respaldará la can¬didatura de Juan Domingo Perón a la presidencia.
Ahora bien, con los elogios que tributan a Benito Mussolini, en los editoriales del periódico Cabildo, manifiestan con un lenguaje demagógico la necesidad de establecer en el país la "justicia social". Es más, tres días antes del estallido del golpe militar del 4 de junio de 1943 que derroca al presidente Castillo, incluyen en un extenso artículo editorial titulado "Corrupción de arriba y claudicación de abajo", propuestas que son frecuentes en los años posteriores. Leamos, entre otros ejemplos que podemos mencionar, el siguiente párrafo, ilustra¬tivo de las tendencias que iban arraigándose en el país."Comparado con el burgués alto, sin más preocupación que recortar cada seis meses los cupones de sus títulos de renta, un obrero que trabaja ocho horas diarias sobre el torno, gana cuatro pesos de jornal y atiende con su exigua entrada la mantención de su mujer y de sus hijos, es un santo y un héroe [...] Nunca se arrellanó en una butaca del teatro Co¬lón, nunca se sentó a la mesa de un restaurante de boga [...] Son intereses creados el sistema económico del monopolio y los grandes consorcios financieros: son intereses creados los partidos políticos que abierta o solapadamente defienden al capitalismo, sin omitir las oligarquías socialistas-parlamen¬tarias."

Pero hay más. Por otra parte, siguiendo el proceso ya ex¬puesto, atacan a la "plutocracia" y al imperialismo, a todo lo que para ellos es "extranjería". Substituyen a la mística, la religiosa-tradicional —el dominio sustentado en el temor al fuego del Infierno con el que Dios castiga a los que trasgreden las normas impuestas—, por la conciencia nacionalista que desvía la atención de los trabajadores. Un sentimiento que nada tiene que ver con el apego a la tierra donde se ha nacido. Por norma general, en las ya mencionadas y en otras opinio¬nes expuestas en Cabildo, encontramos la palabra transfor¬mada en violencia, el lenguaje, en síntesis, totalitario. Nos en¬contramos asimismo con la transmutación de los intereses obreros, con la practicidad demagógica de un día. En fin, con el olvido inducido de la conciencia de clase. Es, sin duda, el preanuncio de los años que vendrán, pero sin la presencia carismática del líder que exige la obediencia total y la disci¬plina en el trabajo y también la identificación de la masa con su persona.
Pero, poco a poco, además, desde diversos sectores in¬culcan a la clase trabajadora formas de pensamiento y de vida que son en su esencia autoritarias. La autorrepresión y la re¬presión social de las relaciones sexuales constituyen dos de los mecanismos, por cierto muy importantes, que contribuyen, pronto lo veremos mejor, a sustentar y mantener el dominio sobre los más.
Debemos, asimismo, indicar otra de las vertientes de la misma actitud. En el año 1939, en los días de la agresión de Hitler a Polonia, Francia y Bélgica, de la persecución y el exterminio de gran parte de la comunidad judía, del aniquila-miento a la oposición democrática y social, F.O.R.J.A. —movi¬miento político que, entre otros, lideran Raúl Scalabrini Ortiz3 y Arturo Jauretche— da a conocer una declaración oponiéndose a todo apoyo que pueda prestar la Argentina a los países agre¬didos por la barbarie nazi. Argumentan que los soldados de la nación, en caso
de una declaración de guerra al Eje, mori¬rán en defensa del imperialismo inglés. En ningún caso men¬cionan el peligro del totalitarismo nazi. También dicen: "Mo-rirán [los soldados] arrastrados a la contienda por grandes frases y hasta quizás —el subrayado nos pertenece—, por la creencia de que defienden la democracia y la libertad del mundo".
No debemos olvidarnos de la circunstancia de que en ningún momento, lo repetimos, tratan de despertar en los obreros el sentido de la libertad y de la responsabilidad so¬cial. Como es posible observar en los países autoritarios y totalitarios, recurren siempre a la emoción y a despertar el sentimiento sociocentrista fuertemente arraigado en las ma¬sas. Hay otra cosa que es evidente, y el hecho es ilustrativo, la mayor parte de los integrantes de F.O.RJ.A. apoyan el golpe militar del 4 de junio de 1943. Un movimiento, debemos de¬cirlo ahora, que incorpora gran parte de las propuestas de la derecha nacionalista y de los epígonos del uriburismo, dán¬dole un contenido popular. Muchas de ellas no han de con-cretarse en la realidad, pero sí lo dicen también quienes estu¬dian el ascenso del nazismo, ilusionan con las mismas a las masas. Señalemos, por otra parte, que poco después del 4 de junio de 1943 el gobierno de facto establece por un decreto el festejo del aniversario del 30 de septiembre de 1930, día de la revolución de José Félix Uriburu y del derrocamiento del presidente constitucional Hipólito Yrigoyen.

"Así, poco a poco —observa el historiador Tíiroshi Matsushita— el movimiento obrero experimentaba la participación política, al tiempo que se identificaba cada vez más con la idea de independencia económica y política del país. En tal sentido —continúa diciendo—, el triunfo de Perón en las elecciones de 1946 significaba el de la línea que acentuaba la par¬ticipación política con un sentimiento nacional. Lo importante de destacar —agrega— es que tal deseo de participación y el sentimiento nacional no fueron impuestos por Perón sino que ya existían en el movimiento anterior a 1943." (1983, 298.)

En síntesis, expuestos y explicados en la medida de lo posible, los antecedentes de los procesos posteriores del país, pasamos a referirnos al desarrollo de los mismos. Es evidente que a partir de 1943 la represión aumenta en dos direcciones: por un lado acentúan los métodos que coordinan las creencias de la opinión pública y, por el otro, mantienen en vigencia la violencia física, una violencia, es necesario insistir en esto, que en pocos casos se debe a la acción de psicópatas; confor¬ma, siempre lo fue así, uno de los aspectos de la acción del totalitarismo y del autoritarismo.4 Todo esto es coherente con lo expuesto, o sea, que se integra a otros aspectos de la situa¬ción del país. Durante el transcurso de 1946 teóricos de la derecha autoritaria pronuncian conferencias en diversos insti-tutos de las fuerzas armadas y no precisamente sobre bellas artes o letras. Pero adviértase además que paralelamente, en un proceso que viene de atrás, las autoridades militares re¬forman los planes de estudio de las escuelas de guerra y des¬plazan de las academias
castrenses a los profesores conside¬rados "liberales", opuestos a toda expresión autoritaria. Las críticas se empecinan con mayor empeño en destruir con fines bien precisos las ideas democráticas, los partidos y los sindi¬catos de izquierda y todas las manifestaciones culturales del exterior —"cultura importada" la definen en los periódicos—, que interfiere en el sistema. Así, por ejemplo, el teórico nacio¬nalista Jordán Bruno Genta, el 23 de junio de 1943, en una con¬ferencia que pronuncia en el Círculo Militar, sostiene ante su auditorio que "la nación es una realidad militar" y "la vir¬tud se ha refugiado en los cuarteles" (Rouquié, 1981, II, 31.) Y el padre Leonardo Castellani en marzo de 1946 expone en la Escuela Superior del Ejército sobre el tema "El soldado y las mujeres", proponiendo la más extrema de las misoginias para los miembros de las fuerzas armadas. Asimismo critica negativamente al orden democrático y a sus defensores, un sistema, sostiene, que atenta contra la existencia misma de la Argentina como país.5
La propaganda demagógica insiste en recordar la nece¬sidad de establecer una "sociedad organizada". Hay que decir también que el "sentido de patria" es un tema que se reitera con frecuencia, en una línea similar a la del falangismo espa¬ñol, con un manejo hábil de los sentimientos de las masas. Es el pueblo, por otra parte, el Volk proletario que lucha con¬tra las plutocracias. Se trata, asimismo, de destronar el dogma del liberalismo tradicional de que la libertad es un derecho de los hombres, reemplazándolo por la primacía nacional. Se desata, al mismo tiempo, la afectividad y se imponen los Es¬tados de multitud donde prima la irracionalidad y la instru¬mentación de los seres humanos, organizándose de arriba hacia el nuevo orden social.
Dicho esto, es necesario agregar que la propaganda oficial recuerda la necesidad de sellar definitivamente la alianza entre el ejército y el pueblo. El 17 de agosto de 1946, aniversario del general San Martín, Gustavo Martínez Zuviría, director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, autor de novelas popu¬lares y antisemita confeso, expone sus ideas en un acto público de carácter oficial. "Adoro las armas —dice en esa oportuni¬dad—, me gustan los soldados [...], para presenciar los des¬files prefiero sumarme a la muchedumbre de la calle, donde se escuchan los comentarios más sublimes y grotescos". Como es posible advertir, en esas palabras integra al populismo el entusiasmo de los totalitarios por la fuerza de las armas.
Por otra parte, entre tanto, imponen la más estricta cen¬sura. Prohíben la circulación y la venta de revistas, periódicos, películas, obras de teatro, toda expresión, en síntesis, ajena a lo que denominan el espíritu "cristiano y occidental". Revitalizan la vieja concepción ascética de la vida, sólidamente im¬puesta a través de la enseñanza e inserta en la doctrina que se iba elaborando sobre la marcha, a veces sin un plan deter¬minado. Esa realidad la señala, el 24 de octubre de 1946, el director de Espectáculos de la Subsecretaría de Informaciones. "Se me entrega —expone al asumir su cargo— la Dirección y la conducción del espectáculo público, vale decir, la salvaguar¬dia de la salud moral del pueblo [...] La tarea de discriminar fuera de lo superficial." La salud moral del pueblo, el hecho de impedir toda contaminación, era primordial para el Estado.
Las palabras que mencionamos son, sin duda, afines a otras similares expuestas en los años previos a 1943 desde el periodismo de derecha y en la prensa católica. Siempre deter¬minan el más estricto control de la palabra y el dominio de la opinión pública. La empresa "moralizadora", así concebida, tiene ya antecedentes antes de 1946. Recordemos, entre otros casos, la prohibición en la década de 1930 de Los invertidos, pieza teatral de González Castillo. Aunque sin llegar al límite de los años siguientes, durante las presidencias de Justo, Ortiz y Castillo impiden la circulación de obras literarias de recono¬cidos méritos. Vale la pena recordar aquí el caso de Tumulto, libro de poemas de José Portogalo, prohibido en 1937 a pesar de haber recibido el primer premio de poesía de la Municipa¬lidad de la ciudad de Buenos Aires. Llevado el caso a la jus¬ticia, la Cámara de Apelaciones decide que no debe innovarse y aclara que el autor tuvo en su obra "la intención única y deliberada de herir los sentimientos del pudor público medio (sic), mediante diatribas a todo lo que la sociedad argentina venera o respeta". Era la doctrina de la justicia de esos días.
A partir de 1943, señalábamos antes, la represión aumenta lo mismo que los controles sociales. Nos preguntamos, ¿qué intenciones guía al poder en esos momentos? En primer lu¬gar, lo señala así Juan Domingo Perón el 21 de diciembre de 1945 al referirse en un discurso público a los motivos que im¬pulsaron a los militares a derrocar al gobierno de Castillo el 4 de junio de 1943, "conjurar con eficacia el peligro comunista y crear organizaciones conscientes que, por medio del conve¬nio colectivo, puedan establecer las bases de las relaciones del capital y el trabajo, en cada actividad". En segundo lugar, sos¬tiene Perón, la intención de otorgar al ejército más poder, armas y hombres. Y así, efectivamente, lo hacen. Los oficiales conjurados del G.O.U. construyen en dos años once fábricas militares y elevan el número de los efectivos del ejército de 30.000 hombres, cifra de 1943, a 100.000 dos años más tarde.
En esos momentos, no cabe ninguna duda, la propaganda como lo es la censura en todos sus aspectos, representa tal vez el método esencial del poder autoritario y facilita el control ejercido desde la cúpula del poder, un proceso paralelo a la transmutación y el desarraigo de los intereses obreros. Pronto lo veremos mejor.


Los días que corren entre 1946 y 1955


Hasta aquí nos hemos ocupado de señalar en líneas generales algunos de los factores ideológicos que inciden en el incremen¬to en los métodos represivos. Ahora bien, antes de referirnos a la violencia física, a sus métodos y a sus causas, debemos insistir, basándonos en la condición del país en el período que nos preocupa en esta parte, a otros aspectos de la coordi¬nación y conformación uniforme de las masas.
Tanto o más importante que el poder de policía, un poder que de ninguna manera puede controlar todos los aspectos de la vida de los hombres, y en este caso tenemos presente la represión ideológica y la sexual, los controles sociales son mucho más eficaces que las normas jurídicas. Esos controles y autocontroles se sustentan en la tradición, en los valores inculcados a través de estereotipos y en los intereses del poder por mantener el orden en todos sus aspectos. "Es que el pro¬blema social de nuestro país —sostiene Juan Domingo Perón en 1945— es de una importancia tan extraordinaria que la falta de organicidad del mismo puede conducirnos a que el caos económico derive en catástrofe social."
Todo lo expuesto, qué duda cabe, es coherente con lo ya dicho y con lo que expondremos, pudiéndoselo observar en el rechazo generalizado a todo lo que se aparte de las normas sacralizadas y al concepto que sobre la infalibilidad de las mis¬mas se ha inculcado a la población. La idea general de esa actitud la encontramos en las palabras que pronuncia Juan Domingo Perón meses antes de asumir su primera presiden¬cia. Indica entonces: "me he trazado un plan ideal y otro moral, ayudado por un sistema de propaganda, que podríamos llamar preventiva, encaminado a que las masas ciudadanas, y en especial el obrero, empleen el discernimiento al leer el diario, inmunizando así al pueblo y a los trabajadores contra ciertas versiones". "Discernir" —percibir la diferencia entre una cosa y otra— e "inmunizar" —evitar con la propaganda el contagio—. No es del caso analizar aquí —existe una extensa bibliografía sobre el tema— las influencias que recibe el pero¬nismo. Lo que más nos interesa en estas páginas, histórica¬mente, es señalar el testimonio del principal protagonista. Pues bien, en conversaciones con Enrique Pavón Pereyra, re¬cuerda el presidente electo en 1946 haberle escrito a Manuel Fresco, ya mencionado, gobernador que propicia el fraude elec¬toral, populista de derecha y admirador de Hitler y Mussolini, palabras que determinan una misma corriente ideológica: "Yo me propongo —le dice— realizar en todo el ámbito del país la experiencia que usted propuso en la provincia de Buenos Aires". Pero no es todo. Al llegar en 1941 de la Italia fascista, así le refiere a su interlocutor, de paso por Mendoza, coincide con varios de sus camaradas en la necesidad de realizar un golpe de Estado en la Argentina; golpe, son sus palabras, "acor¬de con la nueva concepción del mando en el mundo moderno". Y aclara: "Después de agotar la fructífera experiencia en el Viejo Mundo, donde aprendí sobre todo 'lo que no debía hacer', coincidí en Mendoza con varios de mis más entrañables camaradas". (Pavón Pereyra, 1978.)
Todo está dicho. Hablemos ahora de la violencia que se impone, la violencia física. En 1953, una vez más desde 1946, se escucha en el Parlamento la denuncia de torturas. Dice en¬tonces el diputado nacional Santiago Nudelman:

"En la cámara de tormentos, elegida la víctima, después de vendársele los ojos, se la desnuda tapándole la boca para impedir que se escuchen sus gritos. Se la coloca sobre una mesa de madera y atan los cuatro miembros [...] El aparato de co-rriente eléctrica continua funciona a pila eléctrica, y otras veces adaptado a un acumulador, que puede ser el de un auto¬móvil. Tiene una bobina Rumkorf para levantar el voltaje y reducir la intensidad. En los extremos de cada polo se adapta un cable que termina en un manguito cubierto de material aislante. Los terminales son de cobre o bronce." (Nudelman, 1960.)

Y más adelante, después de exponer algunas referencias técnicas, agrega:


"Para que el efecto sea mayor, se humedece el cuerpo de la víctima. El aparto es semejante en su construcción al que se suele usar para 'picanear' en los corrales de hacienda a los animales que no responden al látigo. Se usa, aplicándolo en los animales que no responden al látigo. Se usa, aplicándolo en los sitios más sensibles del organismo. A veces en la pro¬fundidad de la cavidad bucal, fosa nasal, etc., para ocultar los rastros de una futura pericia médica. A la víctima se le sumi-nistra poco alimento, previamente, y habitualmente se le nie¬gan líquidos para gravitar además psicológicamente, como anuncio de próximos suplicios. Personal habituado, a quien algunas veces, en comentarios sádicos, llaman los mismos compañeros 'el doctor', vigila el pulso y las condiciones físicas, más que nada orientado por el aspecto exterior, para regular el voltaje y la intensidad de la corriente."

Hasta tal punto eran similares los hechos con los del pa¬sado, lo mismo podemos decir de la barbarie de la década de 1970, y a pesar de las técnicas distintas, que en las declaracio¬nes y en las denuncias reaparecían con la mejor espontaneidad las palabras de dos o tres siglos antes. No olvidemos, siempre fue así, que en todos los casos los efectos de la aplicación de la tortura, el rigor de los verdugos, esa fuerza despiadada que sirve incondicionalmente al poder, causa espanto. Hay que te¬ner en cuenta también, lo señalamos en otra ocasión, que en todas las sociedades autoritarias la represión siempre se hace más brutal a medida que el sistema impuesto se debilita y va perdiendo su base de sustentación. Dicho esto, recordemos que los controles policiales, la persecución a los opositores, en fin, la violencia física, va en crescendo a partir de 1950.
Derrocado Perón en setiembre de 1955, dos meses más tarde, en noviembre, Juan Ovidio Zavala, dos veces sometido a tormento y en esos momentos director de Institutos Penales, relata los efectos y las reacciones que produce la picana eléc-trica.6 Dice:

"La energía eléctrica pasa por dentro de uno. Mil alfileres de fuego se clavan en la cabeza, en el corazón, en el estómago, en la boca, en todas partes. Producen dolor, angustia, deseos de morir. No conozco nada similar a la dimensión de horror. Unos quieren gritar. Pero no pueden permitirse ese alivio. Los labios están cerrados con esparadrapo. A eso se llama 'poner la tapa' en la jerga de los torturadores".
Palabras y hechos que también, entre tantas; reproducen la experiencia de Cipriano Reyes, principal dirigente del Partido Laborista —uno de los pilares del triunfo de Perón en las elec¬ciones de 1946— y un grupo de partidarios suyos sometidos en 1948 a tortura, acusados de conspirar contra el Estado. Walter Beveraggi Allende, también detenido, en mayo del año siguien¬te, relata en la ciudad de Montevideo la barbarie que debieron sufrir. Reproducimos parte de sus extensas declaraciones. Re¬cuerda entonces:

"El sábado 25 [de setiembre de 1948], por la noche, se nos condujo, por tandas, y en una camioneta forrada interior¬mente con cortinas, en forma de impedir toda visión, hasta un misterioso lugar, que días después supimos que era la 'Sec¬ción Especial de la Policía Federal', y a donde se lleva habitualmente a los presos para aplicarles los instrumentos de tor¬tura. A medida que se nos descendía de la camioneta, cuida¬dosamente esposados, se nos cubría la cabeza con una capucha negra, para impedir que reconociéramos el lugar."

Nos encontramos, como en los años posteriores, ante el temor de los ejecutivos de la tortura de ser reconocidos. No es ya, por cierto, el tormento judicial impuesto por los jueces y la legislación del Antiguo Régimen. Continúa diciendo Beve¬raggi Allende:

"Luego me condujeron a la sala de torturas. Se me amarró fuertemente a una tarima alargada, pero previamente me cu¬brieron con un paño grueso, para impedir que la picana eléc¬trica dejara rastros al producir quemaduras en la piel. Inútil-mente repetí que estaba dispuesto a contestar a cuantas pre¬guntas se me quisieran hacer y que era innecesario e inhumano aplicarme el tormento. Los peores insultos y las más groseras pullas ahogaban mis palabras."Una vez que estuve inmovilizado sobre la tarima comenzó la tarea. Se aplicaba el alambre electrizado sobre distintas par¬tes del cuerpo, especialmente en el cuello, en el pecho, y sobre todo en las partes más sensibles. Para ahogar los desesperados ayes de dolor se hacía funcionar a todo volumen un altopar¬lante, que transmitía música, y se me tapaba la boca con una mordaza de género [...] Según mis cálculos, estuve amarrado a la tarima algo más de una hora, que fue el plazo que dura¬ron los tormentos y el interrogatorio. Cuando se me quitaron las ligaduras tuve que ser levantado en vilo, pues no podía incorporarme por mis propios medios. Me ayudaron a hacer flexiones durante algunos minutos y me condujeron luego a empellones al calabozo. Una vez en él me quitaron, de atrás, la venda que me cubría los ojos, y sólo me permitieron volver la cara cuando los policías se hubieron retirado. Me consumía entonces una sed abrasadora. Vanamente pedí agua, y para mayor tormento se escuchaba el ruido de un depósito que in¬termitentemente derramaba su contenido. Sólo se me permitió saciar mi sed después de veinte horas."

Luego de aludir a los desesperados gritos de dolor de sus compañeros, gritos que no podía tapar la música de los alto¬parlantes, refiere que el comisario Lombilla, jefe de la Sección Especial, personaje al que nos referimos más adelante, lo visita en el calabozo y le ruega que hablara sin rodeos. La tortura, después de un simulacro de fusilamiento, prosigue. Al día si¬guiente, relata Beveraggi Allende, declara en presencia del juez Osear Palma Beltrán, magistrado que "por rara coinci-dencia" había enviado a los acusados de conspirar contra el Estado a la Sección Especial "a efectos de facilitar el interro¬gatorio de los procesados y la labor de juzgado, según sus propias palabras". No nos proponemos aquí hacer un relato pormenorizado de las acciones brutales ejercidas contra Cipria¬no Reyes y un grupo de sus partidarios. A la violencia física, la de los golpes o la picana eléctrica, debemos añadir la pri¬vación durante días de alimentos y agua, las reiteradas ame-nazas de muerte, las injurias y el desprecio total por la digni¬dad de los presos.

En abril de 1949 detienen en Buenos Aires y torturan a obreras y obreros telefónicos que se oponen a la unificación totalitaria del gremio. Comienzan ya en el país las primeras manifestaciones de algunos sectores obreros en oposición al régimen peronista. La reacción del Estado no tarda en hacerse oír. No menos de veinte trabajadores son sometidos a tor¬mentos y violencias por el comisario Lombilla y su ayudante Amoresano de la Sección Especial de Investigaciones, enton¬ces instalada en la calle Urquiza 556 de la Capital Federal, centro de torturas y de espionaje. El primero había iniciado su carrera como agente de policía bajo las órdenes de Leopoldo Lugones hijo, a comienzos de la década de 1930.
Pues bien, nada les está prohibido. La gama de las per¬versiones no tiene para ellos límites con tal de aterrorizar, imponer el temor indispensable para la pedagogía del miedo. Así, tiempo más tarde, relata su experiencia una víctima, Nie-ves Boschi de Blanco:

"En la mitad de la declaración el empleado Amoresano procedió a cubrirme los ojos utilizando algodón y un largo vendaje. Conducida por un largo corredor a otra habitación me obligaron a acostarme sobre una camilla. Comenzaron en¬tonces a utilizar la picana eléctrica, primero sobre la ropa y luego directamente sobre el cuerpo, levantándome el vestido y prendas interiores hasta la altura del cuello. La aplicación se realizó sistemáticamente por espacio de diez minutos en los oídos, senos, vientre, ingle, órganos genitales y piernas, sirviéndose de una toalla humedecida como medio conductor. Como resultado de la tortura sufrí el primer desvanecimien¬to, restablecida del cual reiniciaron el procedimiento durante otros cinco minutos. Ante una nueva pérdida del sentido se me quitó la venda pudiendo comprobar entonces que las voces y risas antes oídas correspondían a los mencionados Lombilla, Ferreiro y otros tres, cuyos apellidos desconozco. La tortura fue precedida y acompañada por obscenos agravios de palabra y de hecho (en una oportunidad el empleado Amoresano ex¬presó: 'te voy a hacer largar el hijo antes de tiempo'). Para evitar que se escuchara se había colocado uní disco." 7
¿Es necesario aclarar el alcance preciso del texto anterior y otros similares? No olvidemos, en todo caso, que imponen el miedo y el terror con el fin de detener toda acción que se aparte de las normas e intereses del oficialismo. Ahora bien, de la galería de infamias, de la represión sistemática, podemos mencionar otros casos. El de Ernesto Mario Bravo, militante universitario porteño, y de amplia repercusión en la época. Y no es, de ninguna manera, el recuerdo de un episodio aislado y sin trascendencia. Secuestrado en 1948 debido a su actividad gremial en el centro de estudiantes, los policías Lombilla y Amoresano lo someten a bárbaras torturas; con conmoción cerebral a causa de los golpes que recibe, la madrugada del 15 de febrero es atendido por el médico Alberto Caride. Tiempo más tarde, con valentía, el profesional denuncia públicamente en las páginas del periodismo la triste experiencia.8 Relata entonces cómo la policía lo va a buscar a su domicilio parti-cular y, asimismo, su traslado involuntario, a solicitud de Lombilla, a la tristemente célebre Sección Especial. Cuenta la vanagloria del torturador, agradecido de la protección y el apoyo del presidente Juan Domingo Perón a los miembros de su familia. Pero, tanto o más importantes que las anteriores, son las manifestaciones sobre la naturaleza del terror que los torturadores imponen a la víctima. He aquí parte de las pala¬bras de Caride:

"Cuando se aplica la picana por largo tiempo, los múscu¬los se contraen permanentemente y el detenido queda duro. Entonces —le relata Lombilla— lo ablandamos. Como las man¬díbulas es lo primero que se endurece, se las ablandamos con una buena trompada, lo hicimos con ese sujeto, pero no nos resultó. Yo lo agarré de los cabellos y golpeé su cabeza so¬bre la mesa donde estaba atado. Piense en eso; eso podría haberle producido la conmoción cerebral."

Y comenta entonces Alberto Caride:

"Me di cuenta, entonces, por primera vez... que las tor¬turas se habían convertido en una ciencia. Estos brutos que ahora me rodeaban eran especialistas en el arte de producir sufrimientos. Ellos lo sabían y se jactaban del perfecto cono-cimiento de cuánto tiempo podían continuar torturando sin que la víctima de sus endiabladas manifestaciones muriera sobre la mesa."

Otros hechos de violencia tienen como protagonistas a los obreros ferroviarios declarados en huelga en 1950 y 1951, desa¬catando las órdenes expresas de la Confederación General de Trabajadores adicta a Perón. Así, pues, la lucha por mantener el dominio político y sindical, una acción paralela al adoctri¬namiento de los dirigentes gremiales, no escatima en someter a tortura e imponer la cárcel a quienes no siguen las normas precisas del presidente. Poco después de la muerte de Eva Perón, hecho ocurrido el 26 de julio de 1952, se decide erigir un monumento en su memoria y con el aporte, en muchos ca¬sos forzado, de empleados y obreros. Un grupo de trabaja¬dores portuarios afiliado a la F.O.R.A. (Federación Obrera Regional Argentina), sindicato de inspiración libertaria de vieja actuación en el país, se opone a entregar dinero con ese fin preciso. Así las cosas, ocho de ellos firman un manifiesto ex¬presando su decisión. Detenidos en los lugares de trabajo por personal de la Prefectura Marítima —así lo denuncia en 1952 "La Protesta"—, son brutalmente golpeados. Pero no es todo. Azotados con cachiporras de goma, doloridos, cuelgan del techo a los dirigentes obreros y sostenidos de los pulgares, desde las catorce horas y hasta las cinco de la mañana. Al tér¬mino del tormento, los signos de la acción eran evidentes: to¬dos ellos tenían inutilizado el pulgar. A disposición del Poder Ejecutivo, sin proceso judicial, son enviados a la Penitenciaría Nacional y liberados nueve meses más tarde a pedido de un grupo de obreros chilenos con motivo de la visita que Perón realiza al país trasandino. El presidente conmuta la pena, así lo señalan en la época, temeroso de que se organice una cam¬paña en favor de los portuarios, comprometiéndose así el éxito de su viaje de propaganda "justicialista".
Proseguimos con otros hechos. En 1953, en Buenos Aires, con motivo de la explosión de varias bombas en Plaza de Mayo detienen, entre otros, a Roque Carranza, Jorge Fauzón Sarmien¬to, Vicente Centurión, Alberto González Dogliotti, Carlos Héc¬tor Adrova, Miguel Ángel de la Serna, Rafael Douek, Patricio Cullen, Emilio de Vedia y Mitre, José Luis Bustamante y Eduar¬do Ocantos. Todos, sin
excepción, son torturados en las comi¬sarías 3? y 17?, entre otros, por los célebres hermanos Cardoso, el comisario Benítez, el subcomisario Olavarría, funcionarios policiales que actúan bajo las órdenes del entonces teniente-coronel Jorge Osinde —acusa el diputado radical Santiago Nudelman basándose en las acusaciones de las víctimas—, en ese momento director de Coordinación Federal.9 .Osinde, hombre de confianza de Perón, en la década de 1970 se vinculará al comisario general Alberto Villar y a la organización ultraderechista Alianza Anticomunista Argentina (A.A.A.), liderada por López Rega. Por lo más, sus importantes servicios son recom-pensados con la designación que le otorga el gobierno "justicialista" de embajador de la Argentina en el Paraguay.
En 1955, en Rosario, en general en todo el país y en el exterior, tiene honda repercusión la muerte del militante co¬munista y médico Juan Ingalinella debido a las torturas a que lo somete la policía. Intervienen en la violencia asesina, entre otros, los oficiales Félix Monzón y Francisco Lozón, este último felicitado por el ministro de Trabajo y Previsión, el 14 de febrero de 1951, por acción preventiva y represiva en la huelga de los obreros ferroviarios.
Nos encontramos ya en los últimos días del régimen. Como siempre ocurre con los sistemas similares, la Conciencia de la caída aumenta la violencia — ¿cuándo no ha sido así en los gobiernos totalitarios o autoritarios?—, impulsa a la deses-peración y conduce a una situación difícil de detener. Todo ello es cierto. No obstante, constituye una mínima parte de la realidad que hace suya la opinión mecanizada e inducida del pueblo debido a la coordinación de las técnicas que perfeccio¬nan las del siglo XVI. Todo se controla. Se organiza el espio¬naje y la delación, y en 1948 la denominada Ley de Desacato determina el procesamiento de los opositores que expresen críticas al gobierno o a sus funcionarios. Se imponen libros de lectura y textos de historia laudatorios al régimen y a su acción. Esa "estrategia" totalitaria similar a la de Hitler y Mussolini es, hoy, salvo casos aislados, olvidada por los his¬toriadores preocupados en el análisis de esos años.
¿Es necesario insistir en otros detalles? Entre 1946 y 1955 tiene plena vigencia en el país, y a pesar de todos los intentos para derogarla, la ley 4.144, sancionada, lo hemos visto, en 1902 por inspiración de Miguel Cañé, representante de los más empinados grupos de poder económico y conservador a ultran¬za. Por la misma se autorizaba al Estado a expulsar a los extranjeros que debido a sus actividades gremiales constitu¬yesen un peligro para el orden establecido. El gobierno pero¬nista en varias oportunidades expulsa de la Argentina a traba¬jadores y activistas gremiales que, luego de huir de regímenes fascistas o reaccionarios, habían buscado refugio en el país. Entre otros, sin contar la aplicación de la "ley de Residencia" a trabajadores y militantes paraguayos, sindicalistas y oposito¬res a la dictadura guaraní, embarcan en el transporte Yapeyú al obrero Francisco Guerreiro Apolonio y lo entregan en Por¬tugal a la policía del dictador fascista Antonio Oliveira Salazar.
Por otra parte, en los testimonios del Parlamento adverti¬mos la aceptación, una aceptación impuesta verticalmente, de la ley represiva cuestionada desde 1902 por los sectores pro¬gresistas. El diputado Montiel, peronista, lo recuerda Carlos Sánchez Viamonte, fundaba su negativa a la derogación de la ley 4.144 con las siguientes palabras expuestas no sin cierta hipocresía: "antes la ley nos sacrificaba a nosotros porque la manejaban ellos, ahora la ley la manejamos nosotros y no se debe temer arbitrariedades" (Sánchez Viamonte, 1956). In¬teresa, de manera especial, señalar en qué medida las aspira¬ciones obreras se contradicen con argumentos e ideas que en apariencia aluden a los intereses de los propios perjudicados. La política reaccionaria, se ha dicho, suele servirse automáticamente de fuerzas sociales que se oponen al desarrollo en nom¬bre del mismo. Es, sin ninguna duda, una paradoja muy fre¬cuente en los países del Tercer Mundo y que busca su sustento en las más variadas expresiones. Recordemos que el líder na-cionalista Mahatma Gandhi preconiza la industria doméstica y se resiste a la industrialización de la India en nombre de la "identidad nacional" de su nación. "La salvación de la India —opinaba— consiste en desaprender lo que ha aprendido du-rante los últimos cincuenta años. Los ferrocarriles —agrega—, los telégrafos, los hospitales, los abogados, los médicos y otras cosas por el estilo deben desaparecer; y las llamadas clases superiores deben aprender consciente, religiosa y deliberada-mente la sencilla vida campesina." (Minogue, 1975, 162.)
Se trata, sin duda, de la vuelta al pasado y a la naturaleza; esta última, sostiene Simone de Beauvoir, es uno de los grandes ídolos de la derecha, para quien la naturaleza aparece, a la vez, como antítesis de la historia y de la praxis (Beauvoir, 1983, 138).




VII
LA IRRACIONALIDAD DEL PODER Y LA IMPOSICIÓN
DE LA MUERTE (1955-1984)


1956: "La interminable historia de las torturas"


Hemos examinado en el capítulo anterior el orden represivo impuesto en el país entre los años 1943 y 1955, hasta donde lo permiten los alcances y propósitos de este libro. Nos corres¬ponde ahora proseguir con el análisis de esa realidad en los años posteriores.
Pues bien, frente a los hechos ya expuestos, poco antes de la caída de Perón, en los días que van del 16 al 20 de sep¬tiembre de 1955, el locutor de la radio rebelde Puerto Belgrano interrogaba a sus oyentes: "¿Saben ustedes de alguien que haya sido torturado en las zonas ocupadas por las fuerzas re¬beldes?" Determinan así, escuetamente, la intención de poner fin á una práctica iniciada, en lo que hace a la Argentina mo¬derna, en 1930.
A pesar de los buenos deseos, a poco renace la barbarie. Debemos advertir, haciendo nuestras las opiniones de Alain Rouquié, que a partir del 16 de septiembre de 1955, los hechos lo confirman, "la hostilidad política hacia los 'enemigos de la libertad' encubría muchas veces un odio social, un enfrentamiento de clases inexplicable que el general Lonardi ignoraba por completo" (Rouquié, 1981, II, 125).
Como es bien sabido, el 13 de noviembre de 1955 el ge¬neral Lonardi es removido de su cargo. De allí en más, disuelto el Partido Peronista, las cosas empeoran. El 9 de junio del año siguiente estalla una rebelión armada en varios regimientos y guarniciones del país. Reprimida con energía, días más tarde se ejecuta a treinta y ocho civiles y militares, entre ellos al general Juan José Valle, "único golpista argentino —señala Rouquié—, a quien se aplicó la pena máxima por rebelión ar¬mada" (1981, II, 137). Días más tarde, se escuchan aquí y allá denuncias de torturas y de otros "aprecios ilegales". Son ahora víctimas de la violencia quienes hasta poco antes participaban del poder. Y con relación a esa realidad disponemos de nu¬merosos testimonios y entre otros los de La Nación (20 de junio de 1956) y La Prensa (21 de junio de 1956). En agosto del mismo año insiste en el tema La Gaceta de Tucumán. Una y otra vez, se hace resaltar el hecho de que se tortura en de¬pendencias del Congreso Nacional y en el interior del país.
Por esos días, en Buenos Aires, el escritor Ernesto Sábato denuncia desde las páginas de Mundo Argentino, publicación periódica cuya dirección ejerce, la puesta en vigencia de la tortura. "Para que termine la interminable historia de las tor¬turas" titula el artículo.1 Llamado seriamente al orden por la intervención de la Editorial Haynes, renuncia al cargo. Así los hechos, reitera la acusación en el transcurso de una mesa re¬donda organizada por ASCUA (Asociación Cultural Argentina para la Defensa y Superación de Mayo), derivando intencionalmente los organizadores el tratamiento del tema a otros pro¬blemas menos urticantes. Días más tarde Sábato es expulsado de ASCUA. Pero es preciso ir más lejos. Expuesta la situación en una asamblea de la Sociedad Argentina de Escritores, el vicepresidente en ejercicio de la presidencia no acepta la discu¬sión de la injusticia que sufrió uno de sus miembros. Aduce que el hecho no figura en el orden del día, y lo hace a pesar del apoyo que Sábato recibe de Córdova Iturburu, Beatriz Guido, Alvaro Yunque, Raúl Larra y Germán Berdiales. Pero eran minoría.
La cuota de asombro no está colmada. Por entonces, agos¬to de 1956, el Director de Institutos Penales repone en sus cargos a varios torturadores dados de baja en los momentos posteriores al golpe militar de 1955 por el ministro de Jus-ticia Laureano Landaburu (orden del día 952 y siguientes). Dentro de la mencionada tendencia, y con una intensidad que varía en el tiempo, la represión encuentra en la censura el cauce más perfecto. Es que el deseo de establecer una democra¬cia sólo tiene como objeto preservar el orden establecido, con¬servador, populista o autoritario según los intereses y necesi¬dad de cada momento. En los primeros días de agosto de 1956, es decir, mientras tienen lugar las denuncias de "apremios ilegales", secuestran en la ciudad de Buenos Aires todas las copias del film nacional Los torturadores, del director Dubois. En varias secuencias de la película, así lo señalan las crónicas de entonces, se mencionan y reproducen escenas de torturas de las que fueron víctimas Cipriano Reyes, Nieves B. de Blan¬co y otros. Son todos hechos de la barbarie anterior a 1955.
Como ocurre durante la mayor parte del gobierno pero¬nista, la Iglesia ejerce, asimismo, en este período su poder ideológico a través de funcionarios laicos. Recordemos que el libro Los desnudos y los muertos, novela de Norman Mailer, editada en los años previos a 1955 por editorial Sur, con una temática que alude al sexo, había sido secuestrada por la po¬licía. Ocurrida la revolución que desaloja al peronismo del po¬der, los interesados solicitan autorización para reeditarla, in-troduciendo en el texto original no menos de trescientas "co¬rrecciones y tachaduras".
Así las cosas, la Comisión de Cultura permite la edición del libro. Impreso, absurdos de una buro¬cracia feudal, la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires se apresta para secuestrar con sus camiones los cuatro mil ejemplares de la edición. La intervención oportuna de las auto¬ridades nacionales impide que se concrete el despojo. De todas maneras, el orden dogmático se impone, prohíben la circulación del libro en el ámbito de la capital. Sólo a fines de 1956, luego de una intensa campaña periodística y debido a la acción de la justicia, se levanta la interdicción, un caso entre tantos otros.
Desde el ángulo social, otros hechos se suman a lo ya ex¬puesto. En octubre de 1956, comisarios de distintas seccionales de la ciudad de Buenos Aires y de los partidos provinciales aledaños, una acción que nos recuerda el allanamiento de los hoteles de citas, emprenden verdaderas razzias en sitios de reunión y en la vía pública y detienen a los "petiteros" (pala¬bra que alude a cierta modalidad en el vestir), y en general a todos aquellos que usan el pelo largo.

"Se mencionan —seña¬lan entonces en las páginas de una revista semanal—, otros vejámenes y se agrega que se les ha prohibido vestir, en lo su¬cesivo, de la manera que acostumbran." 2


1961: "Hoy también se tortura en el Estado de derecho"


El 23 de febrero de 1958 triunfa en las elecciones nacionales Arturo Frondizi. Para amplios sectores populares que lo ha¬bían votado —no olvidemos que recibe el apoyo de parte del peronismo— y de manera especial para la clase media y los intelectuales que se sienten atraídos por su programa, aparen¬temente se inicia una nueva etapa en la vida del país, progre¬sista y democrática. Como bien observa Marcelo Cavarozzi al analizar las relaciones entre el sindicalismo y el gobierno, durante la segunda mitad del primer año de gobierno se pro¬duce un progresivo alejamiento de los dos socios que habían coincidido en el momento de las elecciones (1979, 17). En enero de 1959 se declara una huelga general en todo el país. Intervienen, entonces, seis gremios dominados por peronistas y comunistas. Por otra parte, cuatro meses más tarde se agu¬dizan los enfrentamientos entre el gobierno y las fuerzas ar¬madas, característica que habría de definir a toda la gestión de Arturo Frondizi. Se contabilizan durante su presidencia, no menos de treinta planteos institucionales, "sin contar los pronunciamientos 'espontáneos' y los alzamientos de oficiales peronistas" (Rouquié, 1981, II, 161).

"El clima social se deterioraba muy rápidamente y las cir¬cunstancias eran propicias para el recrudecimiento del terro¬rismo. Los comandos de la 'resistencia' peronista se proponían demostrar que no era posible eludir el problema del peronismo. La estrategia insurreccional del ex presidente [Perón] apun¬taba menos a la toma del poder que a mostrar su fuerza crean¬do un clima de inseguridad poco propicio para los designios desarrollistas. [...] La impopularidad del gobierno crecía día a día. Se lo tenía por el gobierno de los grandes grupos indus¬triales nacionales y extranjeros. El racionamiento del consu¬mo de carne que se impuso para incrementar las exportaciones no contribuyó a mejorar su imagen." (Rouquié, 1981, II, 168.)

El presidente Frondizi, el 27 de noviembre de 1958, de conformidad con la ley 13.234 sancionada por el parlamento peronista el 12 de agosto de 1948, declara el estado de guerra interno. Desde ese momento, el personal civil de la administra-ción pública y de los ferrocarriles puede ser movilizado y so¬metido a las disposiciones del Código de Justicia Militar.

Recordemos, expuestos los antecedentes, las denuncias de 1961 en el Parlamento con motivo del "Plan Conintes".3 El 17 de mayo de ese año el senador socialista Alfredo Palacios in¬terpela al ministro del Interior, Alfredo Roque Vitólo, y le advierte: "Hoy también se tortura en el Estado de derecho". Recuerda luego: "el mal no es actual, que es una costumbre inveterada; casi podríamos decir, el método corriente en toda la policía para obtener lo que falsamente se cree que será la verdad, de los labios del detenido".
Continúa. Señala una y otra vez las comprobaciones de la Comisión Investigadora del Congreso, y de manera especial insiste en el hecho de que "el vejamen al detenido o al pre¬sunto delincuente es norma y no excepción". Silvio Frondizi, asesinado por bandas ultraderechistas al comenzar la década de 1970 y hermano del presidente en ejercicio del poder, había sido uno de los denunciantes de las torturas a que eran some¬tidos los presos políticos detenidos bajo el "Plan Conintes".
Poseedor Alfredo Palacios de los testimonios, expone los hechos y también denuncia con claridad:

"He comprobado muchos casos de tormentos a políticos militantes, y he contribuido a que la Comisión Investigadora de las Torturas tenga hoy en su poder la máquina infernal que se empleaba para anular la persona humana. Pregunto: ¿Los que ostentando el uniforme y usando las armas que les entregó el Estado para guardar el orden, rompieron puertas y venta¬nas del Congreso, han considerado que el descubrimiento de los elementos de tortura significa un agravio para la institu¬ción policial?"

Por cierto, semejante demostración —fundada en sus in¬vestigaciones personales y el allanamiento a una comisaría— nos lleva a la exposición de otras realidades. Observa el sena¬dor que la comisión investigadora, aludiendo ahora a los pre¬sos comunes, ha comprobado que el vejamen al detenido o al presunto delincuente es norma y no excepción. Y es entonces que alude a la picana eléctrica:

"Característica común —en lo que hemos dado en llamar el método corriente del apremio— es la aplicación de la pica¬na eléctrica en el cuerpo previamente humedecido, golpes, pun¬tapiés y privación de alimentos —aun de agua—, generalmente por un período que parecería calculado para lograr el resul¬tado de llevar a la víctima a un estado psíquico que la colo¬que a merced del interrogador, pero que no dura lo suficiente como para poner en peligro la vida del hombre corriente y normal, ni deja tampoco, por un tiempo prudencial, rastros delatores en su cuerpo."
No entraremos aquí en el relato pormenorizado de los presos políticos torturados en esos días, testimonio que aporta la Comisión Investigadora del Congreso. De todas maneras, re¬cordemos los tormentos que en junio de 1960 aplicaban a un militante de apellido Pesquera en dependencias del Regimien¬to 7° de Infantería de La Plata. Estaqueado, observan, se lo picaneó en el pecho, abdomen y testículos. Quince años más tarde, hechos de esa naturaleza se multiplicarán por miles en las guarniciones de las fuerzas armadas del país. Bajo los aus¬picios del "Pían Conintes", del temor a la alteración del orden social, en la última etapa del gobierno de Arturo Frondizi em¬pleados, entre otros los bancarios, y obreros en huelga son detenidos, puestos a disposición del Ejército y militarizados. Las crónicas periodísticas de esos momentos nos recuerdan el corte de pelo al ras de la piel y maltratos similares.
La existencia de torturas es reconocida por el ministro del Interior Alfredo R. Vitólo en la Cámara de Senadores. "Yo he llamado al señor jefe de Policía —informa el 18 de mayo de 1961 al ser interpelado— para expresarle, y él lo ha com¬partido, la necesidad de desarraigar estos procedimientos, cualquiera que sea el responsable." Por su parte, Alfredo Palacios presenta un proyecto de ley solicitando la modificación del artículo 144 del Código Penal argentino. De acuerdo con el mismo, una idea que no llega a tratarse en la Cámara, sería reprimido con prisión de tres a diez años, inhabilitación per¬petua y pérdida de la ciudadanía el funcionario público que impusiere a los detenidos cualquier especie de tortura. La pena se eleva a quince años si la víctima fuese un perseguido politico. Desde el ángulo de la condición del ser humano, de las libertades más esenciales, se trata de un importante aporte. Un aporte rechazado en última instancia por el poder político.
Un último punto, de valor más general, se desprende de la obsesión por el peligro comunista —más adelante se ha de aludir de manera más o menos abstracta a la izquierda o a la "subversión apatrida"—, una obsesión revitalizada de tiempo en tiempo y que sirve de argumento para organizar la repre¬sión sistemática. Como venía ocurriendo desde comienzos del siglo XX, las fuerzas conservadoras alertan con artificios de toda índole sobre el supuesto peligro de la infiltración de esas ideas en el país. Se trata del renovado maccarthismo argentino. Una acción, descontadas las experiencias de 1902, 1909 y 1919, entre otras, que podemos observar en el proyecto de legislación anti¬comunista del senador Matías G. Sánchez Sorondo. Al discu¬tirse en el Congreso, en los debates de noviembre y diciembre de 1936, el legislador entre los testimonios que adjunta a sus pares incluye, a manera de prueba, el texto de un discurso del teórico nazi Alfred Rosenberg.
A partir de 1960, lo demuestra Alain Rouquié mencionando textos en serie, tanto las fuerzas armadas como la Iglesia agitan esas banderas con inusual insistencia. Las acusaciones, advierte el autor citado, en general no se destacaban por su seriedad ni por su equilibrio: "denuncias extravagantes acom¬pañaban a previsiones apocalípticas, bien indicadas para per¬turbar la mente de oficiales, sin duda sensibles a la simplici¬dad maniquea de los argumentos". Servía al mismo tiempo para confirmar las nuevas hipótesis de guerra. Descontados los teóricos de la derecha norteamericana, los militares se inspi¬ran en los teóricos franceses prácticos en la acción antisub¬versiva colonial. Oficiales argentinos, en nombre de los valores de Occidente, renegaban desde las páginas de la Revista Militar de los gobiernos democráticos. "Las libertades —dicen—, ante¬cámara del mal"; debíase buscar —agregan— la fuerza para combatir el "anticristo" en una "sociedad finalista" o en un comunitarismo integrista. (Rouquié, 1981, II, 159). Los medios, por cierto, no importaban. La propuesta, y en este punto no coincidimos con Alain Rouquié, no era reciente, si bien comienza a generalizarse entonces en los cuadros de las fuerzas armadas.
No es del caso exponer aquí el proceso de deterioro del gobierno de Arturo Frondizi, ya otros lo han hecho, ni tampoco analizar las causas que conducen a su derrocamiento el 29 de marzo de 1962. Cuatro meses más tarde, el 24 de julio, el ingeniero Alvaro Alsogaray explica a un grupo de empresa¬rios de los Estados Unidos las causas que habían determinado a desplazar al presidente electo en 1958. No son, por cierto, las más aparentes o las que se pregonan para uso interno. Se trata de una actitud bien clara en relación directa a su actividad y a los intereses que representa. El antiguo ministro de Arturo Frondizi, partidario ahora de la Revolución Argentina, expone los temores que guiaron a los depositarios de la seguridad na¬cional, temores que son una constante en los golpes de Estado. Dice entonces: "Si las fuerzas armadas no tomaban la inicia¬tiva, era inevitable que los grupos 'golpistas' en cualquier mo¬mento derrocarían al gobierno y, en ese caso, la Argentina habría caído eventualmente, a través de una serie de golpes de Estado, en una solución extrema que terminaría quizás en el fidelismo o el comunismo". Sin duda, el fantasma, bajo esos u otros nombres —lo que importa es la intención— es el que ronda en la mente de algunos. Por otra parte, con argumentos y prevenciones similares, Frondizi acusa a los militares que lo sacaron del poder de llevar al país a la "guerra social" que a poco permitiría —son sus palabras— abrir "las puertas al comunismo". Para precisar más: lo señala con la autoridad de quien, traicionando a la mayor parte de sus partidarios de 1957 y 1958, entrega a la Iglesia el dominio de un importante sector de la enseñanza universitaria, hasta entonces en su tota¬lidad laica, gratuita y monopolio del Estado.
Además de las expuestas, existen circunstancias de otra índole que hacen a la violencia y a la irracionalidad. A ellas nos referimos en las siguientes líneas. A partir de 1960, un hecho que viene delineándose décadas antes, las ideas demo-cráticas pierden poco a poco terreno frente a las propuestas de una alianza entre el ejército y el pueblo, idea en la que están acordes la denominada "izquierda nacional", no pocos sectores del peronismo y grupúsculos de diversa tendencia. Factores políticos en apariencia complejos y variados aparecen en cada caso. Hay que decir, asimismo, que todos desean impo¬ner, en una actitud intolerante, la conformidad de los "sectores nacionales". Es el deseo de conformidad de quienes se creen depositarios de la verdad absoluta y quieren imponer la tira¬nía, como bien lo observa Herbert Marcuse en Represive Tolerance, de la opinión pública y de aquellos que la manejan en la sociedad cerrada (Capaldi, 1973, 119).
Ahora bien, en relación a las propuestas de los sectores gremiales que actúan en esos momentos, las mismas se escon¬den detrás de un lenguaje que presenta características espe¬ciales y podemos seguirlas a través del periodismo y de la fuerza del poder. Una acción que anula la razón de ser de la lucha obrera y produce en lo político una regresión a las formas más conservadoras, expuestas con distintos argumen¬tos. Sindicalistas y militares, por caso, mencionan con fre¬cuencia en sus exposiciones, desde entonces, a los "estamen¬tos" sociales del país, término que determina inmovilidad y es propio de la estructura medieval. Paralelamente se revitaliza la figura de Juan Manuel de Rosas, representante en la primera mitad del siglo XIX de los latifundistas porteños. Para José María Rosa, un peronista de conocida actuación política, el estanciero de Buenos Aires habría hecho durante su gober¬nación un ensayo de reforma agraria (sic) bajo el lema "la tierra para quien quiera trabajarla" (Rosa, 1967, 145). Son, sin duda, expresiones que no resisten ningún análisis racio¬nal, expuestas sin aportar ninguna comprobación documental.
Pero el asombro no está colmado. Jauretche, refiriéndose a los señores feudales del siglo XIX, los jefes de las montoneras, propietarios latifundistas, define: "El caudillo es el sindicato del gaucho". Y en una pretendida historia de La clase trabaja¬dora nacional, Guillermo Gutiérrez sostiene que el caudillismo y las montoneras "representaron la ambición de construir una sociedad sobre bases populares [...] se ubican (sic) en el contexto de la lucha de clases indisolublemente ligada a la cuestión nacional" (1975, 22).
En esos años observamos planteamientos semejantes en los medios destinados a "formar" la opinión pública, en las escuelas sindicales (aún falta en la historiografía argentina un análisis de los planes de estudio), en las más variadas pu¬blicaciones, aun en las autodefinidas como progresistas. Y en referencia a un plano bien preciso, en 1958 comienza el auge del grupo filofascista Tacuara. Dos años más tarde, precisa¬mente en 1960, Jordán Bruno Genta, nacionalista ultra de larga actuación, partidario de una sociedad autoritaria, es con¬sejero de política educacional de la Fuerza Aérea Argentina. Pronuncia por entonces, en ese ámbito, bajo el título de "Guerra contrarrevolucionaria", varias conferencias, editadas luego por el Servicio de Información de Aeronáutica (S.I.S.), manifestándose antisemita, lo cual no era una novedad.


La práctica del autoritarismo en los días de la Revolución Argentina


Los caminos de los ultras, como venía sucediendo desde 1930, se bifurcan. Una historiadora del nacionalismo, Marysa Navarro Gerassi (1968, 234), señala que la vinculación de Mario Amadeo y sus amigos, primero con Arturo Frondizi y más adelante, a partir del derrocamiento del presidente constitucional Arturo Illia, el 28 de junio de 1966, con las huestes del general Onganía, no es bien vista por algunos sec¬tores de la derecha autoritaria. De todas maneras, unos y otros se oponen a lo que denominan "izquierda"; son cató¬licos a ultranza, hispanistas partidarios de Franco, resistas, antiyanquis —no por anticapitalístas sino por temor a los cambios—, dogmáticos. En síntesis, dan primacía al orden y a la jerarquía social y económica, principios básicos de un pensamiento que encuentra eco favorable en las fuerzas ar¬madas, y de manera especial en los momentos de crisis y de conflictos en una sociedad de clases. Onganía, sostiene el ge¬neral Alejandro Lanusse, se inspiraba en el falangismo espa¬ñol. (1977, 23.)
Como había sucedido en los siglos XVI y XVII, durante la Contrarreforma, el poder autoritario controla los detalles más insignificantes de la vida cotidiana: desde la forma de una malla de baño hasta la altura de una pollera femenina. Las relaciones heterosexuales y mucho más las homosexuales —la policía se ensaña con todos aquellos que trasgreden las nor¬mas tradicionales y dispone de una legislación que la autoriza a intervenir y a vejar a los seres humanos— son motivo de ordenamientos estrictos y bien delimitados. Dar un beso a una mujer en sitio público es considerado un delito. Usar barba y pelo largo, tal vez por la
identificación con los guerrilleros cubanos, lo consideran subversivo. Ernesto Deira, un presti¬gioso pintor, es arrestado y rapado en una comisaría por transgredir esas normas, las que, por otra parte, no figuran en ningún código u ordenanza. Agustín Lanusse, un militar, confirmando lo que hemos expuesto, alude a la acción del gobierno de Onganía y lo hace de la siguiente manera: "Ese gobierno, empeñado en medir desde el comportamiento de la gente en la calle hasta las di¬mensiones de [la] ropa femenina y las características de las mallas de baño". (Lanusse, 1977, 23.)
Libros, películas y todas las manifestaciones artísticas que no coincidan, según las autoridades, con el pensamiento "oc¬cidental y cristiano", una abstracción nunca bien definida, son sistemáticamente prohibidas o censuradas. La paranoia oficial llega en muchos casos al absurdo subrealista. Se impide en esos días, por caso, la puesta en escena de la ópera Bomarzo del compositor argentino Alberto Ginastera, ópera basada en la novela del mismo nombre de Manuel Mujica Lainez, estre¬nada ya en los Estados Unidos y con varios premios inter¬nacionales.
Inserto en el mencionado proceso de represión generali¬zada, en los primeros días de su gestión, en julio de 1966, la "Revolución Argentina" interviene la Universidad y se produ¬cen los episodios de violencia que pasan a la historia como "la noche de los bastones largos". La policía irrumpe en los claustros universitarios a sangre y fuego, golpea y detiene a profesores y alumnos que se oponen a la intervención policial y al fin de la autonomía. Particularmente violenta fue la re-presión de las tropas de la Guardia de Infantería en la Facul¬tad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. La irracionalidad y brutalidad de los hechos —de ninguna manera un eufemismo— y los métodos puestos en práctica por las fuerzas del orden serán considerados más tarde como un grandísimo error cometido por los colaboradores del régimen militar. Así lo reconoce, años más tarde, Mariano N. Castex, en ese momento asesor presidencial, en El Escorial de Onganía, título de un libro que, sin ninguna duda, es al mismo tiempo una definición ideológica de su gobierno. (Castex, 1981, 104.)
A partir de entonces, la represión no encuentra límites.4 Con el fin preciso de impedir la defensa de los presos políti¬cos detenidos por la policía, el general Onganía, y por inter¬medio de su secretario de Justicia, sanciona el decreto por el cual modifica la práctica habitual del habeas corpas. La regla¬mentación, lo reconoce Roberto Roth, funcionario entonces de la dictadura, "prácticamente destruía la institución, los dere¬chos más elementales de nuestra Carta Magna". (Roth, 1980.) Pero, en el camino de la represión, no es todo. En marzo de 1967, por el denominado Servicio Civil de Defensa, permiten la movilización de los adversarios políticos del régimen, pudiendo éstos ser convocados, así lo determinan, "cuando los intereses vitales y la integridad del Estado se vean amenaza¬dos". Es, lo reconocen analistas políticos, la proyección de la ley 13.234 de 1948 que autoriza al gobierno a convocar militar¬mente a empleados y obreros en caso de huelga o de altera¬ción del orden público.


"La 'derecha' de la extrema izquierda y la 'izquierda' de la extrema derecha"


Es necesario referirnos ahora, aunque más no sea en po¬cas líneas, a la organización guerrillera Montoneros. En cuan¬to al origen de este grupo, cuyas cabezas principales provie¬nen del catolicismo de derecha, neofalangistas, rosistas agrega Rouquié, se ha dicho que reciben en un primer momento el apoyo de un sector del gobierno que sostiene a la "Revolución Argentina". Sea como fuere, lo cierto es que el ministro del Interior, general Imaz, recibe en su despacho al jefe de una organización nacionalista similar, Tacuara, antisemita y parti¬daria de la violencia más desenfrenada. Mariano N. Castex, ya mencionado, por cierto que al corriente de muchos de los secretos y de la acción de los militares instalados en el poder, sugiere —más que sugerir afirma— las relaciones entre el po¬der y los ultras.

"¿Quién armó, instigó y organizó a los montoneros? Es un hecho que para enfrentar a la guerrilla de izquierda hubo en todas partes del mundo organizaciones de derecha que se armaron para responder al desafío. Las hay todavía y el dere¬cho en que se fundan constituye el arma más peligrosa de la civilización contemporánea: la doctrina de Paulus y de Ulpiano. ¿Acaso no existe la posibilidad, si se analiza la organiza¬ción 'montoneros' a fondo, de que partiendo de un frente de derecha con motivos justificables, sus dirigentes —desboca¬dos y rebelados— hayan podido independizarse cambiando de vereda? El tema vale una cuidadosa reflexión a nivel de aque¬llos que teniendo acceso a informaciones reservadas acerca del origen de todas estas organizaciones afectas al caos, pue¬den legar a la posteridad argentina documentación seria que en el futuro aclare debidamente el pasado."

Por otra parte, y no es del caso profundizar aquí la cues¬tión, recordemos la acción de grupos similares en la Alemania prenazi, ultraderechistas pero con un aparente lenguaje de iz¬quierda. Grupos, al decir de Jean Pierre Faye, que hacen via¬ble "la propagación de los vaivenes entre los dos puntos más paradójicos: entre la 'derecha' de la extrema izquierda y la 'izquierda' de la extrema derecha. (Faye, 1974, 627.) Joseph Goebbels en unos artículos periodísticos de 1925, les advierte a sus lectores sobre "el carácter proletario acentuado del Mo¬vimiento" nacionalsocialista, su "señalado —agrega— carácter socialista", su "carácter —insiste— revolucionario". En otra oportunidad, dos años más tarde, asegura Goebbels que el nacionalsocialismo hace una llamada al hombre de la calle, "habla su lenguaje", "hablamos —insiste— la lengua del pue¬blo". (Faye, 1974, 758.) Como bien lo indican los historiadores de los orígenes del nazismo, Nacionalsocialistas Revoluciona¬rios del "Frente Negro", Nacionalistas socialrevolucionarios de La Nación Socialista, Nacionalrevolucionarios del Pionero y de Subversión, los camaradas, en fin, de Resistencia se aso¬cian con el exclusivo fin de establecer una política "socialista y nacionalrevolucionaria". Esos grupos están, insistimos, en la extrema derecha de la izquierda.
En la realidad argentina de esa década, los ejemplos abun¬dan. En los siguientes párrafos de una carta enviada por un grupo de montoneros presos en una cárcel, fechada el 15 de enero de 1970, advertimos muchos de los argumentos de los nazis alemanes de la década de 1920. Le señalan a su desti¬natario, el escritor J. J. Hernández Arregui, lo siguiente:

"Los etiquetadores de todo y los fiscales de café, nos lla¬man 'foquistas', 'pequeños burgueses suicidas', 'voluntaristas' y otras yerbas, en su afán por aplicar calificativos que no res¬pondan a nuestra realidad política y social. Algunos afirmaron que despreciamos el papel de la clase trabajadora... esos imbéciles no han visto nuestras manos callosas y nos suponen tan inútiles como ellos. No han visto nuestras manos sucias de pólvora y sangre, que es la única forma de tener limpia la conciencia en América latina. Y como son incapaces de ver más allá de su pedantería libresca y de su método científico y su revolución con escuadra y tiralíneas, nos llaman todas esas cosas." (Hernández Arregui, 1973, 548.)

De todas maneras, la experiencia y la práctica, los intere¬ses creados, imponen, bien lo señala Juan José Sebreli en Los deseos imaginarios del peronismo, diferencias esenciales entre el hecho argentino y el incendio que produce en Europa el fascismo. Por otra parte, y son palabras de Guido di Telia, funcionario en 1975 de Isabel Perón, "las fantasías acerca del potencial revolucionario del peronismo parecen bastante caren¬tes de fundamento".
Pero no queremos dejar este aspecto de la historia re¬ciente del país sin señalar la similitud de tres textos doctri¬narios. El primero corresponde al teórico nazi Ernst Krieck y pertenece a su libro Estado total vólkish y educación nacio¬nal, impreso en Heidelberg en 1933. Se trata, por cierto, de la doctrina oficial de la Alemania totalitarista. Leamos atenta¬mente:

"En lo referente al siglo burgués, que ha introducido la se¬paración del pueblo y del Estado en el concepto y la realidad, que ha reducido al pueblo a la abulia, a una esencia incapaz de actuar, es también significativo que haya hecho del Estado un órgano social más entre otros, una posición del Todo entre otras. 'El Estado total', el verdadero 'Estado popular' es la misma e inmediata 'Totalidad vólkische' por el hecho de que a partir del ser simple llega al acto de querer, a la acción creadora de la historia, al poder y a la política."

El segundo texto reúne afirmaciones de Hernández Arregui expuestas en su libro La formación de la conciencia nacional. Dice el autor aludido:

"Una cultura nacional, base espiritual de la unificación del país, es sin que se anulen en su seno las oposiciones de clase, participación común en la misma lengua, en los usos y cos¬tumbres, organización económica, territorio, clima, composi¬ción étnica, vestidos, utensilios, sistemas artísticos, tradiciones arraigadas en el tiempo y repetidas por las generaciones; bai¬les, representaciones folklóricas primordiales, etcétera, que por ser creaciones colectivas, nacidas en un paisaje y en una asociación de símbolos históricos, condensan las caracterís¬ticas espirituales de la comunidad entera, sus creencias mo¬rales, sistemas de la familia, etcétera." (Hernández Arregui, 1973, 47.)

Se trata, indudablemente, de posiciones similares a las de los teóricos nacionalsocialistas. Las mismas que expone Juan Pablo Feinmann en Estudios sobre el peronismo, un estudio laudatorio que asocia las figuras de Rosas y Perón. Observa este autor lo siguiente:

"El peronismo constituye un ejemplo luminoso de esta si¬tuación: las mayorías populares, el 17 de octubre, irrumpieron nuevamente en nuestra historia para quebrar su rumbo y para teñirla con la épica jocunda de sus consignas victoriosas. Sur¬gía también un nuevo Estado, el Estado Nacional Popular, cuya legitimidad más profunda anclaba en la movilización de las mayorías y la autonomía de la Nación. Estado, Pueblo v Nación volvían de ese modo, a integrarse en una totalidad instrumental y política que es condición insoslayable en los procesos de liberación en los países periféricos. Y otro mo¬delo de Estado, hegemónico hasta entonces en nuestra patria, era cuestionado en profundidad: el Estado liberal, cuya os¬cura historia, que es la de su ilegitimidad, vamos a contar aquí [...] Para lo que no sirvió jamás, fue para integrar al pueblo a ese proyecto." (Feinmann, 1983, 78.)

Aclaradas algunas de las características de la ideología posterior a 1966, debemos seguidamente referirnos a otros aspectos del período que nos ocupa, y de manera especial al orden represivo que impone el Estado autoritario, rígidamente sistemático. En el fondo la posición expuesta, de manera es¬pecial la de los dos últimos autores citados, es típicamente conservadora. Haciendo nuestras las opiniones de Karl Mannheim, en cierto sentido, el conservadurismo nació del tradicio¬nalismo, es, sin más, tradicionalismo hecho consciente.


Autoritarismo y represión sexual


Después de los comentarios anteriores sobre algunos as¬pectos de la realidad del país, debemos volver al análisis y exposición de las violencias y los controles sociales. En pri¬mer lugar recordemos la sistemática represión sexual y el control de las relaciones más íntimas del ser humano. El he¬cho, lo hemos señalado, tiene sus antecedentes en otros perío¬dos autoritarios de la Argentina, de manera especial durante el transcurso de las presidencias de Uriburu y de Perón. En el corto período de Arturo Illia (1963-1966) la presión deja de tener vigencia, observándose una distensión en ese aspecto de las relaciones humanas.
A partir de Onganía (28 de junio de 1966 - 8 de junio de 1970), las cosas cambian. Pues bien, señalamos a continua¬ción, en lo referente a la ciudad de Buenos Aires, algunas de las pautas y controles que se dan a la vida cotidiana, pautas que se inspiran en la "acción moralizadora" de la Iglesia, ins¬titución que Hernández Arregui, deformando con toda inten¬ción la verdad, cree que en la Argentina propugna una política liberal. No olvidemos que las normas represivas sexuales, así fue siempre, constituyen una de las características más esen¬ciales del pensamiento autoritario y conservador.
La ordenanza de la Municipalidad de la Ciudad de Bue¬nos Aires del 27 de julio de 1966 decide que "los integrantes de orquestas, sus vocalistas, los locutores y artistas que actúan en números de variedades en cabarets, boites, salones anexos, bares nocturnos, casas de baile, salas de baile y locales donde se ejecute música y/o canto, con o sin intercalación de nú¬meros de variedades, no podrán alternar con el público con¬currente". Otra disposición del mismo día y año determina la luz que debe haber en los salones de baile. "La visibilidad deberá ser tal que en todo el ámbito del lugar y desde cual¬quier ángulo del local, se pueda apreciar con absoluta certeza la diferencia de sexo de los concurrentes." (Anales de Legis¬lación Argentina, Buenos Aires, 1966, n° XXVI-B.)Se trata del temor al sexo y del orden impuesto por el puritanismo represivo. Con certeza lo señala en 1973 un ex¬tenso informe preparado por el Foro de Buenos Aires por la Vigencia de los Derechos Humanos al aludir a la tortura. Onganía, escriben, era un puritano "y los únicos desórdenes que le preocuparon fueron los sexuales, aunque asumieran la forma inocente de un beso en las plazas públicas".
Se delimitan con precisión escolástica los límites de lo lícito e ilícito. Las normas abundan y también la puesta en práctica de las mismas. En una ordenanza municipal del 12 de enero de 1967 se enuncian los estrictos preceptos del Es¬tado y las prohibiciones a que son sometidos los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, las mismas que en general rigen en todo el país, la organización antisexual que obra en "res¬guardo de la moral o buenas costumbres".
He aquí, el texto represivo del artículo 26 de la norma mencionada:

"En los espectáculos públicos: La infracción a la regla¬mentación sobre calificación, restricciones, acción, lenguaje, argumento, vestimenta, desnudez, personificación, impresos, transmisiones, grabaciones o gráficos, en resguardo de la moral o buenas costumbres, o que tiendan a disminuir el respeto que merecen las creencias o instituciones religiosas o lesionen el sentido de la dignidad humana y de la libertad de cultos, en los espectáculos y diversiones, será penado con multa de $.10.000, y/o arresto hasta 30 días, y/o clausura hasta 90 días." (Anales de Legislación Argentina, Buenos Aires, 1967, t. XXVII-A.)

Para el orden militar, el abstracto y nunca definido "modo de vida occidental y cristiano", es decir, traduciéndolo, el man¬tenimiento del poder autoritario, significa entre otras cosas que la población lleve una existencia "moral", que rechace el placer de la carne. Por esa razón prohíben todo lo que incite al sexo, desterrándolo del universo ascético que desean cons¬truir. Pero el asombro no encuentra límites. La ordenanza mencionada en segundo lugar, un texto característico de la paranoia oficial represiva, prohíbe y sin definir los alcances, las publicaciones "que resulten inmorales". Pero aun van más lejos en la acción, llegan en muchos casos al delirio. Veamos. Condenan, entonces, y lo decimos con las palabras de la dis¬posición municipal, "la fabricación, preparación, exhibición, venta o tenencia de sustancias, drogas o aparatos para usar con fines de placer". Sorprende en el enunciado, por otra parte esquemático y breve, la confusión que puede determi¬nar, el amplio margen de maniobra, en los funcionarios (ins¬pectores, policía) encargados de hacer cumplir la ordenanza.
Sea como fuere, lo cierto es que sustituyen, sin duda, el goce y lo condenan con penas temporales que reemplazan, lo señalamos al referirnos a otros momentos del país, el temor tradicional a los castigos divinos, los del infierno. Por otra parte, debemos insistir en el hecho, como bien observa Reich, cada vez que se incrementa la presión económica sobre las masas trabajadoras, suele fortalecerse también la presión moralizadora y compulsiva. "Esto sólo puede tener la función de prevenir una rebelión de las masas trabajadoras contra la presión social, mediante una intensificación de sus sentimien¬tos de culpabilidad sexual y su dependencia del orden consti¬tuido." (Reich, 1980, 149-150.) Es la tensión, siempre ha sido así, entre el orden autoritario y la libertad, una situación que resuelven mediante la negación de toda actitud que consi¬deran racional.
Una constante del autoritarismo argentino, el antisemi¬tismo siempre latente se manifiesta en diversos campos de las actividades del país. Son frecuentes entonces los atentados a las sinagogas y a los sitios de reunión de la colectividad judía. Se impone, por otra parte, la discriminación de los judíos en los altos cargos oficiales. Un antisemitismo que en ocasiones llega al ridículo y nos recuerda los certificados de "pureza de sangre" de la España de los siglos XVI al XIX o las investiga¬ciones de los nazis en la Alemania de Adolfo Hitler. En junio de 1970, a pocos días de producirse el derrocamiento del gene¬ral Juan Carlos Onganía y en los momentos en que asume la presidencia de facto el general Marcelo Levinston, el sema¬nario Primera Plana da a conocer en su primera página —se nos ocurre que un agregado de último momento dispuesto y ordenado desde la Junta de Comandantes— la supuesta o real genealogía del militar argentino, confeccionada indudablemen¬te por un especialista, descendiente, indican, de una antigua familia de la nobleza de Inglaterra. La intención es bien clara: desean alejar toda suspicacia sobre el posible origen judío del nuevo presidente que imponían los militares.


La violencia física


Y también, por cierto, encontramos la violencia física. Así, en un país y en una sociedad descreída, en medio de las contradicciones políticas, los controles de todo tipo sobre la vida cotidiana y asimismo de las más variadas reacciones (su¬cesos de Córdoba y Rosario en mayo de 1969), en determi¬nado momento se incrementan la represión y la tortura. Y si bien la magnitud de los hechos no alcanza los mismos niveles de los observados en la segunda mitad de la siguiente década, en el período de la Revolución Argentina el ejército y la poli¬cía dan muerte a más de treinta personas. Lo hacen, así lo señalan en esos días las denuncias públicas, "como consecuen¬cia de la represión contra manifestaciones pacíficas y desar¬madas". La acusación corresponde al Foro de Buenos Aires por la Vigencia de los Derechos Humanos y está fechada en 1973, en los momentos previos a la entrega del poder por par¬te de las autoridades militares. He aquí uno de los hechos referidos:

"Al cumplirse el tercer aniversario de la instalación de la dictadura de Onganía, la C.G.T. de los Argentinos, dirigida por Raimundo Ongaro, convoca a manifestaciones de repudio a la policía de los monopolios. Una de esas columnas, en Capital Federal, el 27 de junio de 1969 al llegar a plaza Once es inter¬ceptada por la Policía Federal y dispersada con el habitual empleo de gases lacrimógenos. Mientras los manifestantes se repliegan, de un coche particular descienden cuatro policías de civil (presuntos integrantes de Coordinación Federal) y persiguen al ex secretario general del Sindicato de Prensa, y dirigente de la izquierda revolucionaria, Emilio Mariano Jáuregui hasta que lo ultiman a balazos en la calle... El dia¬rio La Prensa controvirtió la versión oficial de que Jáuregui disparó contra sus victimarios y demostró, en cambio, que el dirigente fue asesinado cuando estaba caído en el suelo, por disparos hechos casi a quemarropa." (Proceso, 1973, 129.)Al llegar a este punto, es necesario referirnos a las tortu¬ras impuestas a los detenidos sociales y políticos, una práctica, por otra parte, frecuente para obtener confesiones a presuntos delincuentes comunes. Como bien se ha advertido con referen¬cia a la barbarie nazi, los excesos son perpetrados en todos los casos por personas individuales, pero son aprobados, esti¬mulados y hasta provocados por todo el sistema. (Kaminski, 1940, 143.) La represión sangrienta, las muertes y torturas, de ninguna manera puede atribuirse, como señalamos en otros casos, al sadismo de los menos; es la resultante de una polí¬tica y también de una tradición hondamente arraigada en las fuerzas armadas y en la policía. Reside, entre otros hechos, en la creencia de que son defensores de la verdad de turno, la única posible para ellos.
Golpes, violaciones, castigos y descargas eléctricas en el cuerpo constituyen en esos días las prácticas más comunes del brazo armado del poder. Los casos conocidos se multi¬plican a partir de la pérdida de la escasa base de sustentación del régimen, siempre ocurre así en los sistemas autoritarios, y, de manera especial, luego del "Cordobazo" de mayo de 1969. Desarrollan todo un sistema, perfectamente organizado, para injuriar en su dignidad humana a los detenidos, sean éstos hombres o mujeres, para destruirlos física y psíquicamente y colocarlos bajo la voluntad del verdugo.
Un informe preparado en 1973 sobre la represión en la Argentina a partir de 1966, determina cuáles eran los castigos corporales más frecuentes:

"La variedad de castigos corporales incluye 'innovaciones' tales como el 'teléfono' (golpear con ambas palmas de la ma¬no, al unísono, en los oídos), pero sin olvidar las patadas (es¬pecialmente en los órganos vitales y sexuales), trompadas (espalda, cabeza, costillas y vientre). 'Reanimar' a los dete¬nidos significa en el lenguaje de los torturadores colocar a la víctima frente a un ventilador para que recobre el conocimien¬to y proseguir con los castigos corporales. La golpiza sólo se detiene cuando el detenido es una masa informe y sanguino¬lenta, o bien los golpes son dosificados progresivamente para aumentar la intensidad de la tortura." (Proceso, 1973, 145.)
Como venía ocurriendo desde mediados de la década de 1930, la picana eléctrica, con los terribles efectos de sus des¬cargas, constituye uno de los métodos preferidos por los tor¬turadores. A diferencia de lo observado a partir de 1975, aproximadamente, en muy pocos casos el personal encargado de los tormentos cubre los ojos de sus víctimas. No les im¬porta, o creen que eso no es posible, ser reconocidos. El in¬forme del ya mencionado Foro de Buenos Aires señala el hecho de que en muchos casos tampoco les preocupa ocultar las dependencias oficiales donde cumplen su misión: Oficina de Informaciones de la Jefatura, seccional 10? de policía (ciu¬dad de Córdoba), Departamento Central de Policía, comisa¬ría 23, comisaría 19 (Capital Federal), etcétera. Todos ellos están seguros de la impunidad.
En todos los casos, los testimonios de los detenidos son suficientemente explicativos y en esencia no varían de otros. Tomamos al azar párrafos de tres declaraciones. Los primeros corresponden a Adela Jorge.

"[...] Me colocaron sobre una mesa y me estaquearon. Comenzaron a picanearme en los senos, en los órganos geni¬tales, piernas y estómago, y en el ano. Me tiraban del cabello, pedí por favor que no continuaran. Siguieron picaneándome, se me paralizó una pierna, me pegaban en ella, comencé a sen¬tir unas puntadas muy fuertes en el lado izquierdo del pecho, en la espalda y en los órganos genitales. Sin embargo, siguie¬ron torturándome; para que no gritara me pasaban la picana por la boca. Me amenazaron con dejarme estéril para toda la vida, que iban a destrozarme, que tomarían represalias contra mi familia. Me decían las más horribles obscenidades que ja¬más escuché [...]" (Proceso, 1973, 148.)

Y los siguientes son de Jorge Eduardo Rulli.

"[...] El que me picaneaba era un anormal, una hiena, se reía todo el tiempo. Antes de empezar dijo: 'Qué lástima que lo tenemos que picanear enseguida. Cómo me hubiera gustado romperle el culo primero, ya que está atadito, así'. Lo repitió varias veces de diferentes maneras. Ésta es la peor humillación que te podes imaginar [...] La electricidad me hacía saltar como enloquecido. Las contorsiones me hincha¬ron a reventar las manos atadas y me provocaron una lesión de columna [...]" (Proceso, 1973, 149.)

Por último, la experiencia de Elda Frascetti de Colautti.

"[...] Ponen música con volumen muy alto y amenazan con matarme. Encienden la picana y comienzan a pasármela por el cuerpo, pechos, cuello, axilas, ingle, vagina, los dedos de los pies y las manos, la planta del pie, la boca. Esto con-tinúa por veinte o treinta minutos, me tiran de los cabellos, me insultan, me interrogan y ponen una grabación, además de una cinta con una persona riéndose permanentemente [...]" (Proceso, 1973, 148.)

El sadismo de los verdugos llega muchas veces a los lími¬tes de la patología sexual. "Es el complejo de inferioridad de los anormales sexuales —escribe H. E. Kaminski— el que reac¬ciona con los tormentos y martirios de víctimas inocentes, pro¬vocando en los verdugos sentimientos de voluptuosidad que no son capaces de experimentar de otro modo." En ese sen¬tido, las aberraciones, vejaciones y violaciones son frecuentes en las casas de tortura y la lectura de los testimonios causa ' verdadero espanto. "Este aspecto de la tortura —denuncia el Foro de Buenos Aires— representa la crisis total de un sis¬tema al que ya no le alcanza la opresión disimulada; es la grieta por donde se manifiesta la verdad menos evidente de la represión." La característica de los verdugos es justamen¬te la ausencia de todas las contenciones morales, actitud que ponen al servicio de un orden político autoritario o totalitario. Basados en la idea de que el poder estatal está por encima de la sociedad, del conjunto de la población, creen racional¬mente que todo está permitido.
A Emilio Brigante, detenido en Mendoza, luego de gol¬pearlo, de ser picaneado, le introdujeron "una lapicera en el ano" y a Mirta Miguens de Molina, son sus palabras, "el man¬go de un plumero". A las palabras soeces, a los constantes manoseos, se suman otros hechos. Emma Debenedetti, deteni¬da en Coordinación Federal, recuerda tiempo después: "Cuan¬do no me pasaban la picana uno de ellos me manoseaba el pecho y después varios me metieron los dedos en la vagina".Y Ana Berrante de Oberlín, torturada en la ciudad de Rosario, en abril de 1972, es precisa en sus recuerdos del sadismo verbal y de las vejaciones físicas a que es sometida. He aquí parte de sus palabras, uno de los testimonios más patéticos del período que estudiamos:

"[...] Me atan los tobillos y las muñecas y comienzan a picanearme, especialmente en los senos, los genitales, las axilas y la boca. Alternan la picana con manoseos, masturba¬ción, todo el tiempo me insultan y me dicen las groserías más repugnantes. Tratan de destruirme diciéndome que mi marido ha muerto, que era una 'cornuda', que mi esposo era homo¬sexual y que había abandonado a sus hijos, que no había pen¬sado en mis padres y cosas por el estilo [...] El torturador insistía en que lo insultara y me provocaba diciéndome que seguramente yo estaba pensando que era un sádico y que lla¬maría 'manoseo' a lo que estaba haciendo. Pero que me equi¬vocaba: él era un científico, por eso acompañaba todas sus acciones con explicaciones acerca de mi conformación física, mi resistencia, los fundamentos de los distintos métodos, espe¬cialmente de los que él llamaba 'técnicas sexuales' [...] Esa noche el interrogatorio versó, entre otros temas, sobre las relaciones sexuales que mantenía con mi esposo con todas las variantes que este tema sugería [...] De todo lo que sufrí, lo más repugnante e inolvidable son las vejaciones que el pu¬dor me impide relatar en detalle [...] Lo más desesperante es la sensación de total impotencia." (Proceso, 1973, 150.)


1976-1983: "Se rompen diques y barreras; la vida y la muerte se juegan en aras de la victoria"


La ideología autoritaria se manifiesta de manera mucho más vehemente en los años posteriores a 1974, lindando ésta, en algunos casos, con el totalitarismo. Sectores políticos y grupos de poder, algunos con el control de la fuerza del Estado y otros con el dominio demagógico, niegan al ser humano toda posibilidad de elección política y se manifiestan depositarios de la verdad absoluta. Ese proceso, debemos insistir una vez más en lo expuesto en las páginas anteriores, tenía y tiene raíces muy profundas en la Argentina. Por un lado, y con referencia a las fuerzas armadas, el verticalismo irracional está ya presente a fines del siglo XIX a la sombra de la influen¬cia prusiana (White, 1982), sumándose más tarde, como ele-mento coadyuvante, en el marco de la alianza con los sectores económicos, el temor a los movimientos obreros socialistas y libertarios. Las academias e institutos militares conforman en los jóvenes alumnos y en los oficiales una mentalidad auto-ritaria a la par de señalarles que están predestinados a salvar al país de cualquier peligro interno o externo. Por otra parte, es necesario decirlo, la creencia popular suele compartir en gran medida esa afirmación interesada y, sutilmente inducida por los grupos de poder, se manifiesta a través de las más variadas expresiones. Nos encontramos nuevamente con el atractivo nacionalista que es similar, si bien en otra perspec¬tiva, al que despierta el nazismo en las masas populares de Alemania. Con razón se ha sostenido, y así lo demuestra la realidad, que ningún régimen autoritario o totalitario puede existir sin cierta dosis de apoyo popular. Opuestamente, en los países donde la presión democrática es fuerte y organizada, los grupos económicos propensos, posiblemente, a apoyar a la extrema derecha en defensa de sus intereses, advierten que esas aspiraciones son inútiles. Y no olvidemos, por otra parte, que siempre que cualquier tipo de fascismo o de mentalidad autoritaria se hace carne en la población, ésta suele dirigir sus miradas al ejército como un baluarte de la "decencia y la lega¬lidad". (Ebenstein, 1965, 81.) "El grado de 'politización' del ejército que sea capaz de lograr un movimiento totalitario indica también hasta qué punto se ha hecho totalitaria la so¬ciedad misma" (Friedrich y Brzezinski, 1976, 443). Se ha sos¬tenido una y otra vez y con razón que el fascismo, todo mo¬vimiento autoritario, traspasa siempre a los grupos sociales: "los ricos industriales y terratenientes lo apoyan por alguna razón, la clase media inferior por otra, los psicópatas y los criminales por otra muy distinta [...] No obstante, en tér¬minos de base psicológica implícita, lo que el fascismo busca en los grupos sociales es el gran denominador común de la frustración, el resentimiento y la inseguridad (Ebenstein, 1965, 74). De allí, pues, las acciones de tipo chauvinista y la bús¬queda de "chivos emisarios", actitudes que encuentran gran resonancia entre amplios sectores de la población sujeta a esos sistemas políticos. En efecto, qué puede esperarse de la inducción de ideales y símbolos afectivos. La misión del Ejército, leemos en la Car¬tilla militar que se distribuye en 1938 a todos los soldados conscriptos, es la defensa de la nación, "tanto contra los ene¬migos exteriores como contra los enemigos interiores, es la misión del ejército". Ante todo, habría que saber cuáles son esos enemigos exteriores e interiores a los que alude la Cartilla militar de 1938. Nada sabemos, pero podemos conjeturar, te¬niendo en cuenta la preocupación de la derecha y del nacio¬nalismo, que tienen presente a determinados países vecinos —Brasil y Chile— y a los sectores obreros más radicalizados, movilizados en esos momentos en defensa de la República Española agredida por el fascismo. En éste como en otros aspectos, advertimos que esa posición tiene muchos puntos de contacto con la doctrina desarrollada a comienzos de siglo por la Liga Patriótica y más tarde por la Legión Cívica, ante¬cedentes, en gran medida, de la doctrina de la Seguridad Na¬cional expuesta en la década de 1970. De esa suerte, el ejército y los sectores de más poder económico se convierten en alia¬dos, y estrechan filas sobre objetivos comunes, en un movi¬miento destinado a reprimir. Por lo demás, la compra de armas es un hecho que superpone a otros y domina toda la cuestión. Siempre tienen presente, lo sugieren por intermedio de los medios de comunicación, la política armamentista de los pre-suntos enemigos. Ese proceso va, asimismo, acompañado por una involución interna apoyada en el chauvinismo y en la mentalidad autoritaria que va apoderándose de amplios sec¬tores de la población argentina, civiles y militares. En 1918, por caso, el coronel Carlos Smith, jefe del Regimiento 10 de Infantería, anuncia desde las páginas de un manifiesto que ti¬tula ¡Al pueblo de mi patria! que sin el poder de la fuerza y sin el "pueblo en armas", el país hubiese sido "presa de la voracidad" de las naciones vecinas. Las siguientes son parte de sus palabras: "Sin el ejército, sin el pueblo en armas, sin nuestros acorazados, sin nuestros arsenales repletos de fusiles y cañones, la República Argentina habría sido presa de la vo¬racidad de esos vecinos que, sin embargo, no desperdician oportunidad para cantar a nuestro diapasón himnos a la paz y a la solidaridad americana". Y no olvidemos, siempre fue así, que las reacciones de los unos no pueden aclararse sin las ini¬ciativas de los otros, y viceversa. Hacía ya años que estos hechos veníanse dando así. Por otra parte, y repetimos una pre¬gunta expuesta por nosotros en otra oportunidad, ¿hasta qué punto los intereses de algunas potencias, vendedoras de armas no promueven en los países periféricos enfrentamientos ficticios?
Advertimos, pues, que ya en algunas décadas anteriores están presentes y bien precisados los elementos autoritarios que predominarán más tarde. Finalmente, en ese orden de con¬sideraciones, debemos añadir que poco a poco el lenguaje mi¬litar se impone para designar aspectos de la vida civil que no tendrían por qué estar contaminados por el mismo. En efecto, en las últimas décadas algunos partidos políticos y sindicatos obreros, por ejemplo, utilizan los términos "conductor", "es¬trategia", "espíritu combativo", "comando superior", "apoyo logístico" y otros similares para calificar actitudes o denunciar a sus autoridades. También, pensemos en la palabra "agresivo" —la persona que ataca violentamente de palabra o de obra, define el diccionario— en su connotación argentina. "Vende¬dor agresivo" es aquel que logra imponer su mercancía a un tercero. Y, de hecho, ese lenguaje refleja la personalidad auto¬ritaria, larvada o manifiesta, de gran parte de la población. Una síntesis individual y el reflejo del mundo exterior que nos rodea a todos.
La mencionada tendencia, de ninguna manera nueva en el país, adquiere relevancia entre los años 1976 y 1983. Se refleja, asimismo, en el creciente interés que adquiere en la Argentina la obra y las ideas de Von Clausewitz, teórico ale¬mán de la guerra e integrante, en las primeras décadas del siglo XIX, de la Escuela de Estado Mayor de Prusia. Partidario de los sistemas políticos más retrógrados, para él, Francia representa un grupo de ideas —la Ilustración, la Revolución Francesa, la emancipación de los judíos, el liberalismo, el in¬dividualismo, la representación popular— que rechaza en nom¬bre del patriotismo alemán.
A este respecto, y en una asociación similar a la del teóri¬co alemán de la guerra, resulta expresivo y revelador que en la Argentina, mucho antes de la década de 1970, periodistas, políticos y gremialistas mencionen las palabras y las ideas del militar prusiano con intención laudatoria. Con todo, es menester indicar que esa costumbre adquiere mayores pro¬porciones en los momentos de las disputas territoriales con Gran Bretaña y Chile. Gran parte de la población del país vive en esos días en un constante estado de tensión interno y externo, libera su efectividad, inducida por los medios de co¬municación. Un estado de tensión que tiene su base de sus¬tentación en el ya mencionado chauvinismo nacionalista y con-juga con el lenguaje que todos venían escuchando desde la niñez; nos referimos a la simplificación interesada de los sím¬bolos de la nacionalidad forjada desde las aulas escolares, "sin batallas, sin caídos, sin banderas ensangrentadas, sin mo-destos y obtusos y generosos prójimos que dieran su vida por los jefes, el patriotismo se convertiría en algo tan aburrida¬mente razonable y tan difícilmente manipulable por el Estado que dejaríamos a buen seguro de hablar de él." Son palabras del escritor español Fernando Savater, expuestas en un dis¬curso pronunciado en Euskadi con motivo del congreso de las organizaciones pacifistas y de derechos humanos (La Ra¬zón, Buenos Aires, 30 de junio de 1930).
Desde ese punto de vista es significativo que el general de división argentino Alcides López Aufran, militar que inter¬viene en los enfrentamientos internos de la década de 1960 por la conquista del poder, defina al autor de De la guerra como "filósofo" y lo considera, son sus palabras, "una de las cum¬bres (sic) del pensamiento humano" (La Nación, Buenos Aires, 25 de agosto de 1980). Pero no es todo; agrega que la guerra, es decir la violencia, constituye la actividad más im-portante y noble del ser humano. Y sostiene, inspirado en Von Clausewitz: "La guerra, en una palabra, es la más destacada de las formas de transformación de la sociedad... La guerra es una parte de la política, uno de sus elementos, algunas ve-ces, el argumento final." La guerra y la muerte. ¿Es preciso aclarar el sentido último y brutal de esas palabras? Y en ellas encuentran puntos de convergencia amplios sectores de los ultras. Por entonces, el mismo año, una universidad privada no confesional, organiza en la ciudad de Buenos Aires unas jornadas en homenaje al autor de De la guerra, e intervienen en las mismas militares y civiles. Era, sin duda, ¿lo es?, la tendencia general de la sociedad argentina y que, tradicionalmente, se viene inculcando a los jóvenes en los institutos mili¬tares y en las escuelas civiles. Los menos, aquellos que espe¬ran hallar la respuesta en el pensamiento racional, están, por lo general, aislados en medio de la euforia chauvinista que subordina al ser humano a los intereses del "movimiento na-cional", e impone el consenso acrítico y la obediencia. "Es evidente —escribe Adolfo Hitler en Mi luchad— que todo debe subordinarse al interés de la nación."
Conocemos hechos y a ellos pasamos a referirnos. En el transcurso de la década de 1970 y en sus momentos previos, como consecuencia de los enfrentamientos de las fuerzas arma¬das con los guerrilleros cristianos-marxo-peronistas y con los grupos del ERP y de las FAL, los militares reviven el viejo pro-fesionalismo combatiente (Druetta, 1983, 109) e imponen como doctrina nacional, la ideología autoritaria que venía delineán¬dose a partir del derrocamiento del gobierno constitucional de Arturo Illia, en 1966. El general Osiris Villegas, defensor ante los tribunales militares en 1985 de su par Ramón J. Camps, sostiene, y en ello coincide con muchos, que las fuerzas ar¬madas constituyen la "última reserva de la nacionalidad". ¿Es necesario aclarar el sentido estricto de esas palabras? Las mismas expresan, sin ninguna duda, proviniendo de quien pro¬vienen, tanto como decenas de páginas explicativas.
Pero no es todo. Poco antes del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, solicitado y recibido con agrado por la inmen¬sa mayoría, y dentro de la misma línea de pensamiento, daban a conocer desde las páginas de un impreso perteneciente al Círculo Militar —institución que asocia a miembros del ejér¬cito— la opinión casi oficial sobre el papel que en esos mo¬mentos cumplían los integrantes de las fuerzas armadas. Sin duda, la misma era la generalizada creencia mesiánica. Al mis¬mo tiempo, no debe sorprendernos, exponen la defensa irra¬cional de la violencia en términos que bien podían suscribir, cambiando las palabras sobre los destinatarios y partícipes del mensaje, otros sectores, en este caso civiles, del espectro ideológico. Se dice, entre otras cosas:

"Lo que nos pasa a los argentinos es que tantos años de paz nos han apoltronado... gracias a Dios, no han apoltronado a los cuadros de nuestro Ejército, que en cada momento está brindando ejemplos de coraje, de resolución y de capacidad combativa. Es probable que se hayan apoltronado las mentes débiles, contaminadas por sutiles y variadas propagandas ideo¬lógicas, que han posibilitado la acción de bandas de alienados. Pero esa muchachada sana, física y moralmente, representada con virilidad por los oficiales y suboficiales jóvenes..., ¡ben¬dito sea Dios!, lejos está de haberse apoltronado." (Citado por Druetta, 1983, 131.)

La "capacidad combativa" incluía claramente el aniquila¬miento del adversario ideológico. Pero, sin duda, abarcaba mu¬cho más. Abarcaba en ese caso el silencio y la imposición del terror a los otros. Pero no es todo. Los matices de aquellas opiniones suelen aludir, y en una posición que en esencia no difiere de la de los sectores conservadores que actúan a co¬mienzos del siglo XX, a la permanencia de la tradición y a la defensa de los "valores de la nacionalidad". Y recurrimos nue-vamente a las palabras del general Osiris Villegas, expuestas en este caso con motivo de celebrarse el 26 de abril de 1980 el Día de la Caballería. "Unidos por afinidades preexistentes —dice—, doctrinalmente amalgamados, educados en la meto¬dología del esfuerzo y del amor al peligro, como hidalgos de la vieja raza, cada día más rara, nos autoconvocamos para rendir este homenaje evocativo, propio de la institución castrense. Todo ese conjunto nos permite traer el recuerdo emocionado de nuestros jinetes, de todas las jerarquías, caballeros de sable y lanza, que han caído en acto de servicio." (Revista informa¬tiva de Caballería, n. 3, 1981.)
Entre esas cualidades de la "raza" (?) incluye la supe¬rioridad, el dominio de la verdad, la autosuficiencia, el poder de imponer al resto de la población, es decir a los que no son "hidalgos" ni manejan el control de la muerte, los "estilos de vida" que ellos creen más adecuados. Aquí, en la Argentina, parece sostener, las reglas que necesitamos para guiar nues¬tras vidas las señalan los "caballeros" e "hidalgos".
No es el motivo de estas páginas estudiar, ni aun somera¬mente, el proceso político y económico que a partir de las elecciones constitucionales de 1973, transpuesta ya la etapa del autoritarismo anterior, desemboca nuevamente en la dic¬tadura. Una dictadura dispuesta ahora a aniquilar para siem¬pre a los adversarios, fuesen éstos presuntos o reales. Pocas voces, la memoria colectiva es frágil, se alzaron entonces para detener la barbarie. El silencio y la media palabra señalan, al menos por un tiempo, la conformidad. Prólogo macabro a los miles de asesinatos y vejaciones que se sumarán a los ya co¬metidos en el país, el comunicado número 13 de la Junta de Comandantes hace un llamado, el 24 de marzo de 1976, a la ju¬ventud. "El futuro de la tarea que emprenderán las Fuerzas Armadas estará materializado en un futuro más próspero, más digno y más justo. Nuestra juventud de hoy —agregan—será la destinataria y la beneficiaría de ese mañana mejor que cons¬truiremos con la colaboración de todos los argentinos." (La Nación, Buenos Aires, 25 de marzo de 1976.) La realidad es conocida y sus resultados constituyen hoy una triste y trágica herencia. "Miles de personas fueron privadas de su libertad, torturadas y muertas como resultado de la aplicación de esos procedimientos inspirados en la totalitaria doctrina de la Se¬guridad Nacional." Así lo manifiesta sin eufemismos el de¬creto número 158 del año 1983 que ordena someter a juicio sumario a todos los integrantes de las juntas militares. Cuatro años antes, el 29 de mayo de 1979, con motivo de cumplirse el aniversario de la creación del Ejército Argentino, el teniente general Roberto Viola, en directa referencia a las secuelas de la guerra antisubversiva, expresa que esa acción tuvo "una di¬mensión distinta del valor de la vida". Y también, ahora en alusión a su presente, advierte: "Se rompen diques y barreras; la vida y la muerte se juegan en aras de la victoria. Lo peor no es perder la vida. Lo peor es perder la guerra. Por eso el ejército, recuperado hoy ese valor de la vida, puede decirle al país: hemos cumplido nuestra misión. Ésa es la única y cree¬mos suficiente explicación. El precio el país lo conoce y el ejér¬cito también. Esta guerra, como todas, deja una secuela, tre¬mendas heridas que el tiempo, y solamente el tiempo, puede restañar. Ellas están dadas por las bajas producidas; los muer¬tos, los heridos, los detenidos, los ausentes para siempre". Determina, así, de manera indudable, y acepta entre líneas que se cometieron excesos y se rompieron barreras. También, indirectamente, lo reconoce la ley 22.068 que establece que podrá declararse el presunto fallecimiento de la persona cuya desaparición del lugar de su domicilio o residencia, sin que de ella se hubiese tenido noticia, hubiese sido denunciada entre el 6 de noviembre de 1974 (fecha en que se impone el estado de sitio) y el 12 de septiembre de 1979, día de su promulgación (Organización de Estados Americanos 1980, 137). Esto nos lleva a suponer que el período aludido fue el de máxima represión. En un esfuerzo por ser claros, en la comunicación que el Minis-terio del Interior envía entonces al presidente de la República, se observa que la ley tiene como objetivo principal "regular la situación que aflige a un cierto número de familias argenti¬nas, motivada por la ausencia prolongada y el destino de al¬gunos de sus integrantes, como consecuencia de los eventos que afrontó nuestro país en el pasado reciente". ¿Es necesaria más claridad para leer entre líneas? No se trata, obviamente, de los fallecimientos en actos guerrilleros. El destino al que aluden no puede ser otro que los asesinatos ocurridos en los campos de concentración o chupaderos de las fuerzas repre¬sivas. En vista de esa situación, a nadie sorprenderá que en el mes de abril de 1982, así lo registra la mayor parte de la prensa periódica de Buenos Aires, el vicario castrense, mon¬señor Medina, sostiene que "algunas veces la represión física es necesaria, es obligatoria y, como tal, es lícita".
Y no olvidemos, por último, que el terrorismo de estado encuentra sus defensores más comprometidos en ciertos fun¬cionarios, militares e industriales extranjeros que visitan el país. Un año y pocos meses antes del conflicto con Gran Bre¬taña, en noviembre de 1980, el mayor general de ejército inglés Richard Clutterbuck, especialista en temas sobre el terroris¬mo, afirma que en la Argentina "no se percibe represión poli¬cial alguna". Y continúa diciendo: "He visitado a Buenos Aires, a Córdoba; he hablado en cuatro universidades; he con¬versado con muchos periodistas y no advierto que haya re¬presión" (La Nación, Buenos Aires, 20 de noviembre de 1980). Y unos meses antes, el 28 de julio de 1980, Peter Francis Lobkowicz, delegado de las industrias Krupp, sostiene con¬ceptos similares y agrega que no importa la muerte de 10.000 seres humanos —alude a la represión oficial— si con ello se salva la sociedad. Su admiración por el Ejército Argentino se manifiesta en el obsequio al mismo de una estatua de san Ignacio de Loyola "porque —dice— simboliza un poco a la Argentina" (La Nación, Buenos Aires, 28 de julio de 1980). Por entonces, precisamente el 1? de setiembre del mismo año, uno de los delegados al Cuarto Congreso Anticomunista reali¬zado con el auspicio oficial en el Teatro Municipal General San Martín de la ciudad de Buenos Aires y presidido por el entonces general Carlos Suárez Masón, dijo: "estamos en per-manente lucha bajo el lema de que el único comunista bueno que va a haber en el país (El Salvador) va a ser el comunista muerto". Paradójicamente, lo informa un artículo publicado en julio de 1981 por el periódico estadounidense The New York Times, Rusia y la Argentina se alían mutuamente en esos días en las organizaciones internacionales contra lo que consideran una interferencia de terceros en su política sobre derechos humanos.
La Comisión Nacional Sobre la Desaparición de las Per¬sonas (creada por decisión del presidente Raúl Alfonsín, poco después de asumir la primera magistratura del país, el 15 de diciembre de 1983) sustentada en el testimonio de miles de testigos que expusieron sobre sus trágicas experiencias, las pro¬pias y las de sus familiares, señala en 1984 el silencio y el desinterés de la mayoría de la población sobre esos hechos. Si bien pudo desconocerse la magnitud de los hechos, de nin¬guna manera pudieron ignorar —eran testigos— el orden re¬presivo impuesto y la acción del poder para controlar los me¬nores detalles de la vida cotidiana. Es más, puestas en boca de muchos se escuchaban con frecuencia las palabras "por algo debe ser" para justificar la detención de un vecino o un com-pañero de trabajo, muchas veces motivada no por razones ideológicas sino por averiguación de antecedentes —todos los pobladores eran culpables de algún delito— o por no llevar consigo ninguna documentación identificatoria. Decenas de miles de habitantes debieron soportar dos o más días de deten¬ción en una comisaría debido a una simple sospecha o, en la mayor parte de los casos, como parte de la campaña de terror emprendida sistemáticamente.
Con el silencio y el temor de muchos, encontramos, asi¬mismo, a los grupos defensores de los derechos humanos y la activa campaña que emprendieron, con el riesgo de sus vidas y de su libertad, durante los años del Proceso: Liga Ar¬gentina por los Derechos del Hombre, Servicio Paz y Justicia, Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, Familiares de Desa¬parecidos y Detenidos por Razones Políticas, Abuelas de Plaza de Mayo, Madres de Plaza de Mayo, Centro de Estudios Le¬gales y Sociales.
"Los argentinos somos derechos y humanos" se repite en 1978 y 1979 una y otra vez por los medios de comunicación y puede leerse la frase en las lunetas de los automóviles y en las ventanas de las casas y departamentos. Son los momentos de la presencia en el país de los miembros de la Comisión Internacional de los Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos y de observadores extranjeros. Es la agre¬sión externa, la del imperialismo y del capital foráneo, dicen,
contra los "valores" nacionales. "La Comisión —escriben sus miembros en 1980— pudo palpar durante la visita cierta in¬diferencia en algunos sectores de la opinión pública." (Orga¬nización de Estados Americanos 1980, 135.)
Pero es posible decirlo mejor todavía, y es que por lógica, sin ninguna duda, la moral exclusivamente utilitaria e indivi¬dualista inculcada desde el poder, una acción que no es re¬ciente, se muestra intolerante y en el mejor de los casos indi-ferente ante las agresiones a los derechos humanos. Y no solo no se compromete en la defensa de los militantes políticos, tampoco en la de aquellos que trasgreden las reglas de la sexualidad considerada, por decirlo así, como "normal". No es necesario volver a insistir en el hecho de que la represión, todos los tipos de represión, están profundamente arraigados en la sociedad argentina. Con insistencia se trató de aniquilar por todos los modos posibles cualquier expresión racional e independiente, condicionando por todos los medios, mecánica¬mente se ha observado, desde las escuelas y los medios de comunicación "la enseñanza de ideales y símbolos emocionalizados, mediante la planeación y coordinación de los ambientes, los equipos de trabajo y los juegos, y después mediante una propaganda inteligente" (Mannheim 1963, 335). A este proceso de fusión y coordinación, suman la doctrina de los "valores más altos", los de la "tradición" o los ya aludidos de la "civi¬lización occidental y cristiana" (todos ellos formas indudables de infalibilidad), en sustento de los cuales justifican la cen¬sura y toda clase de represión y violencia.
En esto, pues, estriba el carácter autoritario de un amplio sector de la población. Es posible mencionar numerosos casos sobre una situación que en gran medida motiva el desinterés en analizar las causas más profundas del autoritarismo. ¿Por qué esto? Sobre todo, quizá sea debido al hecho de que es más simple y menos complicado practicar el olvido, y ese ejercicio se ha observado con suma frecuencia. Por otra parte, tal como son las cosas, suele caerse en lo anecdótico y superficial. En ese aspecto, y frente a los problemas que afectan a nuestra realidad y que interfieren en el logro de la felicidad individualgenuina, una y otra vez sectores políticos y confesionales acu¬san al sistema constitucional de fomentar la pornografía ("de¬mocracia pornográfica", dicen con referencia a la mayor permisibilidad en las relaciones cotidianas y dejan a un lado las deformaciones propias de una sociedad alienante que consi¬dera a la mujer como un simple objeto sexual).
Tal, pues, la escena. Expuesto lo anterior, debemos ahora desarrollar otros aspectos que revelan los excesos y la condi¬ción del ser humano en la década de 1970. Nos referimos a la desprotección de la sociedad argentina y a la intolerancia ofi¬cial. A esa realidad alude, como antes lo habían hecho los de¬fensores de los derechos humanos que actuaron en el país y en el exterior.5 El Informe de la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas, basado en la abundante documenta¬ción reunida, observa diversos aspectos de la "caza de brujas":

"En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desproporción, el oscuro temor de que cualquiera, por ino¬cente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el horror: 'por algo será', se murmuraba en voz baja, como queriendo así pro¬piciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos, sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpables de nada; porque la lucha contra los 'subversivos', con la ten¬dencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generali-zada, porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como 'marxismo-leninismo', 'apatridas', 'mate¬rialistas y ateos', 'enemigos de los valores occidentales y cris-tianos', todo era posible; desde gente que propiciaba una re¬volución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la re¬dada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple me-jora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dicta¬dura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que ha¬bían llevado las enseñanzas de Cristo a las barriadas misera¬bles. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatien¬tes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores." (Comisión Nacional, 1984, 10.)
Lo Comisión Nacional Sobre Desaparición de Personas, por otra parte, comprobó la muerte de gran cantidad de per¬sonas, adolescentes y adultos, su número no fue precisado hasta hoy con exactitud; previamente detenidas y luego exter¬minadas en los sitios de confinamiento, con ocultación de la identidad de las mismas. El general Agustín Lanusse relató a la Cámara Federal una anécdota realmente macabra al respon¬der a una pregunta sobre Elena Holmberg, presuntamente ase¬sinada. Enrique Holmberg, hermano de ésta, y el general Gui-llermo Suárez Masón, cuenta el ex presidente de facto, concu¬rrieron juntos a la Unidad Regional de Tigre de la Policía Federal, con motivo del hallazgo de un cadáver que podía ser el de la diplomática desaparecida poco tiempo antes. Suárez Masón, agrega Lanusse, recrimina al policía que los había aten¬dido por no habérsele comunicado la aparición de ese cadáver. El jefe de la Unidad, un comisario, le responde entonces a quemarropa, es posible que ignorando la identidad del acom¬pañante del militar: "No se olvide, general, que ya son más de ocho mil los cadáveres que ustedes han tirado al río". (La Razón, 14 de mayo de 1985.)
Las víctimas, entre las que se encuentran los asesinados, torturados y detenidos, pertenecen a los más diversos campos de la actividad social, y se discriminan de la siguiente manera:







%
obreros 30,2
estudiantes 21,0
empleados 17,9
profesionales 10,7
docentes 5,7
autónomos y varios 5,0
amas de casa 3,8
conscriptos y personal subalterno de las
FF. de seguridad 2,5
periodistas 1,6
actores, artistas, etc. 1,3
religiosos 0,3

Fuentes: CONADEP. Bs. As., 1984, p. 480.


Los secuestrados eran conducidos a alguno de los 340 cen¬tros clandestinos de detención, no pocos de ellos acondicio¬nados previamente con ese fin y pertenecientes a las fuerzas de seguridad o a las fuerzas armadas.

"Esos centros clandestinos estaban dirigidos por altos ofi¬ciales de las FF.AA. y de seguridad. Los detenidos eran aloja¬dos en condiciones infrahumanas, sometidos a toda clase de tormentos y humillaciones. De las investigaciones realizadas hasta el momento (1984), surge la nómina provisoria de 1.300 personas que fueron vistas en algunos de los centros clandesti¬nos, antes de su definitiva desaparición." (Informe de la Co¬misión Sobre la Desaparición de Personas, 1984, 479.)

Los defensores de la "civilización occidental y cristiana" no trepidan en violar y vejar sexualmente a mujeres y hom¬bres. Una y otra vez los relatos de los testigos que declaran ante la Cámara Federal que enjuicia a los comandantes en jefe, mencionan hechos de esa naturaleza. Asimismo lo regis¬tran las denuncias expuestas a la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas y lo señalan las publicaciones de las distintas organizaciones defensoras de los derechos humanos. "No me toques, porque me violaron en la tortura, por atrás y por adelante", dice una joven de dieciséis años, que nunca reapareció —informa Horacio Verbitsky—, cuando su compa¬ñero de infortunio Pablo Díaz quiso tomarla cariñosamente de la mano. (El Periodista, Buenos Aires, n° 36, 17 al 23 de mayo de 1985.)
Los órganos sexuales y el ano de hombres y mujeres son los sitios preferidos para aplicar la picana eléctrica. Ideolo¬gía y, ahora, sí, sadismo, se asocian estrechamente. A esos he¬chos debemos sumar, en algunos casos, el componente reli¬gioso. La psicología ha estudiado las relaciones íntimas entre el misticismo, la voluptuosidad y los refinamientos más crue¬les. Lo observamos en la patología de algunos creyentes de los siglos XVI y XVII y en la acción de los Inquisidores contra lo que consideran una desviación de las normas morales o religiosas. Los campos de concentración nazis, por caso, re¬gistran las más crueles atrocidades en ese sentido.

"El 1O de julio de 1933 fue sometido el comerciante Max Margoliner, de Breslau, en la casa parda de su ciudad natal, a torturas sádicas, de cuyas consecuencias murió dos meses después. Un informe de testigo presencial aparecido en el Saarbrueckener Volkstimme, cuenta: 'Los inhumanos sujetos hicie-ron girar en el ano de la víctima, que había perdido el cono¬cimiento, un resorte en espiral. .. En el hospital estuvo ocho semanas en el agua, porque no podía sentarse sin quedar echa¬do." (Kaminski, 1940, 149.)

En otros casos durante los interrogatorios los S.S. obli¬gaban a dos presos a masturbarse mutuamente, obligándolos luego a lamer el uno la eyaculación del otro (Kaminski, 1940, 151).
Norma Ungaro, testigo de las crueldades del Proceso, re¬gistra Verbitsky, cuenta que uno de los torturadores era un místico que recitaba la Biblia y a quien sus compañeros de¬nominaban El Cura. Por otra parte, todos los miembros del gobierno militar concurren con frecuencia a la iglesia y hacen profesión de fe religiosa; es más, directa o indirectamente se declaran cruzados del catolicismo. "Yo soy un hombre reli¬gioso, soy incapaz de hacerle mal a nadie", le dijo Videla, "tomándolo de la mano", al rabino Marshal Meyer al visitarlo éste con motivo de la detención del periodista Jacobo Timerman, cruelmente torturado días antes. (La Razón, Buenos Ai¬res, 4 de mayo de 1985.)
El sexo y la tortura a los presos políticos podían ir a la par. El relato pertenece a Jacobo Timerman y fue expuesto bajo juramento, el viernes 3 de mayo de 1985, en la Cámara Federal. Cuenta que durante su estada en el centro clandestino de detención "Coti Martínez", tuvo ocasión de ver al periodista Rafael Perrota. Con ese motivo relata cómo usaban sexualmente a tres prisioneras.

"Una noche empezaron a limpiar todo y a prepararse para una gran fiesta. Yo oí decir eso porque estaba en esa habita¬ción, allí donde estaba la oficina de los oficiales, de la admi¬nistración, y oí que venía gente de Campo de Mayo. Decían: preparen todo para los coroneles. Tenían tres chicas muy her¬mosas para usarlas sexualmente —y las usaban— en la fiesta. Pero yo estaba justo en el lugar al lado del pasillo que daba a la puerta, de modo que veía quién entraba y quién salía, a menos que me vendaran, pero escuchaba. Escuché cómo lo torturaban a Perrota. Entonces me sacaron de ahí, y, por error, uno de los guardias dijo: llévenlo a la celda de las chicas. Entonces me llevaron a una pequeña celda que había sido de las chicas pero a ellas las habían movido a otra. Y esa estaba reservada para Perrota. Estando yo solo entró Perrota —lo conocía desde mucho tiempo atrás— y estaba completamente loco, muy golpeado, desvariaba, me dijo: tengo frío, me le-vantaron en la calle, necesito una latita para orinar. Esas eran casi las únicas cosas que decía. Después dijo: parece que hay fiesta; deben estar con las chicas gozando una linda fiesta." (La Razón, Buenos Aires, 4 de mayo de 1985.)

Desarrollado así, de un modo apresurado, el tramo de la barbarie que se impone en el país a partir de 1976, nos resta aludir a otra actitud que también es de violencia. Es necesario decirlo, de violencia, sin sangre e impuesta en esos días por los "formadores de la opinión pública". El hecho, pronto lo veremos mejor, alude al control de la información que llega a la masa, de ningún modo a la élite económica y de poder. Se trata de imponer una ideología antiintelectualista, irracio¬nal y de mitos que pertenecen al poder del país. Las olimpíadas de Munich de 1936, en momentos de pleno auge del nazismo, tienen su equivalente en el campeonato mundial de fútbol realizado en 1978 en la Argentina. Dos situaciones distintas y un mismo fin: la apelación subversiva a los afectos de la que nos habla Walter Benjamín y, asimismo, justificar el poder por medios irracionales.
El totalitarismo y la mentalidad autoritaria silencian todo análisis crítico y toda información que pueda interferir en el dominio que ejercen sobre el pueblo. Esa actitud la advertimos generalmente en regímenes populistas y en países donde las relaciones son de tipo feudal y paternalista, con un fuerte arraigo de la ortodoxia religiosa. Se trata, en síntesis, de su¬mar al sometimiento sustentado en la organización familiar y en la moral, el silencio sobre algunos aspectos de lo que ocu¬rre en otras áreas del mundo. Un equivalente del sociocentrismo y del etnocentrismo fomentado en los siglos XVII y XVIII y que se proyecta en la ideología y en la praxis de lo que deno¬minan "folklore nacional". Lo expuesto puede advertirse en las Naciones Unidas al suspenderse el 17 de diciembre de 1982 por 107 votos a favor, 13 en contra y 13 abstenciones, la puesta en marcha de transmisiones televisivas internacionales direc¬tas vía satélite no reguladas y originadas en países industria¬lizados. La oposición, obviamente, parte de los gobiernos de las naciones del denominado Tercer Mundo, las de América, Asia y África, regidas por los más variados y opuestos intere¬ses. Tirios y troyanos, una vez más, se ponen de acuerdo. La intención de imponer el aislamiento, un aislamiento que tiene su equivalente en la Alemania nazi o en la Rusia de Stalin, es bien clara y la expresa sin eufemismo de ninguna índole un diplomático latinoamericano con las siguientes y expresivas palabras que apuntan a la esencia misma de los hechos: "por el grave peligro —dice— que presupone para nuestra cultura, nuestro orden político-económico, es decir, para nuestra so¬ciedad, esta transmisión televisiva no regulada". Son términos que entonces podían oírse, y sin el derecho a ninguna réplica, en la Argentina. Las mismas, palabras más o menos, que sos¬tiene el régimen teocrático de Jomeini en Irán.
¿Constituye, pues, un peligro el conocimiento de los valo¬res racionales de Occidente para la miseria y el hambre de millones de seres humanos imposibilitados de estudiar y te¬ner conciencia de la cultura, de los valores heredados? ¿O, si se prefiere, recordando la propuesta ya mencionada en un capítulo anterior de un jesuita del siglo XVIII, esperan y desean que "permanezcan humildes y sencillos pues para las mari¬posas y mosquitos no hay mayor peligro que el brillo de la vela encendida"? Los segregan, diciéndolo en pocas palabras, de la cultura entendida como las realizaciones genéricas y universales del espíritu humano, la única posible y racional. Tratan, por razones obvias, de folklorizarlos. Indudablemente, ésta es otra de las violencias que suman a la tortura, tanto o mas peligrosa que la anterior, pues lleva en sí el deseo de que la población inducida acepte, como algo natural, la violencia físi¬ca ejercida contra los heterodoxos o los disidentes del sistema.
Pero eso no es todo. Poco tiempo antes, en los momentos posteriores al conflicto armado sostenido con Gran Bretaña, el secretario de Cultura de la Argentina, profesor Julio César Gancedo, al aludir a los países de América Latina señalaba su con¬vencimiento de que más que un continente conforma "un con-tenido de valores". Palabras similares podemos encontrar en los escritos de los teóricos del nazismo y del fascismo. En Mi lucha, de Adolfo Hitler, puede leerse la siguiente afirma¬ción, similar a tantas otras contemporáneas de la derecha o de la autotitulada izquierda nacional: "La nacionalización de nuestras masas sólo se llevará a efecto cuando con el decidido combate por el alma de nuestro pueblo sus enfermedades in¬ternacionales sean aniquiladas... Quien desee liberar al pue¬blo alemán de las manifestaciones y vicios presentes que le son originariamente ajenos, deberá en primer lugar eliminar al ex¬citador extranjero causante de tales manifestaciones y vicios".
En lo que hace a la Argentina y en general a América La¬tina, ese atomismo expuesto por los que propician el "diálogo de las culturas", es decir, de una conformación estática de la dimensión humana —situación similar a la observada en el romanticismo—, llega a situaciones típicamente paranoicas al ser expuesto por los grupos de poder. Revitalizando las teo¬rías de los antropólogos culturales que sirvieron de base a la derecha autoritaria de Europa, sostienen la necesidad de revi¬vir el pasado. Un pasado, observan, que debe constituir el muro o la barrera para evitar todo cambio en las estructuras socia¬les y económicas. Es indispensable, sostienen, cortar de raíz toda influencia que pueda llegar de los países más evolucio¬nados y evitar de esa manera la "igualación cultural". "Entre nosotros —escribe Marco Denevi, escritor argentino, y lo hace en momentos de máxima euforia chauvinista con motivo de la ocupación militar de las Malvinas— la moral privada toda¬vía era sana, era sana la sexualidad y era fuerte la familia, pero había que proclamar la crisis de las tres porque tal cosa ocurría en Europa y no debíamos ser menos". También por esos días, Abelardo Arias, de la misma nacionalidad y ocupa¬ción que el anterior, en una carta que envía al diario La Nación solicita que se suprima la enseñanza del idioma inglés y del francés en los colegios de segunda enseñanza. Y agrega, con el preciso fin de refirmar su propuesta: "En ningún país euro¬peo se enseña oficialmente el español. Renunciemos entonces, a nuestra actitud colonial. Es hora —continúa diciendo— que reconozcamos nuestra relación física y espiritual con Amé¬rica Latina".
En suma, nos encontramos con el lenguaje totalitario y con un chauvinismo infantil, actitudes en las que coinciden la prensa tradicional de derecha, el populismo y parte de la "iz¬quierda". Como señala Luz Winckler al estudiar La función social del lenguaje fascista, se pone de manifiesto la decaden¬cia física y moral del enemigo. Para los militares del Proceso y para gran parte de la población inducida a expresarse de determinada manera, los británicos son herejes y corruptos. Se trata, en el fondo, no sólo de una acción destinada a incor¬porar al país un territorio insular, también de una "cruzada" de la catolicidad. Un militar argentino, el coronel Esteban Solís, declaraba en abril de 1982 que los soldados británicos de la Royal Marine leían revistas pornográficas, consumían drogas y tenían, son sus palabras, "ciertos artefactos que nos hizo es¬pecular (sic) en la práctica de la homosexualidad". Por otra parte, capellanes militares señalaban a los combatientes que iban a enfrentarse con disidentes religiosos, enemigos de la Iglesia.
Podemos afirmar, en suma, que el autoritarismo impuesto en la Argentina a lo largo de la década de 1970 es la culmina¬ción de un largo proceso que comienza mucho antes. Encon¬tramos sus raíces en el carácter totalitario de la organización familiar, en las ortodoxias secularizadas de la realidad que se imponen en la enseñanza —en la civil y en la militar—, en los temores que en los sectores de poder producen las crisis de una sociedad en cambio. Así pues, la agresividad contra terceros se le ofrece al orden establecido como una alternativa válida para silenciar a los heterodoxos y a los disi¬dentes; para imponer, ya lo hemos señalado, el terror al resto de la población.
Ahora bien, en el plano estricto de la realidad y, concre¬tamente, en lo referente a la imposición de suplicios y tortu¬ras, la barbarie, ya lo hemos señalado, no es obra exclusiva de sádicos o paranoicos. Una y otra vez se alude, en los infor-mes de los testigos que declararon ante la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas y, meses más tarde, en la Cámara Federal que enjuicia a los comandantes en jefe, a la ideología autoritaria y fascista de los represores. Se debe decir también que los miembros de las bandas asesinas se reclutaban entre los simpatizantes de esas ideologías y exhibían en los llaveros cruces esvásticas y en los brazos brazaletes si¬milares a los del nazismo. El racismo antijudío estaba a la orden del día. Lo testimonia, por caso, Jacobo Timerman y lo confirman los sobrevivientes de las cárceles del Proceso. Armando Luccina, un ex policía que denuncia los crímenes que se habían cometido en Coordinación Federal, informa a la justicia que los policías torturadores decían que "cuando se terminen los judíos, se termina la subversión". La condi¬ción de judío significó para los presos del Proceso un agrava¬miento de sus infiernos, un castigo adicional por el hecho de no haber sido —un deseo frustrado—, "chivos expiatorios" ante la opinión pública. Tal vez, la realidad internacional no permitió que éste haya sido el deseo de no pocos de los inte¬grantes de la reacción fascista instalada en el poder.
Podemos decir que los hechos anteriores constituyen al¬gunos de los segmentos del pasado y del presente que debemos rechazar. Pero esa acción no tendrá, efectivamente, sino una influencia mínima si no se producen cambios en la mentalidad de los sectores de poder. De todas maneras debemos mantener la fe en la historia. Esa antítesis, la historia, recordaba Simone de Beauvoir, de la naturaleza y de su imagen cíclica del tiem¬po, del símbolo de la rueda que desea terminar con la idea de progreso y favorecer la sabiduría quietista. "La evidente repe¬tición de inviernos y veranos hace irrisoria la idea de revolu¬ción y manifiesta lo eterno." (Beauvoir, 1983, 138.) Y, en virtud de este ruego que tantos han hecho y racionalizado, más allá de las visiones catastróficas o salvacionistas, recordemos las palabras expuestas por el historiador belga Henri Pirenne y recogidas por Marc Bloch en Apologie de l'histoire ou Métier d'historien, apuntes redactados poco antes de ser fusilado por los nazis: "Si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida".




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